34 El último pueblo

El carro traqueteaba bajo un cielo plomizo por el camino de Caemlyn. Rand se incorporó por encima de la paja de la parte trasera para mirar por el costado. Le resultó más fácil que una hora antes, a pesar de que sus brazos tendían a estirarse en lugar de afianzarlo y su cabeza prefería continuar flotando. Apoyó los codos en los tablones y contempló la tierra que se extendía ante sus ojos. El sol, todavía oculto por oscuras nubes, aún estaba alto. El vehículo se adentraba en un nuevo pueblo de casas de ladrillos rojos cubiertos de parras. La población era mucho más densa a medida que se alejaban de Cuatro Reyes.

Algunos lugareños saludaban a Hyam Kinch, el campesino propietario del carro, un hombre de rostro curtido y carácter taciturno que, sin retirarse la pipa de la boca, decía algunas palabras en respuesta. Sus mandíbulas cerradas las tornaban casi ininteligibles, pero su sonido era jovial y parecía dejar satisfechos a sus interlocutores, quienes reemprendían sus quehaceres sin dedicar una segunda mirada a la carreta. Por lo visto, nadie reparaba en sus dos pasajeros.

La posada del pueblo entró en el campo de visión de Rand. Estaba encalada y tenía un tejado de pizarra. La gente entraba y a modo de saludo agitaba la mano o afirmaba con la cabeza. Alguno de ellos se detenían a conversar. Se conocían entre sí. Gente de campo, en su mayoría, a juzgar por sus botas, pantalones y chaquetas que apenas diferían de los que vestía él mismo, a pesar de su insólita afición por las rayas de colores. Las mujeres llevaban profundas tocas que escondían sus rostros y delantales blancos a rayas. Tal vez todos eran habitantes del pueblo y granjeros de los alrededores. «¿Acaso ello modifica las cosas?»

Volvió a echarse sobre la paja y observó cómo el pueblo se iba reduciendo de tamaño. El camino estaba flanqueado por campos vallados y setos recortados, y pequeñas alquerías de cuyas chimeneas de adobe rojizo brotaban espirales de humo. Los únicos bosques cercanos a la carretera eran sotos, primorosamente cuidados para extraer leña de ellos, tan atendidos como un huerto. Sin embargo, las ramas perfilaban su desnudez contra el cielo, tan carentes de hojas como los árboles silvestres de las florestas occidentales.

Una hilera de carromatos que circulaban en dirección contraria avanzó con estrépito por el centro de la calzada, lo que obligó a llevar el carro a la orilla. Maese Kinch movió la pipa hacia la comisura de sus labios y escupió entre dientes. Miraba de reojo la rueda para cerciorarse de que no se enganchara en los matorrales mientras sostenía la marcha. Observó brevemente la caravana de mercaderes con labios fruncidos.

Ninguno de los carreteros que hacían restallar sus látigos en el aire por encima de los tiros de ocho caballos ni ninguno de los guardas de semblante adusto encorvados sobre sus monturas junto a los vehículos, se dignó dedicar una mirada al carro. Rand los observaba a su paso, con el pecho encogido. Con la mano bajo la capa, mantuvo aferrado el puño de la espada hasta que hubieron desaparecido.

Cuando el último carromato se alejó en dirección al pueblo que acababan de dejar, Mat, sentado en el pescante junto al campesino, se volvió hasta encontrar la mirada de Rand. La bufanda que utilizaba para protegerse del polvo, enrollada en su frente, le resguardaba los ojos de la luz. Aun así los entornaba al contacto de la grisácea luz reinante.

—¿Ves algo atrás? —preguntó en voz baja—. ¿Qué me dices de los carromatos?

Rand sacudió la cabeza. Él tampoco había visto nada.

Maese Kinch los miró de soslayo y luego volvió a cambiarse la pipa de sitio y agitó las riendas. Pese a que ésa fuera su única reacción, era evidente que lo había advertido. El caballo aligeró el paso.

—¿Aún te duelen los ojos? —inquirió Rand.

Mat se tocó la bufanda que llevaba liada en la cabeza.

—No, no mucho. Sólo cuando miro directamente al sol. ¿Y tú? ¿Te encuentras mejor?

—Un poco.

Cayó en la cuenta de que realmente se sentía mejor. Era casi milagroso recobrarse con tanta rapidez. Era casi un regalo de la Luz. «Tiene que ser la Luz. Tiene que ser eso».

De improviso un grupo de jinetes se cruzó con el carro. Largos cuellos blancos pendían sobre las cotas de malla y armaduras y sus capas y camisas eran rojas como los uniformes de la guardia de la puerta de Puente Blanco, pero mejor confeccionadas. Todos llevaban yelmos cónicos que relucían como la plata. Cabalgaban con la espalda erguida. Unas delgadas cintas encarnadas ondeaban por encima de sus lanzas, inclinadas con el mismo ángulo.

Alguno de ellos miraron el carro a través del entramado de acero que les velaba el rostro. Rand se alegró de que su capa encubriese la espada. Unos cuantos saludaron con la cabeza a maese Kinch, no como si lo conocieran sino a modo de neutral reconocimiento. El granjero les respondió de la misma manera, pero, a pesar de su expresión imperturbable, su cabeceo expresaba un indicio de aprobación.

Las columnas marchaban al paso, pero, al añadir la velocidad del carro, su ritmo parecía más rápido. Diez…, veinte…, treinta… treinta y dos, contó Rand. Enderezó la cabeza para contemplar las filas que difuminaban el camino.

—¿Quiénes eran? —preguntó Rand, entre asombrado y suspicaz.

—La guardia de la reina —repuso maese Kinch sin apartar los ojos de la vía—. No irán más allá del manantial de Breen, a no ser que los llamen. Ya no es como en los viejos tiempos. —Succionó la pipa y luego agregó— Supongo que, hoy en día, debe de haber partes del reino en que no ven a la guardia durante un año o más. Ya no es como antaño.

—¿Qué están haciendo? —quiso saber Rand.

—Mantener la paz real y vigilar el cumplimiento de las disposiciones de la reina. —Asintió para sí como si le complaciera el sonido de aquellas palabras, antes de proseguir—. Buscar a los malhechores y llevarlos ante los magistrados. ¡Humm! —exhaló una larga bocanada de humo—. Vosotros dos debéis de ser de regiones muy lejanas para no reconocer a la guardia de la reina. ¿De dónde sois?

—De muy lejos —respondió Mat.

Al mismo tiempo Rand contestaba:

—De Dos Ríos.

Tan pronto como lo hubo pronunciado, deseó no haberlo hecho. Todavía no hilvanaba bien los pensamientos. Intentaban pasar inadvertidos y él mencionaba un nombre que un Fado escucharía como el tañido de una campana.

