32 Cuatro reyes en tinieblas

Aquella población era mayor que la mayoría, pero, bien mirado, demasiado descuidada para llevar un nombre como Cuatro Reyes. Como era frecuente, el camino de Caemlyn recorría el centro del pueblo, pero allí se cruzaba con otro camino bastante frecuentado procedente del sur. La mayoría de las aldeas eran mercados y lugares de encuentro de los granjeros de la zona, pero allí no se veían apenas campesinos. Cuatro Reyes sobrevivía como un punto de parada para las caravanas de carromatos de mercaderes que se dirigían hacia Caemlyn y a las ciudades mineras de las Montañas de la Niebla situadas más allá de Baerlon, así como a los pueblos dispersos a lo largo del camino.

La carretera del sur facilitaba el comercio de Lugard con las minas occidentales; los mercaderes de Lugard que iban a Caemlyn disponían de una vía más directa. La campiña de los alrededores apenas estaba lo bastante cultivada como para alimentar a sus pobladores y a los habitantes de Cuatro Reyes, donde toda actividad se centraba en los comerciantes y sus vehículos, sus conductores y los trabajadores que cargaban las mercancías.

La tierra desnuda y polvorienta era el suelo que había que pisar en aquel pueblo, ocupado en su mayor parte por carromatos aparcados uno junto a otro, abandonados al cuidado de aburridos vigilantes. Las calles estaban flanqueadas de caballerizas, las cuales tenían una capacidad suficiente para albergar grandes vehículos. Como no había ningún prado ni plazuela, los niños habían de jugar en la calzada, esquivando los carros y soportando las maldiciones que les dirigían desde los pescantes. Las mujeres del lugar, con las cabezas cubiertas con pañuelos, caminaban apresuradas con la vista fija en el suelo, en ocasiones seguidas por las procacidades de los carreteros, capaces de ruborizar a Rand; incluso Mat escuchaba algunas de ellas con sobresalto. Ninguna comadre charlaba en la puerta de su casa con una vecina. Las grises casas de madera se alzaban pegadas unas a otras, con sólo estrechos callejones intermedios, y la pintura, en los casos en que sus moradores se habían preocupado de encalarlas, ajada como si no hubieran aplicado nuevas capas durante años. Los postigos de las viviendas no se habían abierto en mucho tiempo, lo cual era visible en la herrumbre solidificada en sus bisagras. El ruido flotaba sobre toda la población, en una mezcla de martilleo de los herreros, gritos de carreteros y roncas carcajadas procedentes de las posadas.

Rand descendió de la parte trasera de un carromato cubierto con lona mientras pasaban ante una posada pintada con colores llamativos, verdes y amarillos, que contrastaban con el tono ceniciento de las casas. La comitiva de vehículos prosiguió su curso sin que ninguno de sus conductores pareciera advertir que él y Mat habían desaparecido; el cielo se oscurecía ya y todos ansiaban desenganchar los caballos y entrar en los hostales. Rand tropezó con una rodera y luego saltó velozmente para evitar un carromato que se abalanzaba sobre él en dirección contraria. El carretero le dirigió una imprecación al pasar. Una lugareña dio un rodeo al cruzarse con ellos y siguió su paso sin mirarlos de frente.

—Este lugar tiene algo extraño —advirtió. Creyó oír música entre el estrépito reinante, aunque no era capaz de distinguir dónde sonaba. De la posada, tal vez, pero era difícil aventurarlo.—No me gusta. Quizá será mejor que no nos detengamos esta vez. —Mat lo miró con desdén antes de alzar lo vista hacia el cielo, velado por espesos nubarrones.

—¿Y pasar la noche debajo de un seto? ¿Con este tiempo? Ya he vuelto a acostumbrarme a reposar en una cama. —Ladeó la cabeza para escuchar y luego soltó un gruñido—. Posiblemente no tendrán músicos en todos estos locales. Apuesto a que no hay malabaristas en ninguno de ellos.

Se colgó el arco en la espalda y se encaminó hacia la puerta amarilla, escudriñando cuanto tenía ante sí con los ojos entornados. Rand lo siguió dubitativo.

En el interior había músicos, cuya cítara y tambor apenas eran audibles entre las risotadas y los gritos de clientes ebrios. Rand no se molestó siquiera en preguntar por el propietario. Las dos posadas siguientes también disponían de músicos y ofrecían igual barullo ambiental. Las mesas estaban llenas de hombres toscamente vestidos, que blandían jarras e intentaban atraer a las camareras, las cuales los esquivaban con resignadas sonrisas forzadas. Los edificios vibraban a causa del barullo, y el olor que impregnaba sus salsas era agrio, un hedor a vino seco y cuerpos desaseados. Los mercaderes, con sus sedas, terciopelos y encajes, no compartían aquel ambiente, refugiados en comedores privados en los pisos superiores, que les protegían oídos y nariz. Él y Mat se limitaban a asomar la cabeza en la entrada antes de marcharse. Él iba adquiriendo la certeza de que no les quedaría más remedio que partir.

El quinto hostal, el Carretero Danzarín, permanecía en silencio.

Tenía un color tan llamativo como los demás, con una combinación de rojo vivo y verde chillón que hería los ojos, con la diferencia de que allí la pintura estaba resquebrajada y pendía en láminas. Rand y Mat penetraron en él.

Sólo había una decena de hombres sentados a las mesas que llenaban el comedor, sombríamente aislados en sus pensamientos. Era evidente que el negocio no funcionaba bien, pero también habían señales de que en otro tiempo había sido próspero. Había exactamente tantas criadas como clientes, las cuales se afanaban por la sala. Por cierto, tenían mucho trabajo que hacer, pues la suciedad impregnaba el suelo y las telarañas ocupaban todos los rincones, pero la mayoría de ellas no realizaban ninguna tarea útil y en cambio se limitaban a caminar de un lado a otro para que no las vieran inactivas.

Un hombre huesudo con largos cabellos lacios que le llegaban hasta los hombros se volvió para mirarlos ceñudo mientras trasponían la entrada. El primer trueno retembló lentamente sobre Cuatro Reyes.

