La Aes Sedai sabía, al parecer, a lo que se refería Loial, pero no realizó ningún comentario. El Ogier bajó la mirada hacia el suelo y se frotó la nariz con un dedo, como si estuviera pesaroso por haber tenido aquella reacción. Nadie sentía deseos de hablar.
—¿Por qué? —preguntó por último Rand—. ¿Por qué moriríamos? ¿Qué son los Atajos?
Loial dirigió la mirada a Moraine, la cual se volvió para tomar asiento junto a la chimenea. El gatito se estiró y arañó la piedra del hogar; luego se acercó lánguidamente a ella para refregar la cabeza contra sus tobillos. La Aes Sedai lo acarició detrás de las orejas con un dedo. El ronroneo del animal resultó un extraño contrapunto a la apacible voz de Moraine.
—Depende de ti, Loial. Los Atajos representan para nosotros el único camino capaz de conducirnos a buen recaudo, el único medio de adelantarnos al Oscuro, aun cuando sólo sea temporalmente, pero tú eres quien posee esos conocimientos.
Al Ogier no parecieron consolarlo aquellas palabras. Se revolvió con torpeza en la silla antes de responder:
—Durante la Época de Locura, cuando el mundo estaba todavía desmembrándose, la tierra sufrió un levantamiento y la humanidad se dispersó como el polvo impulsado por el viento. Los Ogier también quedamos diseminados, alejados del stedding, a merced del exilio en un largo vagabundeo en el que la añoranza pesaba como una losa en nuestros corazones. Volvió a mirar de soslayo a Moraine, reduciendo casi a un par de puntos sus largas cejas—. Intentaré ser breve, pero esto no es algo que pueda explicarse con excesiva precipitación. Es de los otros de quienes debo hablar ahora, de aquel grupo de Ogier que permaneció en su stedding mientras el mundo se desgajaba alrededor. Y de los Aes Sedai —entonces rehuyó la mirada de Moraine—, los varones Aes Sedai que perecían al tiempo que destruían el mundo en su enajenación.
»Fue a esos Aes Sedai, aquellos que hasta aquel momento habían logrado evitar la locura, a los que en un principio ofreció cobijo el stedding. Muchos aceptaron, puesto que en el stedding estaban a salvo de la infección del Oscuro que estaba masacrándolos a todos. Sin embargo, también quedaban aislados de la Fuente Verdadera. No era sólo que no pudieran hacer uso del Poder Único, ni ponerse en contacto con la Fuente; ni siquiera eran capaces de percibir la existencia de ésta. Al final ninguno de ellos pudo avenirse a aquella incomunicación y uno tras otro fueron abandonando el stedding, con la esperanza de que por entonces la infección hubiera remitido. Ello no fue así.
—En Tar Valon —intervino tranquilamente Moraine—, hay quien sustenta la opinión de que el asilo de los Ogier prolongó el Desmembramiento, acarreando peores consecuencias. Otras dicen que, si todos aquellos hombres hubieran enloquecido a un tiempo, no habría quedado nada del mundo. Yo pertenezco al Ajah Azul, Loial, y al contrario del Ajah Rojo, nosotras sostenemos el segundo punto de vista. El ofrecimiento del stedding contribuyó a salvar lo que era factible preservar. Continúa, por favor.
Loial asintió con gratitud, liberado de una preocupación, según advirtió Rand.
—Como decía —prosiguió el Ogier—, los Aes Sedai, los varones Aes Sedai, se marcharon. Pero, antes de hacerlo, entregaron un presente a los Ogier en agradecimiento a su protección: los Atajos. Entrad en un Atajo, caminad durante un día y quizás atraveséis otra puerta que se halla a cien kilómetros del punto de partida, o a quinientos. El tiempo y la distancia son extraños en los Atajos. Diferentes sendas, distintos puentes, conducen a múltiples lugares y la tardanza en llegar al destino depende de la vía que se tome.
