30 Hijos de las sombras

Egwene se sentó junto al fuego, contemplando el fragmento de estatua, pero Perrin se encaminó al estanque en busca de soledad. El día tocaba a su fin y el viento nocturno, que ya empezaba a levantarse por el este, rizaba la superficie del agua. Tomó el hacha prendida en su cinto y la hizo girar entre las manos. El mango de madera de fresno, suave y fresco al tacto, era tan largo como su brazo. La aborrecía. Se avergonzaba del orgullo que había sentido por el hacha allá en el Campo de Emond, antes de conocer qué uso iba a estar dispuesto a darle.

—¿Tanto la odias? —preguntó Elyas tras él.

Atónito, se levantó de un salto y casi alzó el arma antes de advertir quién era.

—¿Podéis…? ¿También vos podéis leer mis pensamientos? ¿Como los lobos?

Elyas ladeó la cabeza y lo observó con aire burlón.

—Hasta un ciego podría leer en tu rostro, chico. Bien, dilo en voz alta. ¿Odias a la muchacha? ¿La desprecias? Eso es. Estabas decidido a matarla porque la desdeñas por hacerse la remolona y por esa manera tan femenina que tiene de dominarte.

—Egwene jamás se ha hecho la remolona —protestó—. Siempre comparte las obligaciones. No la desprecio, la quiero. —Miró airado a Elyas, desafiándolo a que, se echara a reír—. No de esa manera. Me refiero a que… no es como una hermana, pero ella y Rand… ¡Rayos y truenos! Si los cuervos nos hubieran atrapado… Si… No sé.

—Sí lo sabes. Si ella hubiera tenido que elegir la manera de morir, ¿qué crees que habría escogido? ¿Un limpio hachazo o el tormento que experimentaron los animales muertos que hemos visto hoy? Estoy seguro de cuál habría sido su decisión.

—Yo no tengo derecho a elegir por ella. No se lo diréis, ¿eh? Lo de que… —Sus manos se cerraron con fuerza en el mango del hacha; los músculos de sus brazos se tensaron. Tenía una poderosa musculatura para su edad, forjada durante las largas horas en que descargaba martillazos en la herrería de maese Luhhan. Por un instante, creyó que la madera del asta iba a crujir—. Odio esta maldita arma —gruñó—. No sé qué demonios hago con ella, pavoneándome por ahí como un idiota. No habría podido hacerlo, de veras. Cuando no era más que una posibilidad podía fanfarronear y actuar como si yo… —suspiró; luego bajó el tono de voz—. Ahora es distinto. No quiero volver a usarla nunca más.

—La utilizarás.

Perrin alzó el hacha para arrojarla a la charca, pero Elyas le agarró la muñeca.

—La utilizarás, muchacho, y, mientras detestes tener que hacer uso de ella, le darás utilidad más sabiamente que la mayoría de los hombres. Aguarda. Si algún día no sientes odio por ella, habrá llegado el momento de lanzarla de inmediato y echar a correr en sentido contrario.

Perrin asía el hacha con las manos, aún tentado de arrojarla al estanque. «A él no le cuesta nada decir eso. ¿Qué ocurrirá si espero y luego ya no soy capaz de deshacerme de ella?»

Abrió la boca para expresar aquella duda, pero no emitió palabra alguna. Había recibido un mensaje de los lobos, tan imperativo que los ojos se le tornaron vidriosos. Por un instante olvidó lo que iba a decir, olvidó incluso cómo hablar, cómo respirar. El semblante de Elyas también se alteró y sus ojos parecieron mirar hacia adentro y a la lejanía de modo simultáneo. Después el contacto se disipó tan deprisa como se había iniciado. Había tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos, pero ese tiempo era suficiente.

Perrin se estremeció y llenó de aire los pulmones. Elyas no perdió ni un segundo; tan pronto como el velo abandonó sus ojos, se precipitó hacia la fogata sin vacilar. Perrin corrió en silencio tras él.

—¡Apaga el fuego! —gritó con voz ronca Elyas a Egwene. Gesticulaba con apremio y parecía tratar de gritar susurrando—. ¡Apágalo!

Elyas se abrió paso rudamente ante ella y aferró el hervidor del té, tras lo cual profirió una maldición al quemarse. Pese a ello, lo volcó boca abajo sobre las llamas. Perrin llegó a tiempo para comenzar a cubrir de tierra el rescoldo mientras el último chorro de té se derramaba sobre el fuego para evaporarse en hilillos de humo. No se detuvo hasta haber enterrado el más ligero vestigio de la hoguera.

Elyas entregó el recipiente a Perrin, pero éste lo dejó caer de inmediato con una exclamación de sorpresa. Perrin se sopló las manos y miró ceñudo a Elyas, aunque aquél estaba demasiado ocupado en examinar el suelo para prestarle atención.

—No es posible borrar la huella de nuestra presencia aquí —dictaminó—. Sólo nos queda alejarnos y no perder la esperanza. Tal vez no nos molesten. ¡Maldición!, si habría jurado que eran los cuervos.

Perrin se apresuró a ensillar a Bela, apoyando el hacha sobre sus muslos mientras se agachaba para sujetar la cincha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Egwene, con voz entrecortada—. ¿Trollocs? ¿Un Fado?

