Robert Jordan El ojo del mundo

Para Harriet,

corazón de mi corazón,

luz de mi vida

Preludio Cuervos

Campo de Emond abajo, a mitad de camino del Bosque de las Aguas, los árboles flanqueaban las márgenes del manantial. Casi todos eran sauces, y sus frondosas ramas formaban un umbroso dosel sobre la corriente junto a las orillas. No faltaba mucho para el verano, y el sol se aproximaba a su cenit; pero aun así, en la sombra, la suave brisa enfrió la transpiración en la piel de Egwene. La chiquilla se recogió la falda del vestido de paño marrón por encima de las rodillas y vadeó un pequeño tramo del río para llenar el balde de madera. Los chicos se metían en el agua sin más, sin importarles que las ceñidas calzas se mojaran. Algunos de los chicos, y las chicas que llenaban los cubos, se reían y usaban los cacillos para echarse agua unos a otros, pero Egwene se conformó con la agradable sensación del roce de la corriente contra las piernas y el placer de hundir los dedos de los pies en el fondo arenoso mientras regresaba hacia la orilla. No había ido allí para jugar. Tenía nueve años y era la primera vez que acarreaba agua, pero iba a ser la mejor aguadora del mundo.

Hizo un alto en la orilla, soltó el balde para desatarse la falda y dejó que los vuelos cayeran hasta los tobillos. También apretó el nudo del pañuelo verde oscuro que le sujetaba el cabello en la nuca. Le habría gustado poder cortárselo a ras de los hombros o incluso más, como los chicos. Después de todo, no le hacía falta tener el pelo largo hasta dentro de unos años. ¿Por qué había que hacer algo simplemente porque siempre se había hecho así? Sin embargo, conocía a su madre y sabía que seguiría con el pelo largo.

Casi a un centenar de pasos río abajo, los hombres estaban metidos hasta las rodillas en el agua para lavar las ovejas de cara negra que trasquilarían después. Metían y sacaban de la corriente a los baladores animales con mucha precaución. El manantial no fluía tan deprisa allí como en Campo de Emond, pero tampoco iba lento, y si la corriente arrastraba alguna oveja, ésta podría ahogarse antes de que consiguiera regresar a nado a la orilla.

Un cuervo grande cruzó volando sobre el río y se posó en las ramas altas de un álamo, cerca de donde los hombres lavaban las ovejas. Casi de inmediato, un pico verde se lanzó en picado sobre el cuervo en medio de escandalosos chillidos y con la roja cresta de punta. Debía de tener el nido cerca. Sin embargo, en lugar de alzar el vuelo o incluso atacar al ave más pequeña, el cuervo se limitó a desplazarse de lado en la rama hacia un punto donde el follaje le ofrecía cierto refugio y desde allí observó a los hombres que trabajaban.

A veces los cuervos molestaban a las ovejas, pero que ése hiciera caso omiso de los intentos del pico verde de espantarlo denotaba un interés fuera de lo normal. Lo curioso era que Egwene tenía la sensación de que, más que observar a las ovejas, el cuervo estaba pendiente de los hombres. Una tontería, sólo que…

Había oído comentar a la gente que los cuervos y los grajos eran los ojos del Oscuro. Aquella idea hizo que se le erizara el vello en los brazos y la nuca. Era una idea estúpida. ¿Qué iba a querer ver el Oscuro en Dos Ríos? En Dos Ríos nunca pasaba nada.

—¿Qué haces, Egwene? —preguntó Kenley Ahan, que se había parado a su lado—. No puedes jugar con los niños hoy.

Tenía dos años más que ella e iba muy estirado para parecer más alto. Era el último año que se ocupaba de llevar agua en el esquileo y se comportaba como si eso le confiriese algún tipo de autoridad. Egwene le asestó una mirada impávida, pero no tuvo tan buen resultado como esperaba, ya que el chico hizo un gesto ceñudo, al mismo tiempo que añadía:

—Si te sientes mal, ve a ver a la Zahorí. Si no… Bueno, sigue con tu trabajo.

Tras asentir bruscamente con la cabeza como si hubiese solventado un problema, se alejó a paso vivo haciendo todo un alarde de sostener el balde con una mano y bien separado del costado.

«En cuanto lo pierda de vista no aguantará y dejará de cargarlo así», pensó la cría con acritud. Iba a tener que practicar más esa mirada. Había visto que a las chicas mayores les funcionaba.

