38 El rescate

Perrin se revolvió como pudo, maniatado por la espalda, y por último renunció con un suspiro. Cada roca que esquivaba lo llevaba a topar con dos más. Con movimientos entorpecidos, trató de cubrirse con la capa. La noche era fría y el suelo parecía absorber todo el calor de su cuerpo, al igual que todas las noches desde que los habían apresado los Capas Blancas. Por lo visto, los Hijos no creían que los prisioneros necesitaran mantas, ni siquiera un cobertizo, y menos unos peligrosos Amigos Siniestros.

Egwene yacía acurrucada contra su espalda, sumida en un profundo sueño a consecuencia de su estado de extenuación. Ni siquiera murmuraba cuando él se movía. El sol tardaría varias horas en aparecer por el horizonte y estaba dolorido de pies a cabeza después de una jornada de caminar detrás de un caballo con un dogal al cuello, pero no conseguía dormir.

La columna no avanzaba con mucha rapidez. Habían perdido gran parte de la remonta en el stedding, a causa de los lobos, y los Capas Blancas no podían cabalgar en dirección sur a la velocidad deseada; la demora era otro de los cargos que sumaban a los agravios de los dos muchachos de Campo de Emond. Aun así, la sinuosa doble línea tampoco se movía con paso sosegado, debido a que lord Bornhald deseaba llegar a tiempo a Caemlyn por razones que Perrin desconocía, y éste andaba siempre con el temor de que, si caía al suelo, el Capa Blanca a cuya silla iba atado no se detendría, a pesar de que Bornhald hubiera ordenado que debían preservarles la vida para llevarlos a presencia de los inquisidores de Amador.

Sabía que si ello ocurría no tendría salvación; las únicas ocasiones en que le soltaban las manos era para comer o para ir a la letrina. La soga tornaba trascendental cada paso, considerando que cada piedra del suelo podía provocarle una caída fatal. Caminaba con la musculatura tensa mientras escrutaba ansioso la tierra que había de pisar. Siempre que dirigía una mirada a Egwene, ella estaba haciendo lo mismo. Cuando levantaba los ojos, su rostro aparecía rígido y espantado. Ninguno de ellos se atrevía a apartar la vista del suelo más que para una mirada fugaz.

Normalmente se desplomaba como un trapo desgastado tan pronto como las Capas Blancas le permitían detenerse, pero aquella noche su mente no cesaba de cavilar. La piel le hormigueaba a causa del terror que había acumulado durante días. Si cerraba los ojos, únicamente vería los tormentos que Byar les había prometido para cuando llegaran a Amador.

Estaba convencido de que Egwene todavía no daba crédito a lo que auguraba Byar con su monótono tono de voz, pues, de lo contrario, no podría dormir por más fatigada que se hallara. Al principio él tampoco había creído a Byar y todavía entonces rehusaba hacerlo; se negaba a admitir que alguien pudiera infligir tales atrocidades a otro ser humano. Sin embargo, Byar no los amenazaba exactamente: se limitaba a hablar de hierros candentes y tenazas, afilados cuchillos y puntiagudas agujas destinados a penetrar la carne como si dijera que iban a tomar un trago de agua. No aparentaba tener intención de amedrentarlos, ni sus ojos expresaban placer en el sadismo. Lo cierto era que le tenía sin cuidado si estaban asustados o no, si iban a torturarlos o no o si estaban vivos o muertos. Aquello era lo que hacía manar un frío sudor del rostro de Perrin una vez que lo hubo captado y fue lo que finalmente lo convenció de que Byar estaba diciendo la pura verdad.

Las dos capas de los centinelas despedían grises destellos a la luz de la luna. No lograba distinguir sus semblantes, pero sabía que los vigilaban. Como si pudieran intentarlo, atados de manos y pies de aquel modo. Recordaba sus miradas airadas y su expresión ofendida, percibidas cuando aún quedaba suficiente luz, como si les hubiera tocado en suerte custodiar a unos asquerosos y apestosos monstruos de aspecto repelente. Todos los Capas Blancas los miraban invariablemente de igual manera. «Luz, ¿cómo podré disuadirlos de que no somos Amigos Siniestros cuando ya están seguro de ello?» Sentía náuseas en el estómago. Al final, confesaría cualquier cosa con tal de contener a los inquisidores.

Se acercaba alguien, un Capa Blanca con una linterna en la mano. El hombre se detuvo para hablar con los centinelas, quienes le contestaron con respeto. Perrin no oyó lo que le dijeron, pero reconoció la alargada y flaca silueta.

Entornó los ojos cuando la linterna apuntó su cara. Byar llevaba el hacha de Perrin en la otra mano, la cual utilizaba como un arma de su propiedad, o cuando menos no se separaba nunca de ella cuando él lo veía.

—Despierta —le ordenó Byar con voz neutra, como si pensara que Perrin dormía con la cabeza levantada. Acompañó la demanda con un violento puntapié en las costillas.

