19 Sombras en ciernes

El pavimento resquebrajado crujía bajo las herraduras de los caballos al penetrar en el recinto. Toda la ciudad estaba en ruinas y tan solitaria como había augurado Perrin. Ni una paloma aleteaba allí y las hierbas, muertas y resecas en su mayoría, brotaban de las hendiduras de las paredes y el empedrado. La mayor parte de los edificios había perdido la techumbre y las paredes derrumbadas esparcían abanicos de ladrillo y piedra en las calles. Las torres se erguían, abruptas y melladas, como estacas quebradas. Algunos irregulares promontorios de escombros en cuyas laderas crecían raquíticos árboles hubieran podido ser los restos de palacios o de todo un sector de la población.

Con todo, lo que permanecía en pie bastaba para cortar el aliento de Rand. Los más grandes edificios de Baerlon se habrían achicado a la sombra de casi todos los que se alzaban allí. Sus ojos encontraban en todas direcciones suntuosos palacios de pálido mármol coronados de enormes cúpulas. Todas las construcciones tenían, al parecer, una cúpula; algunas incluso poseían cuatro o cinco, cada uno de ellas elaborada con distintas formas. Largas avenidas flanqueadas de columnas cubrían trechos a cien pasos de torres que parecían rozar el cielo. En los cruces había, sin excepción, una fuente de bronce, la aguja de un monumento, una estatua o un pedestal. A pesar de que no manaba agua de las fuentes y de que muchas de las estatuas se hallaban rotas, los vestigios eran tan fastuosos que no podía evitar maravillarse ante ellos.

«Y yo que pensaba que Baerlon era una ciudad! ¡Qué me aspen si Thom no ha estado riéndose a costa mía! ¡Y también Moraine y Lan!»

Estaba tan absorto en su contemplación que lo tomó por sorpresa la parada realizada por Lan delante de un edificio de piedra blanca que en otro tiempo había sido dos veces mayor que la posada del Ciervo y el León de Baerlon. Ningún indicio apuntaba la función que debió de cumplir cuando la ciudad estaba habitada. De los pisos superiores sólo restaba un hueco cascarón, por cuyas ventanas, ahora carentes de cristal y de marco, se advertía el cielo de la tarde, pero la planta baja tenía un aspecto resistente.

Moraine, con las manos todavía en la perilla de la silla, examinó el caserón antes de asentir.

—Será adecuado —dictaminó.

Lan, desmontó de un salto y tomó en brazos a la Aes Sedai.

—Haced entrar los caballos —ordenó—. Buscad una habitación en la parte trasera para utilizar como establo. Moveos, campesinos. Esto no es el prado de vuestro pueblo. Desapareció en el interior, acarreando a la Aes Sedai.

Nynaeve bajó de su montura y se apresuró a caminar tras él, trasegando su bolsa de hierbas y ungüentos, seguida de Egwene. Ambas dejaron los caballos en la entrada.

—Haced entrar los caballos —murmuró agriamente Thom, ahuecándose los bigotes. Después puso rígida y lentamente los pies en tierra, se palpó la espalda, exhaló un largo suspiro y tomó a Aldieb de las riendas—. ¿Y bien? —inquirió, enarcando una ceja en dirección a Rand y sus amigos.

Desmontaron a toda prisa y reunieron los caballos restantes. El umbral, que no conservaba ni el más mínimo rastro de puerta, era lo bastante amplio para que lo traspusieran los animales, incluso por pares.

Dentro había una espaciosa estancia, de dimensiones tan enormes como el propio edificio, con un polvoriento suelo de arcilla y algunos tapices rasgados que colgaban, con descoloridos tonos parduscos, amenazando con hacerse trizas al mínimo contacto. No había nada más allí. Lan había improvisado un lecho para Moraine con su capa y la de ella. Nynaeve, que se quejaba acerca del polvo, se encontraba de rodillas junto a la Aes Sedai, revolviendo en su bolsa, que mantenía abierta Egwene.

—Reconozco que no le profeso gran simpatía —decía Nynaeve al Guardián mientras Rand cruzaba la habitación, conduciendo a Bela y Nube—, pero yo asisto a todo aquel que precise mi ayuda, le tenga aprecio o no.

—No he expresado ninguna acusación, Zahorí. Sólo os he advertido que administréis con precaución vuestras hierbas.

La joven lo miró de soslayo.

—Lo cierto es que ella necesita mis hierbas, y vos también. —Su voz, exacerbada en un principio, fue adquiriendo un tono más cáustico— lo cierto es que ella tiene limitaciones en el uso del Poder Único y ya ha hecho prácticamente cuanto podía sin venirse abajo. E igualmente cierto es que vuestra espada no le sirve ahora de nada a ella, Señor de las Siete Torres, pero mis hierbas sí.

Moraine posó una mano en el brazo de Lan.

—Tranquilo, Lan. No me quiere ningún mal. Lo que ocurre es que ella no lo sabe.

El guardián resopló con aire burlón. Nynaeve dejó de escarbar en el zurrón y lo miró ceñuda, pero sus palabras iban dirigidas a Moraine.

—Existen muchas cosas que desconozco. ¿Cuál es ésta?

—En primer lugar —respondió Moraine—, lo que realmente necesito es reposo. Por otra parte, os concedo razón: vuestra sabiduría y capacidades serán más útiles de lo que pensaba. Y ahora, ¿tenéis algo que me ayude a dormir durante una hora sin dejarme embotada?

—Una infusión suave de cola de zorra, agripalma y…

Rand no oyó el resto al seguir a Thom hacia una estancia contigua, igual de espaciosa y desolada, donde se superponían las capas de polvo, intactas hasta su llegada. El suelo no tenía siquiera marcas de huellas de pájaros o animalillos.

Rand se dispuso a desensillar a Bela y Nube, Thom a Aldieb y su mulo y Perrin, su caballo y Mandarb. Todos se pusieron manos a la obra menos Mat, el cual dejó caer sus riendas en medio de la habitación. Había dos puertas más aparte de la que habían franqueado.

