Colgajos de pucheros entrechocaban con estrépito al pasar traqueteante el carromato por el Puente de los Carros. Todavía rodeado por una nube de parroquianos y granjeros acudidos al pueblo con motivo de la festividad, el buhonero refrenó los caballos para parar delante de la posada. De todos lados afluía gente para sumarse a la muchedumbre reunida en torno al gran vehículo, cuyas ruedas eran más altas que cualquiera de los presentes, quienes centraban ahora las miradas en el buhonero sentado en el pescante.
El hombre del carruaje era Padan Fain, un tipo pálido y escuálido de brazos larguiruchos y prominente nariz ganchuda. Fain, siempre risueño y sonriente como si conociera un chiste que no compartía con nadie, había conducido la carreta hasta el Campo de Emond todas las primaveras, por lo que Rand alcanzaba a recordar.
La puerta de la posada se abrió de par en par en el mismo instante en que el tiro se detenía formando una maraña de arreos y daba paso al pleno del Consejo del Pueblo, encabezado por maese al’Vere y Tam. Caminaban resueltos, incluso Cenn Buie, en medio de los excitados gritos de los otros, que solicitaban alfileres, cintas, libros o docenas de objetos diversos. Aunque de mala gana, la multitud les cedió el paso, si bien todos se apresuraron a volver a ocupar sus posiciones sin dejar de atraer a voz en grito la atención del buhonero. Las más de las veces pedían noticias.
A los ojos de los lugareños, las agujas, el té y otros productos similares sólo representaban la mitad de los bienes que acarreaba un carro de buhonero. Igualmente importantes eran la información procedente del exterior, las novedades traídas del mundo que se extendía allende Dos Ríos. Algunos buhoneros se limitaban a contar cuanto sabían, arrojando una tras otra las noticias en un montón, una acumulación de basura que para ellos carecía de trascendencia alguna. Otros se mostraban reacios a hablar y había que arrancarles las palabras, que salían por fin con desgana de sus labios. Fain, en cambio, hablaba profusamente, aun cuando abundaba en bromas, y hacía alargar su exposición de eventos, dando un espectáculo que podía rivalizar con el de un juglar. Disfrutaba siendo el centro de atención, se pavoneaba por doquier como un gallo de poca envergadura, con todas las miradas pendientes de su persona. Rand pensó que a Fain no le complacería mucho enterarse de que había un verdadero juglar en el Campo de Emond.
El buhonero concedió al Consejo y a los aldeanos la misma atención.
Al mismo tiempo demostraba gran esmero en atar las riendas, lo cual representaba que apenas les prestó atención. Asentía sin gran convicción y sin responder a nadie en concreto; sonreía sin hablar y saludaba con aire ausente a personas con quienes había tenido un trato de amistad, si bien sus muestras amistosas siempre habían tenido un carácter peculiarmente distante, como consecuencia de lo cual siempre se retraía antes de lograr una verdadera proximidad.
La gente se desgañitaba pidiéndole que hablara, pero Fain aguardaba, dedicado a realizar pequeños quehaceres en el pescante, a que la muchedumbre y la expectación alcanzaran las dimensiones deseadas. Únicamente el Consejo guardaba silencio, manteniendo la dignidad exigida por su posición, aunque la humareda que desprendían sus pipas indicara el esfuerzo que habían de realizar para contenerse.
Rand y Mat se adentraron en el gentío y se acercaron lo más posible al carruaje. Rand se habría detenido a mitad de camino, pero Mat se deslizaba entre los cuerpos y lo arrastraba tras de sí, hasta que se hallaron justo detrás del Consejo.
—Pensaba que ibas a quedarte en la granja estas fiestas —gritó Perrin Aybara a Rand, elevando la voz entre el clamor.
Unos centímetro más bajo que Rand, el aprendiz de herrero de cabello rizado era tan corpulento que poco le faltaba para ocupar el lugar de dos hombres, con sus brazos y hombros lo bastante recios como para rivalizar con los del propio maese Luhhan. Le habría sido sencillo abrirse paso a empellones entre la multitud, pero sus modales eran otros. Avanzaba con cuidado y pedía disculpas a gente que apenas percibía algo que no tuviera relación con el buhonero. Aun así, él se disculpaba y trataba de no empujar a nadie mientras se afanaba por llegar a donde estaban Rand y Mat.
—Imaginaos —dijo cuando por fin los alcanzó—. Bel Tine y un buhonero, las dos cosas a la vez. Apuesto a que tendremos fuegos artificiales. —No sabes de la misa la mitad —rió Mat.