El mango del cucharón resbaló en el borde del balde cuando levantó éste con las dos manos. Pesaba mucho y ella no era muy grande para su edad, pero siguió a Kenley tan deprisa como pudo. No por nada de lo que él le había dicho, desde luego. Tenía que hacer un trabajo y se había propuesto ser la mejor aguadora del mundo. En su semblante apareció un gesto de resolución. En el recorrido bajo la umbrosa hilera de árboles que bordeaba el río hasta llegar al terreno despejado bañado por el sol, la acompañó el suave crujido del mantillo de las hojas del año anterior bajo sus pies. No hacía demasiado calor, pero unas cuantas nubes, pequeñas y algodonosas, resaltaban la luminosidad de la mañana en el cielo azul.

El Prado de la viuda Aynal —se llamaba así desde antiguo, aunque nadie sabía quién había sido esa viuda Aynal por la que se le había dado tal nombre— estaba vacío la mayor parte del año, pero ahora la gente y las ovejas —muchas más numerosas estas últimas— lo abarrotaban de parte a parte. Aquí y allí sobresalían grandes piedras, algunas casi tan altas como un hombre, pero no eran un estorbo para la actividad que tenía lugar en el prado. Granjeros de todo el entorno de Campo de Emond acudían para esto, y los vecinos del pueblo iban para ayudar a sus conocidos. Todo el mundo en el pueblo tenía parientes de algún tipo o amigos en las granjas. En todo Dos Ríos, desde Deven Ride hasta Colina del Vigía, estaría teniendo lugar el esquileo. En Embarcadero de Taren, no; por supuesto. Muchas mujeres lucían chales echados sobre los brazos y flores en el cabello con ocasión de tal acontecimiento, y otro tanto ocurría con algunas de las chicas mayores, a pesar de que aún no llevaran el pelo recogido en una trenza como las mujeres. Algunas lucían incluso vestidos con bordados en el cuello, como si fuera en realidad un día festivo. En contraste, la mayoría de los hombres y los chicos no llevaban chaqueta y unos pocos hasta se habían soltado las lazadas de la camisa. Egwene no entendía por qué se les permitía tal cosa. El trabajo que realizaban las mujeres no hacía sudar menos que el que llevaban a cabo los hombres.

En el extremo opuesto del prado, grandes cercados hechos con maderas albergaban las ovejas ya esquiladas, y en otros estaban las que aún había que lavar; chicos de doce años o más se ocupaban de vigilarlas. Los perros pastores, desperdigados por los cercados, no servían para esa labor. Grupos de esos chicos mayores se valían de cayados de madera para conducir a las ovejas hacia el río para lavarlas, y después se ocupaban de que no se tumbaran y se ensuciaran de nuevo hasta que se secaran, momento en que se encargaban de ellas los hombres que esquilaban a este extremo del prado. Una vez trasquiladas, los chicos las conducían de vuelta a los cercados mientras los hombres acarreaban el vellón a las mesas de listones, donde las mujeres separaban la lana y la doblaban en pacas. Llevaban la cuenta y debían tener cuidado para que la lana de uno no se mezclara con la de otro. A lo largo de los árboles, a la izquierda de Egwene, otras mujeres sacaban viandas para el almuerzo y las ponían sobre largas mesas montadas en caballetes. Si hacía un buen trabajo acarreando agua, quizás al año siguiente la dejarían ayudar con la comida o la lana, en lugar de tener que esperar dos años más. Si hacía un trabajo inmejorable, ya nadie volvería a llamarla «niña».

Caminó entre la muchedumbre, a veces sosteniendo el cubo con las dos manos y a veces cambiándolo de una a otra. Se paraba cuando alguien la llamaba por señas para que le diera un trago. A no tardar empezó a transpirar de nuevo, y las oscuras manchas de sudor se marcaron en el vestido de paño. A lo mejor los chicos no eran tan tontos al llevar desabrochadas las camisas. Egwene no prestó atención a los pequeños que jugaban, unos a rodar aros, otros a lanzarse la pelota y otros a «cerdito en el centro», que consistía en echarse la pelota entre dos niños sin que el que estaba en el centro la atrapara.