Maese Kinch miró de reojo a Mat y dio unas chupadas a la pipa durante un momento.

—Eso está muy lejos, por cierto —comentó por fin—. Casi en la frontera del reino. Pero las cosas deben de estar peor de lo que creía si hay sitios en el reino donde la gente ni siquiera reconoce a la guardia real. Definitivamente, no es como en los viejos tiempos.

Rand se preguntó cómo reaccionaría maese al’Vere si alguien le dijera que Dos Ríos formaba parte de los dominios de la reina. La reina de Andor, según sus figuraciones. Tal vez el alcalde lo sabría —él conocía muchas cosas que provocaban la sorpresa de Rand—y quizá también otros, pero él nunca había oído mencionarlo a nadie. Dos Ríos era Dos Ríos. Cada pueblo solucionaba sus propios problemas y, si alguna dificultad afectaba a más de uno, los alcaldes, y a veces los Consejos del Pueblo, los resolvían mediante mutua colaboración.

Maese Kinch tiró de las riendas e hizo detener el carro.

—Aquí me desvío. —Un estrecho camino de carros serpenteaba hacia el norte, entre granjas y campos labrados en los que aún no despuntaban las cosechas—. Dentro de un par de días, veréis Caemlyn. En menos, si tu amigo tuviera las piernas firmes.

Mat saltó del pescante y recogió sus cosas; luego ayudó a Rand a bajar de la carreta. Éste sentía el peso de los bultos que pendían de su hombro y las piernas vacilantes, pero rehusó la mano que le tendía su amigo, y probó a dar unos pasos. Su equilibrio era precario, pero llegaba a mantenerlo. Sus piernas parecían adquirir vigor a medida que las utilizaba.

El granjero, que no partió de inmediato, los examinó durante un minuto, succionando su pipa.

—Podéis descansar un par de días en mi casa si queréis. Supongo que eso no representará gran pérdida de tiempo. Sea cual sea la enfermedad de la que te estás reponiendo, chico…, mi mujer y yo pasamos todas las epidemias que puedas imaginar antes de que nacieras tú y también sacamos adelante a todos nuestros retoños. De todas maneras, me parece que ya has pasado el período de contagio.

Mat entrecerró los ojos y Rand advirtió que él mismo fruncía la cara. «No todo el mundo está involucrado. No es posible».

—Gracias —respondió—, pero me encuentro bien. ¿Cuánto queda hasta el próximo pueblo?

—¿Carysford? Podéis llegar allí antes de que anochezca, a pie. —Maese Kinch se sacó la pipa de la boca y arrugó los labios en actitud pensativa antes de continuar—. Primero me he figurado que erais aprendices de maleante, pero ahora calculo que estáis huyendo de algo más serio. No sé qué es ni me importa. Tengo suficiente capacidad de discernimiento para afirmar que no sois Amigos Siniestros y que no vais a robar ni a herir a nadie, no como muchos de los que recorren caminos actualmente. Necesitáis un lugar para esconderos unos días; mi granja está a cinco kilómetros en esa dirección y nadie nos visita. Sea lo que sea lo que os persigue, no es probable que os encuentren allí. —Se aclaró la garganta como si se sintiera incómodo por haber pronunciado tantas palabras juntas.

—¿Y cómo sabéis qué aspecto tienen los Amigos Siniestros? —preguntó Mat apartándose del carro y llevando la mano bajo la capa—. ¿Qué sabéis de Amigos Siniestros?

—Como queráis —dijo maese Kinch, con semblante tenso.

Después azuzó al caballo y se alejó por el sendero sin volverse ni una sola vez.

—Lo siento, Rand. Necesitas un sitio donde reposar. Tal vez si fuéramos tras él… —Se encogió de hombros—. Lo que ocurre es que no puedo librarme de la sensación de que todo el mundo nos persigue. Luz, ojalá supiera el porqué. Ojalá acabe todo esto de una vez. Ojalá… Interrumpió la frase con tristeza.

—Todavía quedan buenas personas —argumentó Rand. Mat comenzó a caminar hacia el camino de carros con la mandíbula apretada como si fuera lo último que deseara hacer, pero Rand lo contuvo—. No podemos permitirnos una tregua Mat. Además, no creo que exista ningún lugar donde podamos escondernos.

Mat aceptó, con patente alivio. Se ofreció a llevar parte de los bultos que acarreaba Rand, pero éste rehusó su ayuda. Sentía las piernas mucho más seguras. «¿Lo que nos persigue?», pensó mientras retomaban camino. «No nos persigue, nos aguarda».

Rand entrecerró los ojos al advertir la polvareda que se alzaba en el camino a tres o cuatro curvas delante de ellos. Mat ya se había encaminado al seto que bordeaba la vía. Sus hojas perennes y su denso ramaje los esconderían con la misma efectividad que una roca, si encontraran alguna abertura para cruzarlo. El otro margen del camino estaba marcado por los escasos esqueletos resecos de unos arbustos, más allá de los cuales se extendía medio kilómetro de campo abierto hasta la arboleda más próxima. Debía de haber formado parte de una granja abandonada no hacía mucho, pero no ofrecía ningún lugar para ocultarse con rapidez. Intentó determinar la velocidad de la espiral de polvo y la del viento.

Una súbita ráfaga levantó remolinos de tierra en torno a él y obstaculizó su visión. Parpadeando, se tapó la nariz y la boca con una bufanda oscura. Ésta ya estaba bastante sucia y le producía picor en la cara, pero filtraba el polvo que sin ella habría debido inhalar. Se la había dado un granjero, un hombre de rostro alargado con las mejillas surcadas por la preocupación.

—Ignoro de qué peligro huís —había dicho con el rostro ceñudo—, y prefiero no saberlo. ¿Comprendéis? Mi familia. —De pronto el campesino había sacado dos largas bufandas del bolsillo de su chaqueta y se las había ofrecido—. No es mucho, pero tened. Son de mis hijos. Ellos tienen más. Vosotros no me conocéis, ¿entendido? Son tiempos difíciles éstos.

Rand consideraba aquella prenda como un tesoro. La lista de gestos amables de los que habían sido acreedores durante los días transcurridos desde su partida de Puente Blanco era exigua y no creía que fuera a incrementarse.

Mat, con la cabeza envuelta en la bufanda, que no le dejaba más que los ojos al descubierto, escrutaba con apremio la compacta hilera de arbustos, palpando las espesas ramas. En una ocasión, el hecho de recortar un orificio en un cercado de arbustos estuvo casi a punto de traicionar su presencia. La polvareda avanzaba hacia ellos, sin dispersarse. No era el viento lo que la levantaba. Era una suerte que no lloviera, ya que con el agua el polvo se posaba sobre el terreno. Por más torrencialmente que ésta cayera nunca llegaba a encharcar la comprimida tierra del camino, pero cuando llovía no se levantaban tolvaneras y éstas eran las únicas señales de aviso que recibían antes de que alguien se hallara lo bastante cerca de ellos para poder percibir el ruido que producía. A veces el sonido llegaba demasiado tarde.