—Id en dirección este u oeste —les indicó Elyas— y buscad un lugar donde esconderos. Yo me reuniré con vosotros tan pronto como pueda. Si ven un lobo… —partió como una flecha, agazapado como si tuviera intención de ir a gatas, y desapareció entre las sombras alargadas del anochecer.

Egwene recogió a toda prisa sus escasas pertenencias, pero todavía exigía una explicación a Perrin. Su voz, insistente, adquiría un tono más temeroso a cada minuto. Perrin también sentía miedo, pero la aprensión los hacía avanzar con mayor rapidez. Esperó hasta que estuvieron de camino hacia el sol poniente. Mientras trotaba delante de Bela con el hacha aferrada ante su pecho con ambas manos, refirió cuanto sabía a grandes pinceladas, al tiempo que buscaba un paraje para esconderse y aguardar a Elyas.

—Se acerca un numeroso grupo de hombres a caballo. Iban detrás de los lobos, pero no los han visto. Se dirigen a la charca. Tal vez ello no guarda ninguna relación con nosotros, puesto que éste es el único manantial existente en varios kilómetros a la redonda. Pero Moteado dice… —Miró brevemente hacia atrás. El sol del crepúsculo dibujaba curiosas sombras en el rostro de Egwene, sombras que ocultaban su expresión—. Moteado dice que huelen mal. Es… algo parecido al olor que despide un perro rabioso. —El estanque se perdió de vista a sus espaldas. Todavía divisaba las rocas, los fragmentos de la estatua de Artur Hawkwing, pero no distinguía cuál de ellas era la piedra junto a la que habían encendido la hoguera—. Nos mantendremos alejados de ellos y buscaremos un lugar donde esperar a Elyas.

—¿Por qué deberían querer hacernos daño? —inquirió—. Se supone que aquí nos hallamos a salvo. ¡Luz, tiene que existir algún lugar seguro!

Perrin comenzó a escudriñar con mayor atención. Seguramente no se encontraban lejos del estanque, pero las sombras eran cada vez más espesas. Pronto estaría demasiado oscuro para caminar. Una tenue luz bañaba todavía los altozanos, aunque desde las hondonadas, donde apenas se veía, por contraste aparecían fulgurantes. A la izquierda, una forma oscura destacaba contra el cielo, una amplia piedra plana que surgía de la ladera de un montículo y cubría la vertiente con su sombra.

—Por ahí —dijo.

Se encaminó hacia la colina; observaba por encima del hombro para percibir alguna señal de los hombres que se aproximaban. No se veía nada… por el momento. En más de una ocasión hubo de detenerse y aguardar a la montura que iba tras él. Egwene se aferraba al cuello de la yegua y avanzaba con cuidado sobre el irregular terreno. Perrin pensó que ambos debían de hallarse más fatigados de lo que él había creído. «Será mejor que éste sea un buen escondrijo. Me parece que no hay posibilidad de buscar otro».

En la base del promontorio examinó la maciza roca plana que brotaba de la ladera casi en su cumbre. Había un aire curiosamente familiar en la manera como el enorme bloque parecía formar unos escalones irregulares, tres que subían Y uno que descendía. Trepó la corta distancia que lo separaba de él y palpó la Piedra, mientras caminaba a su alrededor. A pesar de los siglos de intemperie, Percibió cuatro columnas pegadas entre sí. Desvió la mirada hacia arriba, a cima escalonada de la roca, que sobresalía por encima de su cabeza como un cobertizo, ¡dedos! «Nos guareceremos en la mano de Artur Hawkwing. Tal vez aquí haya quedado algún resto de su justicia»

Hizo señas a Egwene para que lo siguiera. Como ella no se movía, regresó a la hondonada y le refirió lo que había hallado.

Egwene miró detenidamente la colina con la cabeza inclinada hacia adelante.

—¿Cómo puedes ver algo? —se extrañó.

Perrin abrió la boca y luego la cerró de golpe. Se mordió los labios mientras miraba en torno a sí, consciente por primera vez de lo que percibía. El sol se había puesto y las nubes ocultaban la luna llena, pero a él le parecía encontrarse en el atardecer.

—He palpado la piedra —explicó al fin—. Será por eso. No podrán distinguirnos en la sombra que proyecta aunque se acerquen hasta aquí.

Tomó la brida de Bela para conducirla hacia el refugio. Sentía los ojos de Egwene clavados en su espalda. Mientras la ayudaba a desmontar, se oyeron gritos procedentes del lugar donde se encontraba la charca. La muchacha posó una mano en el brazo de Perrin, expresando una muda pregunta.

—Los hombres han visto a Viento —dijo de mala gana. Era difícil hallar sentido a los pensamientos de los lobos. Ahora captaba algo relacionado con el fuego—. Llevan antorchas. La empujó hasta la base de los dedos y se agazapó a su lado—. Están dividiéndose en varios grupos de exploración. Son muchos y los lobos están todos heridos. —Trató de infundir ánimos a su voz—. Pero Moteado y los otros son capaces de ocultarse a su paso, incluso lastimados, y ellos no saben que estamos aquí. La gente no percibe lo que no espera ver. Pronto se cansarán y se dispondrán a dormir.