Sólo cinco veces al año se reunía tanta gente: en Bel Tine, que ya había pasado; en el esquileo; cuando los mercaderes acudían a comprar la lana, para lo que todavía faltaba un mes o más; el Día Solar, variable, cuando los mercaderes iban por el tabaco curado; y el Día de los Tontos, en otoño. Había más días festivos, claro, pero no en los que se juntara todo el mundo. Egwene estaba ojo avizor, pues no sería de extrañar que entre tanta gente se topara con alguna de sus cuatro hermanas, a quienes eludía siempre que podía. La peor era Berowyn, la mayor. Había enviudado en la epidemia de dengue del pasado otoño y se había trasladado a la casa paterna en primavera. Era difícil no sentir pena por Berowyn, ¡pero era tan aspaventera! Y siempre quería vestirla y cepillarle el pelo. A veces se ponía a llorar y le decía que se sentía muy afortunada porque la epidemia no se hubiese llevado también a su hermanita pequeña. A Egwene le habría resultado más fácil compadecer a Berowyn si no hubiera tenido la sensación de que a veces —más bien en todo momento— su hermana la trataba como si fuera el bebé que había perdido al mismo tiempo que a su marido. Y sólo vigilaba por si aparecía Berowyn o cualquiera de las otras tres. Nadie más.

Cerca de los corrales de las ovejas hizo un alto para limpiarse el sudor de la frente. El cubo pesaba ya bastante menos y no le costaba trabajo sostenerlo con una mano. Miró con recelo al perro que estaba más cerca. El animal se encontraba plantado delante de uno de los corrales y era enorme, de pelaje gris rizoso y unos ojos inteligentes que parecían saber que ella no representaba un peligro para las ovejas. De todos modos, era muy grande; el lomo debía de llegarle a un hombre a la cintura. Básicamente, los perros ayudaban a guardar los rebaños cuando pastaban y los protegían de los lobos, los osos y los grandes felinos de montaña. Egwene se alejó del perro. Se cruzó con tres chicos que conducían ovejas hacia el río. Todos tenían cinco o seis años más que ella, de modo que apenas apartaron la atención de los animales para dirigirle una mirada de pasada.

Arrearlas era fácil —Egwene estaba convencida de que habría podido hacerlo ella—, pero los chicos tenían que asegurarse de que ninguna pastara. Si una oveja comía antes de que se la esquilara, podía tener un corte de digestión y morirse. Una rápida ojeada en derredor le descubrió que no le apetecía hablar con ninguno de los otros chicos que había a la vista. Y no es que buscase a uno en particular con el que hablar, naturalmente. Sólo miraba. En cualquier caso, dentro de poco tendría que llenar el cubo otra vez. Era hora de volver hacia el manantial.

En esta ocasión decidió hacer el camino por la zona donde estaban las mesas montadas en caballetes. Los aromas eran tentadores, tan buenos como en cualquier día festivo, todos, desde el ganso asado hasta los pasteles de miel. El de los pasteles de miel, penetrante, le inundó las fosas nasales más que los otros. Todas las mujeres se habrían esmerado en la preparación de los platos para el esquileo. Mientras pasaba a lo largo de las mesas ofreció agua a las mujeres que disponían la comida, pero éstas se limitaron a sonreírle a la par que sacudían la cabeza. Sin embargo, siguió caminando sin desviarse, y no sólo por los olores. Tenían agua para el té cociendo en lumbres detrás de las mesas, pero alguna podría querer un trago de agua fresca del río. Bueno, ahora ya no tan fresca, pero aun así…

Un poco más adelante vio a Kenley, que caminaba junto a las mesas con los hombros encorvados. Ya no intentaba estirarse todo lo posible; más bien parecía que intentaba aparentar ser más bajo. Todavía llevaba el cubo en una mano, pero a juzgar por el modo en que lo mecía debía de estar vacío, así que ya no podía ofrecer agua a nadie. Egwene frunció el entrecejo. «Furtivo» era la única palabra apropiada para describirlo. Vaya, ¿qué estaría…? De repente, la mano del chico se disparó y arrambló con uno de los pasteles de miel colocados en la mesa. Egwene se quedó boquiabierta por la indignación. ¿Y tenía el descaro de hablarle a ella sobre comportamiento infantil? ¡Era tan malo como Ewin Finngar!

Antes de que Kenley tuviese tiempo de dar un paso, la señora Ayellan cayó sobre él como un halcón en picado, lo agarró por la oreja con una mano y le quitó el pastel con la otra. Los pasteles de miel los había hecho ella. Corin Ayellan, una mujer delgada con una gruesa trenza canosa que le llegaba más abajo de las caderas, horneaba los mejores dulces de Campo de Emond. «Excepto los de mi madre», añadió lealmente para sus adentros Egwene. Pero hasta su madre decía que la señora Ayellan era mejor. Con los dulces, se entiende. La señora Ayellan era generosa con los pasteles crujientes y los trozos de empanada, siempre y cuando la hora de comer no estuviera próxima ni la madre del solicitante le hubiese pedido que no le diera nada, pero era muy severa con los chicos que intentaban birlarle los dulces a su espalda. O con cualquiera. Para ella eso era robar y no toleraba el robo. Aún tenía sujeto a Kenley por la oreja mientras sacudía el índice delante de la nariz del chico y le hablaba en voz baja. Kenley tenía la cara crispada, como si estuviese a punto de llorar, y daba la impresión de que había menguado hasta parecer más bajo que Egwene. La niña asintió con un gesto seco y satisfecho. Dudaba que Kenley intentara dar órdenes a nadie durante una temporada.