—Aquí —indicó Mat en voz baja y acto seguido pareció adentrarse en el seto.

Rand caminó precipitadamente hacia aquel punto. Alguien había abierto un agujero allí hacía tiempo. Este estaba parcialmente cubierto de nuevos brotes, por lo que a un metro de distancia no se diferenciaba del resto de la espesura. Mientras se escurría por él, escuchó el repiqueteo de herraduras. En efecto: aquello no habían sido remolinos provocados por el viento.

Se agazapó bajo la disimulada brecha y agarró la empuñadura de su espada mientras los jinetes cabalgaban ante ellos. Eran cinco o seis. Iban humildemente vestidos, pero las espadas y lanzas eran claro indicio de que no eran simples lugareños. Algunos llevaban túnicas de cuero con tachones y un par de ellos iban tocados con cascos de acero. Tal vez se tratara de guardas de mercader libres de servicio. Tal vez.

Uno de los viajeros desvió la mirada hacia el seto, al pasar, y Rand desenvainó una pulgada de la hoja. Mat gruñó como un tejón acorralado, con la mano hundida bajo la chaqueta. Siempre aferraba la daga procedente de Shadar Logoth en situaciones de peligro. Rand ya no estaba seguro de si lo hacía para protegerse a sí mismo o para conservar en su poder el arma incrustada de rubíes. En los últimos tiempos Mat mostraba cierta propensión a olvidar que disponía de un arco.

Los jinetes cabalgaban a un trote lento, de lo cual se deducía que se dirigían a un lugar concreto pero sin grandes prisas. El polvo se filtró por entre los matorrales.

Rand aguardó hasta que se amortiguara el taconeo de las herraduras antes de asomar cauteloso la cabeza por el orificio. La polvareda se encontraba a buena distancia, gravitando sobre el trecho que ellos habían recorrido. Del lado este el cielo estaba despejado. Saltó hacia la carretera contemplando la columna de polvo que se dirigía a poniente.

—No van tras nosotros —dedujo, con tono entre afirmativo e interrogativo.

Mat se deslizó por la brecha, mirando con recelo en ambos sentidos.

—Quizá —aventuró—. Quizá.

Rand no tenía idea de cuál era la posibilidad por la que se decantaba su amigo, pero asintió con la cabeza. No había comenzado así su viaje por el camino de Caemlyn.

No llegaron a Carysford hasta el anochecer. Habían tardado más de lo que Rand había deducido a partir de las indicaciones de maese Kinch. Se preguntó si no estaría perdiendo el sentido del tiempo. Sólo habían transcurrido tres noches desde que habían dejado atrás a Howal Gode y Cuatro Reyes, dos desde que Paitr los había sorprendido en el mercado de Sheran y sólo una jornada escasa desde que la Amiga Siniestra, cuyo nombre desconocían, había intentado matarlos en el establo del Vasallo de la Reina, pero se le antojaba que incluso aquel último incidente había tenido lugar hacía un año, o una eternidad.

A pesar de las distorsiones temporales, Carysford parecía un lugar normal, al menos a primera vista. Casas cuidadas, cubiertas de parras, y callejones angostos —a excepción del propio camino de Caemlyn—, silenciosos y apacibles. «¿Pero lo serán de veras?», caviló. El mercado de Sheran también tenía un aspecto apacible, al igual que el pueblo donde los había atacado la mujer… No había llegado a conocer su nombre y prefería no pensar en ello.

Las ventanas de las casas proyectaban su luz en las calles solitarias. Aquello era conveniente. Deslizándose de esquina a esquina, evitaba a los escasos viandantes. Mat iba pegado a su espalda; se paralizaba siempre que el crujido de la gravilla anunciaba la proximidad de un lugareño y avanzaba agazapado en los lugares iluminados cuando la oscura silueta se había alejado.

El río Cary, cuyas aguas discurrían perezosas, apenas tenía treinta metros de ancho allí, pero el fuerte se había desmoronado mucho tiempo atrás. Los siglos de lluvia y viento habían corroído los contrafuertes de piedra hasta conferirles la apariencia de formaciones naturales. El continuo tránsito de carros y caravanas de mercaderes había desgastado asimismo las gruesas planchas de madera. Algunos tablones sueltos resonaban bajo sus botas con el mismo estrépito que la percusión de un tambor. Hasta mucho después de haber atravesado el pueblo y haberse adentrado en la campiña, Mat mantuvo la aprensión a oír una voz que exigiera saber quiénes eran. O, aún peor, que conociera realmente su identidad.

A medida que avanzaban, el campo presentaba una población más densa. Siempre percibían alguna luz que indicaba la cercanía de una granja; los setos y las vallas cercaban el camino y los campos que se extendían en la distancia. Siempre había campos junto al camino, pero ni un árbol. Tenían la constante sensación de hallarse a las afueras de un pueblo, aun cuando se encontraran a horas de distancia de la próxima población. Belleza y paz; allí no había indicios del posible acecho de Amigos Siniestros.

De repente Mat se sentó en el camino. Tenía la bufanda encima de la cabeza, ahora que la única iluminación emanaba de la luna.

—Dos pasos para un palmo —murmuró—. Cien palmos para un kilómetro, cinco kilómetros para una legua… No voy a dar diez pasos más a menos que me lleven a un sitio donde dormir. Y tampoco estaría mal algo de comer. ¿No estarás escondiendo algo en los bolsillos, eh? ¿Una manzana tal vez? La compartiría contigo si la tuviera. Al menos podrías mirar.

Rand escrutó ambos lados de la vía. Eran los dos únicos seres que se movían en la noche. Echó una ojeada a Mat, que se había quitado una bota y se frotaba el pie. Él también tenía los pies doloridos. Un temblor le recorrió las piernas, como para recordarle que todavía no había recobrado todo el vigor que él pensaba.

Unos bultos oscuros se elevaban en un campo contiguo. Almiares, que habían ido reduciéndose durante la alimentación invernal del ganado, pero que aún conservaban cierto espesor.

—Dormiremos aquí —anunció. Su amigo, colocándose otra vez la bota, se incorporó de inmediato.

El viento estaba alzándose e incrementaba la gelidez de la noche. Saltaron la valla y se zambulleron deprisa en el heno. La lona alquitranada que lo protegía de la lluvia, contenía también las ráfagas de viento.