—¿Qué queréis? —Se frotaba las manos en un grasiento delantal que le colgaba hasta los tobillos. Rand se preguntó si no tendría más mugre prendida del delantal que de su piel. Aquél era el primer posadero flaco que él había visto en su vida—. ¿Bien? ¡Contestad, consumid algo y largaos! ¿Acaso tengo un aspecto tan insólito para que me miréis así?

Ruborizado, Rand emprendió la perorata que había utilizado como publicidad en los establecimientos visitados antes.

—Yo toco la flauta y mi amigo hace malabarismos. No veréis algo mejor en todo un año. Por una habitación y una buena comida, os llenaremos todo el local. —Recordó los comedores abarrotados que ya había visto aquella tarde, en especial aquel en que un hombre había vomitado justo delante te él, lo cual lo había obligado a apartarse deprisa para que no le manchara las botas. Vaciló un instante antes de recobrar la apostura para proseguir—. Os llenaremos la posada de hombres que os pagarán con creces, con sus consumiciones, el poco gasto que habréis de hacer con nosotros. ¿Por qué no…?

—Tengo un hombre que toca la dulzaina —lo interrumpió con acritud el posadero.

—Lo que tenemos es un borrachín, Sam Hake —puntualizó una de las criadas, que dedicó una sonrisa a Mat y Rand mientras pasaba con una bandeja y dos jarras en la mano—. La mayoría de las veces no atina a encontrar el comedor —les confió en un susurro—. Hace dos días que no lo he visto.

Sin perder de vista a Rand y Mat, Hake le propinó una bofetada en la cara. La mujer exhaló un suspiro de sorpresa antes de caer pesadamente en el sucio suelo; una de las jarras se rompió derramando su contenido que corrió en pequeños riachuelos entre la mugre.

—Se te descontará el vino y la pieza quebrada. Llévales la bebida rápido. Los hombres no pagan para esperar mientras tu holgazaneas por ahí —sentenció con tono desabrido.

Ninguno de los presentes levantó la cabeza de la bebida y las otras camareras desviaron la mirada.

La rolliza mujer se tocó la mejilla mientras clavaba una mirada asesina en Hake, pero recogió la jarra vacía y los pedazos rotos, y se retiró sin pronunciar palabra alguna.

Hake succionó su dentadura con aire pensativo mientras observaba a Rand y a Mat. Su mirada se fijó unos segundos en la garza estampada en la espada antes de seguir su curso.

—Os diré lo que haremos —propuso finalmente—. Podéis ocupar un par de jergones en un almacén que hay en el fondo. Las habitaciones son demasiado caras para regalarlas. Comeréis cuando todos se hayan ido. Seguramente quedarán sobras.

Rand deseó que existiera otra posada en Cuatro Reyes que no hubieran visitado todavía. Desde que habían salido de Puente Blanco había soportado la frialdad, la indiferencia y la franca hostilidad, pero nada le había producido el desasosiego que le provocaban aquel hombre y aquel pueblo. Mat observaba a Hake como si sospechara alguna estratagema, pero no dio muestras de querer cambiar el Carretero Danzarín por un lecho bajo los matorrales. Los truenos resonaban en los cristales. Rand emitió un suspiro.

—Los jergones servirán a condición de que estén limpios y si hay suficientes mantas. Pero comeremos dos horas después de anochecer y de lo mejor que tengáis. Mirad. Os enseñaremos nuestras habilidades. —Acercó la mano a la funda de la flauta, pero Hake sacudió la cabeza.

—Da igual. Esta pandilla se conformará con cualquier clase de chirrido con tal que tenga un sonido parecido a la música. —Posó de nuevo la mirada en la espada de Rand; esbozó una sonrisa que sólo afectó a sus ojos—. Comed cuanto queráis, pero, si no atraéis a los clientes, os echaré a la calle.

Respaldó su amenaza señalando a dos hombres de semblante adusto sentados junto a la pared. Éstos no bebían y sus brazos eran tan recios como piernas. Al apuntar a ellos Hake, movieron la mirada hacia Rand y Mat, con rostros inexpresivos.

Rand se llevó la mano a la empuñadura de la espada, confiando en que el hambre que contraía su estómago no se reflejara en su rostro.

—A condición de que recibamos lo acordado —repuso con voz calma. Hake pestañeó y por un momento pareció inquieto. Luego asintió súbitamente con la cabeza.

—¿Es lo que os he dicho, no? Bien, ya podéis empezar. No atraeréis a nadie quedándoos aquí de pie. —Se alejó con paso vivo, ceñudo y gritando a las criadas como si hubiera cincuenta clientes que atender.

Rand se preguntó si era sensato continuar llevando la espada al descubierto. Aquel tipo de arma no era infrecuente, pero la marca de la garza llamaba la atención. Aun cuando no todo el mundo reparara en ella, cualquier señal de que la hubieran advertido le causaba preocupación. Aquello podía constituir un rastro inconfundible para el Myrddraal… en el supuesto de que los Fados tuvieran necesidad de seguir algún tipo de pista, lo cual no era probable. De todas maneras, era reacio a dejar de llevarla. Se la había regalado Tam, su padre. Mientras continuara en su cinto, habría todavía una conexión entre Tam y él, un hilo que le concedía derecho a considerarlo aún como su progenitor. «Demasiado tarde», pensó. No estaba seguro de lo que aquello significaba, pero tenía la convicción de que expresaba una verdad. «Demasiado tarde».

A los primeros sones de El gallo del norte, los escasos parroquianos congregados en la sala levantaron las cabezas que mantenían reclinadas sobre las bebidas. Incluso los dos matones separaron ligeramente la espalda de la pared. Todos aplaudieron cuando hubo concluido, hasta el par de duros guardianes, y lo mismo ocurrió después de que Mat lanzara por los aires una cascada de bolas. Afuera, el cielo murmuró nuevamente. La lluvia tardaba en caer, pero su presión era palpable; cuanto más tiempo transcurriera, más fuerte sería el aguacero.

Corrió la voz de su espectáculo y, cuando la oscuridad se había enseñoreado del día, la posada se encontraba atestada de hombres que reían y hablaban tan alto que Rand apenas si oía lo que estaba tocando. Únicamente los truenos lograban superar la algarabía de la sala. Los relámpagos fulguraban repetidas veces en las ventanas y, en los breves momentos que remitía el alboroto, oía la lluvia que repiqueteaba sobre el tejado. Los hombres que entraban ahora dejaban un reguero de agua a su paso.

