El alba despertó con un sobresalto a Rand, al posarse sobre sus ojos los rayos del lúgubre sol que se alzaba lento sobre las copas de los árboles de la Llaga. Aun tan temprano, el calor cubría con su pesado manto los desolados parajes. Yacía boca arriba, con la cabeza recostada en la manta, contemplando el cielo. Todavía era azul, el cielo. Incluso allí, el cielo al menos permanecía inmutable.
Le sorprendió advertir que había dormido. Por espacio de un minuto el confuso recuerdo de una conversación escuchada se le antojó como parte de un sueño. Entonces vio los ojos enrojecidos de Nynaeve; evidentemente ella no había dormido. El rostro de Lan aparecía más duro que nunca, como si hubiera vuelto a adoptar una máscara y estuviera decidido a no permitir que nada la alterara.
Egwene caminó hasta la Zahorí y se acurrucó a su lado con expresión preocupada. No logró distinguir lo que decían. Egwene habló y Nynaeve sacudió la cabeza. Egwene añadió algo y la Zahorí le indicó con un gesto que la dejara sola. En lugar de hacerlo, Egwene se acercó más a ella y durante unos minutos las dos mujeres conversaron con voz aún más queda, si bien Nynaeve no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro. La Zahorí acabó por lanzar una carcajada, abrazando a Egwene y, a juzgar por su semblante, pronunciando palabras tranquilizadoras. Cuando Egwene se puso en pie, sin embargo, asestó una furiosa mirada al Guardián, el cual no pareció percibirla, pues su vista no se dirigía en ningún momento al punto en donde se encontraba Nynaeve.
Rand recogió sus cosas y se lavó someramente manos, cara y dientes con la escasa agua que Lan destinaba a tales usos. Se preguntó si las mujeres dispondrían de algún medio para escrutar la mente de los hombres. Aquel pensamiento le resultó inquietante. «Todas las mujeres son Aes Sedai». Se dijo a sí mismo que estaba permitiendo que la Llaga le sorbiera las entendederas, se enjugó la boca y se apresuró a ir a ensillar su caballo bayo.
Fue un tanto desconcertante constatar la desaparición del campamento antes de que llegara hasta las monturas, pero, cuando había cinchado la silla, la cumbre de la colina tornó a ser visible. Todos se afanaban empaquetando objetos y provisiones.
Las Siete Torres, distantes tocones derruidos como enormes montículos que apenas insinuaban remotas grandezas, eran del todo distinguibles a la luz matinal. La entonces azul superficie de los cientos de lagos estaba lisa y apacible, sin nada que la agitara. Al contemplar las lagunas y las malogradas torres, casi consiguió olvidar los enfermizos brotes que crecían alrededor del altozano. Lan no daba muestras de rehuir la imagen de las torres, al igual que no evidenciaba esquivar la mirada de Nynaeve, pero de algún modo sus ojos nunca se posaron en ella mientras realizaba los preparativos para la partida.
Cuando los cestos de mimbre estuvieron atados al caballo de carga, todas las huellas de su estancia allí borradas y los demás a caballo, la Aes Sedai permaneció de pie en medio de la cima de la colina con los ojos cerrados, en apariencia casi sin respirar. Nada ocurrió que Rand acertara a percibir, pero Nynaeve y Egwene se estremecieron a pesar del calor y se frotaron vigorosamente los brazos. Egwene paró en seco las manos y abrió la boca, mirando a la Zahorí. Antes de que tuviera ocasión de hablar, Nynaeve dejó de mover las manos y la miró a su vez. Entonces Egwene asintió y esbozó una sonrisa y tras un momento Nynaeve hizo lo mismo, aunque con cierto desencanto pintado en los labios.
Rand se alisó los cabellos, que ya estaban más empapados a causa del sudor que del agua que los había salpicado al lavarse. Estaba convencido de que había algo en aquel silencioso diálogo que él hubiera debido comprender, pero el ligero presentimiento que rozó su mente se desvaneció antes de que pudiera darle forma.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó Mat, con la frente envuelta con la bufanda. Tenía el arco en la perilla de la silla, con una flecha aprestada, y el carcaj prendido en el cinturón.