Perrin emitió un gruñido, apretando los dientes. Sus costados eran una masa de magulladuras producidas por la bota de Byar.

—Despierta, he dicho. —Volvió a golpearlo con el pie, ante lo cual Perrin se apresuró a hablar.

—Estoy despierto.

Uno había de demostrar haber escuchado lo que decía Byar o, de lo contrario, éste apelaba a otras maneras de llamar la atención.

Dejó la linterna en el suelo y se inclinó para revisar sus ataduras. El Capa Blanca le agarró con dureza la muñeca, forzando la postura de sus brazos, y, al comprobar que los nudos estaban tan prietos como los había dejado, tiró de la cuerda que aprisionaba sus tobillos y raspó el pedregoso suelo con su cuerpo. El hombre parecía demasiado esquelético para poseer vigor, pero movía a Perrin como si fuera un niño. Ese proceso era una rutina diaria.

Al incorporarse Byar, Perrin advirtió que Egwene seguía dormida.

—¡Despierta! —gritó—. ¡Egwene! ¡Despierta!

—¿Qué…? ¿Qué? —Egwene, todavía adormecida, enderezó la cabeza y parpadeó al contacto con la luz de la lámpara.

Byar no dio señales de decepción por no poder despertarla de un puntapié; nunca lo hacía. Simplemente zarandeó las cuerdas igual que antes e hizo caso omiso de los gemidos de la muchacha. El hecho de causar dolor era otra de las cosas que, al parecer, no lo afectaban en modo alguno; Perrin era el único por quien desviaba sus pasos con propósito de herirlo. Aun cuando Perrin no lo recordara, Byar lo había grabado en su memoria como alguien que había dado muerte a dos Hijos de la Luz.

—¿Por qué habrían de dormir los Amigos Siniestros —dijo despiadadamente Byar—cuando dos hombres honrados deben permanecer despiertos para vigilarlos?

—Por centésima vez —respondió, cansada, Egwene—os digo que no somos Amigos Siniestros.

Perrin se puso rígido. En ocasiones una negación de aquel tipo acarreaba un ronco y monótono monólogo, versado en la confesión y el arrepentimiento, que concluía con una descripción de los métodos que los inquisidores utilizaban para obtenerlas. En otras, tenían como consecuencia un sermón y un puntapié. Para su sorpresa, Byar no reaccionó aquella vez.

En su lugar, el hombre se agazapó delante, mostrándole sus anguloso rostro, con el hacha sobre las rodillas. El sol dorado y las dos estrellas bordados en el pecho de su capa resplandecieron con la luz de la linterna. Apoyó los brazos en el mango del hacha y estudió en silencio a Perrin. Éste trató de no dar un respingo ante aquella mirada de cuencas hundidas.

—Nos estáis retrasando, Amigos Siniestros, tú y tus lobos. El Consejo de los Ungidos ha oído y ha tenido referencias de tales fenómenos y quiere conocer más acerca de ello, por lo cual debemos llevarte a Amador y entregarte a los inquisidores, pero estáis demorándonos. Confiaba en que pudiéramos avanzar con suficiente rapidez, aun sin las remontas, pero me equivocaba. —Guardó silencio, mirándolos con el entrecejo fruncido.

»El capitán está atrapado en un dilema —afirmó Byar finalmente—. Debido a los lobos debe llevaros ante el Consejo, pero también está obligado a llegar a Caemlyn en fechas precisas. No tenemos caballos sobrantes para vosotros, pero, si continuamos dejándoos ir a pie, no estaremos en Caemlyn cuando debiéramos. El capitán contempla sus obligaciones con una visión estricta y está decidido a presentaros al Consejo.

Egwene exhaló un gemido. Byar estaba mirando a Perrin y éste le devolvía la mirada, casi sin atreverse a pestañear.

—No comprendo —dijo lentamente.

—No hay nada que comprender —replicó Byar—. Nada más que vagas conjeturas. Si escaparais, no tendríamos tiempo para perseguiros. No disponemos de una hora que perder si hemos de llegar a tiempo a Caemlyn. Si os cortarais las cuerdas con una roca afilada, pongamos por caso, y os esfumarais en la noche, el problema del capitán quedaría resuelto. Sin apartar los ojos de Perrin, introdujo la mano en la capa y arrojó algo al suelo.

Perrin dirigió automáticamente la vista a donde había caído. Advirtió, estupefacto, una piedra partida con una afilada arista.

—Sólo vagas conjeturas —repitió Byar—. Vuestros centinelas también tienen un humor conjeturador esta noche.

A Perrin se le secó súbitamente la saliva en la boca. «¡Reflexiona! Luz, ayúdame a reflexionar y no cometer ningún error!»