—Es verdad —gritó Rand antes de señalar a la creciente masa de gente, que no cesaba de chillar—. Luego. Te lo explicaré luego. ¡Luego, te he dicho!
En ese instante, Padan Fain se puso en pie sobre el pescante y la muchedumbre se apaciguó momentáneamente. Las últimas palabras de Rand estallaron en medio del más profundo silencio, sorprendiendo al buhonero con un brazo alzado en dramático gesto y la boca abierta. Todo el mundo se volvió para mirar a Rand. El flaco hombrecillo del carro, preparado como estaba para que todos pendieran del hilo de su primera frase, dirigió a Rand una brusca mirada inquisitiva.
Rand se ruborizó, asaltado por el deseo de tener la misma estatura que Ewin para que su rostro no sobresaliera con tanta claridad. Sus amigos también se agitaban embarazados. Sólo hacía un año que Fain los había tomado en consideración por vez primera, reconociéndolos como hombres. Fain por lo general no disponía de tiempo para alguien que fuera demasiado joven para comprar un buen número de artículos de su carreta. Rand abrigó la esperanza de que no hubieran quedado nuevamente relegados a la condición de niños a los ojos del buhonero.
Con un estruendoso carraspeo, Fain se alisó su pesada capa.
—No, no será luego sino ahora —declamó el buhonero— cuando os lo diga. —Su discurso iba acompañado de ampulosos gestos que abarcaban a toda la multitud—. Pensáis que habéis tenido problemas en Dos Ríos, ¿no es así? Pues bien, todo el mundo padece desgracias, desde la Gran Llaga al Mar de las Tormentas, del Océano Aricio en poniente al Yermo de Aiel en oriente, e incluso más lejos. ¿Que el invierno ha sido más crudo que ninguno de los anteriores, tan frío que habría podido helaros la sangre y haceros crujir los huesos? ¡Ahhh! El invierno ha sido frío y severo por doquier. En las tierras fronterizas considerarían primavera el invierno que habéis tenido vosotros. ¿Pero la primavera no llega, decís vosotros? ¿Los lobos han devorado vuestras ovejas? ¿Tal vez los lobos han atacado también a la gente? ¿Ha ocurrido eso? ¿Sí? Pues bien, la primavera se hace esperar en todo el continente. Hay lobos por todas partes, todos anhelando carne en la que hincar el diente, sea carne de cordero, vaca u hombre. Pero hay cosas peores que los lobos o el invierno. Muchos estarían contentos de tener únicamente vuestros pequeños contratiempos. —Acalló su voz con ademán inquisitivo.
—¿Qué otra cosa hay peor que el hecho de que los lobos ataquen a los corderos y a las personas? —preguntó Cenn Buie.
Se oyeron bisbiseos de apoyo.
—Que los hombres se maten entre sí.
La respuesta del buhonero, modulada en portentosos tonos, levantó murmullos de estupefacción que se incrementaron al retomar éste la palabra:
Es a la guerra a lo que me refiero. Hay guerra en Ghealdan, guerra y locura. Las nieves del Bosque de Dhallin están manchadas de rojo por la sangre de los hombres. El aire está henchido de cuervos y del graznido de los cuervos. Los ejércitos avanzan hacia Ghealdan. Las naciones, las grandes casas y los grandes hombres envían sus huestes a luchar.
—¿Guerra? —Maese al’Vere pronunció con extrañeza aquella palabra insólita. Ningún habitante de Dos Ríos había tenido nunca nada que ver con la guerra—. ¿Por qué han entrado en guerra?
Fain esbozó una sonrisa y a Rand le asaltó la impresión de que se mofaba del aislamiento de los pueblerinos respecto al mundo, de su ignorancia. El buhonero se inclinó hacia adelante como si estuviera a punto de confesar un secreto al alcalde, pero su susurro fue pronunciado con intención de llegar a oídos de todos los presentes, como así fue.
—El estandarte del Dragón se ha alzado y los hombres se reúnen para hacerle frente. Y para unirse a él.
Un último jadeo unánime brotó de las gargantas, y Rand se estremeció a su pesar.
¡El Dragón! —musitó alguien—. El Dragón no es el Oscuro y, de todas formas, éste es un falso Dragón.
—Escuchemos lo que tiene que decirnos maese Fain —aconsejó el alcalde. Sin embargo, no era fácil apaciguar a la gente. Se oían gritos por todos lados que se superponían y se sofocaban entre sí.
—¡No sería peor si fuera el Oscuro!
—El Dragón desmembró el mundo, ¿no es cierto?