—Un callejón —anunció Mat tras asomar la cabeza por la primera. La segunda era sólo un rectángulo negro en la pared posterior. Mat lo atravesó lentamente y salió con mucha más premura, sacudiéndose vigorosamente las telarañas que se habían prendido en su pelo—. No hay nada ahí —informó, dando una nueva ojeada al pasadizo.

—¿Vas a ocuparte de tu caballo? —preguntó Perrin, que ya había concluido con el suyo y quitaba la silla de Mandarb. Curiosamente el altivo semental se limitó a mirarlo fijo, mas no se le resistió en ningún momento—. Nadie va a hacerlo por ti.

Mat miró por última vez la abertura y se encaminó hacia su caballo.

Cuando depositaba la silla de Bela en el suelo, Rand advirtió que Mat había adoptado un aire taciturno. Sus ojos parecían perdidos a kilómetros de distancia y sus movimientos eran maquinales.

—¿Te encuentras bien, Mat? —inquirió Rand. Mat levantó los arreos del caballo y permaneció inmóvil, asiéndolos—. ¡Mat!

Con un sobresalto, Mat dejó caer las correas.

—¿Qué? Oh, eh… sólo estaba pensando.

—¿Pensando? —se mofó Perrin—. Estabas dormido.

—Estaba reflexionando sobre… —refirió Mat, ceñudo—, sobre lo que ha ocurrido allí. Sobre aquellas palabras que yo… —Todos centraron la vista en él. Prosiguió con cierto embarazo— bueno, ya habéis oído lo que ha dicho Moraine. Es como si yo hubiera hablado por boca de algún difunto. No me gusta nada eso. —Su entrecejo se arrugó aún más al escuchar las risitas de Perrin.

—El grito de guerra de Aemon, ha dicho… ¿verdad? Quizá tú seas el nuevo Aemon reencarnado. De la manera como refieres lo aburrido que es el Campo de Emond, habría jurado que te complacería eso: ser un rey y un héroe renacido.

—¡No digas eso! —Thom respiró hondo, atrayendo todas las miradas sobre sí—. Ese modo de hablar es arriesgado, insensato. Los muertos pueden renacer u ocupar el cuerpo de alguien vivo y no es ésta una cuestión de la que se pueda bromear tontamente. —Volvió a inspirar para calmarse antes de continuar—. La vieja sangre, ha dicho ella. La sangre, no un difunto. He oído que ello puede suceder a veces. Lo he escuchado, aunque nunca pensé que… Estos son tus orígenes, muchacho. Una cadena que llega hasta ti de tu padre y tu abuelo, hasta remontarse al pueblo de Manetheren y tal vez aún más lejos. Bien, en todo caso ahora ya sabes que participas de un antiguo linaje, Deberías dejar las cosas en este punto y alegrarte de ello. La mayoría de la gente apenas si posee la noción de haber tenido un padre.

«Algunos no tenemos siquiera esta certeza», pensó con amargura Rand. «Tal vez fuera cierto lo que dijo la Zahorí. Oh, Luz, ojalá lo fuera».

Mat asintió a las palabras del juglar.

—Supongo que sí. Pero… ¿creéis que tiene algo que ver con lo que nos ha pasado? ¿Los trollocs y todo lo demás? Quiero decir… oh, no sé lo que quiero decir en realidad.

—En mi opinión deberías olvidarlo y concentrarte en salir sano y salvo de aquí. —Thom sacó su larga pipa de debajo de la capa—. Me parece que voy a fumar un poco. —Y, con un displicente gesto de saludo, desapareció por la puerta principal.

—Todos estamos involucrados en esto. No es uno solo de nosotros —dijo Rand a Mat.

Mat se estremeció y enseguida soltó una breve carcajada.

—Bueno, ya que hablamos de compartir las cosas, ¿por qué no vamos a ver la ciudad, ahora que hemos terminado con los caballos? Una urbe magnífica, donde no hay que abrirse paso entre la gente a codazos y sin nadie que pueda espiar lo que hacemos. Todavía quedan una o dos horas antes de que oscurezca.

—¿No estarás olvidándote de los trollocs? —objetó Perrin.

—Lan ha afirmado que aquí no habría ninguno, ¿no te acuerdas? —repuso desdeñoso Mat—. Tienes que prestar más atención a lo que dicen las personas.

—Lo recuerdo —replicó Perrin—. Y no creas que no escucho. Esta ciudad, ¿Aridhol?, estuvo aliada a Manetheren. ¿Ves como sí escucho?

—Aridhol debió de ser la mayor población en tiempos de las Guerras de los Trollocs apuntó Rand—, para inspirar todavía temor en ellos. En cambio el miedo no les impidió ir a Dos Ríos, y Moraine dijo que Manetheren era… ¿cómo lo expresó?…, ah, sí una espina clavada en el pie del Oscuro.

—No menciones al Pastor de la Noche, te lo ruego —pidió Perrin con las manos en alto.

—¿Qué decidís? —preguntó riendo Mat—. Vamos.

—Deberíamos pedir permiso a Moraine —arguyó Perrin.

—¿Pedir permiso a Moraine? —inquirió Mat—. ¿Acaso piensas que nos dejará apartarnos de ella? ¿Y qué me dices de Nynaeve? Rayos y truenos, Perrin, ¿y por qué no pedírselo también a la señora Luhhan, ya puestos a ello?

Al asentir de mala gana Perrin con la cabeza, Mat se volvió, sonriente, hacia Rand.

—¿Y tú qué opinas? ¡Una auténtica metrópoli, con palacios! —Soltó una carcajada maliciosa—. Y ningún Capa Blanca que vaya a meter las narices por ahí.

Rand vaciló sólo un minuto. Aquellos palacios parecían salidos del relato de un juglar.

—De acuerdo —accedió.

Caminando despacio para no hacer ningún ruido, salieron por el callejón, el cual siguieron por la parte trasera del edificio hasta desembocar en una calle. Aceleraron el paso y, cuando se encontraron a una manzana de distancia de la construcción de piedra blanca, Mat comenzó a brincar de improviso.

