22 La senda elegida

En una pequeña agrupación de árboles, bajo un montón de ramas de cedro rudamente cortadas en la oscuridad, Perrin durmió hasta bien entrado el día. Fueron las agujas del cedro, que le atravesaban las ropas aún mojadas, las que lo hicieron despertar finalmente a pesar de su extenuación. Abrió los ojos con la mente todavía habitada por un sueño en el que se hallaba en el Campo de Emond, trabajando en la herrería de maese Luhhan, y, aún confuso, miró el ramaje de olor dulce que le cubría la cara, a través del cual se filtraban los rayos del sol.

La mayoría de las ramas cayeron cuando se sentó, perplejo, pero algunas permanecieron colgadas de su espalda e incluso de su cabeza, confiriéndole un aspecto arbóreo. El Campo de Emond se difuminó al recobrar la memoria del tiempo reciente, de una manera tan vívida que por un instante la noche anterior le pareció más real que todo cuanto lo rodeaba.

Angustiado y sin aliento, recogió el hacha y la aferró con ambas manos, al tiempo que escrutaba minuciosamente el entorno, conteniendo la respiración. Todo estaba inmóvil. La mañana era fría y plácida. Suponiendo que hubiera trollocs en la ribera este del Arinelle, no parecían estar en las proximidades. Inspiró profundamente, bajó el hacha, y aguardó un momento a que su corazón dejara de latir con tanto apremio.

El bosquecillo de árboles de hoja perenne que lo circundaba era el primer resguardo que había encontrado la noche anterior. Su espesura no era suficiente para disimular su presencia si se levantaba. Tras deshacerse del resto de su espinosa manta, avanzó a gatas hasta la linde del soto, donde permaneció tumbado, examinando las márgenes del río mientras se rascaba los puntos que habían soportado los pinchazos de las agujas.

Las ráfagas de viento de la víspera habían cedido paso a una silenciosa brisa que apenas agitaba la superficie del agua. El río fluía, apacible y solitario. Y amplio. A buen seguro demasiado ancho y profundo para que lo hubieran atravesado los Fados. La otra orilla estaba profundamente poblada de árboles hasta donde alcanzaba su vista. Sin lugar a dudas, no había allí nada que se moviera.

No estaba seguro de alegrarse de ello. Podía prescindir de la proximidad de Fados y trollocs, aunque estuvieran en la otra ribera, pero una surtida lista de preocupaciones se habría desvanecido con la aparición de la Aes Sedai, o el Guardián o, mejor aún, cualquiera de sus amigos. «Si los deseos fueran alas, las ovejas volarían». Aquél era el dicho preferido de la señora Luhhan.

No había visto rastros de su caballo desde que se precipitó por el acantilado, pero, aunque esperaba que hubiera salido a nado del río, aquello no lo inquietaba, pues estaba habituado a caminar y sus botas eran resistentes y tenían buenas suelas.

No tenía nada que llevarse a la boca, pero la onda que colgaba de su pecho o el lazo que llevaba en el bolsillo le permitirían dar caza a algún conejo. El pedernal había quedado en sus alforjas, pero los cedros lo proveerían de yesca para encender fuego con un poco de esfuerzo.

Se estremeció al penetrar la brisa en su escondrijo. Su capa debía de flotar en algún punto del río y la chaqueta y demás prendas estaban todavía húmedas después del chapuzón. La fatiga le había impedido notar el frío durante la noche, pero ahora sentía cómo éste le mordía las carnes. A pesar de ello, no se decidió a colgar la ropa en las ramas para secarla. Aun cuando el día no era frío, no era, ni con mucho, cálido.

Todo era cuestión de tiempo, concluyó con un suspiro. La ropa estaría seca al cabo de un rato y el conejo y el fuego para asarlo llegarían también sin gran demora. Al sentir los rugidos de su estómago, creyó preferible no pensar en la comida por el momento. Cada cosa a su tiempo, y primero la más importante. Aquél era su lema.

Siguió con la mirada la caudalosa corriente del Arinelle. Él nadaba mejor que Egwene. Si ella había conseguido atravesarlo… No, no podía ser de otro modo. El lugar donde había cruzado debía de hallarse más abajo. Repiqueteó en el suelo con los dedos, ponderando y reflexionando.

Una vez tomada la decisión, asió el hacha y partió sin perder ni un minuto río abajo.

Aquel lado del cauce no era tan boscoso. Las agrupaciones de árboles formaban manchas en un terreno que se cubriría de pastos si la primavera se decidía a llegar. Algunos eran lo bastante grandes para recibir el nombre de bosquecillos, con ringleras de ejemplares de hoja perenne entre los desnudos fresnos, alisos y olmos. Más abajo la arboleda era más escasa. Aquello apenas lo resguardaría de las miradas, pero era la única protección de que disponía.