Rand se revolvió en el orificio que había franqueado hasta hallar una postura cómoda. Aun así, las hierbas lograban abrirse camino por su ropa, pero no tuvo más remedio que conformarse. Intentó calcular el número de almiares en los que había dormido desde que habían partido de Puente Blanco. Los héroes de los relatos nunca se veían obligados a pasar la noche entre pajas ni bajo los matorrales. Sin embargo, ya no le resultaba sencillo imaginarse como un héroe de aventuras, ni siquiera durante un rato. Suspirando, se subió el cuello de la camisa con la esperanza de que el heno no penetrara en su espalda.

—Rand… —lo llamó quedamente Mat—. Rand, ¿crees que lo conseguiremos?

—¿Tar Valon? Todavía falta mucho, pero…

—Caemlyn. ¿Crees que llegaremos a Caemlyn?

Rand irguió la cabeza, pero aquella improvisada madriguera estaba tan oscura como una boca de lobo y lo único que le indicaba la posición de Mat era su voz.

—Maese Kinch ha dicho que estaba a dos jornadas. Pasado mañana o un día después estaremos allí.

—Si no hay Amigos Siniestros que acechen en el camino, o un Fado o dos. —Tras una pausa Mat agregó— Creo que somos los únicos que quedamos con vida, Rand. —Parecía amedrentado—. Sea lo que sea lo que nos persigue, sólo quedamos dos ahora. Sólo nosotros dos.

Rand sacudió la cabeza. Sabía que Mat era incapaz de verlo en la oscuridad, pero de todos modos era ante todo un gesto dirigido a sí mismo. —Duérmete, Mat —aconsejó fatigado.

Él, sin embargo, tardó largo rato en conciliar el sueño. «Sólo nosotros dos».

Al despertar con el canto de un gallo, salió de su escondrijo y sacudió el heno de su ropa. A pesar de sus precauciones algunas briznas se le habían colado por la espalda; las pajitas prendidas a los hombros le producían escozor. Se quitó la chaqueta y se sacó la camisa de los pantalones para hacerla caer. Fue mientras tenía una mano en la nuca y la otra torcida hacia atrás cuando advirtió la proximidad de la gente.

El sol todavía no se había levantado del todo, pero el camino ya estaba transitado por una procesión de personas que caminaban solas o acompañadas en dirección a Caemlyn, unas con fajos a los hombros, otras únicamente con un bastón de apoyo y había algunas muchachas e incluso gente de más edad. Todos sin excepción tenían el polvoriento aspecto de los caminantes que habían cubierto largas jornadas a pie. Parte de ellos clavaban la mirada en el suelo con hombros abatidos; algunos fijaban la vista en cierto punto del horizonte, algo que se encontraba más allá de su visión.

Mat salió rodando del almiar y se puso a rascarse con violencia. Sólo se detuvo el momento justo para enrollarse la bufanda en la frente; aquella mañana se cubrió menos los ojos.

—¿Confías en que podamos llevarnos algo a la boca hoy?

El estómago de Rand rugió ante aquella mención. —Ya pensaremos en eso de camino respondió.

Cuando llegaron a la cerca, Mat reparó en el gentío que recorría la carretera y se detuvo ceñudo en el campo, mientras Rand saltaba. Un joven, apenas mayor que ellos, les dedicó una mirada al pasar. Tenía la ropa polvorienta, al igual que la manta enrollada que colgaba de su espalda.

—¿Adónde te diriges? —le preguntó Mat.

—Hombre, a Caemlyn, a ver al Dragón —repuso a gritos el interpelado sin aminorar el paso. Enarcó una ceja y señaló las mantas y la alforja que ellos acarreaban y añadió— Igual que vosotros. —Continuó andando, con los ojos ávidos prendidos en la lejanía.

Mat formuló la misma pregunta varias veces en el transcurso del día y las únicas personas cuyas respuestas difirieron fueron las de los habitantes de los alrededores, que normalmente se limitaban a escupir y desviar la mirada con aire despreciativo. Miraban a todos los viajeros del mismo modo: de soslayo, con una expresión que indicaba que los forasteros podían causar contratiempos si no los vigilaba alguien.

La gente que vivía en la zona no sólo mostraba recelo ante los desconocidos, sino un leve enfado. La gran cantidad de gente que ocupaba el camino constreñía la marcha de sus carros, ya de por sí lenta. Ninguno de ellos se encontraba de humor para invitar a alguien a subir a sus vehículos. Lo más probable era observar en ellos una amarga mueca y tal vez escuchar una maldición referente al trabajo que no llegaban a tiempo para atender.

Los carromatos de mercaderes avanzaban coro escaso impedimento entre los puños alzados hacia ellos, ya fuera en dirección a Caemlyn o a la inversa. Cuando apareció la primera caravana, temprano por la mañana, aproximándose a un trote regular cuando el sol apenas superaba la altura de los carruajes, Rand se hizo a un lado. No parecían dispuestos a detenerse por nada y vio cómo los otros caminantes hubieron de cederles el paso con urgencia. Él se apartó al margen, pero continuó caminando.

Un asomo de movimiento al acercarse el primer carromato rodando con gran estrépito fue el único aviso que tuvo. Se echó al suelo un segundo antes de que el látigo del carretero restallara en el aire que había ocupado su cabeza. Tendido en el suelo, percibió la dura mirada del conductor. Unos ojos imperturbables sobre una boca deformada en una rígida mueca. A aquel hombre no le importaba si le había hecho brotar sangre o le había arrancado un ojo.

—¡Así os ciegue la Luz! —gritó Mat detrás del carruaje—. No tenéis derecho… —Un guardián a caballo le golpeó el hombro con el mango de su lanza y lo derribó encima de Rand.

—¡Fuera del camino, asqueroso Amigo Siniestro! —gruñó el guarda sin detenerse.

Después de aquello, se mantuvieron alejados de los carromatos. Su circulación era frecuente, por desgracia. Apenas se había amortiguado el estrépito de uno cuando ya se oía aproximarse otro. Los guardas y los conductores miraban sin excepción a los viajeros que caminaban hacia Caemlyn como si fueran basura ambulante.

En una ocasión, Rand calculó mal la longitud de un látigo y éste le abrió un profundo tajo encima de la ceja. Tragó saliva para contener su protesta. El carretero le sonrió de modo afectado. Agarró a Mat de la mano para evitar que colocara una flecha en el arco.

—Déjalo —dijo. Dio un respingo al advertir a los guardas que cabalgaban cerca de los carromatos. Algunos reían; otros miraron con fiereza el arco de Mat—. Con suerte, sólo nos aporrearían las lanzas. Con suerte.

Mat gruñó con amargura, pero permitió que Rand tirara de él hacia el camino.