»Fue un regalo maravilloso, cuya utilidad se veía incrementada por los tiempos, ya que los Atajos no forman parte del mundo que vemos a nuestro alrededor, tal vez ni siquiera de otro mundo que no guarde relación con ellos. No sólo los Ogier que recibieron aquel don no hubieron de viajar a través de la tierra, donde incluso después del Desmembramiento los hombres peleaban como animales para subsistir, para llegar a otro stedding, sino que en el interior de los Atajos no se produjo ningún Desmembramiento. A pesar de que el terreno que separaba dos stedding estuviera dividido por profundos cañones o por elevadas cordilleras, el Atajo que los unía no experimentó ningún cambio.
»Cuando los Aes Sedai abandonaron el stedding, entregaron una llave a los mayores, un talismán que permitía ampliar la red. Los Atajos y las puertas de acceso a ellos son, de alguna manera, seres vivos. Yo no alcanzo a comprenderlo, al igual que no lo ha hecho ningún Ogier, e incluso las Aes Sedai lo han olvidado, según me han dicho. Pasados los años nuestro exilio tocó a su fin y cuando los Ogier depositarios de aquel presente encontraban un stedding al que habían regresado sus hermanos tras el largo vagar, lo unían con un nuevo tramo de Atajo.
»El aprendizaje del trabajo de la piedra nos condujo a construir ciudades para los hombres durante el exilio y en ellas plantamos las arboledas para consolar a los Ogier que participaron en la construcción, de manera que la añoranza no los destrozara. Los Atajos se ampliaron hasta esas arboledas. Había una arboleda y una puerta de Atajo en Mafal Dadaranell, pero la ciudad fue arrasada durante las Guerras de los Trollocs y no quedó una piedra en pie y los trollocs talaron y quemaron los árboles. —El tono de su voz no dejaba margen de duda respecto a cuál de los crímenes era más vituperable.
—Las puertas de Atajo son indestructibles —afirmó Moraine—y casi es posible afirmar lo mismo de la humanidad. Todavía vive gente en Fal Dara, aunque no en la gran ciudad construida por los Ogier, y la puerta aún sigue en pie.
—¿Cómo los crearon? —preguntó Egwene. Su mirada estupefacta abarcaba a Moraine y a Loial a un tiempo—. Los Aes Sedai. Si no podían utilizar el Poder Único dentro de un stedding, ¿cómo crearon los Atajos? ¿Acaso utilizaron el Poder? Su parte de la Fuente Verdadera estaba infectada. Aún sigue estándolo. Todavía no poseo grandes conocimientos acerca de las posibilidades de acción de los Aes Sedai. Tal vez ésta sea una pregunta estúpida.
—Cada stedding tiene una puerta en sus lindes, pero fuera —explicó Loial—. Tu pregunta no es estúpida. Has dado con la semilla del motivo por el que no osamos viajar por los Atajos. Ningún Ogier los ha utilizado desde que yo nací, y ya entonces habían caído en desuso. Por edicto de los mayores, de todos los mayores del stedding, nadie puede hacerlo, sea humano u Ogier.
»Los Atajos fueron generados por hombres que usaban el Poder contaminado por el Oscuro. Un millar de años atrás, durante lo que los humanos llamáis la Guerra de los Cien Años, los Atajos comenzaron a deteriorarse de forma tan lenta al principio que nadie reparó en ello; se volvieron húmedos y lóbregos, la oscuridad invadió los puentes y no se volvió a ver a algunos de los que entraron en ellos. Los viajeros notaban un acecho en la oscuridad. El número de personas desaparecidas fue en aumento y algunos de los que regresaron habían enloquecido y desvariaban acerca de Machin Shin, el Viento Negro. Las Aes Sedai pudieron ayudar a unos cuantos con sus curaciones, pero con todo no volvieron a ser los mismos. Y jamás recordaron nada de lo ocurrido. Sin embargo, era como si la oscuridad les hubiera calado hasta los huesos. Nunca volvieron a reír y les provocaba pavor el sonido del viento.
Por un momento reinó el silencio, únicamente interrumpido por el ronroneo del gato y el crepitar del fuego.
—¿Y esperáis que nosotros os sigamos dentro de eso? —espetó entonces con furia Nynaeve—. ¡Debéis de haber perdido el juicio!