Entre soto y soto, corría agazapado, y en la espesura se tumbaba en el suelo para escrutar ambas orillas del río. El Guardián había dicho que éste representaba una barrera para los Fados y los trollocs, ¿pero sería ello cierto? Tal vez si lo veían, se sobrepondrían a su aversión al agua. Por consiguiente, vigilaba atento detrás de los árboles y avanzaba encorvado entre ellos, como una flecha.

Recorrió varios kilómetros de aquella manera, por ráfagas, hasta que de pronto, a mitad de camino hacia un atractivo bosquecillo de sauces, soltó un gruñido y se quedó paralizado al examinar el suelo. En la pardusca alfombra de los pastizales del año anterior se extendían retazos de tierra desnuda, y en medio de uno de ellos, justo debajo de él, había una huella claramente identificable. Una lenta sonrisa atravesó su rostro. Había trollocs que tenían pezuñas, pero dudaba mucho de que alguno llevara herraduras, y más aún herraduras con la doble barra que maese Luhhan les añadía para conferirles más resistencia.

Olvidado de posibles ojos que vigilaran desde la otra orilla, avanzó con intención de hallar el rastro. El tapiz de hierba seca apenas si quedaba modificado por las pisadas, pero, a pesar de ello, su penetrante visión las distinguió. Las borrosas huellas lo condujeron a una densa arboleda de pinos y cedros, más alejada del río, que formaba un muro de protección contra el viento o posibles miradas.

Todavía sonriente se abrió paso entre el ramaje sin preocuparse del ruido provocado. De pronto se encontró en un pequeño claro, en cuya entrada se detuvo. Detrás de una fogata, Egwene se acurrucaba con semblante sombrío, con una gruesa rama esgrimida a modo de garrote y la espalda guardada por el flanco de Bela.

—Me parece que debí haberte llamado —dijo avergonzado.

La muchacha dejó su improvisada arma en el suelo y corrió a precipitarse en sus brazos.

—Creí que te habías ahogado. Aún estás mojado. Ven, siéntate junto al fuego y caliéntate. Has perdido el caballo, ¿no?

Perrin la dejó que lo empujase hacia el fuego, sobre el cual se frotó las manos, fortalecido por su calor. Egwene sacó un paquete grasiento de una alforja y le dio un pedazo de pan con queso. El envoltorio estaba tan apretado que el agua no había penetrado hasta los alimentos. «Tanto preocuparte por ella, .y resulta que se las ha arreglado mucho mejor que tú».

—Bela cruzó la corriente —explicó Egwene, mientras palmeaba el peludo cuero de la yegua—. Ella me alejó de los trollocs y me llevó a cuestas. —Hizo una pausa—. No he visto a nadie más, Perrin.

Comprendió la pregunta que no había acabado de especificar. Miró pesaroso el paquete que la muchacha envolvía de nuevo y se lamió los restos de comida pegados en los dedos antes de responder.

—Desde anoche yo tampoco he visto a nadie aparte de ti. Ni siquiera Fados o trollocs.

—No puede haberle ocurrido nada a Rand —dijo, para añadir deprisa— ni a los demás. No puede ser de otro modo. De seguro estarán buscándonos y nos encontrarán de un momento a otro. Después de todo, Moraine es una Aes Sedai.

—No pararéis de recordármelo —protestó Perrin—. Que me aspen si no desearía olvidar que lo es.

—No te oí quejarte cuando ella evitó que nos dieran caza los trollocs —arguyó Egwene con causticidad.

—Mi único deseo es que pudiéramos salir adelante sin su ayuda. —Se revolvió, incómodo, ante la firmeza de la mirada de ella—. Sin embargo, supongo que eso no es factible. He estado pensando. —La muchacha enarcó las cejas, pero él ya estaba acostumbrado a tales muestras de sorpresa siempre que anunciaba que había concebido una idea. Aun cuando sus ideas fueran tan acertadas como las suyas, no olvidaban nunca la deliberación con que las forjaba—. Podemos esperar hasta que Lan y Moraine nos localicen.

—Desde luego —replicó Egwene—. Moraine Sedai dijo que nos encontraría en caso de que nos dispersáramos.

Perrin dejó que terminase de hablar antes de proseguir.

—También podrían localizarnos los trollocs antes. Y hasta cabe la posibilidad de que Moraine esté muerta, y los demás también. No, Egwene. Lo siento, pero no tenemos ninguna prueba. Espero que estén a salvo, y que se acerquen al fuego dentro de un minuto. Pero la esperanza es una hebra de la cuerda que te mantiene a flote cuando corres peligro de ahogarte; ella sola no basta para sacarte del agua.

Egwene cerró la boca y lo observó con la mandíbula contraída.