—Libres —se regocijó—. ¡Libres! —Apaciguó sus saltos y comenzó a girar sobre sí, contemplando risueño cuanto había a su alrededor. Las sombras de la tarde extendían sus filamentos y el sol que se ponía bañaba de oro la ciudad en ruinas—. ¿Habíais llegado a imaginar en sueños un lugar como éste?

Perrin se unió a sus risas, pero Rand se encogió de hombros, inquieto. Aquello no se parecía en nada a la población aparecida en su primer sueño, pero aun así…

—Si queremos ver algo —aconsejó—, será mejor que nos apresuremos. Pronto se hará de noche.

Mat, al parecer dispuesto a no perder ni un detalle, arrastraba a los otros con su entusiasmo. Treparon a polvorientas fuentes con tazas de capacidad suficiente para albergar a todos los habitantes de Campo de Emond y vagaron, entrando y saliendo de estructuras elegidas al azar, aunque siempre de imponente tamaño. No todos los edificios tenían para ellos un claro sentido. Un palacio era evidentemente un palacio, pero ¿qué era aquella construcción que parecía una cúpula redonda, por fuera igual de grande que una colina y sólo una monstruosa habitación dentro? ¿Y un lugar amurallado, descubierto, tan espacioso que habría cabido en él toda la gente de Campo de Emond, rodeado de innumerables hileras de bancos de piedra?

Mat se impacientaba cuando no encontraban más que polvo y escombros o descoloridos andrajos colgando de las paredes, que se deshacían en sus manos. En una ocasión, hallaron algunas sillas de madera apiladas junto a una pared; todas se hicieron pedazos en el instante en que Perrin intentó coger una.

Los palacios, con sus inmensas estancias vacías, en algunas de las cuales hubiera podido caber de sobra la Posada del Manantial, atraían con demasiada frecuencia a la mente de Rand la reflexión sobre la gente que debió de poblarlas en un tiempo. Pensó que todos sus convecinos de Dos Ríos habrían podido caber bajo aquella cúpula redonda, y en cuanto al ruedo con bancos de piedra… Casi creyó imaginar la visión de las personas en la penumbra, observando con desaprobación a los tres intrusos que enturbiaban su reposo.

Al fin el propio Mat se cansó del recorrido y, a pesar de la magnificencia de los monumentos, recordó que la noche anterior sólo habían dormido una hora. Todos comenzaron a acusar el sueño. Se sentaron, bostezando, en las escaleras de un alto edificio, frente a varias filas de columnas para dirimir lo que harían a continuación.

—Regresemos —indicó Rand— y acostémonos. —Se tapó la boca con el dorso de la mano y, cuando pudo hablar de nuevo, añadió— lo único que deseo es dormir.

—Siempre estás a tiempo de dormir —arguyó Mat—. Mira dónde estamos. En una ciudad en ruinas. Un tesoro.

—¿Un tesoro? —replicó Perrin, con un crujido de mandíbulas—. Aquí no hay ningún tesoro. No hemos encontrado más que polvo.

Rand se protegió los ojos del sol, ahora un balón rojo a punto de posarse sobre los tejados.

—Se hace tarde, Mat. Pronto anochecerá.

—Podría haber un tesoro —insistió con obstinación Mat—. Además, quiero subir a una de las torres. Mirad aquélla, allí. Está entera. Apuesto a que desde ahí arriba se ve a varios kilómetros a la redonda. ¿Vamos?

—Las torres no son seguras —afirmó tras ellos una voz masculina.

Rand se levantó de un salto, aferrando la empuñadura de la espada, al tiempo que sus amigos reaccionaban con igual rapidez.

—Disculpad —dijo el hombre en tono tranquilizador—. He pasado mucho tiempo en la oscuridad entre estas paredes, y mis ojos no se han habituado todavía a la luz.

—¿Quién sois? —preguntó Rand, pensando que aquel hombre tenía un extraño acento, más peculiar incluso que el de Baerlon, hasta el extremo que le era difícil comprender todas las palabras—. ¿Qué hacéis aquí? Pensábamos que ésta era una ciudad abandonada.

—Soy Mordeth. —Hizo una pausa, como si esperase que ellos reconocieran el nombre, y, cuando ninguno de ellos dio muestras de hacerlo, murmuró algo entre dientes antes de proseguir—. Podría formularos las mismas preguntas. Hace mucho tiempo que nadie ha venido a Aridhol, muchísimo tiempo. No habría sospechado que iba a encontrarme con tres jóvenes paseando entre sus calles.

—Vamos de camino a Caemlyn —explicó Rand—. Nos hemos detenido aquí para pasar la noche.

—Caemlyn —repitió lentamente Mordeth, como si paladeara el nombre. Luego sacudió la cabeza—. ¿Para pasar la noche? Tal vez queráis venir a mi refugio.

—Aún no nos habéis dicho qué hacéis aquí —le recordó Perrin.

—Oh, soy un buscador de tesoros, por supuesto.

—¿Habéis encontrado alguno? —inquirió excitado Mat.

A Rand le pareció que Mordeth había sonreído, pero la penumbra le hacía dudarlo.

—En efecto —respondió el hombre—. Más de los que pensaba, muchos más. Más de los que puedo llevarme. Nunca habría imaginado que iba a hallar a tres robustos y sanos jóvenes. Si me ayudáis a llevar hasta mis caballos lo que yo puedo acarrear, os haré entrega del resto. Su único límite será lo que seáis capaces de transportar. De todas maneras, otro buscador de tesoros se apoderaría de lo que deje tras de mí antes de que yo vuelva.

—¡Ya os dije que tenía que haber un tesoro en un sitio así! —exclamó Mat, subiendo como un rayo las escaleras—. Os ayudaremos a trasladarlo. Sólo tenéis que llevarnos hasta él.

Él y Mordeth se adentraron en las sombras reinantes entre las columnas.

—No podemos dejarlo solo —opinó Rand.