Dos escuadrones de la guardia de la reina se acercaron al trote, con las cintas de sus lanzas flameantes en el viento. Algunos granjeros los saludaban, deseosos de expresarles la necesidad de reaccionar ante la presencia de tantos forasteros, y los guardias se detenían cada vez para escuchar pacientemente. Cerca del mediodía Rand se paró para oír una de aquellas conversaciones.

Detrás de la rejilla de su yelmo, la boca del capitán de la guardia formaba una fina línea.

—Si uno de ellos roba algo o traspone el límite de vuestras tierras —explicaba al desgarbado campesino que fruncía el entrecejo junto a los estribos—, lo llevaré ante un magistrado, pero no infringen ninguna ley real por caminar por la carretera pública.

—Pero están por todas partes —objetó el campesino—. ¿Quién sabe quiénes son ni de dónde vienen? Todas estas habladurías acerca del Dragón…

—¡Luz, hombre! Aquí sólo hay un puñado. Las murallas de Caemlyn están a punto de rebosar y cada día llegan más. —La hosca expresión del capitán se agudizó al advertir a Rand y Mat, plantados al lado. Señaló el camino con un guantelete reforzado con acero—. Continuad camino u os arrestaré por interrumpir el tránsito.

Su voz no fue más ruda al hablarle a ellos que al hacerlo con el granjero, pero sus palabras surtieron efecto. La mirada del capitán los siguió durante unos minutos; Rand la sentía clavada en su espalda. Habiendo concluido que a los guardianes les quedaría poca paciencia con los vagabundos y poca compasión para un ladrón hambriento, decidió contener a Mat cuando pretendía robar huevos otra vez.

De todos modos, el hecho de que el camino se hallara tan abarrotado de vehículos y personas que se encaminaban a Caemlyn, en especial de hombres jóvenes, tenía su lado bueno. Por más Amigos Siniestros que pretendieran darles caza, su tarea sería tan difícil como la de distinguir dos palomas concretas en medio de una bandada de ellas. Si el Myrddraal que había atacado la Noche de Invierno no sabía exactamente a quién buscaba, tal vez sus secuaces se hallarían igual de desorientados allí.

Su estómago lo atormentaba con frecuencia, recordándole que no les quedaba dinero, en todo caso no lo suficiente para pagar una comida con los precios tan desmesurados que pedían en las cercanías de Caemlyn. Se sorprendió una vez con la funda de la flauta en la mano y la empujó con firmeza hacia su espada. Gode sabía lo de los conciertos de flauta y los juegos malabares. No había otra forma de averiguar qué había transmitido a Ba’alzemon antes de morir —en el supuesto de que realmente hubiera muerto— ni cuánta información había llegado a otros Amigos Siniestros.

Observó con añoranza una granja que encontraron a su paso. Un hombre patrullaba las cercas con un par de perros que gruñían, ansiosos por zafarse de las correas que los retenían. Aquel individuo tenía aspecto de buscar una excusa para soltarlos. No todas las alquerías tenían perros fuera, pero ninguna ofrecía trabajo a los viajeros.

Antes de la puesta del sol, él y Mat atravesaron dos pueblos más. Los lugareños se apiñaban en grupos compactos; charlaban entre ellos y observaban el continuo flujo de caminantes. Sus rostros no eran más amistosos que los de los granjeros, los conductores de carromatos o los guardias de la reina. Toda esa gente extraña que iba a ver al Dragón. Insensatos que no sabían quedarse quietos en sus casas. Tal vez seguidores del propio Dragón. Si es que había alguna diferencia entre ambas categorías.

Con la proximidad del crepúsculo, la multitud comenzó a disminuir en el segundo pueblo. Los pocos que tenían dinero desaparecieron en el interior de la posada, si bien parecieron tener ciertas dificultades para ser admitidos; otros comenzaron a buscar setos o campos que no estuvieran guardados por perros.

Al anochecer, Mat y él se encontraron a sus anchas en el camino. Mat empezó a sugerir la conveniencia de encontrar otro almiar, pero Rand insistió en la necesidad de proseguir.

—Mientras podamos distinguir el camino —arguyó—. Cuanto más lejos lleguemos antes de parar, más lejos estaremos. «Si os persiguen, ¿por qué habrían de hacerlo ahora, cuando han estado aguardando que os acercarais a ellos?»

Aquél fue un argumento suficiente para Mat. Con frecuentes miradas por encima del hombro, aligeró el paso. Rand hubo de apresurarse para no quedarse atrás.

La noche se oscureció, iluminada sólo por la tenue luz de la luna. El acceso de energía de Mat tocó a su fin y sus quejas arreciaron de nuevo. Rand tenía las pantorrillas agarrotadas y doloridas. Se dijo que había recorrido mayores distancias en un día de trabajo duro en la granja con Tam, pero, por más que se lo repitiera, no lograba convencerse de ello. No obstante apretó los dientes, hizo caso omiso del dolor y la fatiga, y continuó caminando.

Entre los rezongos de Mat y su propia concentración en el siguiente paso que iba a dar, casi se encontraron en el próximo pueblo antes de advertir luces. Se detuvo, tambaleándose, consciente de improviso de una comezón que le recorría los pies y le remontaba las piernas. Dedujo que tendría una llaga en el pie derecho.

Al divisar la población, Mat se dejó caer de rodillas con un gruñido.

—¿Podemos pararnos ahora? —jadeó—. ¿O quieres buscar una posada para colgar un letrero destinado a los Amigos Siniestros? ¿O a un Fado?

—Al otro lado del pueblo —repuso Rand, mirando las luces. A aquella distancia, en la oscuridad, habría podido tratarse de Campo de Emond. «¿Qué nos aguardará aquí?»—. Otro kilómetro, eso es todo.

—¡Todo! ¡No voy a andar ni un palmo!

Rand sentía un terrible ardor en las piernas, pero se obligó a dar un paso y luego otro más. A pesar de que cada uno de ellos entrañaba igual dificultad, porfió en su esfuerzo. Cuando no había dado aún diez pasos, oyó que Mat lo seguía vacilante, murmurando para sus adentros. Pensó que era preferible que no lograra descifrar lo que decía su amigo.

La hora tardía explicaba el hecho de que las calles estuviera solitarias. Sin embargo, la mayoría de las casas proyectaban luz en una de sus ventanas y la posada, en el centro del burgo, despedía una potente claridad, rodeada por una aureola dorada que ahuyentaba las tinieblas. La música y las risas, amortiguadas por gruesas paredes, llegaban al exterior. El letrero crujía sobre la puerta impulsado por el viento. Junto a una de las esquinas del edificio había un caballo enganchado a un carro y un hombre que comprobaba los arreos. En el otro extremo había dos hombres de pie, en el borde del círculo iluminado.