¿Podía ser cierto? ¿Era posible que la necesidad de que los Capas Blancas arribaran a tiempo a Caemlyn fuera tan imperativa como para permitir la huida a personas sospechosas de ser Amigos Siniestros? Aquel hilo de pensamiento no lo conducía a ninguna parte; no disponía de suficientes datos. Byar era el único Capa Blanca que se avenía a dirigirles la palabra, aparte del capitán Bornhald, y era parco en la información que revelaba. Viéndolo desde otra perspectiva, si Byar deseaba que escaparan, ¿por qué no les cortaba simplemente las ataduras? Si Byar deseaba que escaparan… Byar, que estaba convencido hasta la médula de que eran Amigos Siniestros. Byar, que odiaba a los Amigos Siniestros con más intensidad incluso que al Oscuro. Byar, que buscaba cualquier excusa para causarle dolor por haber matado a dos Capas Blancas. ¿Byar quería que escaparan?

Si antes había considerado que su mente no paraba de cavilar, ahora ésta hacía frente a una auténtica avalancha. A pesar del frío, su rostro estaba surcado de sudor. Dirigió la mirada hacia los centinelas. Éstos no eran más que sombras de un gris pálido, pero tenía la sensación de que estaban preparados, aguardando. Si él y Egwene recibían muerte tratando de huir y sus cuerdas eran raídas por una piedra que por casualidad se encontraba por ahí… El dilema del capitán quedaría resuelto a buen seguro. Y Byar lograría verlos muertos, cumpliendo así su deseo.

El enjuto Capa Blanca recogió su yelmo y comenzó a enderezarse. —Esperad —pidió Perrin con voz ronca. Las ideas se agolpaban en la cabeza en una vana búsqueda de una solución—. Esperad, quiero hablar. Yo… «¡Vienen a ayudarnos!»

Aquel pensamiento brotó en su mente como una reluciente centella en medio del caos y le causó tal sorpresa que por un instante olvidó todo lo demás, incluso el lugar donde se hallaba. Moteado estaba vivo. «Elyas», transmitió al lobo, preguntando sin palabras por la suerte de su compañero. Obtuvo una imagen en la que Elyas yacía en un lecho de hojas junto a una pequeña hoguera en el interior de una cueva, curándose una herida en uno de sus costados. Miró a Byar con la boca abierta y su rostro esbozó una sonrisa. Elyas estaba vivo. Moteado estaba vivo. Iban a recibir ayuda.

Byar se paralizó, en cuclillas, observándolo.

—Se te ha ocurrido una idea, Perrin de Dos Ríos, y yo voy a saber de qué se trata.

Por un momento, Perrin creyó que se refería al mensaje de Moteado. Su semblante reflejó un pánico intenso, seguido de un relajamiento de alivio. No era posible que Byar fuera capaz de leerle el pensamiento.

Byar observó sus cambios de expresión y, por primera vez, sus ojos se posaron en la piedra que había arrojado al suelo.

Estaba reconsiderando sus planes, advirtió Perrin. Si cambiaba de opinión respecto a la piedra, ¿se atrevería a dejarlos con vida y arriesgarse a que lo delataran? Las cuerdas también podían cortarse una vez que estuvieran muertas las personas atadas con ellas, aun cuando ello implicara el peligro de ser descubierto. Miró los ojos de Byar, cuyas hundidas cuencas parecían escrutarlo desde el fondo de una caverna, y dedujo que éste ya había tomado una decisión.

Byar abrió la boca y, mientras Perrin aguardaba su sentencia, los acontecimientos se sucedieron a un ritmo más vertiginoso que el de sus propios pensamientos.

De improviso, uno de los centinelas se esfumó. Un minuto después se vieron dos oscuras sombras, que la noche tragó casi de inmediato. El segundo centinela se volvió, empezando a exhalar un grito que quedó abortado en su primera sílaba, cuando se desplomó en el suelo como un tronco caído.

Byar se volvió sobre sí, tan velozmente como una serpiente a punto de atacar, e hizo girar el hacha sobre su cabeza. Perrin observó con ojos desorbitados la noche que parecía engullir la luz de la linterna. Abrió la boca para chillar, pero el temor atenazaba su garganta. Por un instante olvidó incluso que Byar deseaba darles muerte. El Capa Blanca era otro ser humano, y la noche parecía haberse convertido en un ser vivo que acudía a dar cuenta de todos.

Entonces la oscuridad que invadía la luz se transformó en Lan, cuyos movimientos hacían oscilar el color de los pliegues de su capa entre sombras grises y negras. El hacha que empuñaba Byar se descargó como un rayo… y Lan se inclinó hacia un lado tranquilamente, dejando que la hoja pasara tan cerca de su cuerpo como para escuchar el silbido del aire que hendía. Byar abrió desmesuradamente los ojos cuando la fuerza de su descarga le hizo perder el equilibrio, mientras el Guardián lo golpeaba con manos y pies en una rápida sucesión, tan veloz que Perrin no estaba seguro de haberla visto. De lo que sí tuvo certeza era de que Byar se había derrumbado como una marioneta. Antes de que el Capa Blanca se abatiera en el suelo, el Guardián ya se había postrado de hinojos y apagado la linterna.

Con el súbito retorno de la oscuridad, Perrin parpadeó enceguecido. Al parecer, Lan había desaparecido de nuevo.