Elyas estaba con los lobos y no los abandonaría a su suerte. «Tantos jinetes. Tan obstinados. ¿Por qué muestran tanta obstinación?»

Vio cómo Egwene hacía un gesto afirmativo que ella misma no advirtió en la oscuridad.

—No nos ocurrirá nada, Perrin.

«Luz», pensó con asombro, «ella intenta darme ánimos».

Los gritos no cesaban. En la lejanía, se movían pequeños racimos de antorchas que parpadeaban en la oscuridad.

—Perrin —dijo quedamente Egwene—, ¿bailarás conmigo el domingo, si hemos regresado a casa para entonces?

Sus hombros se agitaron espasmódicamente. No emitió ningún sonido y él mismo ignoraba si estaba riendo o llorando.

—Sí. Te lo prometo. —Sus manos se cerraron alrededor del hacha, recordándole que aún la asía. Su voz se convirtió en un susurro—. Te lo prometo —repitió, para aferrarse a la esperanza.

Por las lomas cabalgaban hombres con antorchas, distribuidos en formaciones de diez o doce. Perrin no distinguía cuántos grupos había. En ocasiones divisaba tres o cuatro a un tiempo. Sus gritos continuaban en la noche, y a veces se sumaban a los relinchos de los caballos.

Desde su posición en la ladera de la colina, agazapado junto a Egwene, contemplaba las antorchas que se movían como luciérnagas, mientras recorría mentalmente la oscuridad en compañía de Moteado, Viento y Saltador. Los lobos habían salido demasiado mal parados de su encuentro con los cuervos para poder correr velozmente, debido a lo cual su estrategia se centraba en atraer a los hombres al refugio de sus hogueras. Los humanos siempre acababan por buscar el cobijo del fuego cuando los lobos merodeaban en la noche. Algunos de los desconocidos conducían hileras de caballos sin jinete, los cuales, despavoridos a causa de aquellas formas grisáceas que pasaban como una exhalación entre ellos, caracoleaban en su intento de deshacerse de las manos que retenían sus ronzales y, cuando lo conseguían, huían a toda carrera sin dirección fija. Las monturas ocupadas por jinetes se debatían asimismo al percibir las sombras cenicientas de desgarradores colmillos que surcaban la penumbra y de vez en cuando los hombres que las montaban emitían terribles alaridos, segundos antes de ser degollados por unas mandíbulas de lobo. Elyas también se encontraba allí, percibido, aunque de forma más vaga, por Perrin; hollaba la noche con su largo cuchillo, como un lobo apoyado sobre sus patas traseras que estuviera armado con un afilado diente de acero. Los gritos se convertían a menudo en maldiciones, pero los exploradores no cejaban en su búsqueda.

De pronto Perrin cayó en la cuenta de que los hombres seguían un plan predeterminado. Cada vez que alguno de los grupos entraba en su campo visual, al menos uno de ellos se aproximaba al promontorio donde se ocultaban él y Egwene. Elyas les había dicho que se escondieran, pero… «¿Y si echáramos a correr? Tal vez podríamos quedar a resguardo entre la oscuridad si no permanecemos parados. Tal vez. La noche ha de ser lo bastante tenebrosa para lograrlo».

Se volvió hacia Egwene, pero la imagen que percibió lo disuadió de llevar a cabo lo previsto. Una docena de teas ardientes rodeaba la base de la colina, ondeando con el trote de los caballos. Las puntas de las lanzas reflejaban sus destellos. Retuvo el aliento y se quedó inmóvil, con las manos aferradas al mango del hacha.

Los jinetes se desplazaron más allá del altozano, pero, a un grito de uno de ellos, las antorchas retrocedieron. Desesperado, Perrin reflexionó, tratando de hallar un escape. No obstante, si se movían los descubrirían, si no lo habían hecho ya, y, una vez que hubieran detectado su presencia, no dispondrían de escapatoria posible, ni siquiera al amparo de las sombras.

Los desconocidos comenzaron a ascender la falda de la colina, con teas en una mano y una larga lanza en la otra, guiando a los caballos con la presión de sus rodillas. A la luz de las teas Perrin distinguió las blancas capas de los Hijos de la Luz. Éstos se inclinaban sobre sus monturas para escrutar las tinieblas que reinaban bajo los dedos de Artur Hawkwing.

—Hay algo allá arriba —afirmó uno de ellos, con voz chillona, como si todo lo que no abarcaba la luz de su antorcha le inspirara temor—. Ya os he dicho que era un lugar propicio para que alguien se escondiera en él. ¿No es eso un caballo?

Egwene posó una mano en el brazo de Perrin; sus ojos se veían muy grandes en la oscuridad. Su muda pregunta era evidente a pesar de la penumbra que encubría sus facciones. ¿Qué podían hacer? Elyas y los lobos todavía cazaban en las tinieblas nocturnas. Los caballos piafaban inquietos bajo ellos. «Si echamos a correr ahora, nos darán alcance».

Uno de los Capas Blancas hizo avanzar un paso a su montura y gritó:

—Si sois capaces de comprender la lengua humana, bajad y rendíos. No recibiréis ningún daño si seguís la senda de la Luz. Si no os sometéis, recibiréis muerte al instante. Disponéis de un minuto.