Siempre que había una pausa, le solicitaban canciones a voz en grito, cuyos nombres no conocían en la mayoría de los casos; no obstante, si lograba que tararearan la melodía, la reconocía casi sin excepción. En otros lugares le había ocurrido lo mismo. El alegre Jain era La jarana de Rhea aquí, y había recibido denominación de Colores del cielo en una aldea donde se había entretenido.

Algunos nombres persistían en todo lugar, mientras que otros cambiaban cada diez kilómetros. También había aprendido canciones nuevas. El buhonero borracho era una de las que había incorporado a su repertorio, aunque a veces recibía el nombre de Gitano en la cocina. Dos reyes vinieron cazando se conocían asimismo como Dos caballos al galope, aparte de otros títulos. Él interpretaba canciones que sabía y los hombres golpeaban exigiéndole más. Otros pedían que Mat volviera a hacer juegos malabares. En ocasiones se iniciaban peleas entre los partidarios de la música y los aficionados a la prestidigitación. En uno de los escarceos entró en acción un cuchillo que provocó un chillido en una mujer, como preámbulo a la sangre que manó seguidamente de la cara de un hombre, pero Jak y Strom, los dos encargados del orden, se aproximaron de inmediato y con completa imparcialidad echaron a la calle a todas las personas involucradas en el altercado. La charla y las risas prosiguieron como si nada hubiera sucedido. Nadie desvió la mirada a excepción de los que recibían codazos de los dos fornidos vigilantes que pasaban entre ellos con dirección a la puerta.

Los clientes tampoco tenían escrúpulos en sobar a las criadas cuando una de ellas estaba distraída. Jak o Strom hubieron de rescatar en más de una ocasión alguna, sí bien no se apresuraban demasiado en hacerlo. La reacción de Hake, que gritaba y zarandeaba luego a la camarera víctima de la ofensa, indicaba que a sus ojos era ella la culpable, y los ojos lagrimosos y las excusas balbuceadas de la mujer expresaban su disposición a aceptar la visión del patrón. Las sirvientas se sobresaltaban siempre que Hake fruncía la frente, aun cuando dirigiera la vista a otro lado. Rand se preguntaba por qué consentían aquello.

Hake sonreía al mirar a Rand y Mat. Al cabo de un rato Rand advirtió que no les sonreía a ellos, sino que sus labios se arqueaban cuando posaba los ojos tras ellos, en el lugar donde se encontraba apoyada la espada con la marca de la garza. Cuando Rand depositó la flauta incrustada en oro y plata junto al taburete, el instrumento también le arrancó una sonrisa.

Aprovechó el cambio de turno con Mat para inclinarse y hablarle al oído. Aun desde tan cerca debía alzar la voz, pero con tanto alboroto dudaba que alguien fuera capaz de escucharlos.

—Hake va a intentar robarnos.

Mat asintió como si aquello no le sorprendiera.

—Tendremos que atrancar la puerta esta noche.

—¿Atrancar la puerta? Jak y Strom la romperían de un puñetazo. Larguémonos de aquí.

—Espera a que hayamos cenado al menos. Tengo hambre. No pueden hacernos nada aquí —agregó Mat. La gente que atestaba la sala gritaba, exigiendo que prosiguiera el espectáculo y Hake los observaba con furia—. Y, de todas maneras, ¿estás dispuesto a dormir fuera esta noche?—. Un relámpago especialmente potente hizo palidecer por un instante la luz de las lámparas.

—Sólo quiero irme con la cabeza intacta —contestó Rand. Mat, sin embargo, se disponía a sentarse. Con un suspiro, Rand acometió los primeros sones de El camino de Dun Aren. Al parecer, aquella canción complacía a la mayor parte del auditorio; ya la había tocado cuatro veces y todavía la solicitaban.

El problema era que Mat se hallaba en lo cierto. El también estaba hambriento y no veía de qué modo podía Hake infligirles daño alguno con el comedor lleno. La concurrencia era cada vez mayor y, por cada hombre que se iba u obligaban a marcharse Jak y Strom, entraban dos. Pedían a voz en grito juegos malabares o una melodía determinada, pero su atención se centraba en particular en las bebidas y en las camareras. Pero uno de los presentes era diferente.

Aquel hombre se distinguía de la muchedumbre congregada en el Carretero Danzarín, el cual no era un hostal apropiado para mercaderes. Su clientela iba vestida con ropas toscas y la piel atezada de los hombres que trabajan en contacto con el sol y el viento. El individuo era gordo y lustroso, tenía unas manos que parecían suaves y llevaba una chaqueta y una capa de color verde oscuro, ambas de terciopelo con rebordes adornados de seda azulada. Todo su atuendo era de lujoso corte. Sus zapatos, babuchas de terciopelo, no habían sido confeccionados para hollar las calles llenas de baches de Cuatro Reyes, ni ninguna otra calle, a decir verdad.

Había entrado después del anochecer; se sacudía la lluvia de la capa mientras miraba en torno a sí con una mueca de desagrado en los labios. Examinó la sala una vez y estaba ya a punto de girar para marcharse, cuando de súbito dio un respingo al percibir algo que Rand no alcanzó a ver y se sentó a una mesa que Jak y Strom acababan de despejar. Una criada se detuvo junto a él y después le sirvió una jarra de vino que él apartó a un lado y no volvió a tocar en toda la velada. La camarera parecía tener prisa por abandonar su mesa en ambas ocasiones, pese a que el hombre no hiciera ademán de querer tocarla y ni siquiera la mirase. La desconocida razón que inquietaba a la mujer, también producía el mismo efecto en otros. A pesar de su aspecto cuidado, siempre que un carretero de manos callosas decidía compartir su mesa con él, una ojeada bastaba para disuadirlo de su primer impulso e inducirlo a buscar otro acomodo. Estaba allí sentado como si no hubiera nadie más en la estancia aparte de él… y Rand y Mat; los observaba por encima de unas manos en las que relucían los anillos, con una sonrisa que denotaba un conocimiento previo.