—¿Quieres seguir el curso del río hasta Puente Blanco? —preguntó por último—. Si Moraine Sedai no nos encuentra aquí, ése será el próximo lugar donde nos busque.

—Yo diría —repuso lentamente—que deberíamos dirigirnos a Puente Blanco, pero es probable que los Fados estén sobre aviso y prosigan su persecución allí. Además, ya es hora de que nos las compongamos sin disponer de la protección de una Aes Sedai o de un Guardián.

—¿No irás a sugerir que nos escapemos a algún sitio, tal como quería Mat? ¿Escondernos en algún lugar donde no puedan encontrarnos ni los Fados ni los trollocs? ¿Ni Moraine Sedai tampoco?

—No creas que no lo he pensado —contestó Perrin con calma—. Pero cada vez que nos parece que los hemos despistado, los Fados y los trollocs aparecen pisándonos los talones. No sé si existe algún lugar donde sea posible librarnos de ellos. Aun a mi pesar, no podemos prescindir de Moraine.

—Entonces no comprendo, Perrin. ¿Adónde vamos a ir?

Perrin pestañeó, sorprendido: ella aguardaba una respuesta suya, esperaba a que él dijera lo que habían de hacer. No había entrado en sus expectativas el hecho de que ella lo dejara tomar las decisiones. Egwene no era amiga de que los demás planificaran sus actos y jamás se avenía a seguir directrices ajenas, a excepción, tal vez, de la Zahorí; aunque, a su juicio, a veces también se resistía a su influencia. Alisó la tierra frente a sí con las manos y se aclaró la garganta.

—Si nosotros estamos ahora aquí y esto es Puente Blanco —explicó, señalando dos puntos en el suelo—, Caemlyn estaría más o menos por aquí. —Marcó una nueva posición con el dedo.

Se detuvo y miró los tres puntos dibujados en la tierra. Todo su plan se basaba en el viejo mapa de maese al’Vere, de cuya exactitud abrigaba serias dudas el propio posadero, a lo cual había que añadir que él no había pasado tantas horas mirándolo como Rand y Mat. Sin embargo, Egwene no expresó ninguna objeción. Cuando alzó la cabeza, todavía lo miraba con la mano en el regazo.

—¿Caemlyn? —inquirió sorprendida.

—Caemlyn. —Trazó una línea en el suelo, uniendo los dos puntos—. Abandonaríamos el río si fuésemos directo allí. Nadie prevería esta ruta. Los esperaríamos en Caemlyn.

Se limpió las manos y aguardó su reacción. Él lo consideraba un buen plan, pero ella le vería sin duda algún inconveniente. Esperaba que fuera ella quien tomara el liderazgo, como de costumbre, y la verdad, aquello no le habría molestado en absoluto.

Para su sorpresa, la muchacha asintió con la cabeza.

—Debe de haber pueblos. Podremos preguntar qué dirección hay que tomar.

—Lo que me preocupa —agregó Perrin—, es qué vamos a hacer si la Aes Sedai no nos encuentra allí. Luz, ¿quién iba a pensar que tendría que preocuparme por algo así? ¿Qué pasará si no acude a Caemlyn? Quizá llegue a la conclusión de que hemos muerto. A lo mejor se lleva a Rand y a Mat directamente a Tar Valon.

—Moraine Sedai dijo que nos encontraría —afirmó, convencida, Egwene—. Si puede hacerlo en Puente Blanco, también lo hará en Caemlyn.

—Si tú lo dices —asintió, dubitativo, Perrin—. Pero, si no aparece en Caemlyn al cabo de unos días, continuamos hacia Tar Valon y exponemos nuestro caso ante la Sede Amyrlin. Respiró hondo. «Hace tan sólo dos semanas no habías visto a una Aes Sedai y ahora estás hablando de presentarte ante la Sede Amyrlin. ¡Luz!»—. Según Lan, hay un buen camino desde Caemlyn. —Posó la mirada en el aceitoso paquete que reposaba junto a Egwene y volvió a aclararse la garganta—. ¿Qué te parece si tomamos un poco más de pan y queso?

—Es posible que tengamos que alimentarnos con esto durante bastante tiempo —replicó Egwene—, a menos que seas mejor que yo con las trampas. Si no he conseguido cazar nada, al menos no me ha costado encender el fuego.

Rió quedamente, como si hubiera dicho algo gracioso, y devolvió las provisiones a la alforja.

Por lo visto, el liderazgo que ella estaba dispuesta a aceptar tenía sus límites. Le rugía el estómago.

—En ese caso —dijo, poniéndose en pie—, tanto da que emprendamos camino ahora mismo.

—Pero todavía estás mojado —protestó ella.

—Me secaré de camino —contestó con firmeza.

Después comenzó a echar tierra encima del fuego. Si él era el responsable, ya había llegado el momento de partir. El viento se alzaba ya sobre el cauce del río.

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