Perrin asintió, mirando el sol de poniente.

Ascendieron con cautela, aprestando cada uno su arma. Sin embargo, Mat y Mordeth los aguardaban entre los pilares, Mordeth con los brazos cruzados y su amigo escrutando con impaciencia el interior.

—Venid —los llamó Mordeth—. Os enseñaré el tesoro.

Después se adentró en el edificio, seguido de Mat, con lo que sus compañeros no tuvieron más alternativa que caminar en pos de ellos.

La entrada era tenebrosa, pero casi de inmediato Mordeth se desvió, tomando una angosta escalera que giraba hacia abajo en medio de una progresiva oscuridad hasta sumirse en la lobreguez más completa. Rand tanteaba la pared con la mano, con la incertidumbre de hallar un nuevo escalón bajo sus pies. Incluso Mat comenzó a inquietarse, a juzgar por el tono de su voz al comentar:

—Esto está terriblemente oscuro.

—Sí, sí —admitió Mordeth, quien parecía desenvolverse a la perfección entre las tinieblas—. Abajo hay luces. Venid.

Las tortuosas escaleras cedieron paso a un corredor levemente iluminado por unas humeantes antorchas prendidas en candelabros de pared. Las oscilantes llamas dieron ocasión a Rand de observar por vez primera a Mordeth, quien proseguía haciéndoles señas para que continuaran.

Aquel individuo tenía algo peculiar, en opinión de Rand, si bien no alcanzaba a precisar qué era. Era un hombre elegante, algo rollizo, con pesados párpados que parecían guardar un secreto al tiempo que escrutaban. De baja estatura y calvo por completo, caminaba, no obstante, como si sus piernas fueran más largas que las suyas. Sus ropajes no eran, sin duda, comparables a nada de lo que Rand había contemplado hasta entonces. Llevaba unos ceñidos pantalones negros, botas de cuero rojo dobladas a la altura de los tobillos, un largo chaleco rojo profusamente bordado en oro y una camisa de un blanco inmaculado de anchas mangas, cuyos puños le llegaban casi hasta las rodillas. Aquél no era, ciertamente, el atuendo más adecuado para merodear en una ciudad en ruinas a la caza de un tesoro. Sin embargo, no era eso lo que le producía esa sensación de extrañeza.

Al desembocar el pasadizo en una habitación de paredes enlosadas, olvidó las particularidades que pudiera tener Mordeth. Su exhalación fue un eco de las de sus amigos. Aquel recinto estaba también alumbrado por antorchas, que manchaban el techo con su humareda y multiplicaban las sombras de las personas, pero cuya luz se veía potenciada increíblemente al reflejarse en las gemas y el oro apilados en el suelo, en los montículos de monedas y joyas, copas, platos y fuentes, espadas y dagas doradas incrustadas de gemas, amontonados en mezcolanza en pilas que alcanzaban la altura de su pecho.

Mat corrió hacia ellas con un grito y se postró de rodillas.

—Sacos —exclamó sin aliento, revolviendo el oro—. Necesitaremos sacos para acarrear todo esto.

—No podemos sacarlo todo —objetó Rand. Observó el entorno con indefensión; todo el oro que los mercaderes llevaban al Campo de Emond no habría representado ni la centésima parte de uno solo de aquellos montículos—. Ahora no. Ya casi es de noche.

Perrin desenterró un hacha, desenredando con cuidado las cadenas de oro prendidas a ella. Las joyas resplandecían en su reluciente mango negro y sus hojas gemelas estaban recorridas de finos grabados en oro.

—Mañana entonces —propuso, levantando el hacha, alborozado—. Moraine y Lan lo comprenderán cuando les mostremos esto.

—¿No estáis solos? —preguntó Mordeth, que se había rezagado, dejándolos precipitarse sobre el tesoro. Ahora, sin embargo, se acercó—. ¿Quién está con vosotros?

—Moraine y Lan —repuso, distraído Mat, con las manos hundidas en las riquezas que se hallaban ante él—. Y también Nynaeve, Egwene y Thom. Thom es un juglar. Vamos a Tar Valon.

Rand retuvo el aliento. Después la actitud silenciosa de Mordeth lo indujo a dirigir la vista hacia él.

La rabia le desfiguraba las facciones, y a ella se sumaba el miedo. Los dientes asomaban entre sus labios retraídos.

—¡Tar Valon! —Alzó un puño amenazador—. ¡Tar Valon! ¡Habíais dicho que ibais a…, a… Caemlyn! ¡Me habéis mentido!

—Si todavía mantenéis vuestra propuesta —dijo Perrin a Mordeth—, vendremos a ayudaros mañana. —Depositó el hacha en el montón de cálices engastados de pedrería y joyas—. Si todavía sigue en pie vuestra propuesta.

—No. Es decir… —Mordeth sacudió, jadeante, la cabeza como si no acabara de decidirse—. Coged lo que queráis. Excepto…, excepto…

De improviso, Rand cayó en la cuenta de qué era lo que le intrigaba de aquel hombre. Las antorchas diseminadas en el corredor habían conferido un círculo de sombras a cada uno de ellos, al igual que las luces dispuestas en la cámara del tesoro. Sin embargo… Se hallaba tan estupefacto que lo expresó en voz alta.

—No proyectáis ninguna sombra.

La mano de Mat soltó una copa que chocó con estrépito contra el suelo. Mordeth hizo un gesto afirmativo y, por primera vez, sus carnosos párpados se abrieron por completo.

—Bien. —Se enderezó, dando la impresión de que crecía—. De este modo queda zanjado.

De pronto, su cuerpo se modificó de forma inverosímil. Desfigurado, hinchado como un balón, Mordeth presionaba el techo con la cabeza, golpeaba las paredes con los hombros, hasta rellenar un extremo de la estancia y cortar así el camino de salida. Con las mejillas hundidas en un rictus que dejaba su dentadura al descubierto, alargó unas manos de un tamaño suficiente para engullir la cabeza de un hombre.