Rand se detuvo en las sombras de una casa, demasiado extenuado para tomar uno de los callejones laterales. Un minuto de reposo no sería perjudicial. Sólo un minuto. Mat se dejó caer contra la pared con un suspiro de agradecimiento y se apoyó en ella como si tuviera intención de quedarse dormido allí mismo.

Aquellos dos individuos situados en el borde de las sombras tenían algo que lo inquietaban. Al principio no estaba seguro de ello, pero advirtió que el hombre del carro también lo percibía. Al llegar al extremo de la correa que examinaba, ajustó el bocado en la boca del caballo y luego retrocedió para reiniciar el mismo proceso. Entre tanto se mantenía cabizbajo, con los ojos fijos en lo que hacía, sin mirar a los otros hombres. Habría sido posible, asimismo, que no hubiera reparado en su presencia, a pesar de que se hallaban a menos de doce metros de distancia, si no hubiera tenido en cuenta la rigidez de sus movimientos y el cómo se volvía de modo brusco al realizar una tarea para evitar quedar frente a ellos.

Uno de aquellos individuos no era más que una forma negra, pero el otro permanecía más cerca de la luz, de espaldas a Rand. Con todo, era evidente que no disfrutaba de la charla que estaba manteniendo. Se retorcía las manos, miraba al suelo y agitaba de tanto en tanto la cabeza a modo de asentimiento a algo que el otro le había dicho. Rand no alcanzaba a oír nada, pero tenía la impresión de que el hombre que estaba en la zona más oscura mantenía todo el peso de la conversación; el otro lo escuchaba inquieto.

Por último el individuo envuelto en sombras se alejó y su nervioso acompañante avanzó unos pasos, adentrándose en la zona iluminada. A pesar del frío se enjugaba la cara con el largo delantal que llevaba puesto, como si estuviera empapado de sudor Rand observó, estremecido, la silueta que se perdía en la oscuridad. Desconocía la razón, pero su inquietud parecía estar relacionada con él, un vago prurito en la nuca y el pelo de los brazos hirsuto como si acabara de advertir que algún animal se había colado por su manga. Con un brusco respingo, se frotó los brazos vigorosamente. «Estas volviéndote tan alocado como Mat, ¿no es cierto?»

En aquel momento la silueta pasó junto a la claridad proyectada por una ventana, justo en el borde, y Rand sintió un hormigueo en toda la piel del cuerpo. El letrero de la posada continuaba bamboleándose con el impulso del viento, pero aquella capa oscura no se agitaba.

—Fado —musitó.

—¿Qué? —inquirió Mat, y se levantó de repente como si hubiera oído un grito.

Rand le tapó la boca con la mano.

—En voz baja. —La oscura forma se había perdido en las tinieblas. «¿Dónde?»—Ya se ha ido, creo. Espero. —Cuando retiró la mano, el único sonido que emitió Mat fue una larga inspiración.

El nervioso interlocutor, que se encontraba casi al lado de la puerta de la posada, se detuvo y se alisó el delantal, recobrando a todas luces la compostura antes de entrar en el local.

—Vaya unos amigos más extraños que tienes, Raimun Holdwin —observó de improviso el hombre del carro. Su voz era la de un anciano, pero impregnada de firmeza. El interpelado se irguió y sacudió la cabeza—. Unos amigos extraños para que los frecuente un posadero a oscuras.

El tal Raimun tuvo una sacudida al oír hablar al otro y miró a su alrededor como si hasta entonces no hubiera visto el vehículo ni a su dueño. Hizo acopio de aire, recuperó el aplomo y luego preguntó:

—¿Y qué insinúas con eso, Almen Bunt?

—Simplemente lo que he dicho. Unos amigos extraños. No es de por aquí ése, ¿verdad? Ha venido mucha gente rara las últimas semanas. Una terrible cantidad de gente rara.

—Mira quién fue a hablar. —Holdwin dirigió una mirada al hombre del carro—. Conozco a muchas personas, incluso a ciudadanos de Caemlyn. No como tú, que te pasas la vida encerrado en esa granja tuya. —Se detuvo y luego prosiguió, como si se creyera en la obligación de dar una explicación—. Es de Cuatro Reyes y va buscando a un par de rateros. Unos jóvenes que le robaron una espada con la marca de la garza.

Rand había contenido el aliento a la mención de Cuatro Reyes; al escuchar lo de la espada miró de reojo a Mat. Su amigo tenía la espalda pegada a la pared y estaba escrutando la oscuridad con los ojos tan desorbitados que parecían totalmente blancos. Rand también quería concentrar la mirada en la noche —el Semihombre podía estar en cualquier parte—, pero sus ojos volvieron a posarse en los dos individuos apostados frente a la posada.

—¡Una espada con la marca de la garza! —exclamó Bunt—. No me extraña que quiera recuperarla.

—Sí, y a ellos también quiere echarles las manos encima. Mi amigo es un hombre rico, un…, un mercader, y ellos le han ocasionado problemas con sus criados, les han contado historias falsas y han creado malestar entre ellos. Son Amigos Siniestros seguidores de Logain.

—¿Amigos Siniestros y seguidores del falso Dragón? ¿Y que cuentan historias falsas también? Es mucho pedir para dos muchachos. ¿Has dicho que eran jóvenes? —La voz de Bunt expresaba una jocosidad que el posadero no pareció percibir.

—Sí, de menos de veinte años. Hay una recompensa de cien coronas de oro para ambos. —Holdwin titubeó antes de añadir— Son unos tipejos astutos, esos dos. Sólo la Luz sabe qué tipo de patrañas le contarán a uno, para intentar crear enemistades entre la gente. Y peligrosos también, aunque no lo diríais por su aspecto. Perversos. Es mejor que no os acerquéis a ellos si los vierais por azar. Dos hombres jóvenes, uno con una espada, y los dos caminan mirando tras de sí. Si son ellos, mi… amigo vendrá a recogerlos cuando sepa dónde están.

—Hablas como si los conocieras en persona.

—Los reconoceré cuando los vea —confesó confidencialmente Holdwin—. Pero no intentes atraparlos solos. No es preciso que alguien salga malparado. Ven a decírmelo si te topas con ellos. Mi…, mi amigo se ocupará de ellos. Cien coronas, pero los quiere a los dos.

—Un centenar de coronas para los dos —murmuró pensativo Bunt—. ¿Y cuánto da por esa espada que desea recuperar a toda costa?

De pronto Holdwin cayó en la cuenta de que el otro hombre estaba mofándose de él.

—No sé por qué te estoy explicando esto —espetó—. Veo que aún estas empecinado en llevar a cabo ese descabellado plan.