—¿Qué otra alternativa elegiríais vos en mi lugar? —inquirió plácidamente Moraine—. ¿Los Capas Blancas en Caemlyn o los trollocs fuera de sus murallas? No olvidéis que mi presencia en sí ofrece cierta protección contra las obras del Oscuro.
Nynaeve se arrellanó en la silla con un suspiro de exasperación.
—Todavía no me habéis explicado —señaló Loial—por qué debería desobedecer el edicto de los mayores. Y yo no tengo deseos de entrar en los Atajos. Por más fangosos que se encuentren a menudo, los caminos que construyen los hombres me han bastado desde que salí del stedding Shangtai.
—La humanidad y los Ogier, todos los seres vivientes, nos hallamos en guerra contra el Oscuro —contestó Moraine—. La mayor parte del mundo aún no tiene siquiera conciencia de ello y la mayoría de las escasas personas que luchan en escaramuzas se consideran partícipes de auténticas batallas. Mientras el mundo se niega a creerlo, es posible que el Oscuro se encuentre al borde de la victoria. El Ojo del Mundo contiene suficiente poder para deshacer su confinamiento. Si el Oscuro ha hallado algún modo de someter el Ojo del Mundo a sus designios…
Rand deseó que hubieran prendido las lámparas de la estancia. El crepúsculo se cernía sobre Caemlyn y el fuego no proporcionaba suficiente luz. Él no quería que la sombra se adueñara de la habitación.
—¿Qué podemos hacer nosotros? —preguntó, enojado, Mat—. ¿Por qué somos tan importantes? ¿Por qué tenemos que ir a la Llaga? ¡La Llaga!
Moraine no alzó la voz, pero ésta llenó la biblioteca con su tono apremiante. La silla que ocupaba junto a la chimenea pareció de pronto un trono. Inopinadamente, incluso Morgase habría palidecido ante ella.
—Hay algo que podemos hacer: porfiar. Lo que parece azar es con frecuencia la obra del Entramado. Tres hilos se han dado cita aquí, avisando cada uno de ellos de un peligro: el Ojo. No es posible que sea una casualidad; es el Entramado. Vosotros tres no habéis escogido; el Entramado os eligió a vosotros. Y estáis aquí, en el lugar donde se conoce la noticia del peligro. Podéis inhibiros, condenando tal vez así el mundo. Si huís u os ocultáis, no salvaréis el orbe de la urdimbre del Entramado. También podéis realizar un intento. Podéis ir al Ojo del Mundo, tres ta’veren, tres puntos centrales de la urdimbre, ubicados en el sitio adonde apunta el gran riesgo. Si el Entramado se teje a vuestro alrededor allí, quizá salvéis el mundo de la Sombra. La decisión es vuestra. Yo no puedo obligaros a ir.
—Yo iré —afirmó Rand, tratando de conferir un tono resuelto a su voz.
Por más que intentara perderse en el vacío, su cerebro no paraba de generar imágenes, en las que aparecían Tam, la granja, el rebaño pastando. Había sido una vida agradable; nunca había aspirado a nada más. Aunque leve, fue un consuelo escuchar cómo Perrin y Mat expresaban su conformidad, al parecer tan turbados como él mismo.
—Supongo que Egwene y yo tampoco disponemos de alternativa —observó Nynaeve.
—Ambas formáis parte del Entramado, de algún modo. Tal vez no seáis ta’veren, tal vez, pero ejercéis una fuerte influencia. He estado convencida de ello desde que abandonamos Baerlon, y no cabe duda de que en estos momentos los Fados también tienen conciencia de ello. Y Ba’alzemon. No obstante, sois tan libres de decidir como los muchachos. Podéis permanecer aquí o proseguir hacia Tar Valon cuando nosotros hayamos partido.
—¡Quedarnos atrás! —exclamó Egwene—. ¿Permitir que los demás vayan al encuentro del peligro mientras nosotras escondemos la cabeza bajo las mantas? ¡Yo no haré eso! —Al cruzar la mirada con la de la Aes Sedai, retrocedió un palmo, pero sin perder su actitud desafiante—. No haré eso —murmuró con obstinación.