Rand murmuró de nuevo algo al oído de Mat cuando volvían a cambiar de sitio.

—Ya lo he visto —musitó su amigo—. ¿Quién es? Tengo la impresión de que lo conozco.

A Rand también le había producido la misma sensación, removiéndole un poso en la memoria que no acertaba a atraer a la conciencia. Sin embargo, estaba seguro de que nunca había visto aquel rostro hasta entonces.

Cuando habían transcurrido dos horas desde que iniciaron la representación, Rand introdujo la flauta en la funda y él y Mat recogieron sus pertenencias. Mientras se apartaban del estrado, Hake se aproximó, con su enjuta cara congestionada por la rabia.

—Es hora de comer—dijo Rand, adelantándose a sus objeciones—y no queremos que nos roben nada. ¿Seréis tan amable de dar instrucciones a la cocinera? —Hake titubeó, todavía enojado; por más que lo intentaba, no podía apartar la vista de lo que Rand llevaba entre los brazos. Él movió los bultos para poder posar una mano en la espada—. También podéis intentar echarnos. —Puso énfasis deliberado en la frase y luego agregó— Aún nos queda una larga velada de actuación. Debemos reponer fuerzas si hemos de trabajar para que esta multitud continúe gastando su dinero aquí. ¿Durante cuánto tiempo creéis que permanecerá lleno el comedor si nos desvanecemos de hambre?

Hake desvió los ojos hacia la sala abarrotada de hombres que le llenaban los bolsillos y después se volvió para asomar la cabeza por la puerta que daba a la parte trasera de la posada.

—¡Dadles de comer! —gritó. Dirigiéndose a Rand y Mat, gruñó— No os paséis la noche cenando. Espero que os quedéis aquí hasta que se haya marchado el último cliente.

Una maciza puerta separaba el ala delantera del edificio de la cocina, en la cual, excepto cuando la abría una criada para pasar, el sonido de la lluvia que golpeaba el tejado era más intenso que la algarabía de la sala. Era una habitación grande caldeada por los fogones y hornos, con una enorme mesa cubierta de comida a medio preparar y platos listos para servir. Algunas de las camareras estaban sentadas en un banco próximo a la puerta trasera; se frotaban los pies y conversaban a un tiempo con la rolliza cocinera, la cual charlaba blandiendo una gran cuchara que le servía para dar énfasis a sus afirmaciones. Todas levantaron la mirada cuando entraron Rand y Mat, pero aquello no las hizo interrumpir la tregua que se habían tomado.

—Deberíamos marcharnos de aquí ahora que todavía tenemos posibilidad de hacerlo opinó Rand en voz queda. Mat, no obstante, sacudió la cabeza con los ojos fijos en los dos platos que la cocinera llenaba con carne de vaca, patatas y guisantes.

La rolliza mujer apenas si les dedicó una mirada, prosiguiendo su charla con las camareras mientras abría a codazos un espacio en la mesa.

—Después de comer —contestó Mat mientras se sentaba en un banco y empezaba a usar el tenedor como si de una pala se tratara.

Rand suspiró, pero siguió el ejemplo de Mat. Sólo había comido un pedazo de pan desde la noche anterior. Sentía el vientre tan vacío como el portamonedas de un mendigo y el olor a comida que impregnaba la cocina no contribuía a hacerle renunciar a la cena. Pronto tenía la boca llena, si bien Mat ya estaba pidiendo que volvieran a llenarle el plato cuando él aún no había dado cuenta de la mitad del contenido del suyo.

A pesar de que no quería prestar atención a la conversación de las mujeres, captó algunas frases al vuelo.

—Parece de locos.

—De locos o no, eso es lo que he oído. Ha recorrido la mitad de las posadas del pueblo antes de venir aquí. Simplemente entraba, miraba y se iba sin pronunciar una palabra, ni siquiera en la posada Real. Como si no estuviera lloviendo.

—Quizá pensó que ésta era la más acogedora —aventuró una, lo que provocó un estallido de risas.

—Según me han dicho, ha llegado a Cuatro Reyes entrada la noche, con los caballos resoplando como si hubieran ido al galope.

—¿De dónde debía de venir para que lo pillara la oscuridad en el camino? Nadie que no sea idiota o un loco viaja a un sitio calculando tan mal las distancias.

—Bueno, tal vez sea un idiota, pero es rico. Tengo entendido que incluso tiene otro carruaje para sus sirvientes y el equipaje. Tiene que tener mucho dinero, fijaos en lo que os digo. ¿Habéis visto la capa que lleva? No me importaría tenerla yo.

—Es un poco obeso para mi gusto, pero, como siempre digo, ningún hombre es demasiado gordo si está adornado con oro. —Prorrumpieron en risitas y la cocinera echó la cabeza atrás, emitiendo sonoras carcajadas.

Rand dejó el tenedor en el plato. Un pensamiento desagradable ocupaba su mente.

—Ahora mismo vuelvo —dijo. Mat asintió mientras se llenaba la boca con un trozo de patata.

Rand recogió al levantarse el cinto de la espada junto con la capa y se lo sujetó de camino hacia la puerta trasera. Nadie reparó en él.

Llovía a cántaros. Mientras se dirigía al patio, una cortina de agua le velaba la visión, salvo en los breves instantes en que refulgían los relámpagos, pero halló lo que buscaba. Los caballos estaban en las caballerizas, pero los dos carruajes lacados de negro relucían de humedad en el exterior. La luz de un rayo le permitió distinguir las letras doradas inscritas en las portezuelas: Howal Gode.

Sin tomar en consideración el aguacero que caía sobre él, permaneció inmóvil contemplando el nombre que ya no podía ver. Recordó cuándo había visto por última vez coches lacados de negro con nombres pintados en la puerta y lustrosos y sobrealimentados hombres vestidos con capas y escarpines de terciopelo: en Puente Blanco. Un mercader de Puente Blanco tal vez tuviese motivos legítimos para viajar a Caemlyn. «¿Motivos que lo induzcan a recorrer la mitad de las posadas del pueblo antes de elegir la misma en la que estábamos nosotros? ¿Motivos para mirarte como si hubiera encontrado lo que buscaba?»