Moraine abrió los ojos y observó la ladera de la colina.
—A que elimine el último vestigio de lo que hice aquí anoche. Los residuos se hubieran disipado por sí solos en el transcurso de un día, pero ahora no voy a correr ningún riesgo que sea factible evitar. Estamos demasiado cerca y la Sombra es muy fuerte en estos parajes. Lan…
El Guardián únicamente aguardó a que hubiera montado a lomos de Aldieb antes de abrir la marcha en dirección norte, hacia las Montañas Funestas. Aun bañados por el sol, los picos aparecían negros y mortecinos, como dientes mellados. La cordillera se alargaba por oriente y poniente, hasta donde abarcaba su campo de visión.
—¿Llegaremos al Ojo hoy, Moraine Sedai? —inquirió Egwene.
—Confío —en que así sea —respondió la Aes Sedai, mirando de soslayo a Loial—. Cuando lo encontré la vez anterior, estaba justo al otro lado de los cerros, al pie de los puertos.
—Él dice que se mueve de sitio —objetó Mat, señalando a Loial—. ¿Qué haremos si no está en el lugar que esperáis?
—Continuaremos la búsqueda hasta hallarlo. El Hombre Verde capta la necesidad y no existe mayor apremio que el nuestro. Nuestra necesidad incluye la esperanza del mundo.
La cercanía de las montañas trajo consigo la proximidad de la verdadera Llaga. Mientras que antes las hojas estaban manchadas de negro y moteadas de amarillo, ahora el follaje caía blandamente ante sus ojos, desintegrándose bajo el peso de su propia corrupción. Los árboles eran seres torturados y deformes, cuyas retorcidas ramas arañaban el cielo como si clamaran piedad a algún poder que rehusaba concedérsela. Las hendidas y resquebrajadas cortezas rezumaban un líquido purulento. Como si no quedara sustancia sólida en ellos, los árboles parecían temblar con el paso de los caballos.
—Da la impresión de que quieran agarrarnos —observó con nerviosismo Mat. Nynaeve le dedicó una exasperada mirada cargada de desdén y él insistió fieramente—. Bueno, realmente dan esa impresión.
—Y algunos quieren hacerlo de veras —puntualizó la Aes Sedai, cuyos ojos mostraron un brillo aún más implacable que los de Lan—. Pero no desean nada relacionado conmigo, de manera que mi presencia os protege.
Mat rió, inquieto, como si creyera que estaba bromeando.
Rand no sabía qué pensar. Después de todo, aquello era la Llaga. «Pero los árboles no se mueven. ¿Para qué agarraría a un hombre un árbol, aunque pudiera hacerlo? Estamos dando rienda suelta a la imaginación y ella sólo intenta que no bajemos la guardia».
De pronto miró a su izquierda, hacia la espesura. Aquel árbol, situado a menos de treinta pasos, había temblado, y eso no era producto de su imaginación. No acertaba a detectar de qué especie era, o había sido, a causa de su atormentada y nudosa forma. Mientras lo observaba, el árbol se agitó de improviso y luego se inclinó, azotando el suelo. Algo exhaló un agudo y penetrante alarido. El tronco volvió a enderezarse; sus miembros se enroscaban en torno a una masa oscura que se debatía, escupiendo y chillando.
Tragó saliva, tratando de espolear el paso de Rojo, pero los árboles se erguían, temblando, en todas direcciones. El bayo hizo girar las pupilas, despavorido. Rand se encontró arracimado con los demás, que intentaban asimismo imprimir una marcha más rápida a sus monturas.
—No os rezaguéis —ordenó Lan, desenvainando la espada. El Guardián llevaba ahora guanteletes reforzados con acero y su túnica de escamas de tonalidad verde grisácea—. No os separéis de Moraine Sedai. —Volvió grupas, encaminándose en sentido opuesto al árbol y a su presa. Con su capa de color cambiante, la Llaga devoró su figura antes de que hubieran perdido de vista su negro semental.