Las lanzas, largas cabezas de acero relucientes junto a las antorchas, descendieron unos centímetros.

—Perrin —musitó Egwene—, no podemos escapar. Si no nos rendimos, nos matarán. ¿Perrin?

Elyas y los lobos conservaban aún la libertad. Otro grito balbuciente en la lejanía indicó que un Capa Blanca había perseguido a Moteado a una distancia demasiado corta. «Si huimos a todo correr…» Egwene lo observaba, aguardando a que él decidiera lo que debían hacer. «Si huimos a todo correr…» Tras sacudir la cabeza con cansancio se puso en pie como si se hallara en trance y comenzó a bajar la ladera con paso inseguro en dirección a los Hijos de la Luz. Oyó cómo Egwene exhalaba un suspiro y emprendía camino tras él, a rastras a causa de la aprensión. «¿Por qué son tan insistentes los Capas Blancas, como si odiaran encarnizadamente a los lobos? ¿Por qué huelen mal?» Casi creyó que él también percibía aquel olor inadecuado cuando el viento soplaba del lado de los jinetes.

—Deja caer el hacha —rugió el cabecilla.

Perrin avanzó hacia él, arrugando la nariz para desprenderse del olor que creía notar.

—¡Déjala caer, patán!

La lanza del dirigente se movió y apuntó al pecho de Perrin. Por un instante miró fijo aquella acerada arma capaz de ensartarlo y súbitamente gritó:

—¡No! —El alarido no iba dirigido al hombre que tenía enfrente.

Saltador emergió del seno de la noche, compenetrado con Perrin en una unidad espiritual. Saltador, el cachorro que había contemplado el vertiginoso ascenso de las águilas y había deseado con tanto fervor surcar el cielo como lo hacían las rapaces. El cachorro que se encaramó y porfió en aprender a tomar impulso hasta ser capaz de saltar a mayor altura que cualquiera de sus congéneres y que nunca olvidó su anhelo infantil de alzar el vuelo. Saltador brotó del seno de la noche y abandonó el suelo como un resorte, como un águila que alzara el vuelo. Los Capas Blancas sólo tuvieron el margen de unos segundos para comenzar a soltar maldiciones antes de que las mandíbulas de Saltador se cerraran en la garganta del hombre que amenazaba con su lanza a Perrin. El impulso del lobo lo derribó del caballo. Perrin sintió cómo se quebraba el cuello y enseguida paladeó la sangre.

Saltador tomó tierra livianamente a cierta distancia del hombre al que había dado muerte. Tenía el pelo manchado de sangre, propia y ajena. En su faz, un surco atravesaba el lugar que había ocupado su ojo izquierdo. Con el que le quedaba sano fijó la mirada en Perrin durante un segundo. «¡Corre, hermano!» Cuando giraba para remontarse de nuevo en el aire, una lanza lo clavó en el suelo. Un nuevo proyectil acerado penetró en su costilla para horadar luego la tierra bajo él. Debatiéndose, asestaba dentelladas a las astas que lo inmovilizaban. «Para alzar el vuelo».

Presa de dolor, Perrin exhaló un alarido inarticulado, similar al aullido de un lobo. En un gesto irreflexivo, se abalanzó hacia adelante, gritando todavía. Su mente había abandonado todo pensamiento. Los jinetes estaban demasiado juntos para poder hacer uso de sus lanzas y el hacha se movía con la ligereza de una pluma en sus manos, como un enorme diente lobuno de metal. Algo le golpeó la cabeza y, al caer, ignoraba si era Saltador o él quien agonizaba.


—«… alzar el vuelo como las águilas».

Murmurando, Perrin abrió los ojos. Le dolía la cabeza y no acertaba a recordar por qué. Miró a su alrededor, parpadeando para protegerse de la luz. Estaba postrado y Egwene se hallaba de rodillas a su lado, en una tienda cuadrada de dimensiones similares a las de la mayoría de las estancias de una casa, con el suelo alfombrado. Las lámparas de aceite prendidas en cada una de las esquinas proyectaban un intenso resplandor.

—Gracias a la Luz, Perrin —susurró—. Temía que te hubieran matado.

En lugar de responder, observó al hombre de pelo cano sentado en la única silla que había en el recinto. Unos ojos oscuros le devolvieron la mirada, enmarcados en un rostro que no se correspondía, en su opinión, con el tabardo blanco y dorado que llevaba ni con la reluciente armadura que ceñía unos ropajes de un blanco prístino. Parecía un rostro amable, benévolo y digno, cuya elegante austeridad iba a la par con el mobiliario de la tienda. Una mesa y un camastro plegable, una jofaina y un cántaro blancos, un arcón de madera con geométricas incrustaciones de marquetería. Los objetos de madera estaban pulidos y el metal reluciente, pero sin ostentación. Detrás de cada uno de los utensilios había la mano de un experto artesano, pero sólo podía advertirlo alguien que hubiera observado de cerca el trabajo de uno de ellos, como maese Luhhan o maese Aydaer, el carpintero.

Con el rostro ceñudo, el hombre revolvió con un dedo dos pequeños montones de cosas que había sobre la mesa. Perrin reconoció el contenido de sus bolsillos en uno de ellos y su navaja. La moneda de plata que le había dado Moraine destacaba entre ellos y el individuo de cabellos grises la volvió, pensativo. Frunció los labios; luego levantó el hacha de Perrin para sopesarla. Después volvió a centrar su atención en los dos muchachos de Campo de Emond.