Rand sintió un escalofrío y de pronto volvió a ser consciente de la lluvia que caía sobre su espalda. La capa era de tejido espeso, pero no era su cometido resistir un chubasco semejante. Regresó deprisa a la posada, hundiendo los pies en los charcos. Jak le obstruyó el paso al entrar.

—Vaya, vaya, vaya. Ahí fuera, solo en la oscuridad. La oscuridad es peligrosa, muchacho.

Rand tenía la frente cubierta de hilillos de agua que descendían de sus cabellos. No había nadie en el patio a excepción de ellos dos. Se preguntó si Hake habría decidido que prefería la espada y la flauta a mantener el gentío reunido en la sala.

Se secó el agua de los ojos con una mano y llevó la otra a la espada. Aún mojado, el grueso cuero ofrecía un tacto firme a sus dedos.

—¿Ha decidido Hake que todos esos hombres se quedarán sólo por su cerveza en lugar de irse a otro local donde ofrezcan espectáculo? En ese caso, nos conformaremos con la comida por lo que hemos trabajado y nos iremos.

Seco bajo el dintel, el fornido individuo miró la lluvia y exhaló un bufido.

—¿Con este aguacero? —Sus ojos se centraron en la mano con que aferraba la empuñadura Rand—. ¿Sabes? Strom y yo hemos hecho una apuesta. Él se figura que le robaste eso a tu abuela, y yo que tu abuela te tiró de una patada a la pocilga y luego te colgó afuera para que te secaras. —Sonrió. Tenía los dientes amarillentos y torcidos—. La noche es larga, chico.

Rand pasó delante de Jak, quien lo dejó entrar riendo entre dientes.

En el interior, se quitó la capa y se desplomó en el banco, junto a la mesa que había abandonado minutos antes. Mat había terminado su segundo plato y atacaba un tercero; comía con más lentitud, pero dedicaba toda su atención a ello, como si planeara dar cuenta de todo aunque hubiera de reventar. Jak se sentó al lado de la puerta del patio sin dejar de observarlos. Incluso la cocinera no parecía dispuesta a seguir con su parloteo mientras él estuviera allí.

—Es de Puente Blanco —anunció Rand en voz baja.

No había necesidad de especificar de quién hablaba. Mat giró la cabeza hacia él, con un pedazo de carne ensartado en el tenedor suspendido a medio trecho de su boca. Consciente de la vigilancia de Jak, Rand revolvió la comida que tenía en el plato. No habría podido tragar nada aunque hubiera estado a punto de morir de hambre, pero trató de demostrar interés por los guisantes mientras refería a Mat el resultado de sus pesquisas y los comentarios de las mujeres, por si acaso él no los había oído.

Era evidente que no había prestado atención, pues parpadeó sorprendido y emitió un silbido; después miró ceñudo el tenedor y lo depositó en el plato con un gruñido. Rand deseó que se molestase al menos en ser más discreto.

—Va detrás de nosotros —concluyó Mat, con marcadas arrugas en la frente—. Un Amigo Siniestro.

—Tal vez. No lo sé. —Al dirigir Rand una mirada a Jak, éste se desentumeció con gesto artificioso y mostró unos hombros tan musculosos como los de un herrero—. ¿Crees que podremos zafarnos de él?

—No sin provocar el ruido suficiente para atraer a Hake y al otro. Sabía que no debíamos detenernos aquí.

Antes de que Rand pudiera agregar algo, Hake se abrió camino desde la sala, seguido del corpachón de Strom. Jak se colocó de un salto delante de la puerta trasera.

—¿Vais a cenar toda la noche? —rugió Hake—. No os he alimentado para que hagáis el gandul por aquí.

Rand miró a su amigo. No tuvieron más remedio que recoger sus cosas bajo la atenta vigilancia de Hake, Strom y Jak.

En el comedor, los gritos solicitando malabarismos y nombres de melodías se convirtieron en clamor tan pronto como aparecieron Rand y Mat. El hombre de la capa de terciopelo, Howal Gode, continuaba aparentando no prestar atención a las personas que se encontraban a su alrededor, a pesar de lo cual permanecía sentado en el borde de la silla. Al verlos a ellos dos se arrellanó de nuevo y su rostro recobró la sonrisa de satisfacción.

Rand realizó la primera función en el estrado. Comenzó con Sacando agua del pozo, con mente ausente. Nadie dio señales de advertir las notas que habían sonado de modo incorrecto. Intentó pensar en la forma en que iban a escapar al tiempo que trataba de evitar la mirada de Gode. Si iba en pos de ellos, era mejor que no notara que lo habían descubierto. Respecto a la huida…

Nunca había pensado en la encerrona que constituía una posada. Hake, Strom y Jak no tenían necesidad de observarlos de cerca, dado que los espectadores habrían dado de inmediato la señal de alerta si él o Mat hubieran abandonado el escenario. Mientras la sala estuviera llena de gente, Hake no podría hacer que Strom y Jak se abalanzasen sobre ellos, pero en aquella situación tampoco era factible huir sin que Hake se enterara. Deberían conformarse con estar alerta y aguardar a que se les presentara una ocasión.

Cuando se hubieron turnado con Mat, Rand gruñó para sus adentros. Mat miraba fieramente a Hake, Strom y Jak, sin cerciorarse de si éstos lo advertían, cuando no tenía ocupadas las manos con las pelotas, las introducía siempre bajo su capa. Si Hake vislumbrara aquel rubí, era posible que no esperase hasta que se hallaran a solas. Y si los hombres reunidos allí lo veían, cabía la posibilidad de que la mitad de ellos se confabularan con Hake.

Lo peor de todo era que Mat observaba al mercader de Puente Blanco —¿al Amigo Siniestro?— con una dureza que doblaba la dedicada a los demás, y que Gode reparó en ello. Era imposible que no lo hubiera percibido. No obstante, este hecho no disminuyó en nada su aplomo. Su sonrisa se tornó más abierta y movió la cabeza en dirección a Mat como si saludara a un viejo conocido; luego miró a Rand y enarcó inquisitivamente una ceja. Rand prefería no saber qué pregunta le formulaba aquel gesto. Intentó no mirarlo, pero era consciente de que ya era demasiado tarde. «Demasiado tarde. Demasiado tarde de nuevo».