Se apartó más de las mesas mientras pasaba cerca de la señora Ayellan y de Kenley para que nadie sospechara que intentaba escamotear un pastel. Esa idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Bueno, no lo había pensado en serio, así que no contaba.

Se paró de golpe y observó fijamente la multitud que iba y venía delante de ella. Sí. Aquél era Perrin Aybara, un chico fornido y más alto que casi todos los de su edad. Y era amigo de Rand. Caminó deprisa entre el gentío sin percatarse si alguien la llamaba para que le diese agua, y no se detuvo hasta encontrarse a unos pocos pasos de Perrin.

Estaba con sus padres. Su madre llevaba al bebé, Petram, en la cadera y de la mano a la pequeña Deselle, agarrada a su falda; la hermanita de Perrin miraba a su alrededor con interés, tanto a la gente como a los hatos de ovejas que pasaban cerca. Adora, su otra hermana, estaba con los brazos cruzados y una expresión hosca que intentaba ocultar a su madre. Adora no tendría que acarrear agua hasta el año siguiente y probablemente estaba deseando ir a jugar con sus amigas. La otra persona que formaba el pequeño grupo era maese Luhhan. Era el hombre más alto de Campo de Emond, con unos brazos como troncos y un tórax que atirantaba la camisa blanca, de manera que hacía que el señor Aybara pareciese delgado y menudo, en lugar de simplemente esbelto. Hablaba con el señor y la señora Aybara. Eso desconcertó a Egwene. Maese Luhhan era el herrero de Campo de Emond, pero los señores Aybara no irían con toda la familia a encargarle un trabajo de herrería. También formaba parte del Consejo del Pueblo, pero en ese caso el razonamiento era igualmente válido. Además, la señora Aybara no intervendría en los asuntos del Consejo del Pueblo del mismo modo que maese Aybara no opinaría sobre los asuntos del Círculo de Mujeres. Aunque sólo tuviese nueve años, Egwene ya sabía eso. Hablaran de lo que hablaran, casi habían acabado y eso era estupendo. Además, a ella no le interesaba de qué charlaban, naturalmente.

—Es un buen chico, Joslyn —decía maese Luhhan—. Un buen chico, Cone. Lo hará muy bien.

La señora Aybara sonrió cariñosamente. Joslyn Aybara era una mujer bonita y cuando sonreía parecía que el sol se ocultaría, derrotado. El padre de Perrin rió suavemente y revolvió el rizoso cabello de su hijo. Perrin se puso muy colorado y no dijo nada. Claro que era tímido y nunca hablaba mucho.

—Hazme volar, Perrin —pidió Deselle al mismo tiempo que levantaba las manos hacia él—. Hazme volar.

Perrin sólo hizo un amago de reverencia educada a los mayores antes de volverse y tomar las manos de su hermana. Se apartaron unos pasos del grupo, y entonces Perrin empezó a girar y a girar, más y más deprisa, hasta que los pies de Deselle dejaron de tocar el suelo. La hizo dar vueltas y vueltas, más y más alto, a la vez que la subía y la bajaba mientras la pequeña reía con deleite.

—Ya es suficiente, Perrin —dijo la señora Aybara al cabo de unos minutos—. Bájala antes de que se maree. —Pero lo dijo afablemente, con una sonrisa.

Una vez que los pies de Deselle tocaron de nuevo el suelo, la pequeña se agarró a la mano de Perrin con las dos suyas a la par que se tambaleaba un poco; quizá no le faltaba mucho para marearse y vomitar. Sin embargo, no dejó de reír y exigir que la hiciera volar más. El chico sacudió la cabeza y se agachó para hablar con ella. Qué serio era siempre. No reía muy a menudo.

De repente, Egwene se percató de que alguien más observaba a Perrin. Cilia Cole, una chica de mejillas sonrosadas y un par de años mayor que ella, se encontraba sólo a unos pasos de distancia con una sonrisita tonta en la cara y echándole miradas de ternera embelesada. ¡Él la vería sólo con volver la cabeza! Egwene hizo un gesto de desagrado. Ella jamás sería tan tonta de mirar a un chico como si fuera una mentecata. De todos modos, Perrin ni siquiera tenía un año más que Cilia. Una diferencia de tres o cuatro años era mejor. Tal vez sus hermanas no tuviesen tiempo para hablar con ella, pero Egwene escuchaba a otras jóvenes lo bastante mayores para saber esas cosas. Algunas decían que más años, pero la mayoría opinaba que tres o cuatro. Perrin miró hacia Cilia y Egwene, y después siguió hablando con Deselle. Egwene sacudió la cabeza. Cilia sería boba, pero él tendría que haberse fijado al menos.