—Cerca —los urgió Moraine, haciéndoles señas para que se aproximaran, sin aminorar el paso de su yegua—. Tan cerca como podáis.
Del lado por donde había desaparecido el Guardián brotó un rugido que azotó el aire y estremeció los árboles para desaparecer, dejando un eco tras de sí. El bramido volvió a oírse, impregnado de rabia y violencia.
—Lan —musitó Nynaeve—. El…
El horrible sonido la interrumpió, pero ahora contenía un nuevo matiz. Miedo. De súbito el aire enmudeció.
—Lan sabe cuidar de sí mismo —dijo Moraine—. Cabalgad, Zahorí.
El Guardián surgió entre la arboleda, manteniendo la espada bien apartada de sí mismo y de Mandarb. La hoja, que desprendía vapor, estaba manchada de una sangre negruzca. Lan limpió con cuidado el acero con un paño que sacó de una de sus alforjas, examinándolo para asegurarse de que había eliminado toda marca prendida a él. Cuando dejó caer la tela, ésta se desintegró antes de tocar el suelo.
Procedente de la espesura, un monumental cuerpo se abalanzó en silencio hacia ellos. El Guardián volvió grupas, pero en el mismo instante en que el caballo de batalla se encabritaba, dispuesto a golpear con sus cascos herrados de acero, la flecha disparada por Mat surcó el aire para clavarse en el único ojo existente en una cara que parecía compuesta principalmente de boca y dientes. Entre gritos y pataleos, el ser se desplomó a unos palmos de ellos. Rand lo observó mientras se apresuraban a avanzar. Estaba cubierto con unos rígidos pelos, similares a cerdas, y tenía innumerables patas pegadas en extrañas partes de un cuerpo tan grande como el de un oso. Algunas de ellas, al menos las que brotaban de su espalda, debían de ser inservibles para caminar, pero las garras de largos dedos que las remataban arañaban la tierra en sus estertores de muerte.
—Buen tiro, pastor. —Los ojos de Lan, que ya habían olvidado lo que agonizaba tras ellos, escudriñaban la floresta.
—No hubiera debido acercarse por propia voluntad a alguien que mantiene contacto con la Fuente Verdadera —comentó Moraine, sacudiendo la cabeza.
—Agelmar dijo que la Llaga rebullía insólitamente —observó Lan—. Tal vez la Llaga también tenga conciencia de que se está formando una trama en el Entramado.
—Aprisa. —Moraine hincó los talones en los flancos de Aldieb—. Debemos franquear rápidamente los puertos.
Pero, en cuanto pronunció estas palabras, la Llaga se alzó contra ellos. Los árboles los alcanzaron y los azotaron con furia, sin preocuparles que Moraine pudiera estar en contacto con la Fuente Verdadera.
Rand tenía la espada en la mano, aunque no recordaba haberla desenfundado. Asestó estocada tras estocada, rebanando con la hoja grabada con la garza el deteriorado ramaje. Las voraces ramas se retiraban, retorciendo sus muñones —emitiendo gritos, habría jurado él—, pero siempre había otras para sustituirlas, las cuales, serpenteantes como culebras, trataban de enlazarle brazos, pecho, cuello. Con los dientes apretados en un furioso rictus, invocó el vacío, y lo halló en el rocoso y obstinado suelo de Dos Ríos.
—¡Manetheren! —gritó a los árboles hasta desgañitarse. El acero marcado con la garza centelleaba bajo el mortecino sol—. ¡Manetheren! ¡Manetheren!
Incorporado sobre los estribos, Mat no cesaba de disparar flechas a la arboleda, a los entes deformes que gruñían, haciendo rechinar incontables dientes, como si quisieran amedrentar a los proyectiles que los ensartaban. Mat se hallaba tan absorto como él en el pasado.