Sólo había un detalle, al parecer, que desbarataba el equilibrio del individuo vestido de terciopelo: la espada de Rand. Se la había dejado puesta. Dos o tres hombres se levantaron para inquirir si se consideraba tan mal artista como para actuar con protección, pero ninguno de ellos percibió la garza de la empuñadura. Gode sí fijó la mirada en ella. Sus pálidas manos se cerraron en un puño mientras observaba largamente el arma con el rostro ceñudo. Su sonrisa tardó en aparecer y, cuando lo hizo, no parecía tan segura como antes.

«Algo bueno, al menos», pensó Rand. «Si cree que me encuentro a la altura de la marca de la garza, tal vez nos deje en paz. Entonces sólo tendremos que preocuparnos por Hake y sus gallos de pelea». Aquella reflexión apenas resultaba tranquilizadora y, con o sin espada, Gode no paraba de mirar. Y de sonreír.

A Rand se le antojó un año la duración de aquella noche. Todos aquellos ojos fijos en él: Hake, Jak y Strom cual buitres que observaban un cordero atrapado en una ciénaga, Gode aguardando con una asechanza aún mayor… Comenzó a pensar que todos los presentes lo miraban con algún designio inconfesable. Los agrios humores de vino y la pestilencia de la suciedad y de los cuerpos sudorosos le producían vértigo y la algarabía de las voces lo herían hasta dejarle borrosa la visión. Incluso el sonido de su propia flauta sonaba como un chirrido en sus oídos. El estrépito de los truenos parecía emanar de su propio cerebro. La fatiga lo atenazaba como una garra de hierro.

Al final la necesidad de levantarse con el alba indujo a los clientes a salir a la calle. Un campesino sólo había de responder ante sí mismo, pero los mercaderes no se mostraban nada comprensivos con las resacas de los carreteros a quienes pagaban su sueldo. La estancia fue vaciándose lentamente a altas horas, cuando incluso aquellos que disponían de habitaciones arriba se encaminaron con paso incierto hacia sus lechos.

Gode fue el último cliente. Mientras Rand, bostezando, buscaba la funda de la flauta, Gode se levantó y se colgó la capa del brazo. Las criadas, murmuraban entre ellas acerca del vino derramado y la loza rota.

Hake cerraba con llave la puerta principal. Gode apartó a Hake hacia un rincón y habló unos instantes con él. El posadero llamó a una de las mujeres para que lo condujera a un dormitorio. El hombre de capa aterciopelada sonrió a Mat y a Rand como si los conociera, antes de desaparecer por las escaleras.

Hake los observaba, flanqueado por Jak y Strom.

Rand terminó apresuradamente de colgarse objetos al hombro, agarrándolos desordenadamente con la mano izquierda para poder dirigir la diestra a la espada. No la acercó, pero necesitaba saber que podía hacerlo. Reprimió un bostezo, puesto que no deseaba revelarles su estado de fatiga.

Mat cargó de forma desmañada su arco y sus otras pertenencias, manteniendo la mano bajo la capa, mientras miraba acercarse a Hake y sus secuaces.

Hake llevaba una lámpara de aceite y, para sorpresa de Rand, esbozó una breve reverencia, con la que señaló una puerta lateral.

—Vuestros jergones están allí. —Únicamente una leve distorsión de la curva de sus labios malogró su actuación.

Mat alzó la barbilla hacia Jak y Strom.

—¿Necesitáis a esos dos para enseñarnos dónde están las camas?

—Soy un hombre que posee propiedades —repuso Hake, alisándose la falda de su mugriento delantal— y los propietarios han de obrar con suma cautela. —Un trueno hizo vibrar las ventanas, tras lo cual el posadero ojeó intencionadamente el techo y les dedicó una ambigua sonrisa—. ¿Queréis ver vuestros lechos o no?

Rand se preguntó qué ocurriría si contestaban que deseaban partir. «Si realmente tuvieras más práctica en utilizar la espada que los ejercicios que Lan te enseñó…»

—Id vos delante —indicó, tratando de conferir firmeza a su voz—. No me gusta tener a nadie a mis espaldas.

Strom rió con disimulo, pero Hake asintió plácidamente y se volvió hacia la puerta, seguido por los dos fornidos hombres que caminaban pavoneándose. Respirando profundamente, Rand dirigió una desesperanzada mirada a la puerta de la cocina. Si Hake ya había cerrado la salida de atrás, echar a correr ahora no sería más que el inicio de lo que pretendía evitar. Avanzó sobriamente detrás del posadero.

Se detuvo vacilante en el umbral. Ahora comprendía por qué Hake llevaba una lámpara. La puerta daba a una cámara oscura como boca de lobo. Sólo la llama que alzaba Hake, dibujando los contornos de Jak y Strom, le infundió el coraje para proseguir. Si se volvían, se percataría de ello. «¿Y qué íbamos a hacer?» El suelo crujía bajo sus botas.

La entrada finalizaba en una tosca puerta sin pintar. No había visto si habían pasado junto a otras. Hake y sus matones continuaron caminando y él se apresuró a seguirlos, antes de que tuvieran ocasión de preparar una encerrona, pero Hake se limitó a levantar la lámpara y a señalar la habitación.

—Aquí está.

Un viejo almacén, la había denominado él, y a juzgar por su aspecto no había sido utilizado desde hacía tiempo. La mitad del suelo estaba cubierta de barriles destrozados y cajones rotos; el techo tenía más de una gotera y la ventana, un cristal roto por el que penetraba la lluvia. Los estantes estaban ocupados por un sinfín de trastos no identificables y el polvo tapizaba prácticamente la totalidad del recinto. La presencia de los prometidos jergones fue una sorpresa.

«La espada lo pone nervioso. No intentará nada hasta que estemos completamente dormidos». Rand no tenía intención de dormir bajo el techo de Hake. Su Propósito era escapar por la ventana no bien hubiera salido el posadero.

—Nos arreglaremos con esto —se conformó. Tenía la mirada fija en Hake, alerta para advertir una señal a los dos sonrientes individuos situados a ambos lados de él. Hubo de esforzarse para no humedecerse los labios—. Dejad la lámpara.