—Creo que eso significa que ambas os acompañaremos. —Nynaeve parecía resignada, pero sus ojos relampaguearon cuando agregó— todavía precisáis mis hierbas, Aes Sedai, a menos que hayáis adquirido súbitamente una habilidad que desconozco. —Su voz expresaba un reto que Rand no comprendió, pero Moraine se limitó a asentir antes de encararse al Ogier.
—¿Y bien, Loial, hijo de Arent hijo de Halan?
Loial abrió dos veces la boca, moviendo sus copetudas orejas, antes de decidirse a responder.
—Sí, bien. El Hombre Verde. El Ojo del Mundo. Los libros hacen mención de ellos, desde luego, pero no creo que ningún Ogier los haya visto a lo largo de, oh, un amplio período de tiempo. Supongo… ¿Pero deben ser necesariamente los Atajos? —Moraine asintió y sus largas cejas se inclinaron hasta rozar sus mejillas—. Muy bien, entonces. Supongo que debo guiaros. El abuelo Halan opinaría que lo tengo bien merecido por ser tan atolondrado.
—En ese caso hemos llevado a cabo una decisión —concluyó Moraine—. Y, llegados a este punto, hemos de determinar el objetivo y los medios a emplear.
Planificaron el viaje hasta altas horas de la noche. Moraine llevó la voz cantante; recibió los consejos de Loial referentes a los Atajos y atendió a las preguntas y sugerencias de todos los presentes. Lan, que se reunió con ellos después del anochecer, añadió sus comentarios con su habla lenta y segura. Nynaeve elaboró una lista de los víveres necesarios, empapando la pluma en el tintero con mano firme, pero sin dejar de murmurar entre dientes.
Rand envidiaba el carácter práctico de Nynaeve. Él no podía dejar de caminar de un lado a otro, como si debiera consumir la energía de que disponía. Sabía que había tomado una decisión, la única a la que podía llegar con los elementos de que disponía, pero aquello no mejoraba en nada su estado de ánimo. La Llaga. Shayol Ghul se encontraba en algún lugar de la Llaga, más allá de las Tierras Malditas.
Percibía igual preocupación en los ojos de Mat, el mismo temor que reconocía en él. Mat estaba sentado con las manos entrelazadas; tenía los nudillos blancos. Si las separaba, pensó Rand, aferraría en su lugar la daga de Shadar Logoth.
El rostro de Perrin no reflejaba ninguna inquietud, lo cual era peor: su faz era una máscara de fatiga resignación. Parecía como si hubiera luchado contra algo hasta el límite de sus fuerzas y ahora no tuviera más alternativa que aguardar a que su contrincante diera cuenta de él.
—Cumplimos con nuestro deber, Rand —le dijo—. La Llaga… —Por un instante, aquellos ojos amarillentos se iluminaron con un anhelo que pareció destellar en su fatigado rostro, como si hubieran cobrado una vida propia que no guardaba ninguna relación con el aprendiz de herrero—. Hay buena caza en la Llaga —susurró. Luego se estremeció, como si acabara de oír lo que había dicho, y su semblante volvió a sumirse en la resignación.
Y Egwene. Rand la llevó aparte en determinado momento, hacia la chimenea, donde no pudieran escucharlos los que hablaban junto a la mesa.
—Egwene, yo… —Sus ojos, cual grandes estanques oscuros que ejercieran un magnetismo sobre él, lo obligaron a detenerse para tragar saliva—. Es a mí a quien persigue el Oscuro, Egwene, a mí, a Mat y a Perrin. No me importa lo que diga Moraine Sedai. Mañana por la mañana Nynaeve y tú podríais emprender el regreso a casa o dirigiros a Tar Valon, o a cualquier otro lugar, y nadie trataría de deteneros. Ni los trollocs, ni los Fados, ni nadie. A condición de que no vayáis con nosotros. Vuelve a casa, Egwene, o ve a Tar Valon, pero vete.
Esperaba que ella contestara que tenía tanto derecho como él a ir a donde quisiera y que no le correspondía a él decirle lo que había de hacer. Para su sorpresa, sonrió y le rozó la mejilla.