Perrin trató de incorporarse, pero el agudo dolor que le recorrió las extremidades lo hizo caer pesadamente. Por primera vez advirtió que estaba atado, de pies y manos. Volvió la mirada hacia Egwene. Ésta se encogió de hombros, pesarosa, y se volvió para mostrarle la espalda. Tenía media docena de ligaduras en las muñecas y tobillos, surcados por los cordeles. Ambas ataduras se hallaban unidas por una cuerda, cuya longitud sólo le permitía incorporarse en posición de cuclillas.

Perrin quedó asombrado, no sólo por el hecho de que estuvieran atados sino porque aquellas cuerdas con que los habían amarrado, hubieran bastado para sujetar a un par de caballos. «¿Quiénes deben de creer que somos?»

El hombre de pelo gris los observaba, curioso y pensativo, como maese al’Vere cuando debía resolver un problema. Aún tenía el hacha entre las manos, como si la hubiera olvidado.

La entrada de la tienda se movió, dando paso a un alto individuo de rostro alargado y demacrado, cuyos ojos hundidos parecían observar desde profundas cavernas. Su cuerpo musculoso no poseía ni una onza de grasa.

Perrin percibió por un instante el exterior; había fogatas y dos Capas Blancas que hacían guardia. Tan pronto como se halló dentro, el recién llegado se detuvo y permaneció de pie con la rigidez de una barra de hierro, mirando la pared que tenía enfrente. Las láminas y la malla de su armadura relucían como la plata bajo su blanquísima capa.

—Mi señor capitán., —Su voz era aún más inflexible que su porte, y áspera, pero a un tiempo llana e inexpresiva.

El otro hombre hizo un gesto vago.

—Descansad, Byar. ¿Habéis calculado ya las bajas ocasionadas por este… encuentro?

A pesar de que el enjuto personaje separó los pies, Perrin no vio ningún signo de relajación en él.

—Nueve hombres muertos, mi señor capitán, y veintitrés heridos, siete de consideración. Sin embargo, todos se encuentran en condiciones de montar. Hemos tenido que sacrificar treinta caballos. ¡Estaban desjarretados! —Con su voz carente de emoción, puso especial énfasis en aquella observación, como si lo acecido a las monturas fuera peor que lo que habían padecido los hombres—. Buena parte de la remonta se encuentra diseminada. Tal vez localicemos algunas monturas después del alba, mi señor capitán, pero, mientras haya lobos que los asusten, tardaremos varios días en reunirlos a todos. A los hombres encargados de vigilarlos les ha sido asignada la tarea de realizar guardias nocturnas hasta que lleguemos a Caemlyn.

—No disponemos de días sobrantes, Byar —repuso con amabilidad el hombre de cabello cano—. Partiremos al alba. Nada puede modificar esta decisión. Debemos estar en Caemlyn a tiempo, ¿no es así?

—Como ordenéis, mi señor capitán.

El dirigente miró brevemente a Perrin y a Egwene.

—¿Y qué tenemos para justificar nuestra tardanza, aparte de estos dos jovenzuelos?

Byar inspiró profundamente, dubitativo.

—He hecho desollar al lobo que los acompañaba, mi señor capitán. Su piel constituiría una buena alfombra para la tienda de mi señor capitán.

«¡Saltador!» Sin advertir lo que hacía, Perrin gruñó, intentando zafarse de las ataduras. Las cuerdas se hincaron en su carne, sus muñecas gotearon sangre, pero las ligaduras no cedieron.

Byar miró por primera vez a los prisioneros. Egwene retrocedió de él con un sobresalto. Su semblante era tan inexpresivo como su voz, pero un cruel destello relumbraba en sus ojos, con tanta certeza como las llamas crepitaban en los de Ba’alzemon. Byar los odiaba como si fueran viejos enemigos suyos en lugar de personas a las que no había visto hasta aquella noche.

Perrin le devolvió una mirada desafiante. Su boca se curvó en una tensa sonrisa al imaginar que destrozaba a dentelladas la garganta de aquel hombre.

De repente su sonrisa se desvaneció y un estremecimiento recorrió su cuerpo. «¿A dentelladas? ¡Soy un hombre, no un lobo! ¡Oh, Luz, esto debe terminar de una vez!»

—No me interesan las alfombras de piel de lobo, Byar. —La voz del capitán expresó un leve rechazo que, sin embargo, bastó para que Byar irguiese otra vez la espalda y centrara la mirada en la pared—. Estabais informándome sobre lo acontecido esta noche, ¿no es cierto?