Hake soltó un gruñido, pese a lo cual atendió su demanda. Vaciló, y Rand tuvo la certeza de que estaba a punto de ordenar a Jak y a Strom que se precipitaran sobre ellos, pero sus ojos se posaron en la espada de Rand con expresión calculadora e hizo un gesto en dirección a los dos bravucones. Sus amplios rostros reflejaron el asombro, pero salieron de la estancia tras él.

Rand aguardó a que se hubiera amortiguado el sonido de sus pasos y luego contó hasta cincuenta antes de sacar la cabeza por la puerta. La oscuridad sólo estaba quebrada por un rectángulo de luz que parecía tan distante como la luna: la puerta del comedor. Mientras retiraba la cabeza, una voluminosa masa se movió en la penumbra contigua a la alejada puerta: Jak o Strom, que montaban guardia.

Una rápida ojeada a la puerta le informó lo que necesitaba conocer. La constatación no era halagüeña, pues si bien las hojas eran gruesas y firmes, no había cerradura ni cerrojo en el interior. No obstante, se abría del lado de la habitación.

—Pensaba que iban a atacarnos —confesó Mat—. ¿Qué están esperando? —Su daga, que aferraba con un puño de nudillos emblanquecidos, era visible ahora. El arco y el carcaj yacían olvidados en el suelo.

—A que nos acostemos. —Rand empezó a revolver entre las barricas y los cajones—. Ayúdame a buscar algo para atrancar la puerta.

—¿Para qué? ¿No querrás quedarte a dormir aquí, no? Salgamos por la ventana. Prefiero mojarme a estar muerto.

—Uno de ellos está al fondo del pasillo. Al menor ruido, se encontrarán aquí en un abrir y cerrar de ojos. Me parece que Hake se enfrentaría a nosotros despiertos antes de arriesgarse a que huyamos.

Mat se sumó a la búsqueda, pero no hallaron nada útil en la porquería que alfombraba el suelo. Los barriles estaban vacíos, los cajones astillados, y ni siquiera todo su conjunto apilado delante de la puerta impediría a alguien abrirla. Entonces una forma familiar llamó su atención en uno de los estantes. Dos cuñas de leñador, cubiertas de orín y polvo. Las cogió sonriente.

Las colocó aprisa bajo la puerta y, cuando el estallido de un nuevo trueno resonó sobre la posada, las apretó con dos rápidos puntapiés. A Rand le temblaban las piernas antes de que la hoja de la ventana cediera; chirriaba con cada milímetro. Cuando la abertura fue lo bastante ancha para pasar por ella, se encorvó y luego se detuvo.

—¡Rayos y truenos! —gruñó Mat—. No me extraña que Hake no temiera que escapásemos.

Unas barras de hierro soldadas a un marco del mismo material relucieron a la luz de la lámpara. Rand las empujó; eran sólidas como una piedra.

—He visto algo —murmuró Mat.

Manoseó apresurado la basura que ocupaba la estantería y regresó con una herrumbrosa palanca. Cuando apretó el marco de hierro con su extremo, Rand pestañeó.

—Recuerda el ruido, Mat.

Mat esbozó una mueca de protesta, pero aguardó. Rand agarró la barra de metal y trató de hallar un lugar donde asentar los pies en el charco de agua que iba formándose bajo la ventana. Empujaron encubiertos por el estallido de un nuevo trueno. Con un torturado chirrido de clavos que puso de punta los pelos de la nuca de Rand, el cerco se movió… cinco o seis milímetros como máximo. Sincronizados con los estampidos que seguían a los relámpagos, presionaron con la palanca una y otra vez. Nada. Medio centímetro. Un canto de una moneda. Nada. Nada. Nada.

De súbito Rand resbaló en el agua y ambos se desplomaron en el suelo, la palanca chocó contra los barrotes y produjo un ruido similar al tañido de un gong. Permaneció tumbado sobre el charco, alerta, con la respiración contenida. Aparte de la lluvia, el silencio era absoluto.

—A este paso no saldremos nunca de aquí —auguró Mat.

La separación que mediaba ahora entre la barra de hierro y la ventana no bastaba para deslizar dos dedos por ella. Además la angosta rendija estaba flanqueada por decenas de clavos.

—Tenemos que continuar intentándolo —contestó Rand, poniéndose en pie.

Cuando situaba la punta de la palanca bajo el hierro, la puerta crujió como si alguien tratara de abrirla. Las cuñas la mantuvieron cerrada. La puerta crujió de nuevo. Rand respiró hondo y procuró hablar con tono imperativo.

—Idos, Hake. Queremos dormir.

—Me temo que me confundís. —La voz era tan meliflua que delataba su procedencia: Howal Gode—. Maese Hake y sus… secuaces no nos molestarán. Están durmiendo y por la mañana sólo podrán preguntarse por dónde desaparecisteis. Permitidme entrar, mis jóvenes amigos. Debemos hablar.

—No tenemos nada de qué hablar con vos —replicó Mat—. Marchaos y dejadnos dormir.

La risita que emitió Gode tenía un tono desagradable.

—Por supuesto que sí. Lo sabéis tan bien como yo. Lo he visto en vuestros ojos. Sé quiénes sois, tal vez mejor incluso que vosotros mismos. Siento cómo lo emanáis en oleadas. Ya pertenecéis a medias a mi amo. Dejad de correr y aceptadlo. Se os facilitarán mucho las cosas. Si las brujas de Tar Valon os encuentran, desearéis cortaros las gargantas antes de que acaben con vosotros, pero no os será permitido hacerlo. Sólo mi amo puede protegeros de ellas.

—No sabemos de qué estáis hablando —contestó Rand después de tragar saliva—. Dejadnos tranquilos.

Las planchas del suelo rechinaron. Gode no estaba solo. ¿Cuántos hombres podían viajar en dos carruajes?

—Dejad de comportaron como unos insectos, mis jóvenes amigos. Lo sabéis muy bien. El Gran Señor de la Oscuridad os ha marcado como vasallos suyos. Está escrito que, cuando se despierte, los nuevos Señores del Espanto se encontrarán allí para aclamarlo. Debéis ser dos de ellos o de lo contrario no me habrían encargado vuestra búsqueda. Pensad en ello. Vida eterna y poderes ilimitados. —Su voz expresaba su propio anhelo de recibir él mismo aquellas prebendas.