—Gracias, Rand —repuso en voz baja. Él parpadeó y cerró la boca, mientras ella proseguía—. No obstante, sabes que no puedo. Moraine Sedai nos contó lo que Min había visto, en Baerlon. Deberías haberme dicho quién era Min. Pensé… Bueno, Min opina que yo estoy involucrada en esto. Y también Nynaeve. Quizá no sea ta’veren —tartamudeó al pronunciar la palabra—, pero, por lo visto, el Entramado también dirige mis pasos hacia el Ojo del Mundo. Sea lo que sea que te impele a ti, también ejerce su influencia en mí.
—Pero, Egwene…
—¿Quién es Elayne?
La miró durante un minuto y luego le contó la pura verdad.
—Es la heredera del trono de Andor.
Observó, incrédulo, cómo regresaba a la mesa con la espalda erguida, y apoyaba el codo sobre ella al lado de Moraine para escuchar lo que decía el Guardián. «Necesito hablar con Perrin», pensó. «El sabe cómo hay que tratar a las mujeres».
Maese Gill entró varias veces, primero a encender las lámparas, luego a traerles la comida en persona y más tarde para informarles de lo que acontecía en el exterior. Los Capas Blancas estaban vigilando la posada por las dos bocacalles. Se había producido un tumulto en las puertas del casco antiguo, durante el cual los guardias de la reina habían arrestado tanto a portadores de escarapelas blancas como rojas. Alguien había tratado de grabar el Colmillo del Dragón en la puerta principal y Lamgwin lo había echado de un puntapié.
Si el posadero consideró extraño que Loial se encontrara en su compañía, no dio señales de ello. Respondió a las escasas preguntas que le formuló Moraine, pero sin intención de averiguar sus planes, y, cada vez que iba a la biblioteca, llamaba a la puerta y aguardaba a que Lan la abriera, como si no se tratara de su propia posada. Durante su última visita, Moraine le entregó el pergamino cubierto por la nítida escritura de Nynaeve.
—No será fácil a esta hora de la noche —comentó, mientras daba una ojeada a la lista—, pero me encargaré de ello.
Moraine le dio también una pequeña bolsa de gamuza que produjo un tintineo al quedar suspendida por los cordeles que la cerraban.
—Bien. Y ocupaos de que nos despierten antes del amanecer. Los vigilantes habrán bajado la guardia entonces.
—Los dejaremos con un palmo de narices, Aes Sedai —auguró maese Gill con una sonrisa en los labios.
Rand estaba bostezando cuando, junto a sus compañeros, abandonó con paso vacilante la habitación en dirección al baño y los dormitorios. Mientras se frotaba con un burdo paño en una mano y una gran pastilla de jabón amarilla en la otra, sus ojos se desviaron hacia el taburete situado junto a la bañera de Mat. La punta dorada de la daga de Shadar Logoth emergía debajo del borde de la chaqueta doblada. Lan también le dirigía una mirada de tanto en tanto. Rand se preguntó si realmente sería tan seguro tenerla tan cerca como Moraine pretendía.
—¿Crees que mi padre llegará a dar crédito a sus oídos? —preguntó Mat, riendo, mientras se cepillaba la espalda—. ¿Yo, salvando el mundo? Mis hermanas no sabrán si echarse a reír o a llorar.
Hablaba como el Mat de siempre. Pero Rand, no lograba apartar de su mente aquella daga.
La noche, con las estrellas veladas por nubarrones, estaba oscura como una boca de lobo cuando por fin él y Mat subieron a su habitación, situada bajo el alero. Por primera vez en mucho tiempo, Mat se desvistió antes de entrar en la cama, pero también colocó la daga debajo de la almohada. Rand apagó de un soplo la vela y se acostó. Sentía una emanación maligna procedente del otro lecho, no de Mat, sino del objeto que yacía bajo la almohada. Todavía se inquietaba por ello cuando cayó dormido.
Desde el primer instante tuvo conciencia de que aquello era un sueño, una de esas pesadillas que no eran tales. Estaba de pie, contemplando la puerta de madera, con su oscura superficie agrietada y erizada de astillas. El aire era frío y húmedo, impregnado del olor a decadencia. En la distancia, el agua goteaba, produciendo un monótono sonido que encontraba su eco en los corredores de piedra.
«Renegad de él. Renegad de él y su voluntad de dominio resultará fallida».