Rand saltó hacia atrás, emitiendo un alarido. Los pies se le enmarañaron en una cadena de oro y cayó de bruces, jadeante. Tratando de recobrar aliento, forcejeó por desenvainar la espada, cuya empuñadura se había enredado con la capa. En la habitación resonaban los gritos de sus compañeros y el estrepitoso entrechocar de platos y copas de oro. Un súbito chillido angustiado vibró en los oídos de Rand.

Con respiración entrecortada, logró inspirar al fin, mientras sacaba la espada de su funda. Se levantó con cautela, preguntándose cuál de sus dos amigos habría lanzado aquel grito. Perrin lo miró con ojos desorbitados desde el otro lado de la estancia, donde se encontraba agazapado blandiendo su hacha como si estuviera a punto de abatir un árbol. Mat se asomaba detrás de una pila de riquezas, empuñando una daga que había cogido de aquel montón.

Todos dieron un salto al moverse algo en la parte de la cámara a la que apenas llegaba el resplandor de las antorchas. Era Mordeth, que se apretaba contra el rincón más alejado en posición fetal, con las rodillas pegadas al pecho.

—Nos ha engañado —dijo sin resuello Mat—. Era algún tipo de truco.

Mordeth echó atrás la cabeza, gimiendo. El temblor de las paredes provocó una lluvia de polvo.

—¡Estáis todos muertos! —gritó—. ¡Todos muertos! —Después saltó hacia arriba y surcó la habitación.

Rand lo observó con la mandíbula desencajada, a punto de soltar la espada. Al atravesar el aire, Mordeth alargó una mano y adoptó una forma alargada, como una espiral de humo. Con la misma delgadez de un dedo, se precipitó contra la pared de baldosas y se desvaneció en ella. Un último grito resonó en la estancia cuando ya se había esfumado, difuminándose lentamente tras su desaparición.

—¡Estáis todos muertos!

—Salgamos de aquí —indicó en voz queda Perrin, que aferraba el hacha mientras trataba de mirar simultáneamente en todas direcciones mientras las gemas y ornamentos dorados crujían bajo sus pies.

—Pero el tesoro… —protestó Mat—. No podemos dejarlo aquí.

—No quiero nada de esto —afirmó Perrin. Se volvió y levantó la voz, gritando hacia las paredes— es vuestro botín, ¿me oís? ¡No vamos a llevarnos nada!

—¿Qué quieres? ¿Que venga a perseguirnos? —espetó con enojo Rand—¿O es que vas a esperar aquí llenándote los bolsillos mientras regresa con diez entes iguales que él?

Mat gesticulaba mostrando el oro y la pedrería. Antes de que pudiera expresar ninguna objeción, Rand lo agarró de un brazo y Perrin del otro, y luego lo llevaron a rastras hasta la salida, a pesar de sus forcejeos y protestas.

No habían recorrido diez pasos cuando la ya mortecina luz comenzó a difuminarse a sus espaldas. Las antorchas de la sala del tesoro estaban apagándose.

Mat dejó de gritar. Aceleraron el paso. La primera antorcha del pasadizo extinguió su destello y después lo hizo la siguiente. Cuando llegaron a las escaleras, ya no fue preciso arrastrar a Mat. Todos corrían, huyendo de las sombras que se abrían tras ellos. Incluso la completa oscuridad del tramo de ascenso produjo en ellos nada más que un leve instante de vacilación, pasado el cual se apresuraron a remontar los escalones gritando con toda la potencia de sus pulmones. Sus gritos tenían el propósito de asustar a posibles acechantes, al tiempo que les recordaban a sí mismos la realidad de que aún seguían con vida.

Se precipitaron en la antesala de arriba, resbalaron y cayeron en el polvoriento mármol, para tambalearse entre las columnas del exterior, bajar a trompicones los escalones y aterrizar llenos de magulladuras en la calle.

Rand se irguió y recogió la espada de Tam del pavimento, mientras miraba con recelo a su alrededor. Apenas se veía la mitad del círculo solar sobre los tejados. Las sombras avanzaban como negras manos, cuya oscuridad realzaba la luz aún restante, ocupando toda la longitud de la calle. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Aquellas sombras semejaban el gesto de Mordeth al alargar las manos.

—Al menos hemos salido de ahí. —Mat se puso en pie, sacudiéndose el polvo, irritado—. Y al menos he…

—¿Estás seguro de que hemos escapado? —inquirió Perrin.

Rand estaba convencido de que aquella vez lo experimentado no era producto de su imaginación. Sentía un hormigueo en la nuca. Había algo que los observaba desde la oscuridad posterior a las columnas. Giró sobre sí y miró los edificios de enfrente. Percibía los ojos fijados en él también desde allí. Aumentó la presión de sus dedos en la empuñadura de la espada, aun cuando dudase de la efectividad del gesto. Aquellos ojos expectantes parecían hallarse por doquier. Sus amigos miraban inquietos en derredor; estaba seguro de que ellos también percibían lo mismo.

—Permaneceremos en medio de la calle —propuso con voz ronca. Perrin y Mat denotaban un espanto similar al suyo—. Permaneceremos en medio de la calzada y caminaremos deprisa.

—Muy deprisa —convino fervientemente Mat.

Los espías los siguieron. O, de lo contrario, había miles de seres vigilantes, miles de ojos que escrutaban desde cada edificio. Rand no acertaba a ver nada que se moviera, pero sentía los ojos, ávidos y anhelantes. No sabía qué podía ser peor: una multitud de ojos o simplemente unos cuantos, que avanzaban en pos de ellos.

En los retazos todavía bañados por el sol, disminuían un poco la velocidad de la marcha y escudriñaban nerviosos la oscuridad que siempre parecía aguardarles. Todos se sentían reacios a penetrar en las sombras, ante la incertidumbre de lo que en ellas podía esperarles. Los espías se habían adelantado; era algo palpable en todos los recodos en que las tinieblas habían ganado terreno. Atravesaban deprisa y a gritos aquellos lóbregos trechos, en los que Rand creía escuchar secas y susurrantes risas.