—¿Es real…? —Egwene emitió un sollozo—. Os creíamos muertos a todos.

—Aún no —contestó el Guardián con un susurro.

Sus manos tocaron a Perrin, palpando sus ataduras. Un cuchillo sesgó las cuerdas, devolviéndole la libertad. Sus doloridos músculos protestaron cuando se sentó. Se frotó las muñecas, mientras contemplaba el bulto grisáceo que componía la figura de Byar.

—¿Lo habéis…? ¿Está…?

—No —repuso la calmada voz de Lan desde las tinieblas—. No doy muerte a menos que ésa sea mi intención. En todo caso no molestará a nadie durante un buen rato. Parad de hacer preguntas y tapaos con sus capas. No disponemos de mucho tiempo.

Perrin se arrastró hasta donde yacía Byar. Le supuso un esfuerzo tocarlo, y, cuando sintió su pecho que subía y bajaba, casi apartó las manos compulsivamente. La piel le hormigueaba mientras desataba la capa blanca. A pesar de lo afirmado por Lan, se imaginaba al hombre de huesudas facciones incorporándose inopinadamente. Tanteó deprisa a su alrededor hasta encontrar el hacha y luego se acercó a otro centinela. Le pareció extraño, al principio, no sentirse reacio a sentir el tacto de aquel hombre inconsciente, pero pronto dedujo el motivo. Todos los Capas Blancas lo odiaban, expresando así una emoción humana. Byar en cambio no los odiaba, no tenía ningún sentimiento; sólo pensaba que debían morir.

Con las dos capas en la mano, giró sobre sí… y el terror se apoderó de él. La oscuridad le había hecho perder de improviso el sentido de la orientación y se veía incapaz de encontrar a Lan y los demás. Sus pies permanecían clavados en el suelo, sin osar moverse. Incluso Byar yacía oculto por la noche sin su capa blanca. No había nada que pudiera orientarlo. Sus pasos podían adentrarlo en el campamento.

—Aquí.

Caminó a trompicones hacia el lugar donde Lan había emitido el susurro, hasta que lo detuvieron unas manos. Egwene era una lóbrega sombra y el rostro de Lan una mancha borrosa sin solución de continuidad con el resto de su cuerpo, que parecía no encontrarse allí. Sintió sus ojos prendidos en él y se preguntó si debía darles una explicación.

—Poneos las capas —ordenó Lan—. Rápido. Plegad las vuestras. Y no hagáis el más leve ruido. Todavía no estáis a salvo.

Perrin entregó enseguida una de las prendas a Egwene, aliviado por no tener que confesar sus temores. Luego cambió su capa por una de las blancas, que le produjo un hormigueo en los hombros, una punzada de desasosiego entre las clavículas. ¿Sería la capa de Byar la que le había tocado en suerte? Casi creía percibir el olor de aquel enjuto individuo.

Lan les indicó que se dieran la mano y Perrin aferró el hacha con una de ellas y la de Egwene con la otra, deseoso de que el Guardián dispusiera su pronta huida para contener el desafuero de su imaginación. Sin embargo, permanecieron inmóviles, rodeados por las tiendas de los Hijos, conformando un grupo de sombras envueltas en capas blancas y otra cuya presencia se detectaba, pero no se veía.

—Pronto —musitó Lan—. Muy pronto.

Un relámpago quebró la noche sobre el campamento, a tan corta distancia que Perrin sintió que se le erizaban los pelos de los brazos y la cabeza. Justo detrás de las tiendas la tierra entró en erupción a consecuencia de la descarga, entremezclando su explosión con la del cielo. Antes de que la luz se apagara, Lan los condujo hacia adelante.

Con el primer paso un nuevo centelleo sesgó la oscuridad. Los rayos caían como la lluvia, entre cuyos destellos se entreveían momentáneamente las tinieblas. Los truenos, encadenados entre sí, producían un fragor incesante. Los caballos, despavoridos, emitían relinchos que apagaban las detonaciones. Los hombres tropezaban al salir de las tiendas, algunos con sus capas blancas, otros a medio vestir, unos corriendo de un lado a otro y los demás inmóviles, de pie, como petrificados.

Lan los guiaba al trote en medio de la confusión. Los Capas Blancas los miraban pasar con estupor. Algunos los llamaban, confundiendo sus voces con el estrépito del cielo, pero, al estar envueltos en las capas blancas, nadie trató de detenerlos. Cruzaron las tiendas y abandonaron el campamento para perderse en la noche, sin que nadie alzara la mano contra ellos.

El suelo se volvió irregular bajo los pies de Perrin y la maleza lo arañó, mientras dejaba que tiraran de él. El relámpago parpadeó antes de apagar su luz. Los ecos de los truenos retumbaron en el cielo antes de que ellos desaparecieran también. Perrin miró hacia atrás. Entre las tiendas crepitaban varios fuegos, producidos tal vez por los rayos o por las lámparas caídas entre la barahúnda. Los hombres todavía gritaban, con voces que sonaban apagadas en la noche, intentando restablecer el orden y averiguar lo ocurrido. El terreno comenzó a formar una pendiente de subida, mientras los alaridos y las tiendas quedaban atrás.