Cerró los ojos y se concentró en la Bendición de la Reina, en su cama, en sí mismo dormido sobre ella. Al abrirlos, la puerta se hallaba todavía allí. El eco de las salpicaduras se ajustaba al latido de su corazón, como si su pulso les marcara el ritmo. Trató de visualizar la llama y el vacío, tal como le había enseñado Tam, y halló la paz interior, pero nada acusó ninguna modificación en su entorno. Lentamente, abrió la puerta y atravesó el umbral.
Todo permanecía tal como lo recordaba en aquella estancia que parecía esculpida en la roca. Unos grandes ventanales arqueados daban a un balcón, más allá del cual unos jirones de nubes superpuestos discurrían como un río desbordado por una crecida. Las negras lámparas metálicas, que despedían unas llamas demasiado brillantes para fijar la vista en ellas, relucían con su color negro, que, de algún modo, presentaba el mismo destello de la plata. El fuego rugía, pero sin aportar calor a aquel pavoroso lugar, rodeado de aquellas piedras que semejaban vagamente rostros humanos atormentados.
Todo seguía igual, con una salvedad: sobre la pulida mesa había tres minúsculas figuras, toscas reproducciones de formas humanas, como si el escultor hubiera moldeado apresuradamente la arcilla. Una de ellas iba acompañada de un lobo, cuyos contornos detallados contrastaban con la imperfección de las siluetas de los hombres; otra asía una diminuta daga, en cuya empuñadura había un punto rojo que reflejaba la luz. La última empuñaba una espada. Con los cabellos de la nuca erizados, se aproximó lo suficiente para distinguir la garza, representada con exquisita fidelidad, en aquella pequeña hoja.
Levantó la cabeza, presa de pánico, y miró directamente el solitario espejo. La imagen proyectada continuaba siendo borrosa, pero no tan indefinida como la vez anterior. Casi podía reconocer sus propias facciones. Si imaginaba que entornaba los ojos, casi podía decir quién era.
—Has estado ocultándote a mis ojos durante demasiado tiempo.
Se volvió de la mesa, con la garganta atenazada. Un momento antes se hallaba solo, pero ahora Ba’alzemon estaba de pie delante de las ventanas. Al hablar, sus ojos y boca quedaron sustituidos por cavernas llameantes.
—Demasiado tiempo, pero no se prolongará mucho.
—Reniego de ti —dijo Rand con voz ronca—. Niego que tengáis cualquier clase de poder sobre mí. Niego vuestra existencia.
—¿Piensas que es tan sencillo? —replicó Ba’alzemon, y prorrumpió en sonoras carcajadas que atravesaban su ardiente boca—. De todas maneras, siempre te has comportado igual. En cada ocasión en que nos hemos encontrado, te has creído capaz de desafiarme.
—¿A qué os referís, en cada ocasión? ¡Reniego de vos!
—Siempre lo haces. Al principio. Esta contienda que mantenemos se ha reproducido infinidad de veces. En cada ocasión tu rostro es distinto, así como tu nombre, pero eres tú invariablemente.
—Reniego de vos. —Aquél era un susurro de desesperación.
—En cada ocasión diriges tu insignificante fuerza contra mí y al final siempre acabas reconociendo quién es el amo. Era tras era, te postras de rodillas ante mí, o pereces deseando poseer el vigor necesario para caer de hinojos. Pobre necio, jamás puedes vencerme.
—¡Embustero! —gritó—. Padre de las Mentiras. Padre de los Necios si no eres capaz de obtener resultados mejores. Los hombres te encontraron en la última era, la Era de Leyenda, y te confinaron a tu lugar de pertenencia.
Ba’alzemon volvió a reír, con imparables carcajadas burlonas, hasta que Rand sintió el impulso de taparse los oídos para no escucharlo. Se esforzó por conservar las manos en sus costados. A pesar del vacío logrado, estaban trémulas cuando las risotadas por fin enmudecieron.