Un movimiento en las ramas de un gran roble negro, más allá de Cilia, atrajo la atención de Egwene y le hizo dar un respingo. El cuervo se hallaba allí y todavía parecía estar observando. Y había otro cuervo en aquel pino alto, y otro en el siguiente, y también en aquel nogal, y… Nueve o diez cuervos, que ella viera, y todos parecían estar observando. Tenía que ser cosa de su imaginación. Sólo de su…

—¿Por qué lo miras fijamente?

Sobresaltada, Egwene dio un brinco y giró sobre sus talones tan deprisa que se golpeó la rodilla con el cubo. Menos mal que estaba casi vacío o, de otro modo, se habría hecho daño. Rebulló, inquieta; habría querido frotarse la rodilla. Adora tenía la vista alzada hacia ella y la miraba con gesto perplejo, pero el desconcierto de Egwene era mucho mayor.

—¿De quién hablas, Adora?

—De Perrin, claro. ¿Por qué lo mirabas fijamente? Todos dicen que te casarás con Rand al’Thor. Cuando seas mayor, quiero decir, y lleves el pelo tejido en una trenza.

—¿A qué te refieres con «todos dicen»? —replicó Egwene en un tono peligroso, pero Adora se limitó a soltar una risita. Era exasperante. Ese día no le salía nada a derechas.

—Perrin es guapo, por supuesto. Al menos es lo que he oído comentar a un montón de chicas. Y muchas lo miran, igual que Cilia y tú.

Egwene parpadeó y se las ingenió para desechar esa última frase. ¡No había mirado a Perrin en absoluto del modo en que lo había hecho Cilia! ¿Perrin, guapo? ¿Perrin? Miró hacia atrás para comprobar si le encontraba algo que lo hiciera guapo. ¡Se había ido! Allí seguían sus padres, con Petram y Deselle, pero a Perrin no se lo veía por ningún lado. ¡Diantre! Su intención había sido seguirlo.

—¿No te sientes sola sin tus muñecas, Adora? —preguntó con fingida dulzura—. Jamás habría imaginado que salieses de tu casa sin llevar dos al menos.

La expresión ofendida y boquiabierta de Adora le resultó muy gratificante.

—Discúlpame —dijo mientras pasaba junto a ella—. Algunas somos lo bastante mayores para tener trabajo que hacer. —Se las arregló para no cojear mientras se dirigía hacia el río.

En esta ocasión no hizo un alto para mirar a los hombres que lavaban ovejas y puso un gran empeño en no buscar cuervos en los árboles. Se examinó la rodilla, pero ni siquiera estaba magullada. De vuelta al prado con el cubo lleno, se negó a cojear. Sólo había sido un golpecito de nada.

Siguió atenta para no topar con sus hermanas mientras acarreaba el agua, sin pararse salvo cuando alguien pedía un cacillo de agua. Y pendiente de localizar a Perrin. Mat también serviría, pero tampoco lo veía a él. ¡Maldita Adora! ¡No tenía derecho a decir esas cosas!

Caminando ya entre las mesas donde las mujeres separaban la lana, Egwene se paró en seco, fijos los ojos en la más joven de sus hermanas mayores. Se quedó totalmente inmóvil con la esperanza de que Loise mirara hacia otra parte aunque sólo fuera unos segundos. Esto le pasaba por querer localizar a Perrin y a Mat al mismo tiempo que intentaba evitar a sus hermanas. Loise sólo tenía quince años, pero en su rostro había un gesto avinagrado y estaba puesta en jarras mientras hacía frente a Dag Coplin. Egwene era incapaz de llamarlo maese Coplin, excepto en voz alta y sólo por educación; su madre decía que había que ser educada incluso con alguien como Dag Coplin.

Dag era un viejo arrugado con el cabello canoso que no se lavaba a menudo. O quizá nunca. Las marcas de la etiqueta que colgaba de la mesa por un cordel concordaban con los cortes de oreja de sus ovejas.

—Estás desechando lana buena, muchacha —le gruñó a Loise—. No dejaré que se me engañe con mi esquila. Apártate y yo mismo te enseñaré qué va dónde.