—¡Él fue quien comenzó! ¡Fue él quien provocó la Época de la Locura!
—¡Ya conocéis las profecías! ¡Cuando el Dragón nazca otra vez, vuestras más horribles pesadillas os parecerán un sueño encantador!
—Sólo es un falso Dragón más. ¡No puede ser de otro modo!
—¡Eso no cambia nada! ¿Recuerdas el último falso Dragón? También inició una guerra. Murieron miles de personas, ¿no es así, Fain? —Sitió Illian. —¡Son tiempos demoníacos éstos! No había surgido nadie con la pretensión de ser el Dragón Renacido y ahora aparecen tres en cinco años. ¡Malos tiempos! ¡Fijaos en el tiempo!
Rand intercambió miradas con Mat y Perrin. A Mat le brillaban los ojos de excitación, pero Perrin fruncía preocupado el entrecejo. Rand recordaba todas las historias acerca de los hombres que se habían autodenominado el Dragón Renacido y, pese a que todos habían demostrado ser falsos dragones al morir o desaparecer sin haber cumplido las profecías, sus actos habían acarreado siempre malas consecuencias. Naciones enteras devastadas por las batallas, y ciudades y pueblos arrasados por las llamas. Los muertos eran tan numerosos como las hojas caídas en otoño y los refugiados atestaban los caminos igual que las ovejas un aprisco. Eso era lo que contaban los buhoneros, y los mercaderes, y nadie de Dos Ríos con suficiente capacidad de juicio lo ponía en duda. En opinión de algunos, el mundo tocaría a su fin cuando volviera a nacer el verdadero Dragón.
—¡Basta ya! —gritó el alcalde—. ¡Callad! Parad de estrujaros el cerebro y la imaginación. Maese Fain nos informará acerca de ese falso Dragón.
La gente comenzó a calmarse, pero Cenn Bufe rehusó guardar silencio.
—¿Es éste un falso Dragón? —preguntó cáusticamente el anciano.
Maese al’Vere parpadeó como si lo hubiera tomado por sorpresa y luego le espetó:
—¡No te comportes como un viejo estúpido, Cenn!
Sin embargo, Cenn había exasperado nuevamente los ánimos de la multitud.
—¡No es posible que sea el Dragón Renacido! ¡Que la Luz nos asista, no es posible!
—¡Eres un viejo insensato, Buie! Quieres llamar a la mala suerte, ¿eh?
—¡Sólo te falta pronunciar el nombre del Oscuro! ¡Estás poseído por el Dragón, Cenn! ¡Tratas de hacernos daño a todos!
Cenn miró desafiante a su alrededor, en un intento de que bajaran las furiosas miradas que le asestaban, y alzó la voz.
—¡Yo no he oído que Fain dijese que éste era un falso Dragón! ¿Acaso lo habéis escuchado vosotros? ¡Pensad con la cabeza! ¿Dónde está la hierba que ya debería llegarnos a las rodillas o más arriba? ¿Por qué todavía es invierno cuando hace un mes que debería haber llegado la primavera? —La gente profería gritos airados, instando a callar a Cenn—. ¡No voy a quedarme callado! A mí tampoco me gusta hablar de esto, pero no voy a esconder la cabeza debajo de un cesto hasta que algún habitante del Embarcadero de Taren venga a degollarme. Y no voy a permanecer en ascuas sólo para darle placer a Fain, no señor. Habla claro, buhonero. ¿Qué has oído? ¿Eh? ¿Es este hombre un falso Dragón?
Si a Fain le perturbaban las noticias que traía o el desasosiego que había provocado, no dio señales de ello, sino que se limitó a encogerse de hombros mientras se llevaba un huesudo dedo a un lado de la nariz.
—Acerca de eso, en este momento, ¿quién puede decir algo hasta que todo haya finalizado? —Hizo una pausa esbozando una de sus misteriosas sonrisas y recorrió a la muchedumbre con la vista como si calculara su reacción, que auguraba divertida—. Lo que sí sé —dijo, con demasiada ligereza—es que puede manejar el Poder Único. Los demás no podían, pero él puede canalizarlo. La tierra se abre bajo los pies de sus enemigos e imponentes murallas se derrumban en respuesta a su grito. Los rayos acuden a su llamada y se descargan donde quiera que él lo indique. Eso es lo que he oído, y es de buena fuente.
Un desconcierto unánime selló las gargantas. Rand miró a sus amigos. Perrin parecía contemplar algo que no era de su agrado; sin embargo, Mat todavía parecía excitado.