—Gusano, tú no sabes nada de nada. Eres tan ignorante como un escarabajo que vive bajo una piedra y tan vulnerable como él ante un eventual pisotón. Los hombres lo consideran, sin excepción, una nueva guerra, cuando no es más que la misma que acaban de descubrir de nuevo. Pero ahora el cambio se aproxima con el soplo del viento de los tiempos. Esta vez no habrá retroceso. A esas altaneras Aes Sedai que piensan hacerte rebelar contra mí, las vestiré de cadenas y las haré correr desnudas a cumplir mi voluntad o arrojaré sus almas al Pozo de la Condenación para que emitan eternos alaridos. A todas menos a las que ya me obedecen ahora. Ellas sólo se encuentran a un paso tras de mí. Tú puedes elegir sumarte a ellas y dejar que el mundo se humille a tus pies. Te lo ofrezco una vez más, la última. Puedes alzarte sobre ellas, sobre todos los poderes y dominios salvo el mío. Se han dado ocasiones en las que has tomado esa vía, ocasiones en las que has vivido lo suficiente para conocer tu poderío.
«¡Reniega de él!» Rand salió al paso de lo que podía negar.
—Ninguna Aes Sedai sirve tu causa. ¡Es otra de tus mentiras!
—¿Es eso lo que te han dicho? Hace dos mil años envié a mis trollocs a través del mundo e incluso entre las Aes Sedai encontré a aquellas que sucumbieron a la desesperación, conscientes de que el mundo era incapaz de resistir los embates de Shai’tan. Durante dos milenios el Ajah Negro ha convivido con los otros, inadvertido entre las sombras. Tal vez incluso me sirven quienes pretenden querer ayudarte.
Rand agitó la cabeza, tratando de desprenderse de las dudas que lo asaltaban, la incertidumbre que abrigaba respecto a Moraine, respecto a lo que las Aes Sedai buscaban de él, sus verdaderas intenciones referentes a su persona.
—¿Qué queréis de mí? —gritó. «¡Reniega de él! ¡Luz, ayúdame a negarlo!»
—¡Arrodíllate! —Ba’alzemon apuntó al suelo, ante sus pies—. ¡Arrodíllate y reconóceme como amo! Al final, lo harás. Serás una de mis criaturas o morirás.
La última palabra resonó en toda la habitación, reproduciendo indefinidamente su eco, hasta que Rand levantó los brazos como si quisiera protegerse la cabeza de un golpe. Retrocedió, tambaleante, hasta chocar con la mesa y gritó, tratando de ahogar el sonido que hería sus oídos.
—¡Nooooooooooo!
Entre tanto, giró sobre sí, y arrojó las figuras al suelo. Sintió un pinchazo en la mano, del que hizo caso omiso, mientras machacaba la arcilla, hasta convertirla en una informe masa bajo sus pies. No obstante, cuando cesó su alarido, el eco continuaba resonando, incrementando su intensidad.
—…morirás—morirás—morirás—morirás—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRAS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS—MORIRÁS…
El sonido lo sumía en una especie de torbellino, lo absorbía, desgarraba en jirones el vacío creado en su mente. La luz se difuminó y su campo de visión se redujo a un estrecho túnel al fondo del cual se hallaba Ba’alzemon iluminado por el último rayo de claridad; fue menguando hasta adoptar el tamaño de su mano, de su dedo, y al fin desapareció. El eco seguía envolviéndolo, como un negro sudario.
El ruido que produjo su cuerpo al chocar con el suelo lo despertó, mientras todavía forcejeaba por desprenderse de la oscuridad. La habitación estaba en penumbras, pero la oscuridad no era total. Trató de aferrarse frenéticamente a la imagen de la llama y arrojar sus temores en ella, pero la calma del vacío lo rehuía. Le temblaban los brazos y las piernas, pero porfió en su intento hasta que la sangre dejó de martillearle los oídos.
Mat se revolvía en la cama, gruñendo en sueños.
—…reniego de vos, reniego de vos, reniego de vos… —Su voz se difuminó en ininteligibles gemidos.
Rand lo zarandeó para despertarlo, y al primer contacto Mat se sentó con un gruñido estrangulado. Por espacio de un minuto, Mat miró con ojos desorbitados a su alrededor; luego espiró largamente, estremeciéndose, y hundió la cabeza entre las manos. De repente se volvió, buscando a tientas debajo de la almohada, y luego se echó con la daga aferrada con ambas manos sobre el pecho. Volvió la cabeza para mirar a Rand, con el rostro velado por las sombras.