Por último, cuando ya el ocaso tocaba a su fin, divisaron el edificio de piedra blanca y, de improviso, los ojos escrutadores se retiraron, desvaneciéndose en un instante. Sin pronunciar palabra, Rand emprendió un trote, seguido por sus amigos, que se tomó en una desbocada carrera que únicamente concluyó cuando traspusieron el umbral, tras el cual se desplomaron, jadeantes.

En el centro del suelo embaldosado ardía una pequeña hoguera; el humo se filtraba por un agujero del techo de un modo que traía a la mente de Rand el desagradable recuerdo de Mordeth. Todos se encontraban reunidos en torno a las llamas, salvo Lan, y sus reacciones abarcaron una amplia gama. Egwene, que estaba calentándose las manos en el fuego cuando irrumpieron en la habitación, se llevó las manos a la garganta, sobresaltada, y, al ver que eran ellos, un suspiro de alivio malogró su intento de asestarles una mirada fulminante. Thom se limitó a murmurar algo referente al tiro de su pipa, pero Rand escuchó la palabra «insensatos» antes de que el juglar volviera a su ocupación de remover las cenizas con un palo.

—¡Estúpidos cretinos! —espetó la Zahorí, que vibraba de pies a cabeza, con ojos destellantes y mejillas coloreadas—. ¿Por qué razón, en nombre de la Luz, os habéis escapado corriendo? ¿Acaso habéis perdido el juicio? Lan ha salido a buscaros y tendréis más suerte de la que merecéis si no os lo hace recuperar a azotes cuando regrese.

El rostro de la Aes Sedai no traicionaba ninguna clase de agitación, pero sus manos, que comprimían los pliegues de su vestido, se relajaron al verlos. El remedio que le había preparado Nynaeve debió de surtir efecto, puesto que ahora se hallaba de pie.

—No debisteis haber hecho esto —desaprobó con una voz tan clara y serena como un remanso—. Hablaremos de ello más tarde. Algo ha tenido que ocurrir allá afuera o, de lo contrario, no os habríais precipitado de este modo aquí adentro. Contádmelo.

—Vos dijisteis que era un sitio seguro —se quejó Mat, levantándose trabajosamente—. Dijisteis que Aridhol era un aliado de Manetheren y que los trollocs no entrarían en la ciudad y…

Moraine se aproximó tan de repente que Mat se interrumpió, con la boca todavía abierta, y Rand y Perrin quedaron inmóviles en el proceso de incorporarse, medio agazapados o apoyados en las rodillas.

—¿Trollocs? ¿Habéis visto trollocs dentro de las murallas?

—No, trollocs no —respondió Rand, después de tragar saliva.

Después los tres comenzaron a hablar excitadamente, al unísono.

Cada uno de ellos inició la exposición en un punto diferente. Mat lo hizo con el hallazgo del tesoro, y lo refería de modo que se habría dicho que lo había encontrado él solo; mientras que Perrin explicaba, en primer lugar, por qué se habían ido sin informar a nadie. Rand detalló lo que consideraba más importante: el encuentro con un extraño entre las columnas. Sin embargo, estaban tan exaltados, que nadie relataba los hechos en el orden en que habían acontecido; cuando uno de ellos recordaba algo, lo contaba de buenas a primeras, sin tomar en consideración lo que venía antes o después ni lo que decían los demás. Los ojos. Todos parloteaban acerca de los ojos que los vigilaban.

Su exposición resultó poco menos que incoherente; aun así infundió el temor entre los presentes. Egwene comenzó a ojear con inquietud las ventanas que daban a la calle. En el exterior estaban disipándose los últimos vestigios del crepúsculo; el fuego parecía pequeño y su luz, insignificante. Thom escuchaba con la pipa entre los dientes, con la cabeza inclinada y el rostro ceñudo. La mirada de Moraine reflejaba cierta preocupación, si bien no demasiada. Hasta que…

De improviso la Aes Sedai siseó, aferrando fuertemente el codo de Rand.

—¡Mordeth! ¿Estás seguro de que era ese nombre? Debéis tener todos la más absoluta certeza. ¿Mordeth?

Contestaron afirmativamente a coro, sobrecogidos ante la intensidad de la Aes Sedai.

—¿Os ha tocado? —les preguntó—. ¿Os ha dado algo, o le habéis prestado vosotros algún servicio? Debo saberlo.

—No —respondió Rand—. A ninguno.

Perrin asintió con la cabeza.

—Lo que ha hecho es intentar matarnos, lo cual ya es suficiente. Se ha hinchado hasta rellenar la mitad de la habitación, gritando que éramos hombres muertos y después ha desaparecido. —Movió la mano para mostrarlo gráficamente—. Como el humo.

Egwene exhaló un chillido.

—¡De manera que era un sitio seguro! —exclamó con petulancia Mat—.Tanto hablar de que los trollocs no iban a venir aquí. ¿Qué íbamos a pensar nosotros?

—Por lo visto no habéis pensado lo más mínimo —replicó Moraine, recobraba ya su fría compostura—. Cualquiera que sea capaz de reflexionar andaría con cautela en un lugar al que temen entrar los trollocs.

—Mat es el responsable —afirmó con convicción Nynaeve—. Siempre está tramando alguna jugarreta y los demás pierden el escaso discernimiento que poseen cuando están con él.

Moraine asintió brevemente, sin apartar, no obstante, la mirada de Rand y sus dos compañeros.

—En las postrimerías de las Guerras de los Trollocs, acampó entre estas ruinas un ejército formado por millares de trollocs, Amigos Siniestros, Myrddraal y Señores del Espanto. Al ver que no salían, enviaron avanzadillas al interior de las murallas. Los exploradores encontraron armas, pedazos de armaduras y sangre diseminada por todas partes. También mensajes garabateados en las paredes, en el idioma de los trollocs, que invocaban la asistencia del Oscuro en su última hora. Los hombres que vinieron después no hallaron rastro de sangre ni de las inscripciones. Sus restos habían desaparecido. Los Semihombres y los trollocs todavía lo guardan en la memoria y eso es lo que los mantiene alejados de este lugar.