De repente casi tropezó con los tobillos de Egwene, al pararse Lan. Más adelante se veían tres caballos.

Una sombra se movió y luego se oyó la voz de Moraine, impregnada de irritación.

—Nynaeve no ha vuelto. Me temo que esa joven habrá cometido alguna insensatez. —Lan giró sobre sus talones como si fuera a deshacer el camino recorrido, pero una única palabra de Moraine, emitida como un restallido, lo contuvo—. ¡No! —Permaneció inmóvil, mirándola de soslayo, con las manos y el rostro únicamente visibles, aunque reducidos a unas manchas sombreadas. La Aes Sedai prosiguió con un tono menos imperativo, que no dejaba de reflejar una inflexible firmeza—. Algunas cosas son más importantes que otras, ya lo sabes. —El Guardián continuó quieto y la voz de Moraine volvió a adoptar su dureza—. ¡Recuerda tus juramentos, al’Lan Mandragoran, Señor de las Siete Torres! ¿Qué vale el juramento de un señor que lleva la diadema de guerra de los malkieri?

Perrin pestañeó. ¿Lan era todo aquello? Egwene estaba murmurando, pero él no podía apartar los ojos de la escena que se desarrollaba ante sí, en la que Lan permanecía paralizado como un lobo de la manada de Moteado, un lobo mantenido a raya por la diminuta Aes Sedai, tratando en vano de escapar a su destino.

Un crujido de ramas quebradas en la espesura interrumpió aquel mudo forcejeo. En dos largas zancadas Lan se halló entre Moraine y la fuente del sonido, reflejando en la hoja de su espada la pálida luz de la luna. Entonces dos caballos surgieron de entre los árboles, uno de ellos con un jinete sobre su lomo.

—¡Bela! —exclamó Egwene.

—Por poco no os encuentro —confesó Nynaeve desde la silla de la yegua—. ¡Egwene! ¡Gracias a la Luz que estás viva!

Desmontó, pero, cuando caminaba hacia los dos muchachos, Lan la agarró del brazo y ella se detuvo en seco, levantando la mirada hacia él.

—Debemos partir, Lan —dijo Moraine, con voz tan imperturbable como antes.

Al oír a la Aes Sedai, el Guardián soltó a Nynaeve.

Frotándose el brazo, ésta corrió a abrazar a Egwene, pero Perrin creyó haberla oído emitir una queda carcajada antes. Aquello lo desconcertó, dado que le pareció que aquella risa no guardaba ninguna relación con su alegría por volver a verlos.

—¿Dónde están Rand y Mat? —preguntó.

—En otro lugar —respondió Moraine, mientras Nynaeve murmuraba algo que produjo asombro en Egwene. Perrin dio un respingo; había escuchado parte de un rudo juramento de carretero—. Quiera la Luz que estén bien —prosiguió la Aes Sedai como si no lo hubiera advertido.

—Ninguno de nosotros estará bien —terció Lan— si nos encuentran los Capas Blancas. Cambiaos las capas y subid a caballo.

Perrin montó el caballo que Nynaeve había traído detrás de Bela. La ausencia de silla no le molestaba en absoluto, puesto que, si bien no montaba a menudo en el pueblo, cuando lo hacía era siempre a pelo. Todavía conservaba la capa blanca, ahora: enrollada y atada a la cintura. El Guardián había dicho que no debían dejar más rastros que los imprescindibles. Aún creía percibir el olor de Byar en aquella prenda.

Cuando emprendían la marcha, Perrin sintió nuevamente la llamada de Moteado en su cerebro. «Hasta otro día». Era más un sentimiento que una frase articulada, en el que percibía un suspiro y a la vez la promesa de un encuentro preestablecido, una previsión de un hecho futuro y la resignación por lo que había de suceder, todo dispuesto en capas superpuestas. Intentó preguntar cuándo y por qué, apresurado e invadido por un súbito temor. La huella de los lobos se debilitaba, amortiguándose. Sus frenéticas preguntas únicamente recibieron la misma respuesta cargada de significados. «Hasta otro día». Aquella despedida ocupó su cerebro hasta mucho después de que se hubiera quebrado la comunicación con los lobos.

Lan se dirigió hacia el sur con paso lento, pero regular. La espesura encubierta por la noche, con el terreno ondulante, la maleza que no se percibía hasta hollarla y la profusión de árboles no admitían, en todo caso, una gran velocidad. El Guardián se separó de ellos en dos ocasiones y retrocedió en dirección a la luna con su semental, que al igual que él, se confundía con la propia noche. Las dos veces regresó con la información de que no había señales de persecución.