Tam, con el semblante algo menos sereno que de costumbre, atrajo al alcalde junto a sí, pero antes de que pudiera hablar Ewin Finngar exclamó:
—¡Se volverá loco y morirá! En las historias, los hombres que canalizan el Poder se vuelven locos y después se destruyen y mueren. Sólo las mujeres pueden tener contacto con él. ¿Acaso no lo sabes? —Se agachó para esquivar una bofetada de maese Buie.
—Basta ya de tonterías, muchacho. —Cenn blandió un nudoso puño apuntando a la cara de Ewin—. A ver si muestras más respeto y dejas que hablen los mayores. ¡Largo de aquí!
—No te sulfures, Cenn —gruñó Tam—. El muchacho siente simple curiosidad. No es necesario que te desmandes tú.
—Haz honor a tu edad —añadió Bran—y recuerda, al menos por una vez, que eres miembro del Consejo.
El rostro arrugado de Cenn fue ensombreciéndose con cada palabra pronunciada por Tam y el alcalde hasta adquirir un color casi purpúreo.
—Sabéis bien de qué tipo de mujeres estaba hablando. Para de mirarme con esa cara, Luhhan, y tú también, Crawe. Éste es un pueblo honrado de gente decente y ya es bastante desgracia tener que escuchar las explicaciones de Fain acerca de cómo utilizan el Poder los falsos Dragones para tener que oír a este muchacho alocado, poseído del Dragón, sacar a colación a las Aes Sedai. Hay cosas de las que no se debe hablar y me da igual si vais a permitir que ese juglar imprudente cuente todas las historias que él quiera. No es correcto ni es decente.
—Las Aes Sedai ya están involucradas en ello —anunció, retomando la palabra el buhonero—. Un grupo de ellas ha salido de Tar Valon en dirección sur. Dado que puede esgrimir el Poder Único, no puede ser derrotado más que por las Aes Sedai, por más ejércitos que se le opongan o por más tratos que hagan con él cuando tenga que afrontar una derrota. Suponiendo, claro, que tenga que afrontar una derrota.
Algunos de los presentes se lamentaron en voz alta, e incluso Tam y Bran intercambiaron miradas inquietantes. Grupos de parroquianos se apiñaban aún más estrechamente y otros se arrebujaban en sus capas, aun cuando el viento hubiera amainado.
—Por supuesto que será derrotado —gritó alguien. —Al final siempre han vencido a los falsos Dragones.
—Tienen que vencerlo, ¿no es así?
—¿Y qué pasaría si no lo hicieran?
Tam había conseguido por fin decir algo a oídos del alcalde y éste, que asentía de tanto en tanto sin hacerse eco del alboroto reinante, esperó hasta que hubiera terminado antes de elevar su propia voz.
—Escuchad todos. ¡Calmaos y escuchad! —El griterío se redujo nuevamente a un murmullo—. Esta cuestión es de una naturaleza que supera a una mera novedad y debe ser deliberada por el Consejo del Pueblo. Maese Fain, si sois tan amable de reuniros con nosotros en la posada, os formularemos algunas preguntas.
—Una jarra de aromática cerveza caliente no me vendría nada mal en estos momentos replicó el buhonero, riendo entre dientes. Bajó de un salto del carro y se ajustó la capa—. ¿Me vigilaréis los caballos, por favor?
—¡Yo también quiero escuchar lo que dice! —protestó más de uno.
—¡No podéis llevároslo! ¡Mi mujer me ha encargado comprar alfileres! —Aquél era Wit Congar, quien tuvo que hundir la cabeza entre los hombros al advertir las miradas fijas en él. Sin embargo, no dio ni un paso para alejarse.
—También nosotros tenemos derecho a hacerle preguntas —vociferó alguien desde la parte más alejada del gentío—. Yo…
—¡Callad! —tronó el alcalde, provocando un silencio asombroso—. Cuando el Consejo haya terminado, maese Fain estará de regreso para explicaros las noticias. Y para venderos sus pucheros y alfileres. ¡Hu! ¡Tad! Llevad los caballos de maese Fain al establo.
Tam y Bran se situaron a ambos lados del buhonero, los restantes miembros del Consejo se reunieron tras ellos, y la totalidad del grupo entró en la Posada del Manantial y cerró vigorosamente la puerta en las narices de aquellos que intentaban seguirlos en avalancha. Los golpes en la puerta únicamente lograron arrancar un grito de boca del alcalde.
—¡Idos a casa!