—¡Carai an Caldazar! —vociferaba—. ¡Carai an Ellisande! ¡Mordero daghain par duente cuebiyar! ¡An Ellisande!
Perrin también se apoyaba en los estribos, silencioso y lúgubre. Había tomado la delantera y su hacha se abría camino sin hacer distinción entre la foresta y las criaturas del reino animal que salían a su paso. Árboles de lacerantes miembros y seres que emitían gritos se apartaban por igual del fornido joven, atemorizados tanto por su feroz mirada amarillenta como por el silbido del hacha. Paso a paso, forzaba a avanzar a su caballo con incontenible determinación.
Las manos de Moraine escupieron bolas de fuego, tomando como blanco retorcidos árboles que se encendían como antorchas y, mostrando hendiduras dentadas, golpeaban con manos humanas y desgarraban su propia carne ardiente hasta perecer.
El Guardián se adentraba una y otra vez en el bosque y dejaba a sus espaldas un reguero de viscosa sangre borboteante y humeante. Cuando volvía a aparecer, su armadura presentaba rasguños por donde manaba la sangre y su caballo se tambaleaba, sangrando también. En cada ocasión la Aes Sedai se detenía para aplicarle la mano en las heridas, que ya se habían cerrado en el momento en que las retiraba.
—Lo que estoy haciendo tendrá el mismo efecto para los Semihombres que una hoguera de señales —dijo con amargura—. ¡Avanzad! ¡Avanzad!
Rand estaba seguro de que no habrían salido con vida si los árboles no hubieran gastado sus fuerzas contra la masa de carne atacante, y no hubieran repartido su atención entre ella y los humanos, y si las criaturas —de las cuales no se percibían dos con igual forma— no hubieran luchado con los árboles y entre ellas con tanto denuedo como ponían para alcanzarlos a ellos. Todavía abrigada dudas de que tal cosa no fuera a ocurrir. Entonces sonó un aflautado grito tras ellos. Distante y débil, atravesó la maraña de moradores de la Llaga que los rodeaban.
En un instante, las bocas de dientes afilados se desvanecieron, como amputadas por un cuchillo. Las formas atacantes se inmovilizaron y los árboles retomaron su postura habitual. Tan de improviso como habían aparecido, los seres provistos de patas dejaron de ser visibles en el enrarecido bosque.
Volvieron a oír el chillido, similar al son de una flauta de pan agrietada, que fue respondido por otros idénticos. Media docena de toques, que dialogaban en la lejanía.
—Gusanos —dijo Lan, provocando una mueca en Loial—. Nos han concedido una tregua, si nos dejan tiempo para utilizarla. —Sus ojos calculaban la distancia que mediaba hasta las montañas—. Pocas son las criaturas de la Llaga que se enfrentaríán a un Gusano, si pueden evitarlo. —Hincó los talones en los flancos de Mandarb—. ¡Galopad! —La comitiva se precipitó en bloque tras él, cruzando una Llaga que de súbito parecía verdaderamente muerta, exceptuando la especie de caramillos que sonaban tras ellos.
—¿Los han asustado los gusanos? —preguntó Mat con incredulidad mientras trataba de colgarse el arco a la espalda.
—Un Gusano —había una considerable diferencia en el modo como pronunció la palabra el Guardián— es capaz de matar a un Fado, si a éste no lo preserva la suerte del Oscuro. Tenemos a toda una manada siguiéndonos. ¡Corred! ¡Corred!
Las oscuras cimas se hallaban más próximas ahora, a una hora de camino, según estimó Rand, teniendo en cuenta la acelerada marcha que establecía el Guardián.
—¿No nos seguirán los Gusanos en las montañas? —preguntó Egwene sin resuello. Lan soltó una sarcástica carcajada.
—No —repuso el Ogier, con una nueva mueca de disgusto—. Los Gusanos tienen miedo de lo que mora en los puertos.