—No tan descabellado —replicó plácidamente Bunt—. Quizá no haya otro falso Dragón que ver antes de que me muera, ¡así lo quiera la Luz!, y soy demasiado viejo para tragar el polvo levantado por un mercader durante todo el camino a Caemlyn. Tendré todo el camino para mí y mañana a primera hora estaré en Caemlyn.

—¿Para ti? —La voz del posadero tembló con una extraña turbación—. Nunca se sabe qué puede haber fuera, de noche, Almen Bunt. Solo en el camino, a oscuras. Aunque te oyera gritar, nadie descorrería el cerrojo de su puerta para socorrerte. No en estos tiempo, Bunt. Ni siquiera tu vecino más próximo.

Nada de lo dicho pareció amedrentar al viejo granjero, que respondió con tanta calma como antes.

—Si la guardia de la reina no es capaz de preservar la seguridad del camino a esta distancia de Caemlyn, no estaremos a salvo ni en nuestra propia cama. Por si te interesa saberlo, una de las cosas que podría hacer la guardia para conservar la placidez de los viajeros es arrestar a ese amigo tuyo, que se desliza en la oscuridad, como si tuviera miedo de que le vean la cara. No me digas que está tramando algo bueno.

—¿Miedo? —bufó Holdwin—. Si tú supieras, viejo necio… —Sus dientes entrechocaron súbitamente—. No sé por qué desperdicio el tiempo contigo. ¡Vete con viento fresco! Y deja de hacer ruido delante de mi establecimiento. —La puerta de la posada se cerró de un portazo tras él.

Murmurando para sí, Bunt se agarró al borde del pescante y puso el pie encima del cubo de la rueda.

Rand vaciló sólo unos instantes. Mat le asió el brazo cuando se disponía a avanzar.

—¿Te has vuelto loco, Rand? ¡Nos reconocerá sin duda!

—¿Prefieres quedarte aquí? ¿Con un Fado en los alrededores? ¿Cuánto rato crees que podremos caminar hasta que nos encuentre?

Intentó no pensar cuánto rato viajarían en un carro si el Semihombre los localizaba. Se zafó de la mano de Mat y salió al camino. Puso buen cuidado en cerrar la capa para ocultar la espada, para lo cual el viento y el frío le proporcionaban una excusa apropiada.

—No he podido evitar oír que os dirigís a Caemlyn —dijo.

Bunt se sobresaltó, a punto de caer del pescante. Su curtido rostro era una masa de arrugas y tenía la boca desdentada, pero sus nudosas manos aferraban con fuerza el bastón. Tras unos segundos, apoyó la punta de la vara en el suelo y se inclinó sobre ella.

—De modo que vosotros dos vais a Caemlyn. A ver al Dragón, ¿eh?

Rand no había advertido que Mat lo había seguido. Éste se mantenía a cierta distancia de la luz, observando la posada y al viejo granjero con tanta suspicacia como si fuera la propia noche.

—Al falso Dragón —contestó Rand, enfatizando el calificativo agregado.

—Desde luego —asintió Bunt—. Desde luego, —Miró la posada por el rabillo del ojo y luego arrojó bruscamente el bastón bajo el asiento—. Bien, si queréis venir, subid deprisa. Ya he perdido bastante tiempo.

Rand saltó a la carreta mientras el campesino agitaba las riendas y Mat hubo de tomar carrera, pues el carro ya había emprendido la marcha. Rand lo agarró del brazo y tiró de él.

Pronto el pueblo se confundió con la noche. Rand yacía sobre los tablones de la carreta, debatiéndose por los adormecedores crujidos de las ruedas. Mat, que escudriñaba con recelo la campiña, reprimió un bostezo con la mano. La oscuridad se cernía sobre los campos y las alquerías, sólo alterada de vez en cuando por alguna luz. Aquellos distantes y relucientes puntos luminosos parecían forcejear en vano con la noche. Una lechuza exhaló su canto mortuorio y el viento gimió como un alma en pena entre la sombra.

«Podría estar por ahí, en cualquier sitio», pensó Rand.

Al parecer, Bunt también sentía la opresión de la noche, puesto que de repente comenzó a hablar.

—¿Habéis estado en Caemlyn alguna vez? —Rió brevemente entre dientes—. Supongo que no. Bien, esperad a verla. La mayor ciudad del mundo. Oh, he oído todo lo que cuentan de Illian, Ebou Dar y Tear y otras más… Siempre hay algunos necios que piensan que algo es más impresionante porque se encuentra en otros horizontes… Pero, en mi opinión, Caemlyn es la ciudad más fastuosa que existe. No podría serlo más. No, a buen seguro que no. A no ser que la reina Morgase, que la Luz la ilumine, se librara de esa bruja de Tar Valon.

Rand estaba tumbado con la cabeza recostada sobre su manta; miraba el firmamento que dejaban atrás, dejando que las palabras del granjero impregnaran el aire. Una voz humana mantenía a raya las tinieblas y amortiguaba el aullido del viento. Se volvió para mirar la oscura forma de la espalda de Bunt.

—¿Os referís a una Aes Sedai?

—¿A qué otra cosa si no? Sentada allí en el palacio como una araña. Soy un buen súbdito de la reina, nadie afirmaría lo contrario, pero eso no está bien. No soy uno de esos que opinan que la reina está demasiado influida por Elaida. Y en cuanto a esos que van predicando que Elaida es verdaderamente la reina excepto de nombre… —Escupió al suelo—. Que se queden con sus patrañas. Morgase no es una marioneta que baile con las cuerdas que tira una bruja de Tar Valon.

Otra Aes Sedai. Si…, cuando Moraine llegara a Caemlyn, tal vez acudiera a una de sus hermanas. Suponiendo lo peor, la tal Elaida podría ayudarlos a llegar a Tar Valon. Miró a Mat y, como si hubiera expresado sus pensamientos en voz alta, éste sacudió la cabeza. No era capaz de distinguir el semblante de su amigo, pero tenía la certeza de que expresaba su desacuerdo.

Bunt continuó su charla, agitando las riendas únicamente cuando el caballo aminoraba el paso.

—Como os he dicho, soy un buen súbdito de la reina, pero incluso los insensatos atinan de vez en cuando. Incluso un cerdo ciego encuentra alguna que otra bellota. Deben llevarse a cabo algunas modificaciones. Este tiempo, las cosechas malogradas, las vacas que dejan de dar leche, los terneros y corderos que nacen muertos, algunos con dos cabezas… Los malditos cuervos ni siquiera esperan a que los animales estén muertos. La gente está atemorizada. Quieren cargar la culpa a alguien. Está empezando a aparecer el Colmillo del Dragón en algunas partes. Hay seres que reptan por la noche y establos a los que prenden fuego. Tipos que merodean, como ese amigo de Holdwin, asustando a las personas. La reina debería hacer algo antes de que sea demasiado tarde. ¿No opináis vosotros lo mismo?