La gente, arremolinada delante del establecimiento, comentaba entre murmullos lo que había dicho el buhonero, se interrogaba sobre su sentido y sobre las preguntas que estaría haciéndole el Consejo, y argüía acerca de los motivos por los que deberían permitirles escuchar y formular sus propias demandas. Algunos miraban por las ventanas de la posada y varios llegaban incluso a preguntar a Hu y Tad, aun cuando estaba bien claro lo que ellos sabían. Los dos impasibles mozos de cuadra articulaban un gruñido a modo de respuesta y proseguían metódicamente el proceso de desenganchar el tiro. Uno a uno, fueron llevándose los caballos hasta que no quedó ninguno y, entonces, ya no regresaron.
Rand hizo caso omiso de la aglomeración de gente. Se sentó en un extremo de los viejos cimientos de piedra, se arrebujó en la capa y dejó vagar la mirada hacia la puerta de la posada. Ghealdan, Tar Valon. Sólo los nombres provocaban ya una sensación de extrañeza y excitación. Aquéllos eran lugares que conocía únicamente gracias a las noticias de los buhoneros y los cuentos relatados por los guardas de los mercaderes. Aes Sedai, guerras y falsos Dragones: aquélla era la temática propia de las historias contadas a última hora de la noche delante del fuego, con una vela que proyecta extrañas formas en la pared y el viento aullando contra los postigos. Con todo, era su creencia que más valía soportar ventiscas y lobos. De todas maneras, todo debía de ser distinto por aquellas tierras, más allá de Dos Ríos; como vivir sumergido en un cuento de un juglar. Una aventura, una larga aventura que duraría toda una vida.
Todavía entre murmullos y sacudidas de cabeza, los lugareños poco a poco se dispersaron. Wit Congar se detuvo para observar el solitario carromato, como si pudiera encontrar a otro buhonero oculto en su interior. Por último sólo quedaron algunos jóvenes y chiquillos. Mat y Perrin se aproximaron entonces a Rand.
—No veo de qué manera podrá superar esta historia el juglar —dijo entusiasmado Mat—. Me pregunto si llegaremos a ver alguna vez a ese falso Dragón.
Perrin sacudió su enmarañada cabellera.
—Yo no quiero verlo. En algún otro sitio quizá, pero no en Dos Ríos. No si eso representa una guerra.
—Ni si significa la presencia de las Aes Sedai —agregó Rand—. ¿O acaso habéis olvidado quién causó el Desmembramiento? Es cierto que el Dragón lo originó, pero fueron las Aes Sedai quienes desmembraron el mundo.
—Una vez, un guarda de un mercader de lana me contó una historia. Dijo que el Dragón renacería cuando la humanidad se hallara más indefensa y que nos salvaría a todos.
—Pues era un estúpido si creía eso —dijo con firmeza Perrin—, y tú fuiste igual de estúpido por escucharlo. —No parecía enfadado; su carácter era apacible. Pero a veces lo exasperaban las descabelladas fantasías de Mat, y eso era lo que le sucedía en esta ocasión—. Supongo que también pretendía que todos viviríamos después en una nueva Era de Leyenda.
—Yo no he dicho que lo creyera —protestó Mat—, sólo que lo oí. Nynaeve también lo escuchó, y pensé que iba a desollarnos vivos al guarda y a mí. Dijo…, el guarda dijo… que mucha gente lo creía, pero que tenía miedo de decirlo, miedo de las Aes Sedai o de los Hijos de la Luz. Después de que irrumpiera Nynaeve ya no dijo nada más. Ella se lo contó al mercader y éste respondió que aquél era el último viaje que el guarda hacía con él.
—Vaya una cosa —dijo Perrin—. ¿Que el Dragón nos va a salvar? Parecen los mismos chismes que les gusta contar a los Coplin.
—¿Cómo podría llegar a estar tan indefensa la humanidad para solicitar la ayuda del Dragón? —musitó Rand—. Sería como pedírsela al Oscuro.
—Él no lo explicó —repuso azorado Mat—. Y no mencionó para nada la Era de Leyenda. Dijo que el mundo se rompería en pedazos con la llegada del Dragón.
—Seguro que eso nos salvaría —espetó con sequedad Perrin—, otro Desmembramiento.
—¡Diantres! —rugió Mat—. Sólo repito lo que dijo el guarda.
—Confío únicamente en que las Aes Sedai y ese Dragón, sea o no falso, se queden en donde están. Así no traerán la destrucción a Dos Ríos.
—¿De veras crees que son Amigos Siniestros? —Mat arrugaba la frente en actitud pensativa.
—¿Quiénes? —inquirió Rand.
—Las Aes Sedai.
Rand desvió la mirada hacia Perrin, pero éste se encogió de hombros. —Las historias… comenzó a decir, pero Mat lo interrumpió de improviso.