Rand deseó que el Ogier dejara de dar explicaciones. Reconocía que Loial poseía mayores conocimientos que todos ellos respecto a la Llaga, con la salvedad de Lan, aun cuando éstos procedieran de la lectura de libros realizada en el cobijo del stedding. «Pero ¿por qué tiene que recordarnos continuamente que todavía nos esperan cosas peores de las que hemos visto?»
Recorrían velozmente la Llaga, aplastando en su galope hierbas podridas.
Tres de las especies que los habían atacado antes no se movieron siquiera cuando pasaron directamente bajo su contorsionado ramaje. Las Montañas Funestas se elevaban ante ellos, negras y desoladas; parecían casi al alcance de la mano. Los pitidos sonaron con mayor agudeza y nitidez, acompañados de sonidos de blandas masas chafadas, más estruendosos que los producidos bajo las patas de sus caballos. Estruendosos en exceso, como si los mórbidos árboles fueran aplastados bajo descomunales cuerpos que se arrastraban sobre ellos. Se encontraban muy cerca. Rand miró por encima del hombro. Más atrás las copas de los árboles se venían abajo como simples hierbas. El terreno comenzó a ascender hacia los cerros en suave pendiente.
—No vamos a conseguirlo —anunció Lan. No aminoró el paso de Mandarb, pero ya aferraba de nuevo la espada—. Mantened la vigilancia en los puertos, Moraine, y lograréis franquearlos.
—¡No, Lan! —gritó Nynaeve.
—¡Callad, muchacha! Lan, ni siquiera tú puedes contener a una manada de Gusanos. No lo permitiré. Te necesitaré en el Ojo.
—Flechas —propuso Mat sin aliento.
—No serviría de nada: los Gusanos ni las notarían —replicó el Guardián. Deben de cortarse a rodajas. No sienten gran cosa aparte del hambre. Miedo, a veces.
Cogido a la silla, Rand se encogió de hombros, intentando liberar la tensión de sus espaldas. Tenía todo el torso agarrotado, respiraba con dificultad y la piel le escocía, como si la horadaran innumerables aguijones. Veía el camino que habían de remontar una vez llegados a las montañas, el tortuoso sendero y el elevado puerto emplazado más allá, similar a un hachazo que hubiera partido la negra roca. «Luz, ¿qué habrá más adelante que sea capaz de amedrentar a lo que nos persigue? Luz, ayúdame, nunca he estado tan aterrorizado. No quiero proseguir. No quiero ir más allá». Recobró entereza y se concentró en la llama y el vacío. «¡Estúpido! ¡Tú aterrorizado, estúpido cobarde! No puedes quedarte aquí ni tampoco regresar. ¿Vas a dejar que Egwene afronte esto sola?» El vacío lo eludía; se conformaba y luego se desintegraba en centenares de puntos luminosos, para volver a formarse y hacerse pedazos de nuevo, cuyas puntas le roían los huesos hasta el extremo de doblegarlo de dolor y traerle la convicción de que iba a estallar: «Luz, socórreme, no puedo seguir. ¡Luz, ayúdame!»
Estaba tomando las riendas para volver grupas, para enfrentar a los Gusanos o cualquier otro ser, cuando de improviso el terreno sufrió una modificación. Entre la ladera de una colina y la siguiente, entre cumbre y cúspide, la Llaga se había esfumado.
Verdes hojas cubrían apaciblemente el ramaje. Las flores silvestres formaban coloridas alfombras en las hierbas agitadas por una dulce brisa primaveral. Las mariposas volaban de flor en flor, las abejas revoloteaban y los pájaros entonaban sus trinos.
Estupefacto, continuó al galope hasta que de repente advirtió que los demás se habían parado. Tiró lentamente de las riendas, petrificado por la sorpresa. Egwene tenía los ojos desorbitados y Nynaeve la boca desmesuradamente abierta.
—Hemos alcanzado la seguridad —anunció Moraine—. Éste es el jardín del Hombre Verde, donde se halla el Ojo del Mundo. Ninguna criatura de la Llaga puede entrar aquí.