—Según mis estimaciones, la manada que nos ha atacado se componía de cincuenta bestias como mínimo, de las cuales hemos matado veinte, treinta quizá. No he creído necesario correr el riesgo de perder más caballos para traer sus despojos de noche. Por la mañana haré que los reúnan y los quemen. Aparte de estos dos, había al menos unas doce personas. Calculo que hemos dado muerte a cuatro o cinco de ellos, pero no es probable que hallemos sus cadáveres, dada la propensión de los Amigos Siniestros a llevarse a sus muertos para, ocultar sus bajas. Esta parece haber sido una celada coordinada, lo cual plantea la cuestión…

A Perrin se le atenazó la garganta mientras el enjuto individuo continuaba hablando. ¿Elyas? Con cautela, trató de establecer contacto con Elyas y sus amigos… Fue en vano. Era como si nunca hubiera sido capaz de comunicarse con la mente de un lobo. «O han fallecido o te han abandonado». Quería reír, estallar en amargas carcajadas. Por fin había conseguido lo que tanto había deseado, pero a un alto precio.

Entonces el hombre de cabello gris rió a su vez, con una risa irónica que ciñó de rubor las mejillas de Byar.

—De modo que, según vuestras estimaciones, Byar, hemos sido atacados en una emboscada planeada por más de cincuenta lobos y un buen puñado de Amigos Siniestros, ¿no es así? Tal vez cuando hayáis presenciado más acciones…

—Pero, mi señor capitán Bornhald…

—Yo diría que seis u ocho lobos, Byar, y quizá únicamente estos dos humanos. Dais prueba de un celo auténtico, pero carecéis de experiencia fuera de las ciudades. Es diferente predicar la Luz, cuando las calles y las casas se hallan distantes. Los lobos tienen la capacidad de aparentar mayor número de lo que son en realidad, de noche…, y los hombres también. Seis u ocho, como mucho, creo yo. —El rubor del rostro de Byar se hizo más intenso—. También sospecho que se encontraban aquí por el mismo motivo que nos ha atraído a nosotros: porque es el único punto donde hay agua disponible a una jornada de camino en cualquier sentido. Una explicación mucho más simple que la existencia de espías y traidores entre los Hijos, y la explicación más simple suele ser la más certera. La experiencia irá ampliando vuestro aprendizaje.

La cara de Byar adoptó una mortal palidez a medida que hablaba su superior, lo cual aportaba un acusado contraste con el tono purpúreo que teñía sus mejillas. Asestó una mirada momentánea a los prisioneros.

«Su odio hacia nosotros es aún más intenso ahora», advirtió Perrin, «por haber escuchado esta conversación. Pero, ¿por qué nos ha detestado desde el primer momento?»

—¿Qué opinión os merece esto? —inquirió el capitán al tiempo que levantaba el hacha de Perrin.

Byar expresó una muda pregunta a su superior y aguardó a recibir una señal de asentimiento antes de abandonar su rígida postura para tomar el arma. Al asir el hacha, exhaló un gruñido de sorpresa, después la hizo girar en un estrecho arco sobre su cabeza que casi rozó la cubierta de la tienda. La manejaba con tanta seguridad como si hubiera nacido con un artilugio similar en la mano. Un destello de admiración y envidia iluminó su rostro que, cuando bajó el arma, había adoptado de nuevo su expresión impávida.

—Excelentemente equilibrada, mi señor capitán. Hecha con pocos medios, pero por un armero muy bueno, tal vez un maestro. —Sus ojos relumbraron con un brillo siniestro en dirección a los cautivos—. No es un arma de un habitante de un pueblo, mi señor capitán. No es propia de un campesino.

—No. —El capitán se volvió hacia Perrin y Egwene con una fatigada sonrisa, como si fuera un abuelo que iba a regañar a unos nietos que habían cometido una travesura—. Me llamo Geofram Bornhald —les dijo—. Tú eres Perrin, según tengo entendido. Pero, tú, jovencita, ¿cuál es tu nombre?

Perrin lo miró airadamente, pero Egwene sacudió la cabeza.

—No seas estúpido, Perrin. Me llamo Egwene.

—Perrin y Egwene a secas —murmuró Bornhald—. Supongo que, si realmente fuerais Amigos Siniestros, os interesaría ocultar vuestra identidad en la medida de lo posible.

Perrin se irguió hasta ponerse de rodillas; no podía enderezarse más debido a la manera como lo habían atado.

—No somos Amigos Siniestros —contestó furioso.

Todavía no había acabado de pronunciar estas palabras cuando Byar ya se hallaba junto a él. Aquel hombre se movía como una serpiente. Vio cernirse sobre él el mango de su propia hacha e intentó esquivarlo, pero la dura madera lo alcanzó en la oreja. Únicamente el hecho de haberse movido lo salvó de que le hendiera el cráneo. A pesar de ello, su visión se tornó borrosa y su respiración se detuvo mientras caía al suelo. Sentía un intenso martilleo en la cabeza y la sangre le surcaba las mejillas.

—No tenéis derecho… —comenzó a decir Egwene, pero interrumpió la frase para gritar cuando el asta del hacha se abalanzó sobre ella.

Se hizo a un lado y el arma atravesó el aire mientras la muchacha se echaba al suelo.

—Hablaréis con educación —les advirtió Byar—cuando os dirijáis a un Ungido por la Luz, o de lo contrario no os quedará lengua para hablar.

Lo más terrible era que su voz permanecía tan inalterable como siempre, indicando que el hecho de cortarles la lengua no le proporcionaría placer ni pesar. Para él era simplemente un acto más.