Loise no se movió ni un centímetro.

—La lana del vientre, de las patas traseras y de las colas se tiene que lavar otra vez, maese Coplin. —Puso un ligero énfasis en la palabra «maese», con cierta insolencia—. Sabéis tan bien como yo que si los mercaderes encuentran lana lavada dos veces en una sola bala, entonces todo el mundo sacará un precio más bajo por la esquila. Quizá mi padre podrá explicároslo mejor que yo.

Dag metió la barbilla en el pecho y masculló algo entre dientes. Sabía que no le traía a cuenta tratar el asunto con el padre de Egwene.

—Estoy segura de que mi madre os lo sabrá explicar para que podáis entenderlo —añadió implacablemente Loise.

Un tic nervioso contrajo la mejilla de Dag, que esbozó una sonrisa forzada. Tras farfullar que confiaba en que Loise hacía lo correcto, retrocedió y se alejó casi a la carrera. No era tan necio de atraer sobre sí la atención del Círculo de Mujeres, si podía evitarlo. Loise lo siguió con la mirada; su gesto era de absoluta satisfacción.

Egwene aprovechó la oportunidad para salir pitando y soltó un suspiro de alivio cuando no oyó la voz de su hermana llamándola. Quizá Loise prefería separar la lana en lugar de ayudar con la comida, pero lo que de verdad le habría gustado habría sido trepar a los árboles o nadar en las aguas del manantial, a pesar de que casi todas las chicas de su edad dejaban de hacer esas cosas a sus años. Y, de tener ocasión, la cargaba con sus quehaceres domésticos. A Egwene le habría gustado ir a nadar con Loise, pero su hermana consideraba una molestia su compañía y ella era demasiado orgullosa para pedírselo. Frunció el entrecejo. Todas sus hermanas la trataban como a un bebé. Incluso Alene; cuando reparaba en ella, claro. Alene tenía metida la nariz en algún libro casi todo el tiempo; había leído y releído todos los que tenía su padre, ¡y eran casi cuarenta! El preferido de Egwene era Los viajes de Jain el Galopador. Soñaba con ver todas esas tierras extrañas sobre las que Jain había escrito. Sin embargo, si estaba leyendo un libro y Alene lo quería, ¡siempre saltaba con que era demasiado «complejo» para ella y se lo quitaba! ¡Al infierno con las cuatro!

Vio que algunos de los niños que acarreaban agua se sentaban a la sombra para tomarse un descanso y compartir bromas, pero ella siguió con la tarea a pesar de que los brazos le dolían. Egwene al’Vere no iba a aflojar el ritmo de trabajo. También siguió ojo avizor a sus hermanas. Y buscando a Perrin. Y a Mat. ¡Oh, maldita Adora! ¡Malditos todos!

Hizo una pausa cuando se acercó a la Zahorí. Doral Barran era la mujer más anciana de Campo de Emond, quizá de toda la región de Dos Ríos. A pesar del cabello blanco y su aspecto frágil, no estaba encorvada ni pizca y tenía la vista clara. La aprendiza de la Zahorí, Nynaeve, se encontraba arrodillada, de espaldas a Egwene, y le ponía un vendaje en la pierna a Bili Congar. Le habían cortado la pernera de las calzas. Bili, sentado en un tronco, era otro adulto al que a Egwene le costaba trabajo tratar con respeto. Siempre estaba haciendo tonterías y causándose heridas. Tenía la misma edad que maese Luhhan, pero parecía diez años mayor con esa cara descarnada y los ojos hundidos.

—Has hecho el tonto muchas veces, Bili Congar —decía severamente la señora Barran—, pero beber mientras se maneja la tijera de trasquilar no es hacer el tonto: es un disparate. —Curiosamente, no miraba a Bili, sino a Nynaeve.

—Sólo tomé un poco de cerveza, Zahorí —gimoteó Bili—. Por el calor. Sólo un trago.

La Zahorí resopló con aire de incredulidad, pero no dejó de observar a Nynaeve como un halcón. Eso era sorprendente. A menudo, la señora Barran alababa públicamente a Nynaeve por aprender tan deprisa. La había tomado de aprendiza hacía tres años, después de que la aprendiza que tenía por entonces muriera de una enfermedad que ni siquiera la señora Barran fue capaz de curar. Nynaeve se había quedado huérfana recientemente y un montón de personas opinaban que la Zahorí tendría que haberla enviado con sus familiares cuando murió su madre, y tomar de aprendiza a alguien de más edad. La madre de Egwene no había dicho nada, pero Egwene sabía que pensaba lo mismo.