—Pensaba que estaba al otro lado de las montañas —musitó Rand, viendo todavía las cumbres que se alzaban en el horizonte y los puertos—. Habíais dicho que siempre estaba al otro lado de los puertos.
De la maleza surgió una figura, una forma humana que superaba el tamaño de la de Loial en la misma proporción en que el Ogier superaba a Rand. Una forma humana compuesta de lianas y verdes y lozanas hojas. Sus cabellos eran hierbas, que caían sobre sus hombros; sus ojos, enormes avellanas; sus uñas, bellotas. Un tierno follaje integraba su túnica y pantalones y una corteza sin costuras le hacía las veces de botas. Las mariposas giraban en torno a él, se posaban en sus dedos, hombros y cara. Únicamente había un detalle que malograba su vegetal perfección: una profunda fisura atravesaba su mejilla y sien y se remontaba hasta la cabeza; en ese surco las lianas estaban parduscas y marchitas.
—El Hombre Verde —susurró Egwene.
Entonces el rostro mancillado por la cicatriz sonrió y, por un instante, pareció que los pájaros arreciaban en sus cantos.
—Por supuesto que soy yo. ¿Quién si no habitaría este lugar? —Los ojos de avellana observaron a Loial—. Me alegra verte, pequeño hermano. Antaño muchos de tu raza venían a visitarme, pero pocos son los que lo han hecho en tiempos recientes.
Loial descendió despacio de su descomunal caballo y realizó una cortés reverencia.
—Es un inmenso honor para mí, Hermano Árbol. Tsingu ma choshih, T’ingshen.
Sonriendo, el Hombre Verde rodeó con un brazo los hombros del Ogier. Junto a Loial, semejaba un hombre al lado de un muchacho.
—Nada de honores, pequeño hermano. Entonaremos juntos los cánticos dedicados a los árboles y recordaremos los grandes árboles y el stedding, para mantener a raya la añoranza. Examinó a los otros, que estaban desmontando, y su mirada se posó en Perrin—. ¡Un Hermano Lobo! ¿Vuelven entonces a cobrar realidad los viejos tiempos?
Rand observó a Perrin, quien, por su parte, hizo girar a su montura de manera que quedara situada entre él y el Hombre Verde y se inclinó para mirar la cincha. Rand estaba seguro de que sólo quería esquivar la escrutadora mirada del Hombre Verde. De pronto, el señor del jardín dirigió la palabra a Rand.
—Extrañas ropas llevas, Hijo del Dragón. ¿Ha girado ya tantas veces la Rueda? ¿Ha regresado la gente del Dragón al Primer Pacto? Pero llevas una espada. Eso no se corresponde con el presente ni con el pasado.
Rand hubo de segregar saliva antes de poder hablar.
—No sé de qué me habláis. ¿A qué os referís?
El Hombre Verde se tocó la parda cicatriz que surcaba su cabeza y por un momento pareció confundido.
—Yo… no sabría explicarlo. Mis recuerdos están devastados y son fluctuantes, y muchos de los que persisten son como hojas visitadas por las orugas. No obstante, estoy convencido… No, ya no me acuerdo. Pero sé bienvenido aquí. Vos, Moraine Sedai, sois algo más que una sorpresa. Cuando se creó este lugar, se hizo de tal modo que nadie pudiera encontrarlo dos veces. ¿Cómo habéis llegado aquí?
—La necesidad —repuso Moraine—. Una urgencia que me afecta tanto a mí como a la totalidad del mundo. El mundo está en apuros. Hemos venido a ver el Ojo del Mundo.
El Hombre Verde exhaló un suspiro, que era como una ráfaga de brisa que agitaba las verdes ramas.
—Entonces ha vuelto a producirse. Ese recuerdo permanece íntegro. El Oscuro de nuevo ha cobrado poder. Me lo temía. Con cada año que pasa, la Llaga incrementa su presión para invadir el lugar y en esta estación la lucha para mantener los confines ha sido la más dura desde el comienzo. Venid, os llevaré hasta allí.