—Tranquilo, Byar. —Bornhald miró otra vez a los prisioneros—. Me temo que no sabéis gran cosa acerca de los Ungidos, los señores capitanes ni los Hijos de la Luz, ¿verdad? No, era lo que pensaba. Bien, para no incomodar a Byar, intentad no llevar la contraria ni levantar la voz, ¿de acuerdo? No deseo otra cosa que ambos caminéis por la senda de la Luz, y si os dejáis llevar por la ira no mejoraréis vuestra situación.

Perrin levantó la mirada hacia el individuo de rostro alargado que se encontraba de pie junto a ellos. «¿Para no incomodar a Byar?» Observó que el capitán no indicaba a Byar que los dejara a solas. Byar clavó sus ojos en él y esbozó una sonrisa; ésta sólo afectó a su boca, pero la piel de su rostro se tensó, hasta adoptar el aspecto de una calavera. Perrin se estremeció.

—He oído hablar de ese fenómeno de algunos hombres que viajan en compañía de los lobos —apuntó, reflexivo, Bornhald—, aunque no había visto ninguno hasta ahora. Hombres que supuestamente hablan con esas alimañas y con otras criaturas del Oscuro. Una repulsiva relación. Ello me hace temer que la última Batalla se halle, en efecto, próxima.

—Los lobos no son… —Perrin se detuvo, al tiempo que Byar movía los pies. Tras hacer acopio de aire, prosiguió con tono menos acalorado—, …los lobos no son criaturas del Oscuro. Detestan al Oscuro. Al menos, a los trollocs y a los Fados. —Le sorprendió ver cómo el delgado personaje asentía, como para sí.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Bornhald, arqueando una ceja.

—Un Guardián —repuso Egwene, encogiéndose ante la furibunda mirada de Byar—. Dijo que los lobos odian a los trollocs y que éstos los temen a su vez.

Perrin se alegró de que no hubiera mencionado a Elyas.

—Un Guardián —repitió con un suspiro el hombre de pelo cano—. Una criatura supeditada a las brujas de Tar Valon. ¿Qué otra cosa podía afirmar cuando él mismo es un Amigo Siniestro y un sirviente de Amigos Siniestros? ¿No sabéis acaso que los trollocs tienen hocicos, dientes y pelambre lobunos?

Perrin pestañeó, intentando aclararse la garganta. Todavía sentía un terrible dolor en la cabeza, pero ahora notaba además algo extraño. No lograba poner en orden sus pensamientos.

—No todos ellos —murmuró Egwene. Perrin miró con recelo a Byar, pero éste se limitó a observar a la muchacha—. Algunos tienen cuernos, como los machos cabríos, o picos de halcón, o…, o… todo tipo de cosas.

Bornhald sacudió tristemente la cabeza.

—Os ofrezco todas las escapatorias posibles y vosotros mismos os condenáis con cada palabra. —Puso un dedo en alto—. Viajáis con lobos, criaturas del Oscuro. —Levantó un segundo dedo—. Admitís haber tenido relación con un Guardián, otra criatura del Oscuro. Dudo mucho que os hubiera dicho eso si sólo hubierais mantenido un trato ocasional. —Separó un tercer dedo—. Tú, muchacho, llevas una marca de Tar Valon en tu bolsillo. La mayoría de los hombres que no pertenecen a Tar Valon se desprenden de esos objetos tan rápidamente como pueden. A menos que sirvan a las brujas de Tar Valon. —Alzó un cuarto dedo—. Utilizas el arma de un guerrero y vas vestido como un campesino. Eres un embustero, pues. —Puso en acción el pulgar—. Conocéis a los trollocs y a los Myrddraal. En estas tierras sureñas, únicamente algunos estudiosos y quienes han visitado las tierras fronterizas dan crédito a su existencia como entes reales. ¿Tal vez habéis estado en las tierras fronterizas? Si es así, decidme dónde. Yo he viajado mucho a las tierras fronterizas y las conozco bien. ¿No? Ah, bien. —Miró su mano extendida y luego la dejó caer con fuerza sobre la mesa. Su expresión de anciano bondadoso daba a entender que los nietos habían cometido una travesura realmente seria—. ¿Por qué no me contáis con sinceridad qué os llevó a correr por la noche en compañía de los lobos?

Egwene abrió la boca, pero Perrin advirtió la obstinación en la presión con que cerraba las mandíbulas, adivinando que iba a relatar una de las historias que habían inventado. Aquello no surtiría ningún efecto en la situación en que se hallaban. Le dolía la cabeza y deseaba poder reflexionar con más detenimiento, pero no disponía de tiempo. ¿Quién podía predecir adónde había viajado el tal Bornhald y con qué ciudades y regiones estaba familiarizado? Si los atrapaba en una mentira, no tendrían ocasión de explicar luego la verdad. En ese caso, Bornhald se reafirmaría en la convicción de que eran Amigos Siniestros.

—Somos de Dos Ríos —respondió deprisa.

Egwene lo miró asombrada pero, antes de que se recuperara, él explicó la verdad… o una versión de ella. Ambos habían partido de Dos Ríos para visitar Caemlyn. De camino habían oído hablar de las ruinas de una gran ciudad, pero, cuando llegaron a Shadar Logoth, encontraron trollocs en su interior. Lograron escapar atravesando el río Arinelle, pero para entonces ya se habían perdido. Después encontraron a un hombre que se ofreció a guiarlos a Caemlyn. Este había dicho que a ellos no les concernía su identidad y tenía unos modales bastante rudos. Sin embargo, necesitaban de alguien que los ayudara. La primera ocasión en que ellos habían visto a los lobos fue después de la aparición de los Hijos de la Luz. Todo cuanto habían intentado hacer era esconderse para no acabar devorados por las fieras o asesinados por los jinetes.