—¿Y aquí es donde habéis decidido ocultarnos? —inquirió, incrédulo, Rand—. Estaríamos más protegidos huyendo de ellos en pleno campo.

—Si no os hubierais ausentado —dijo con impaciencia Moraine—, habríais visto que he dispuesto salvaguardas alrededor de este edificio. Un Myrddraal no se percataría de su existencia, pues su cometido es contener a un tipo diferente de malignidad, pero lo que reside en Shadar Logoth no las traspasará, ni se aproximará siquiera. Por la mañana podremos partir tranquilamente, dado que estos seres no soportan la luz del sol. Para entonces, se habrán guarecido en las profundidades de la tierra.

—¿Shadar Logoth? —preguntó dubitativa Egwene—. Creía que habíais dicho que esta ciudad se llamaba Aridhol.

—Así fue en un tiempo —explicó Moraine—, durante el cual formó parte de las diez naciones, los territorios que componían el Segundo Pacto, los países que se enfrentaban al Oscuro desde los primeros días posteriores al Desmembramiento del Mundo. En la época en que Thorin al’Toren era rey de Manetheren, el monarca de Aridhol era Balwen Mayel, Balwen Mano de Hierro. En un acto desesperado durante las Guerras de los Trollocs, cuando parecía inminente la conquista por parte del Padre de las Mentiras, el rey llamó a Mordeth a la corte de Balwen,

—¿Al mismo hombre? —se asombró Mat.

—¡No es posible! —agregó Rand.

Moraine los silenció con una mirada y en la habitación reinó la calma más absoluta, sólo quebrada por la voz de la Aes Sedai.

—Transcurrido poco tiempo desde su llegada, Mordeth se ganó la confianza de Balwen y a los pocos meses era su único consejero. Mordeth instilaba palabras ponzoñosas a oídos del soberano, y Aridhol comenzó a cambiar. La ciudad se replegó sobre sí con dureza. Se llegó a decir incluso que había gente que prefería sufrir un encuentro con los trollocs que con los hombres de Aridhol. La victoria de la Luz lo es todo. Ése era el grito de guerra que Mordeth les enseñó, y las huestes de Aridhol lo proferían al tiempo que sus actos abandonaban la senda de la Luz.

»Ésta sería una exposición demasiado larga para explicar en detalle lo acontecido, y demasiado terrible. Además sólo han llegado hasta nosotros fragmentos de la historia, incluso en Tar Valon. Cómo el hijo de Thorin, Caar, vino para reintegrar de nuevo Aridhol al Segundo Pacto y Balwen lo recibió sentado en su trono, como un despojo consumido con un destello de locura en los ojos, riendo mientras Mordeth sonreía junto a él y ordenaba la ejecución de Caar y los embajadores bajo la acusación de ser amigos del Oscuro. Cómo el príncipe Caar adquirió el apelativo de Caar el Manco. Cómo escapó de las mazmorras de Aridhol y huyó solo a las tierras fronterizas perseguido por los desalmados asesinos que eran los secuaces de Mordeth. Cómo conoció allí a Rhea, que ignoraba su condición, y se casó con ella y trazó la urdimbre en el Entramado que lo conduciría a la muerte a manos de ella y la de su mujer a manos propias ante su tumba, y a la caída de Aleth-loriet. Cómo los ejércitos de Manetheren acudieron a vengar a Caar y hallaron abatidas las puertas de Aridhol y la ciudad solitaria, destruidos sus pobladores por algo más ominoso que la muerte. El único enemigo que había acabado con Aridhol fueron sus habitantes. Las sospechas y el odio habían engendrado algo que se alimentaba en sus cimientos, algo encerrado en el lecho rocoso sobre el que se alzaba la urbe. Mashadar todavía permanece acechante, ávido. Los hombres no volvieron a hablar de Aridhol. Le dieron por nombre Shadar Logoth, el lugar donde aguarda la sombra, o sencillamente, la espera de la memoria.

»Mordeth fue el único a quien no consumió Mashadar, pero cayó en su trampa y él también ha estado aguardando entre estos muros durante siglos. Otras personas lo han visto. Algunas han sucumbido a él a través de ofrendas que perturban la mente y enturbian el espíritu y cuya influencia va mermando e incrementándose paulatinamente hasta que gana dominio… o da muerte. Si consigue convencer a alguien de que lo acompañe hasta las murallas, los límites del poder de Mashadar, logrará consumir el alma de dicha persona. Mordeth abandonará entonces el cuerpo del humano a quien ha infligido algo peor que la muerte para que siembre una vez más su maldad por el mundo.

—El tesoro —murmuró Perrin cuando calló Moraine—. Quería que lo ayudáramos a transportar el tesoro hasta sus caballos. —Su semblante se tornó macilento—. Apuesto a que hubiera pretendido que éstos estaban en algún sitio fuera de la ciudad.

—Pero ahora nos encontramos a salvo, ¿verdad? —preguntó Mat—. No nos ha dado nada, ni tampoco nos ha tocado. ¿Estamos protegidos, no es cierto, con esas salvaguardas?

—En efecto —acordó Moraine—. Él no puede cruzar su línea, que impide igualmente el paso a cualquier morador de este lugar. Y deben ocultarse en presencia de la luz solar, con lo cual podremos partir sin problemas mañana. Ahora, procurad dormir. Las salvaguardas nos protegerán hasta el regreso de Lan.

—Hace rato que se ha ido. —Nynaeve miró con preocupación la oscuridad de la noche en el exterior.

—No le ocurrirá nada a Lan —la tranquilizó Moraine, extendiendo sus mantas junto al fuego mientras hablaba—. Su compromiso en la lucha contra el Oscuro nació cuando todavía estaba en la cuna, cuando depositaron una espada en sus manos infantiles. Además yo sería consciente de su muerte en el mismo instante en que ésta se produjera, al igual que le sucedería a él conmigo. Reposad, Nynaeve. Todo saldrá bien.