—No todas las historias dicen que sirvan al Oscuro, Rand.
—Caramba, Mat —replicó Rand—, las Aes Sedai causaron el Desmembramiento. ¿Qué más quieres?
—Supongo que tienes razón —admitió Mat con un suspiro. Sin embargo, al cabo de un instante sonreía de nuevo—. El viejo Bili Congar dice que no existen Aes Sedai ni Amigos Siniestros. Dice que son nada más que cuentos, y que él no cree ni siquiera en el Oscuro.
—Chismorreos de los Coplin en boca de un Congar —bufó Perrin—. ¿Qué otra cosa puede esperarse de ellos?
—El viejo Bili pronunció el nombre del Oscuro. Apuesto a que no lo sabías.
—¡Cielos! —musitó Rand.
—Fue la primavera pasada —explicó Mat con una sonrisa aún más amplia—, justo antes de que la oruga invadiera sus campos y no los de los demás y de que toda su familia cayera enferma de fiebre amarilla. Yo escuché cómo lo decía. Todavía pretende que no cree en él, pero siempre que le pido que nombre al Oscuro, me tira algo a la cabeza.
—¿De modo que eres lo bastante necio como para hacer eso, eh, Matrim Cauthon?
Nynaeve al’Meara se aproximó hacia ellos, con la larga trenza apoyada sobre un hombro casi erizada de furor. Rand se levantó de un salto. Delgada y de estatura que apenas sobrepasaba los hombros de Mat, en aquel momento la Zahorí parecía más alta que cualquiera de ellos, y en ello no intervenían para nada su juventud y su hermosura.
—Ya entonces sospeché que Bili Congar había cometido alguna locura semejante convino—, pero no pensaba que tuvieras tan poco juicio como para inducirlo a repetir una cosa así. Aunque ya tengas edad de casarte, Matrim Cauthon, todavía tendrías que estar pegado a las faldas de tu madre. Sólo te falta que te pongas a nombrar al Oscuro tú también.
—No, Zahorí —protestó Mat, con aire de querer poner pies en polvorosa a la primera oportunidad—. ¡Fue el viejo Bil… maese Congar, quería decir, no yo! ¡Rayos y truenos, yo…!
—¡Vigila esa lengua, Matrim!
Rand permanecía de pie, envarado, aunque la airada mirada de la muchacha no fuera dirigida a él. Perrin parecía igualmente avergonzado. Más tarde ninguno de ellos omitiría quejarse de tener que soportar una reprimenda por parte de una mujer apenas mayor que ellos… Todo el mundo lo hacía después de una de sus regañinas, si bien nunca delante de ella…, pero la diferencia de edad siempre adquiría una extraña dimensión a la hora de enfrentarse cara a cara con ella. Sobre todo cuando estaba enfadada. El bastón que llevaba en la mano la Zahorí tenía un extremo grueso y otro delgado como una aguja y no cabía ninguna duda de que lo asestaría sobre cualquiera que no se comportara como era debido —sobre cabeza, manos o pies—sin tener en cuenta la edad ni la posición del agredido.
Rand tenía la atención tan concentrada en la Zahorí que al principio no se percató de que no estaba sola. Al advertir su error, comenzó a considerar la posibilidad de marcharse, por mucho que hiciera o dijera Nynaeve después.
Egwene se hallaba a varios pasos detrás de la Zahorí y observaba con atención. En aquellos momentos, con los brazos cruzados bajo el pecho y un rictus de desaprobación en los labios, hubiera podido pasar por un vivo reflejo del estado de humor de Nynaeve. La capucha de su capa gris sombreaba su cara y la risa estaba ahora ausente de sus grandes ojos castaños.
Pensaba que, si existiera la justicia, el hecho de tener dos años más que ella le aportaría alguna ventaja, pero no era así. A diferencia de Perrin, ni en las ocasiones más propicias era locuaz o brillante al hablar con cualquiera de las chicas del pueblo, pero siempre que Egwene lo atravesaba con aquella mirada alerta, con los ojos tan abiertos como si fueran a saltar, como si hasta el último gramo de su atención estuviera clavada en él, se veía sencillamente incapaz de articular las palabras. Tal vez se alejaría tan pronto como hubiera acabado de hablar Nynaeve. Sin embargo, sabía que no lo haría, aun cuando no comprendiera el motivo.
—Si ya te has cansado de mirar como si estuvieras alelado, Rand al’Thor —dijo Nynaeve—, quizá podrías explicarme por qué estabais hablando de algo que incluso unos cabezas de chorlito como vosotros deberíais poner buen cuidado en no mencionar.