Rand echó una ojeada a la ventana en el instante en que un rayo surcó el cielo, y casi soltó un rugido. El breve resplandor alumbró a unos hombres que se hallaban afuera, haciendo caso omiso de la lluvia que los empapaba mientras permanecían parados mirando por la abertura.

—Me estoy cansando de esto —anunció Gode—. Os someteréis a mi amo…, a vuestro amo…, u os obligaremos por la fuerza. Eso no os complacería. El Gran Señor de la Oscuridad gobierna la muerte y puede otorgar vida a la muerte o muerte en vida, según elija. Abrid esta puerta. Sea como sea, vuestra huida está pronta a su fin. ¡Abridla, os digo!

Debió de haber añadido algo, puesto que de pronto un pesado cuerpo se abalanzó contra la puerta. Ésta se estremeció y las cuñas cedieron una fracción de centímetro con un chirrido de herrumbre al raspar contra la madera. La puerta tembló una y otra vez ante los repetidos embates de los acompañantes de Gode. Las cuñas los contenían en ocasiones, pero en otras recorrían un kilométrico trecho, que poco a poco iba franqueándoles inexorablemente la entrada.

—Someteos —exigía Gode desde el otro lado—, ¡o pasaréis la eternidad deseando haberlo hecho!

—Si no tenemos más remedio… —Mat se mordió los labios ante la mirada que le asestó Rand. Tenía los ojos saltones como un tejón apresado en una trampa, el rostro pálido y el aliento entrecortado—. Podríamos aceptar y escaparnos más tarde. ¡Rayos y truenos, Rand, no tenemos ninguna alternativa!

Las palabras parecían llegar a Rand a través de un ovillo de lana que tapara sus oídos. «Ninguna alternativa». Un trueno murmuró sobre sus cabezas. «Hay que encontrar una alternativa». Gode los llamaba, conminándolos; la puerta se deslizó otro poco. «¡Una alternativa!»

Una luz cegadora inundó la habitación; el aire rugía y crepitaba. Rand se sintió alzado e impulsado contra la pared. Aterrizó de cuclillas, con un martilleo en los oídos y todos los pelos de su cuerpo erizados. Aturdido, se levantó tambaleándose. Le temblaban las rodillas y hubo de apoyar una mano en la pared para recobrar el aplomo. Miró en torno a sí con asombro.

La lámpara, de costado en el borde de uno de los estantes todavía prendidos al muro, aún despedía luz. Todas las barricas y cajones, algunos ennegrecidos y ardiendo sin llama, se amontonaban en el rincón donde habían sido arrojados. La ventana, con las barras de hierro, y gran parte de la pared se habían desvanecido, dejando una brecha de contornos irregulares. El techo, combado, despedía hilillos de humo que desafiaban la lluvia alrededor de los rebordes de la abertura que se había producido en él. La puerta colgaba de sus goznes, atrancada hacia fuera.

Con una sensación de sopor irreal puso la lámpara en pie. Se le antojaba que lo más importante del mundo era asegurarse de que no se rompiera.

De pronto una pila de cajones se desparramó y de ella brotó Mat. Éste se irguió y hubo de parpadear y tocarse para cerciorarse de que todo su cuerpo continuaba unido. Miró en dirección a Rand.

—¿Rand? ¿Eres tú? Estás vivo. Creí que los dos estábamos… —se interrumpió y se mordió los labios, estremecido.

Rand tardó un minuto en caer en la cuenta de que se reía; estaba al borde de un ataque de nervios.

—¿Qué ha sucedido, Mat? ¡Mat! ¿Qué ha sucedido?

Mat se agitó con una última convulsión antes de recobrar la calma.

—Un relámpago, Rand. Estaba mirando de frente la ventana cuando cayó sobre el hierro. Un relámpago. No veo cómo… —calló, escrutando la puerta inclinada, y luego su voz sonó con dureza—. ¿Dónde está Gode?

Nada se movía en el oscuro corredor. De Gode y sus compañeros no se percibía señal ni sonido, aun cuando hubiera podido agazaparse cualquier cosa en aquella lobreguez. Rand abrigó la esperanza de que estuvieran muertos, pero no habría asomado la cabeza para asegurarse de ello aunque le hubieran ofrecido una corona, Más allá del espacio que había ocupado la pared reinaba igual inmovilidad. Sin embargo, de los pisos superiores de la posada llegaban gritos confusos y el repiqueteo de pies que corrían.

—Marchémonos ahora que podemos —dijo Rand.

Tras separar deprisa sus pertenencias de la basura, agarró a Mat del brazo y lo guió, tirando de él hacia el agujero que se abría a la noche. Mat se aferraba a él y, en su esfuerzo por ver algo, con la cabeza inclinada hacia adelante, tropezaba una y otra vez.

Cuando las primeras gotas de lluvia le golpearon la cara, un rayo se descargó en el cielo, y Rand se paró en seco. Los hombres de Gode todavía estaban allí, tendidos con los pies encarados hacia el orificio.

—¿Qué es? —inquirió Mat—. ¡Válgame la Luz! ¡Casi no veo ni mi propia mano!

—Nada —respondió Rand. «Suerte. La misma gracia de la Luz… ¿no es cierto?» Turbado, condujo con cuidado a Mat entre los cadáveres yacientes—. Sólo el rayo.

Sin más iluminación que la que descargaba de forma intermitente el cielo, tropezaba en los baches mientras se alejaban tambaleantes de la posada. Dado que Mat casi pendía de él, cada trompicón amenazaba con derribarlos a ambos, pero, a pesar de su precario equilibrio y sus jadeos, corrían.

Miró una vez atrás. Una vez, antes de que la lluvia arreciara y formara una ensordecedora cortina que ocultó la imagen del Carretero Danzarín. Un relámpago dibujó la silueta de un hombre apostado en la parte trasera de la posada, que blandía el puño hacia ellos, o hacia el cielo. No sabía si era Gode o Hake, si bien no habría podido decidir cuál de ellos era peor. El aguacero se convirtió en un diluvio: los aislaba con una pared de agua. Apresuró el paso en la noche, alertando el oído entre el fragor de la tormenta para detectar el sonido de una posible persecución.

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