—Ha regresado, Rand.
—Lo sé.
—Tenía aquellas tres figuras…
—Yo también las he visto.
—Sabe quién soy, Rand. He levantado la que llevaba la daga y él ha dicho: «De modo que ése eres tú». Y, cuando la he mirado de nuevo, la escultura tenía mi cara. ¡Mi cara, Rand! Parecía real, de carne y hueso. Que la Luz me asista, he sentido cómo mi propia mano me agarraba, como si yo fuera el hombrecillo de arcilla.
Rand guardó silencio durante un momento.
—Debes continuar renegando de él, Mat.
—Lo he hecho, y se ha echado a reír. No ha parado de hablar de una guerra eterna y de afirmar que él y yo nos habíamos encontrado en mil ocasiones anteriores y… Luz, Rand, el Oscuro me conoce.
—A mí me ha dicho lo mismo. No creo que nos conozca —añadió lentamente—. No creo que sepa cuál de nosotros… —«¿Cuál de nosotros qué?»
Al incorporarse, sintió un agudo pinchazo en la mano. Tras abrirse paso hasta la mesa, logró encender la vela al tercer intento y luego abrió la mano para observarla. Tenía clavada en la palma una gruesa astilla de madera oscura, suave y pulida en una de sus caras. La contempló sin respirar. De improviso empezó a jadear, tirando de la astilla con pulso inseguro.
—¿Qué pasa? —preguntó Mat.
—Nada.
Finalmente consiguió arrancarla. La arrancó con un gruñido de repugnancia, que se paralizó en su garganta. Tan pronto como perdió contacto con sus dedos, el fragmento de madera se esfumó.
La herida, no obstante, todavía permanecía en su mano, sangrando. Había agua en un cántaro. Llenó la jofaina, con manos tan temblorosas que salpicó la mesa. Se lavó precipitadamente las manos, se apretó la palma con el pulgar hasta hacer brotar más sangre y volvió a sumergirlas en el líquido. La perspectiva de que la más pequeña astilla hubiera quedado clavada en su carne lo horrorizaba.
—Luz —exclamó Mat—, también me ha hecho sentir sucio. —Lo cual, no obstante, no lo obligó a moverse de donde estaba, empuñando el arma con ambas manos.
—Sí —confirmó Rand—. Sucio. —Buscó a tientas una toalla. Dio un brinco al oír un golpe en la puerta. Éste sonó una vez más—. ¿Sí? —dijo.
Moraine asomó la cabeza en la habitación.
—Ya estáis despiertos. Estupendo. Vestíos deprisa y bajad. Debemos partir antes del filo del alba.
—¿Ahora? —protestó Mat—. Si no hemos dormido ni una hora.
—¿Una hora? —dijo Moraine—. Habéis dormido cuatro. Ahora daos prisa, nos queda poco tiempo.
Rand intercambió una confusa mirada con Mat. Recordaba perfectamente cada segundo del sueño. Éste se había iniciado tan pronto como había cerrado los ojos y había durado tan sólo unos minutos.
Moraine advirtió, al parecer, algo en aquella muda comunicación, pues les dirigió una penetrante mirada y entró en el dormitorio.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Los sueños?
—Sabe quién soy —contestó Mat—. Conoce mis facciones.
Rand levantó la mano, mostrándole la palma, en la que, aun con la mortecina luz de la vela, era perceptible la sangre.
La Aes Sedai caminó hacia él y le asió la mano, taponando la herida con su pulgar. Una gelidez lo atravesó hasta la médula, agarrotándole los dedos de tal modo que hubo de luchar por no flexionarlos. Cuando la Aes Sedai desprendió su dedo, continuaba experimentando el mismo frío.
Entonces volvió la mano, estupefacto, y frotó la fina mancha de sangre. La herida había desaparecido. Alzó lentamente la mirada para enfocarla en la de Moraine.
—Apresuraos —indicó quedamente—. El tiempo se nos echa encima.
Tenía la certeza de que entonces ya no se refería a la hora en que habían de emprender viaje.