Nynaeve se irguió sobre las rodillas, acabado ya el vendaje, y asintió con la cabeza en un gesto satisfecho. Y, para sorpresa de Egwene, la señora Barran se arrodilló, desenrolló la venda e incluso levantó el emplasto para observar el corte en el muslo de Bili antes de volver a vendárselo. De hecho parecía… decepcionada. ¿Por qué? Nynaeve empezó a toquetearse la trenza y a darle tirones como hacía cuando estaba nerviosa o intentaba llamar la atención sobre el hecho de que ahora era una mujer adulta.

«¿Cuándo va a superar eso?», pensó Egwene. Hacía ya casi un año que el Círculo de Mujeres había dado permiso a Nynaeve para trenzarse el pelo.

Un rápido movimiento en el aire atrajo la atención de Egwene, y la niña se quedó mirando de hito en hito. Ahora había más cuervos repartidos por los árboles que rodeaban el prado. Docenas y docenas de cuervos y todos observaban. Sabía que era eso lo que hacían. Ninguno intentaba robar nada en las mesas donde estaba la comida y eso era insólito. Ahora que lo pensaba, las aves ni siquiera miraban hacia las mesas plegables. Ni a las otras en las que las mujeres trabajaban con la lana. Observaban a los chicos que conducían las ovejas. Y a los hombres que las esquilaban y acarreaban la lana. Y también a los niños que llevaban agua. Ni a las chicas ni a las mujeres, sólo a los hombres y a los chicos. Habría apostado a que era así, aunque su madre dijera que no debía apostar. Abrió la boca para preguntar a la Zahorí qué significaba eso.

—¿No tienes trabajo que hacer, Egwene? —preguntó Nynaeve sin volverse a mirarla.

Egwene dio un brinco a despecho de sí misma. Desde el pasado otoño Nynaeve hacía eso —darse cuenta de que se encontraba cerca sin necesidad de mirar—, y a Egwene le habría gustado que dejara de hacerlo.

Entonces, Nynaeve volvió la cabeza y la miró por encima del hombro. Era una mirada impasible, del estilo que Egwene había ensayado con Kenley. No tenía que obedecerla como debía hacer con la Zahorí. Lo único que intentaba Nynaeve era compensar el mal trago de que la señora Barran hubiese puesto en duda su trabajo. Egwene se planteó decirle que la señora Ayellan quería hablar con ella sobre una empanada. Tras examinar el semblante de Nynaeve, decidió que no era una buena idea. En cualquier caso, había hecho lo que se había prometido a sí misma que no haría: aflojar el ritmo de trabajo para observar a Nynaeve y la Zahorí. Hizo la reverencia que le permitía el hecho de ir cargada con el cubo —a la Zahorí, no a Nynaeve— y dio media vuelta. No es que obedeciera con presteza, y menos porque Nynaeve la mirara. Por supuesto que no. Y tampoco caminaba con celeridad. Sólo a un paso rápido para volver al trabajo.

Con todo, anduvo tan deprisa que cuando quiso darse cuenta estaba de vuelta entre las mesas donde las mujeres trabajaban con la lana, y cara a cara con su hermana Elisa, separadas por una de las mesas. Elisa empaquetaba vellón en pacas, y con muy poca maña. Parecía distraída, sin percatarse de la presencia de Egwene, y ésta sabía por qué. Su hermana tenía dieciocho años, pero todavía llevaba el cabello, largo hasta la cintura, sujeto con un pañuelo azul. No es que estuviese pensando en casarse —casi todas las chicas esperaban al menos unos pocos años tras ponerse trenza—, pero tenía un año más que Nynaeve. A menudo Elisa se preguntaba en voz alta por qué el Círculo de Mujeres aún la consideraba demasiado joven. Era difícil no compadecerla. Y más después de llevar semanas pensando en el estado de ansiedad de su hermana. Bueno, no exactamente en el problema de Elisa, pero era el motivo de que sus pensamientos hubieran tomado ese curso.

A un lado de las mesas, Cali Coplin charlaba con unos jóvenes de las granjas a la par que soltaba risitas tontas y hacía muecas. Siempre estaba hablando con algún hombre, pero se suponía que debería estar empaquetando vellón. Sin embargo, no fue ése el motivo por el que le llamó la atención a Egwene.

—Elisa, no deberías preocuparte tanto —dijo dulcemente—. Es cierto que Berowyn y Alene se trenzaron el cabello a los dieciséis…

«Como ocurre con la mayoría de las chicas», pensó. Su actitud no era totalmente compasiva. Elisa tenía la costumbre de enunciar dichos, como «La hora perdida no vuelve a encontrarse» o «Una sonrisa hace más liviano el trabajo», hasta que uno se empachaba de oírlos. Egwene sabía de cierto que una sonrisa no aligeraría el peso del cubo ni un cacillo de agua menos.