Con un sobresalto, Rand apartó la vista de Egwene; ésta había empezado a sonreír de manera desconcertante cuando comenzó a hablar la Zahorí. La voz de Nynaeve era áspera, pero en su rostro iba dibujándose una sonrisa de complicidad… hasta que Mat soltó una carcajada. La mujer adoptó otra vez una expresión severa y atajó con una mirada las risas de Mat.
—¿Y bien Rand? —inquirió Nynaeve.
Por el rabillo del ojo vio cómo Egwene continuaba sonriendo. «¿Qué será lo que encuentra tan divertido?», se preguntó.
—Era normal que habláramos de ello, Zahorí —repuso apresuradamente—. El buhonero… Padan Fain… ah…, maese Fain…, ha traído noticias sobre un falso Dragón que hay en Ghealdan y una guerra, y Aes Sedai. El Consejo lo consideró un tema lo suficientemente importante como para reunirse. ¿De qué otra cosa íbamos a hablar?
Nynaeve sacudió la cabeza.
—De modo que éste es el motivo por el que ha quedado solitario el carro. He oído cómo la gente corría a su encuentro, pero no he podido dejar a la señora Ayellan hasta que no le ha cedido la fiebre. ¿El Consejo está interrogando al buhonero sobre lo ocurrido en Ghealdan, no es así? Los conozco, estarán haciendo todas las preguntas inadecuadas y ninguna de las necesarias. Corresponde al Círculo de mujeres averiguar cuanto sea de utilidad.
Dicho esto, fijó con resolución la capa sobre sus espaldas y desapareció en el interior de la posada.
Egwene no siguió a la Zahorí. Al cerrarse la puerta del establecimiento tras Nynaeve, la muchacha se acercó a Rand hasta detenerse frente a él. Ya no aparecía ceñuda y, sin embargo, su mirada imperturbable lo incomodaba. Buscó el apoyo de sus amigos, pero éstos se alejaron con grandes muecas risueñas a modo de despedida.
—No deberías permitir que Mat te involucrara en sus chiquilladas, Rand —dijo Egwene, con tanta solemnidad como si fuera una Zahorí. Luego, de improviso, soltó una risita—. No te había visto así desde que Cenn Buie os atrapó a ti y a Mat encaramados en sus manzanos, cuando tenías diez años.
Movió los pies y echó una ojeada alrededor. Sus amigos no estaban a mucha distancia. Mat gesticulaba con excitación mientras charlaba sin cesar.
—¿Bailarás conmigo mañana?
No había tenido intención de decir aquello. Deseaba bailar con ella, pero al mismo tiempo era consciente de que querría huir de la desazón que le provocaba su presencia, la misma desazón que sentía entonces.
Las comisuras de sus labios esbozaron una leve sonrisa.
—Por la tarde —respondió—Por la mañana estaré ocupada.
A pesar del frío, se bajó la capucha de la capa y con aparente despreocupación empujó el cabello hacia adelante. La última vez que la había visto, las oscuras ondas de su pelo le cubrían los hombros, atadas únicamente con una cinta roja; ahora estaban peinados con una trenza.
Dirigió una mirada a aquella trenza como si fuera una víbora, luego lanzó una ojeada hacia la Viga de Primavera, dispuesta para el día siguiente. Por la mañana las mujeres solteras en edad de casar bailarían alrededor de la Viga. Tragó saliva. Nunca había dado en pensar que ella alcanzaría la edad de contraer matrimonio al mismo tiempo que él.
—Porque uno sea lo bastante mayor para casarse —murmuró—, no quiere decir que tenga que hacerlo. No enseguida.
—Desde luego que no. La verdad es que puede no casarse nunca.
—¿Nunca? —inquirió con asombro Rand.
—Las Zahoríes no suelen casarse. Ya sabes que Nynaeve me ha estado enseñando algunas cosas. Dice que tengo talento y que puedo aprender a escuchar el viento. Nynaeve opina que no todas las Zahoríes pueden hacerlo, aunque afirmen lo contrario.
—¡Zahorí! —exclamó con una risotada, sin percibir un peligroso destello en los ojos de la muchacha—. Nynaeve será la Zahorí de Campo de Emond durante cincuenta años como mínimo, tal vez más. ¿Te vas a pasar el resto de tu vida siendo su aprendiza?
—Hay otros pueblos —respondió Egwene con vehemencia—. Nynaeve dice que los pueblos del norte del Taren siempre eligen a una Zahorí que no sea originaria de allí. Creen que de esa manera evitan los favoritismos entre la gente.