Egwene permanecía al lado de Nynaeve. Perrin percibía retazos de una excitada charla mantenida en voz baja. Ellas dos estaban tan animadas como si se encontraran en casa. Él se mantenía a la zaga de la reducida comitiva. La Zahorí se volvía de vez en cuando para mirarlo y él la saludaba con la mano, como para asegurarle que se encontraba perfectamente, y permanecía en el mismo lugar. Tenía mucho en que pensar, aun cuando no lograra poner orden en su mente. «¿Qué va a ocurrir? ¿Qué va a ocurrir?»

Según los cálculos de Perrin fue poco antes del amanecer cuando Moraine consintió en realizar una parada. Lan halló un barranco donde poder encender fuego, en una oquedad de una de las vertientes.

Finalmente les fue permitido deshacerse de las capas blancas, enterrándolas en un hoyo cavado cerca de la fogata. Cuando se disponía a arrojar la prenda que había utilizado, sus ojos toparon con el sol dorado bordado en el pecho y las dos estrellas debajo. Tiró la capa como algo pestilente y se alejó, limpiándose las manos con la suya, para sentarse a solas.

—Y ahora —insistió Egwene, mientras Lan cubría con tierra el agujero—, ¿va alguien a decirme dónde están Rand y Mat?

—Creo que se encuentran en Caemlyn —respondió prudentemente Moraine—o de camino hacia allí. —Nynaeve emitió un sonoro y despectivo gruñido, pero la Aes Sedai continuó hablando como si no hubiera habido ninguna interrupción—. Si no están allí, los localizaré de todas maneras. Puedo asegurarlo.

Tomaron en silencio una comida, consistente en pan, queso y té. Incluso el entusiasmo de Egwene sucumbió a la fatiga. La Zahorí sacó de su bolsa un ungüento para las llagas que habían dejado las ataduras en las muñecas de Egwene y otro para las contusiones. Cuando se aproximó a Perrin, sentado en el límite de la zona iluminada por la hoguera, éste no alzó la mirada.

Nynaeve se quedó inmóvil y lo observó en silencio un momento; luego se agazapó con su bolsa a un lado y empezó a hablar animadamente.

—Quítate la chaqueta y la camisa, Perrin. Según me han dicho, uno de los Capas Blancas la tomó contigo.

Obedeció con la mente todavía enfrascada en el mensaje de Moteado, hasta que Nynaeve soltó una exclamación. Perplejo, dirigió la mirada a la joven y luego a su propio pecho desnudo. Era una masa de colores, purpúreos los más recientes, superpuestos sobre otras manchas que se difuminaban en tonos pardos y amarillos. Únicamente la poderosa musculatura de su torso, formada en las numerosas horas de trabajo en la forja de maese Luhhan, lo había preservado de una rotura de costillas. Con la mente absorta en los lobos, había conseguido olvidar el dolor, pero ahora recobró con tristeza plena conciencia de él. Involuntariamente respiró hondo y apretó los labios, exhalando un gruñido.

—¿Cómo es posible que te odiara tanto? —preguntó, estupefacta, Nynaeve.

«Maté a dos hombres».

—No lo sé —respondió en voz alta.

La Zahorí revolvió su bolsa y él se echó atrás cuando la joven comenzó a extender una grasienta pomada sobre sus morados.

—Hiedra machacada, cincoenrama y raíces secadas al sol —explicó.

Sintió frío y calor a un tiempo, y escalofríos que cedieron paso a un abundante sudor, pese a lo cual no protestó. Había tenido ocasión de comprobar la efectividad de los ungüentos y cataplasmas de Nynaeve. El ardor y la gelidez se esfumaron mientras ella le daba las friegas, llevándose consigo el dolor. Los verdugones purpúreos se tornaron marrones y los marrones amarillo pálido y algunos incluso desaparecieron. Inspiró profundamente a modo de prueba; apenas notó una punzada.

—Pareces sorprendido —constató Nynaeve, que a su vez parecía asombrada y extrañamente inquieta—. La próxima vez puedes acudir a ella.

—No es eso —la disuadió con tono conciliador—, sólo estoy contento. —Algunas veces los ungüentos de Nynaeve tenían un efecto rápido y otras lento, pero siempre cumplían su propósito curativo—. ¿Qué… ha sido de Rand y Mat?

Nynaeve comenzó a introducir sus frascos y botes en la bolsa, después de taparlos apretadamente.

—Ella afirma que están bien y que los encontraremos. En Caemlyn, dice. También dice que es demasiado importante para nosotros como para que no suceda así, aunque no sé a qué demonios se refiere. Según ella, están en juego asuntos muy importantes.

Perrin sonrió involuntariamente. Por más modificaciones experimentadas en ellos, la Zahorí continuaba siendo la misma y ella y las Aes Sedai distaban aún mucho de haber trabado amistad.

Nynaeve se enderezó de repente, mirándolo a la cara. Luego presionó la palma de la mano contra sus mejillas y frente. Perrin trató de zafarse, pero ella le agarró la cabeza con ambas manos y le levantó los párpados, observándole los ojos y murmurando para sí. A pesar de su pequeña talla le retenía fácilmente el rostro; siempre era complicado alejarse de Nynaeve cuando ella no estaba dispuesta a soltarlo a uno.