—…Si hubiéramos sabido que erais Hijos de la Luz —concluyó—habríamos acudido a ayudaros.

Byar exhaló un bufido de incredulidad, al cual no asignó gran importancia Perrin. Si había, convencido al capitán, Byar no podría tomar acciones contra ellos. Era evidente que Byar contendría la respiración si así se lo ordenara su superior.

—En esta historia no aparece ningún Guardián —observó el hombre de cabello ceniciento.

La fabulación de Perrin tenía un punto oscuro; sabía que hubiera debido idearla con más detenimiento. Egwene saltó entonces al ruedo.

—Lo conocimos en Baerlon. Como la ciudad estaba llena de gente que había bajado de las minas al finalizar el invierno, en la posada nos situaron en la misma mesa. Sólo hablamos con él durante la comida. Perrin respiró aliviado. «Gracias, Egwene».

—Devolvedles sus pertenencias, Byar. Exceptuando las armas, claro está. —Al advertir la sorpresa en el semblante de su subalterno, Bornhald añadió— ¿Acaso habéis adquirido vos la mala costumbre de saquear a los que no caminan bajo los auspicios de la Luz? Eso no está bien, ¿no os parece? Ningún hombre puede ser un ladrón y seguir a un tiempo la senda de la Luz.

Byar parecía debatirse ante aquella sugerencia.

—¿Entonces vais a dejarnos en libertad? —La voz de Egwene expresaba asombro.

Perrin levantó la cabeza para mirar al capitán.

—Desde luego que no, hija —respondió Bornhald con tristeza—. Es posible que digáis la verdad en lo que respecta a vuestra procedencia de Dos Ríos, ya que conocéis Baerlon y estáis al corriente de que allí hay minas. ¿Pero Shadar Logoth…? Ése es un nombre que muy poca gente ha oído mencionar, y quienquiera que lo haya hecho sabe que no es aconsejable ir allí. Os sugiero que penséis en una explicación más satisfactoria de camino a Amador. Tendréis tiempo de sobra, dado que nos detendremos en Caemlyn. Preferiblemente que sea cierta, muchachos. La Luz y la verdad traen consigo la libertad.

Byar olvidó parte de la deferencia con que trataba habitualmente a su superior. Se volvió hacia los cautivos y sus palabras sonaron impregnadas de ultraje.

—¡No podéis hacerlo! ¡No está permitido! —Bornhald enarcó burlonamente una ceja y Byar contuvo su arrebato y tragó saliva—. Excusadme, mi señor capitán. He perdido los estribos y por ello os pido humildemente perdón y me someto al castigo que decidáis, pero, como mi señor capitán ha señalado antes, debemos llegar a tiempo a Caemlyn y, al haber perdido buena parte de la remonta, ya tendremos suficientes dificultades sin contar con prisioneros que transportar.

—¿Y cuál sería vuestra propuesta? —inquirió con calma Bornhald.

—La pena para los Amigos Siniestros es la muerte. —Su voz monocorde no se avenía con lo expresado. Con aquel mismo tono de voz habría podido sugerir que había que aplastar a una chinche—. No existe tregua con la Sombra. No hay piedad para los Amigos Siniestros.

—El celo en las propias creencias es algo digno de alabanza, pero, como he de repetirle con frecuencia a mi hijo Dain, el exceso de fervor puede constituir una falta grave. Recordad que los mandamientos dicen también: «No hay hombre tan perdido que no pueda ser reconducido hacia la Luz». Estos dos son muy jóvenes y no es posible que la Sombra haya penetrado profundamente en ellos. Todavía pueden abrazar la Luz si permiten que les levanten la Sombra que vela sus ojos. Debemos otorgarles esa oportunidad.

Por un momento Perrin sintió afecto por aquel hombre amable que se interponía entre ellos y Byar. Entonces Bornhald dirigió su benévola sonrisa hacia Egwene.

—Si aún os negáis a seguir la senda de la Luz cuando lleguemos a Amador, no tendré más remedio que entregaros a los inquisidores, y, comparado con el de ellos, el ahínco de Byar no es más que la llama de una vela junto al sol. —Bornhald hablaba como un hombre que lamentara lo que había que hacer, pero que no haría ningún acto que contraviniera su sentido del deber—. Arrepentíos, renegad realizar Oscuro, acudid a la Luz, confesad vuestros pecados, decid cuánto sabéis acerca de esa vileza de hermanamiento con los lobos, y no habréis de sufrir esa experiencia. Caminaréis libres bajo la Luz. —Centró su mirada en Perrin y exhaló un pesaroso suspiro. Perrin sintió un gélido escalofrío en la espalda—. Pero tú, Perrin de Dos Ríos. Tú has matado a dos de los Hijos. —Tocó el hacha que Byar todavía mantenía en la mano—. Para ti, me temo que te aguarda una horca en Amador.

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