Su alborozo se desvaneció tan deprisa como había sobrevenido. —¿Fuera de Dos Ríos? No te vería más.
—¿Y no estarías contento? Últimamente no has dado ninguna muestra que indicara que eso te fuera a importar.
—Nadie se va nunca de Dos Ríos —prosiguió—. A veces alguna persona del Embarcadero de Taren, pero es toda gente rara, casi como si no fuera de la región.
—Bueno, tal vez yo sea un poco rara —contestó Egwene con un suspiro de exasperación—. Quizá desee ver algunos de los lugares que describen las historias. ¿A ti nunca se te había ocurrido?
—Claro que sí. A veces sueño despierto, pero reconozco la diferencia entre los sueños y la realidad.
—¿Y yo no? —preguntó furiosa ella, antes de volverle la espalda.
—Yo no he dicho eso. Estaba hablando de mí. ¡Egwene!
La muchacha se envolvió con la capa, como si fuese un muro alzado para separarse de él, y avanzó erguida unos pasos. Rand se acarició la frente presa de frustración. ¿Cómo iba a explicárselo? Aquélla no era la primera vez que ella captaba un significado en sus palabras que él no había querido conferir. Habida cuenta de su estado de humor actual, un paso en falso empeoraría aún más las cosas, y estaba casi seguro de que todo cuanto dijese sería dar un paso en falso. En aquel momento volvieron Mat y Perrin. Egwene hizo caso omiso de su llegada. La miraron dubitativos y luego se apiñaron en torno a Rand.
—Moraine también le ha dado una moneda a Perrin —le informó Mat— igual que la nuestra. —Hizo una pausa antes de anunciar— y él vio al jinete.
—¿Dónde? —preguntó Rand—. ¿Cuándo? ¿Lo ha visto alguien más? ¿Se lo has contado a alguien?
Perrin levantó las manos con ademán apaciguador.
—Vayamos por partes. Lo vi a la salida del pueblo, observando la herrería, ayer al atardecer. Me hizo poner la piel de gallina, te lo juro. Se lo dije a maese Luhhan, pero, como no había nadie cuando él miró…, dijo que sería alguna sombra. Sin embargo, después acarreaba todo el rato el martillo más grande que tiene, mientras cubríamos el fuego de la forja y ordenábamos las herramientas. Nunca había hecho una cosa así hasta ayer.
—Entonces te creyó —dedujo Rand.
Perrin, no obstante, se encogió de hombros.
—No lo sé. Le pregunté por qué llevaba el martillo, ya que lo que yo había visto sólo eran sombras, y respondió algo así como que los lobos se envalentonaban cada vez más y podían bajar hasta el pueblo. A lo mejor pensó que había visto un lobo, pero debería saber que distingo muy bien un lobo de un hombre a caballo, aunque esté oscuro. Yo sé lo que vi y nadie me va hacer cambiar de parecer.
—Yo te creo —dijo Rand—. Recuerda que yo también lo he visto.
Perrin exhaló un gruñido de satisfacción, como si hubiera tenido dudas al respecto.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó de súbito Egwene.
Rand deseó de pronto haber hablado en voz más baja. Lo habría hecho si hubiera sido consciente de que ella escuchaba. Sonriendo como estúpidos, Mat y Perrin se precipitaron a describirle sus encuentros con el jinete de la capa negra. Rand, sin embargo, permaneció en silencio. Sabía a todas luces de qué manera reaccionaría ella cuando hubieran terminado de explicárselo.
—Nynaeve tenía razón —anunció Egwene a los cuatro vientos cuando los dos chicos callaron—. Ninguno de vosotros tiene la más mínima madurez. La gente monta a caballo, ¿no lo sabíais? Y eso no los convierte en monstruos salidos de un cuento de juglar.
Rand asintió para sus adentros; estaba actuando exactamente como había supuesto. Entonces Egwene se volvió hacia él.
—Y tú has estado propagando esas tonterías. A veces demuestras muy poca sensatez, Rand al’Thor. Este invierno ha sido lo bastante espantoso como para que vayas por ahí asustando a los niños.
El semblante de Rand era una mueca agria.
—Yo no he propagado nada, Egwene. Pero he visto lo que he visto, y no era ningún campesino que había salido a buscar una vaca extraviada.
Egwene hizo acopio de aire y abrió la boca; sin embargo, lo que iba a decir quedó en suspenso al abrirse la puerta de la posada y aparecer en ella un individuo de enmarañados cabellos blancos que salía con tal apremio que parecía que lo persiguieran.