Sin embargo, cuando se cubría con las mantas, miró hacia la calle, como si desease también ella conocer qué era lo que retenía al Guardián.

Las piernas y brazos de Rand tenían la misma pesadez del plomo y sus párpados se le cerraban por impulso propio; aun así tardó en dormirse y, una vez que abandonó la vigilia, sufrió la visita de sueños que lo hicieron revolverse entre murmullos. Al despertar de manera súbita, miró en torno a sí un instante, antes de recordar dónde se encontraba.

La luna estaba alta en el horizonte, en su último filo antes de la fase de luna nueva, con su leve resplandor amortecido por las tinieblas. Los demás dormían todos, aunque no con sueño apacible. Egwene y sus dos amigos se movían, musitando de manera inaudible, y los ronquidos de Thom, excepcionalmente suaves, se veían interrumpidos de tanto en tanto por palabras borrosas. Lan aún no había llegado.

De pronto sintió que las salvaguardas no eran suficiente protección. Podía haber cualquier cosa en la oscuridad del exterior. Acusándose a sí mismo de necio, añadió leña a las brasas del fuego. Las llamas eran demasiado pequeñas para despedir calor, pero incrementaban la claridad.

No tenía noción de qué era lo que lo había arrancado de sus pesadillas. Había vuelto a ser un niño, que llevaba la espada de Tam y una cuna atada a la espalda, y corría por calles solitarias, perseguido por Mordeth, el cual le gritaba que únicamente quería su mano. Entre tanto, un anciano había estado observándolos, un anciano que reía con carcajadas de demente.

Se echó de nuevo y contempló el techo, a la espera del sueño que anhelaba, aunque tuviera que padecer pesadillas como aquélla; pero no podía cerrar los ojos.

Súbitamente, el Guardián penetró en silencio en la estancia. Moraine se despertó, y se incorporó, como si él hubiera anunciado su llegada con una campana. Lan abrió la mano y tres pequeños objetos cayeron en las baldosas, frente a ella, con un tintineo metálico: tres insignias de color rojo con la forma de calaveras cornudas.

—Hay trollocs dentro de las murallas —anunció Lan—. Estarán aquí en menos de una hora. Y los Dha’vol son los peores. —Se dispuso a despertar a los otros.

—¿Cuántos son? —preguntó Moraine mientras doblaba las mantas—. ¿Saben que estamos aquí?

—Creo que no —repuso Lan—. Son un centenar largo y están suficientemente asustados como para atacar a cualquier cosa que se mueva, inclusive a ellos mismos. Los Semihombres tienen que obligarlos a avanzar, cuatro para sólo un pelotón, e incluso ellos no parecen desear otra cosa que atravesar la ciudad con la mayor rapidez posible. No se desvían para escudriñar y buscan con tal negligencia que, si no caminaran en línea recta hacia donde estamos nosotros, diría que no había motivo de preocupación. —Vaciló un instante.

—¿Hay algo más?

—Sólo ésto —respondió lentamente Lan—. Los Myrddraal han hecho entrar a la fuerza a los trollocs en la ciudad. ¿Y quién los ha compelido a ellos?

Todos habían estado escuchando en silencio. Entonces Thom masculló una imprecación y Egwene musitó:

—¿El Oscuro?

—No seas boba, mujer —atajó Nynaeve—. El Oscuro está encarcelado en Shayol Ghul, donde lo confinó el Creador.

—Por el momento, al menos —convino Moraine—. No, el Padre de las Mentiras no está allá afuera. Pero debemos partir.

—Abandonar la protección de las salvaguardas y cruzar Shadar Logoth de noche —concluyó Nynaeve, mirándola con ojos entornados.

—O quedarnos aquí y luchar con los trollocs —replicó Moraine—. Para mantenerlos a raya, debería hacer uso del Poder Único, el cual destruiría las salvaguardas y atraería a todos los entes que merodean en la noche. Además, eso tendría el mismo efecto que encender una hoguera encima de una de esas torres, que pondría sobre aviso a todos los Semihombres que se hallan a veinte kilómetros a la redonda. La huida no es la vía que me complacería tomar, pero nosotros somos la liebre y son los cazadores quienes imponen la modalidad de caza.

—¿Qué pasará si hay más fuera de las murallas? —inquirió Mat—. ¿Qué vamos a hacer?

—Pondremos en acción mi plan originario —respondió Moraine, quien, al sentir la mirada de Lan, alzó una mano y añadió—, para lo cual me sentía demasiado fatigada hace unas horas. Sin embargo, ahora he recobrado mis fuerzas gracias a la Zahorí. Nos dirigiremos al río y allí, con las espaldas cubiertas por el agua, levantaré una salvaguarda que contendrá a los trollocs y Semihombres el tiempo suficiente para construir balsas y cruzar el cauce. O, lo que es mejor, tal vez tengamos ocasión de alquilar un barco que descienda de Saldaea.

Los jóvenes de Campo de Emond la miraron con cara de no comprender.

—Los trollocs y los Myrddraal detestan las aguas profundas —explicó Lan al advertir su desconcierto—. A los trollocs les produce auténtico pavor, puesto que no saben nadar. Un Semihombre no vadearía un cauce con agua que le llegara más arriba del pecho, y menos si la corriente es impetuosa. Los trollocs ni siquiera se atreverían a ello, a menos que carecieran de alternativa.

—De manera que, una vez que hayamos cruzado el río, estaremos a salvo —dedujo Rand.

El Guardián respondió con un gesto afirmativo.

—Los Myrddraal tendrán tantas dificultades para obligar a los trollocs a construir balsas como las han tenido para hacerlos entrar en Shadar Logoth, y, si intentan hacerlos atravesar el Arinelle de ese modo, la mitad de ellos escaparán corriendo y el resto sin duda se ahogará.

—Id a buscar los caballos —indicó Moraine—. Todavía no nos encontramos en la otra ribera del Arinelle.

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