Rand emitió un sonido que no lo comprometía. Por lo visto, habían sido más afortunados de lo que pensaba al topar con aquel anciano y su carro. Si hubieran aguardado al alba, posiblemente no habrían superado aquel último pueblo. Se incorporó para mirar la oscuridad por encima de la barandilla. Sombras y siluetas semejaban escabullirse en las tinieblas. Volvió a recostarse antes de que su imaginación le hiciera creer que había algo allí.

Bunt tomó su murmullo como un asentimiento.

—Bien. Soy un buen súbdito de la reina y me interpondré a todo aquel que trate de hacerle daño, pero estoy en lo cierto. Ahora fijaos en lady Elayne y lord Gawyn. Un cambio no perjudicaría a nadie y podría arreglar algunas cosas. Claro, ya sé que siempre se ha actuado de esta manera en Andor. Enviar a la heredera del trono a Tar Valon para estudiar con las Aes Sedal y al hijo mayor para que lo instruyan los Guardianes. Yo también creo en las tradiciones, pero mirad en lo que han ido a parar últimamente. Luc muerto en la Llaga antes de que lo hubieran ungido Primer Príncipe de la Espada y Tigraine desaparecida, huida o fallecida, cuando llegó el momento de tomar el relevo del trono. Eso todavía nos causa inquietud.

»Algunos dicen que aún está viva y que Morgase no es la reina legítima. Condenados idiotas. Recuerdo muy bien lo ocurrido, como si hubiera sido ayer. No había ninguna heredera para suceder a la vieja reina muerta y todas las casas de Andor conspiraban y se disputaban los derechos. Y Taringail Damodred… Nadie hubiera imaginado que acababa de perder a su esposa, de tanto como maquinaba para prevea qué casa ganaría y poder casarse de nuevo para convertirse en príncipe consorte después de todo. Bueno, lo logró, aunque por qué motivos Morgase lo eligió a él… Ah, ningún hombre conoce el corazón de una mujer y una reina es doblemente mujer, casada con un hombre y a la vez unida a una tierra. Consiguió lo que quería, aunque no de la manera como deseaba.

»Incorporó Cairhien a sus planes antes del final y ya sabéis qué consecuencias tuvo. El Árbol abatido a hachazos y los Aiel de rostro velado traspasando la Muralla del Dragón. El caso es que se prestó a una muerte decente después de haber engendrado a Elayne y Gawyn, de manera que aquí concluye su historia, supongo. ¿Pero por qué enviarlos a Tar Valon? Ya es hora de que deje de considerarse que el trono de Andor está relacionado con las Aes Sedai. Si tienen que ir a algún sitio a educarse, en Illian hay bibliotecas tan buenas como las de Tar Valon y allí le enseñarían a Elayne a conspirar y gobernar tan bien como lo hacen las brujas de Tar Valon. Tres mil años es tiempo suficiente. Demasiado tiempo. La reina Morgase es capaz de regirnos y arreglar los asuntos sin la asistencia de la Torre Blanca. De verdad es una mujer que hace sentir orgullo a un hombre que se arrodilla para recibir su bendición. Claro, una vez…

Rand luchaba contra el sueño que le reclamaba su cuerpo, pero el rítmico balanceo de la carreta lo acunó, adormeciéndolo paulatinamente junto con el murmullo de la voz de Bunt. Soñó con Tam. En un principio se encontraban junto a la gran mesa de roble de la granja; bebían té mientras Tam le hablaba de príncipes consortes, herederas, la Muralla del Dragón y hombres Aiel con el rostro tapado con velos negros. La espada con la marca de la garza estaba sobre la mesa entre ellos, pero ninguno de los dos la miraba. De improviso se hallaba en el Bosque del Oeste, arrastrando la camilla a la luz de la luna. Cuando se volvió, era Thom quien estaba sobre las angarillas, en lugar de su padre, sentado con las piernas cruzadas y haciendo malabarismos.

—La reina está unida a la tierra —dijo Thom mientras las bolas multicolores danzaban en círculo—, pero el Dragón…, el Dragón forma parte de la tierra, así como ésta forma parte de él.

Rand vio a un Fado que se aproximaba, con su negra capa de inmóviles pliegues, a lomos de un fantasmagórico caballo que sorteaba en silencio los árboles. Dos cabezas segadas pendían de la silla del Myrddraal; la sangre manaba de ellas y se deslizaba en surcos oscuros por el cuero negro de la montura. Eran Lan y Moraine, con los rostros desfigurados por muecas de dolor. El Fado tiraba de un manojo de ronzales mientras cabalgaba. Cada una de las cuerdas estaba atada en su extremo a las muñecas de quienes corrían tras las mudas herraduras, con semblantes empavorecidos: Mat, Perrin y Egwene.

—¡Ella no! —gritó Rand—. ¡Que la Luz te fulmine, es a mí a quien quieres y no a ella!

El Semihombre efectuó un gesto y las llamas consumieron a Egwene; convirtieron su carne en ceniza y dejaron los huesos ennegrecidos, desmoronados en el suelo.

—El Dragón forma parte de la tierra —repitió Thom, retozando con las bolas sin inmutarse—y ésta forma parte de él.

Rand exhaló un grito… y abrió los ojos.

El carro continuaba recorriendo el camino de Caemlyn, impregnado por el dulzor del heno marchitado tiempo atrás y el tenue olor del caballo. Una forma más negra que la noche se posó en su pecho y unos ojos más lóbregos que la muerte se clavaron en los suyos.

—Eres mío —anunció el cuervo antes de horadarle el ojo con su afilado pico. Gritó cuando el animal le arrancaba el globo ocular.

Con un alarido que le hería la garganta, se sentó y se llevó las manos a la cara.

La luz del alba bañaba el carro. Deslumbrado, observó sus manos. No había sangre. No sentía dolor. Los restos del sueño ya se desvanecían, pero aquello… Cauteloso se palpó el rostro y se estremeció.

—Al menos… —Mat bostezó, con un crujido de mandíbula—. Al menos tú has dormido un poco. —Sus nublados ojos expresaban poca sensibilidad respecto a sus pesadillas. Estaba arrebujado bajo su capa, con la manta doblada bajo la cabeza—. No ha parado de hablar en toda la condenada noche.

—¿Ya estás bien despierto? —preguntó Bunt desde el pescante—. Me has dado un susto…, ¡vaya manera de gritar! Bien ya estamos aquí. —Hizo ondear la mano ante ellos con gesto grandilocuente—. Caemlyn: la ciudad más espléndida del mundo.

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