—No comprendo —dijo por fin, tras liberarlo y sentarse sobre los talones—. Si fuera fiebre amarilla, no podrías sostenerte en pie. Además no tienes fiebre y sólo está amarillento el iris y no el resto del ojo.

—¿Amarillo? —inquirió Moraine.

Perrin y Nynaeve tuvieron un sobresalto debido a la inopinada aparición de la Aes Sedai. Egwene estaba dormida junto al fuego, envuelta en sus capas, según advirtió Perrin. Sus propios párpados porfiaban por cerrarse.

—No es nada —afirmó Perrin. Pero Moraine le puso una mano bajo la barbilla y le volvió la cara para poder mirarlo a los ojos tal como lo había hecho Nynaeve. Él retrocedió, molesto. Las mujeres estaban manipulándolo como si fuera un chiquillo—. He dicho que no es nada.

—No había modo de prever esto. —Moraine habló como para sí. Sus ojos parecían contemplar algo en la distancia—. ¿Algo predestinado a engarzarse en el Entramado o un cambio en él? La Rueda gira según sus designios. No puede ser de otro modo.

—¿Sabéis qué es? —preguntó Nynaeve de mala gana; luego vaciló—. ¿Podéis hacer algo por él con vuestros poderes curativos? —La petición de ayuda, que representaba admitir su impotencia, salió de sus labios a regañadientes.

—Si vais a hablar de mí, hablad conmigo —espetó, furioso, Perrin—. Estoy aquí sentado. Ninguna de ellas lo miró.

—¿Poderes curativos? —Moraine sonrió—. Eso no sirve para nada en este caso. No es una enfermedad y no va a… —Titubeó brevemente. Dirigió una rápida mirada a Perrin, como si lamentara muchas cosas. Sin embargo, sus ojos no repararon en él, y Perrin murmuró con amargura cuando ella se volvió hacia Nynaeve—. Iba a decir que no iba a causarle ningún daño, pero ¿quién puede prever el final de todo esto? Al menos puedo afirmar que no le infligirá ningún daño de forma directa.

Nynaeve se puso en pie, se sacudió las faldas y se enfrentó de cara con la, Aes Sedai.

—Eso no basta. Si hay algo negativo…

—Lo que está escrito, escrito está. Lo que la Rueda ha tejido no está sujeta a modificaciones. —Moraine se alejó bruscamente—. Debemos dormir mientras podamos y partir con las primeras luces del día. Si la mano del Oscuro alcanza a ostentar demasiado poder… Debemos llegar pronto a Caemlyn.

Airada, Nynaeve agarró su bolsa y se apartó de Perrin con paso ligero antes de que él pudiera decir algo. Comenzó a proferir una maldición, pero un pensamiento lo hirió como una descarga y permaneció sentado allí, respirando trabajosamente. Moraine lo sabía. La Aes Sedai sabía lo de los lobos. Y creía que podía deberse a una actuación del Oscuro. Lo recorrió un escalofrío. Se apresuró a ponerse la camisa, la chaqueta y la capa, pero la ropa no le devolvió el calor; el frío se aferraba a sus huesos, a su médula.

Lan se sentó con las piernas cruzadas y se apartó la capa de los hombros. A Perrin le alegró verlo. No era agradable mirar a un Guardián sin que este le devolviera la mirada. Durante un largo momento, se limitaron a aquel intercambio visual. La dura expresión del rostro del Guardián era inescrutable, pero Perrin creyó advertir algo en sus ojos… ¿Compasión? ¿Curiosidad? ¿Ambas cosas?

—¿Lo sabéis? —preguntó. Lan asintió.

—Sé algo, pero no todo. ¿Se produjo sin más o conociste a algún guía, un intermediario?

—Hubo un hombre —repuso lentamente Perrin. «Lo sabe, pero ¿piensa él lo mismo que Moraine?»—. Dijo que se llamaba Elyas, Elyas Machera. —Lan respiró hondo y Perrin lo observó ansioso—. ¿Lo conocéis?

—Lo conocía. Él me enseñó muchas cosas, sobre la Llaga y sobre esto. —Lan tocó el puño de su espada—. Era un Guardián, antes…, antes de lo que sucedió. El Ajah Rojo… —Miró de reojo hacia donde yacía Moraine.

Era la primera vez que Perrin advertía algún tipo de incertidumbre en el Guardián. En Shadar Logoth, Lan se había mostrado seguro y fuerte, y cuando se había enfrentado a los Fados y trollocs. Ahora no sentía miedo, Perrin estaba convencido de ello, sino recelo, como si lo que dijera pudiera resultar peligroso.

—He oído hablar del Ajah Rojo —comentó a Lan.

—Y, sin duda, la mayor parte de lo que te han dicho es mentira. Debes comprenderlo: hay… facciones dentro de Tar Valon. Unas estarían dispuestas a pelear con el Oscuro de una manera y las demás de otra distinta. El objetivo es el mismo, pero las diferencias…, las diferencias pueden hacer cambiar el curso de una vida, o aproximarla a su fin, ya sean las vidas de los hombres o de las naciones. ¿Está bien, Elyas?

—Creo que sí. Los capas Blancas pretendían haberle dado muerte, pero Moteado… —Perrin miró al Guardián con embarazo—. No lo sé. —Lan pareció aceptar su resistencia, lo cual lo animó a proseguir—. Por lo visto, Moraine piensa que esta comunicación con los lobos es algo…, algo provocado por el Oscuro. No lo es, ¿verdad? —Se negaba a creer que Elyas fuera un Amigo Siniestro.

Lan, no obstante, titubeó, y el sudor comenzó a perlar la frente de Perrin, hasta resbalar por sus mejillas cuando el Guardián por fin respondió.

—No en sí mismo, no. Algunos creen que sí, pero se equivocan; es algo más antiguo que el propio hallazgo del Oscuro. ¿Pero cuáles son las posibilidades involucradas en ello, herrero? A veces el Entramado imbrica sus hilos al azar, a nuestro juicio al menos, pero ¿qué posibilidades había de que tú encontraras a un hombre que pudiera conducirte y de que tú fueras capaz de seguir su guía? El Entramado está formando un gran tapiz, lo que algunos llaman el Encaje de las Eras, y vosotros tres sois piezas esenciales en él. No creo que vuestras vidas estén ahora gobernadas al albur. ¿Han elegido por ti, entonces? ¿Y si ello es así, ha sido la Luz o la Sombra quien ha decidido?

—El Oscuro no puede entrar en contacto con nosotros a menos que pronunciemos su nombre. —Perrin rememoró de inmediato los sueños presididos por Ba’alzemon, aquellos sueños que no sólo se desarrollaban en el terreno onírico, Se enjugó el sudor de la cara—. No puede hacerlo.

—Tozudo como una mula —musitó el Guardián—. Tal vez lo bastante obstinado como para salvarte, en fin de cuentas. Recuerda los tiempos en que vivimos, herrero. Recuerda lo que Moraine Sedai te dijo. Actualmente muchas cosas están disolviéndose y resquebrajándose. Las antiguas fronteras se debilitan, las viejas paredes se vienen abajo. Las barreras entre lo que es, lo que ha sido y lo que será. —Su voz adquirió un tono lúgubre—. Los muros de la prisión del Oscuro. Éste podría ser el final de una Era. Quizá veamos el comienzo de otra antes de morir. O tal vez éste sea el fin de las Eras, la conclusión del propio tiempo, el fin del mundo.

Sonrió de improviso, pero su gesto fue sombrío como un rictus; sus ojos resplandecían gozosos, riendo al pie del cadalso.

—Pero eso no ha de preocuparnos, ¿eh, herrero? —prosiguió—. Lucharemos contra la Sombra mientras nos quede resuello y, si nos supera, seguiremos mordiendo y arañando. Los pobladores de Dos Ríos sois demasiado obcecados para rendiros. No te inquietes cavilando si el Oscuro ha entrado o no en tu vida. Vuelves a encontrarte entre amigos ahora. Recuerda: la Rueda gira según sus propios designios e incluso el Oscuro es incapaz de cambiarla, y menos teniendo a Moraine para cuidar de ti. Sin embargo, será mejor que encontremos pronto a tus amigos.

—¿A qué os referís?

—Ellos no disponen de ninguna Aes Sedai conectada con la Fuente Verdadera para protegerlos. Herrero, tal vez los muros se hayan desgastado lo suficiente como para que el Oscuro pueda intervenir en los acontecimientos. No con mano libre, pues de lo contrario ya habríamos perecido, pero posiblemente en minúsculas modificaciones en las hebras. Una posibilidad que se desvía hacia un lado en lugar del otro, un encuentro casual, una palabra pronunciada al azar, al menos en apariencia, y se encontrarían tan involucrados con la Sombra que ni la misma Moraine podría hacer nada para recuperarlos.

—Tenemos que encontrarlos —apoyó Perrin. El Guardián lanzó una carcajada semejante a un gruñido.

—¿Qué te estaba diciendo? Duerme un poco, herrero.

La capa de Lan lo envolvió de nuevo. De pie, iluminado por el tenue resplandor del fuego y la luna, parecía formar parte de las sombras circundantes. —Nos quedan unas duras jornadas de camino hasta Caemlyn —añadió—. Sólo debes rogar por que los hallemos allí.

—Pero Moraine… es capaz de encontrarlos en cualquier sitio, ¿no es cierto? Ella dice que puede.

—¿Pero puede hacerlo a tiempo? Si el Oscuro está lo bastante fortalecido como para actuar por cuenta propia, se está agotando el tiempo. Ruega por que los encontremos en Caemlyn, herrero, o de lo contrario quizás estemos abocados a la perdición.

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