—… pero Cali tiene veinte y en pocos meses será su día onomástico. Todavía no lleva trenzado el cabello y no se la ve deprimida por eso.

Las manos de Elisa se quedaron paralizadas encima del vellón que tenía delante, sobre la mesa. Por alguna razón, las mujeres que estaban a uno y otro lado de ella se llevaron la mano a la boca para disimular la risa. Por alguna razón, a Elisa se le puso la cara colorada. Roja como la grana.

—Las niñas no deberían… —balbució. Tendría el rostro encendido como el sol, pero a pesar del balbuceo su voz sonó tan fría como nieve en pleno invierno—. Una niña que habla cuando… Las niñas que…

Jillie Lewin, una chica un año más joven que Elisa y que llevaba el negro pelo tejido en una gruesa trenza que le llegaba más abajo de la cintura, se reía con tantas ganas detrás de la mano que cayó de rodillas.

—¡Márchate, niña! —espetó Elisa—. ¡Aquí hay gente adulta que tiene que trabajar!

Egwene le asestó una mirada indignada, giró sobre sus talones y se alejó de las mesas; el cubo le golpeaba la pierna a cada paso que daba. Una intentaba ayudar a alguien, intentaba levantarle el ánimo y ¿qué conseguía? «Tendría que haberle dicho que tampoco ella es una mujer adulta —pensó, furiosa—. Porque no lo será hasta que el Círculo le permita trenzarse el cabello. Eso es lo que debí decirle».

El malhumor no se le pasó hasta que el cubo se quedó vacío de nuevo, y cuando volvió a llenarlo irguió los hombros y se puso derecha. Si se tenía intención de hacer algo, entonces había que hacerlo. Caminando tan deprisa como podía, y pasando por alto a quienes le hacían señas para que les llevara agua, se dirigió directamente a los cercados de las ovejas. Y eso no era aflojar el ritmo de trabajo. Los chicos también necesitarían beber.

Ya en los cercados, los doce chicos, más o menos, que esperaban para conducir las ovejas la miraron con sorpresa cuando les ofreció el cazo y algunos comentaron que podían beber agua cuando fueran al río, pero Egwene no cejó en su empeño. Y siempre hacía la misma pregunta: «¿Habéis visto a Perrin o a Mat? ¿Dónde puedo encontrarlos?».

Algunos le dijeron que Perrin y Mat estaban llevando ovejas al río y otros que los habían visto vigilando a las ovejas ya esquiladas. Pero Egwene no tenía intención de andar detrás de ellos para después encontrarse con que ya se habían ido a otro lado. Finalmente, un chico de grandes ojos, llamado Wil al’Seen, que vivía en una de las granjas al sur de Campo de Emond, la miró con suspicacia.

—¿Para qué los buscas? —inquirió.

Algunas chicas decían que Wil era guapo, pero a Egwene le parecía que tenía las orejas raras. Iba a asestarle una mirada fría, pero lo pensó mejor.

—Tengo que… preguntarles una cosa —contestó.

Sólo era una pequeña mentira. En realidad esperaba que cualquiera de ellos le proporcionara algunas respuestas que buscaba. «La paciencia siempre tiene recompensa», como decía Elisa a menudo. Demasiado a menudo. Ojalá olvidara los refranes de Elisa. Procuró olvidarlos. Sin embargo, dar patadas a Wil en las espinillas no serviría para conseguir lo que quería de él. Aunque se las mereciera.

—Están detrás de aquel corral de allá —contestó al cabo, a la par que señalaba con la cabeza hacia el extremo oriental del prado—. En el que hay ovejas que tienen la marca de la oreja de Paet al’Caar. —Los chicos que conducían ovejas hablaban así siempre aunque no fuera correcto o de otro modo nadie habría sabido si se referían a las ovejas de Paet al’Caar o las de Jac al’Caar o las que pertenecían a cualquiera de la docena más de al’Caar que había—. Sólo se han tomado un rato de descanso, ojo, así que no los vayas a meter en líos por decirle lo contrario a alguien.

—Gracias, Wil —respondió por el simple hecho de demostrar que podía ser educada incluso con un cretino. ¡Como si ella fuera con cuentos por ahí! Wil pareció sorprenderse y Egwene estuvo tentada de darle una patada en la espinilla, después de todo.

El corral grande en el que se guardaban las ovejas de Paet al’Caar se encontraba casi junto a los árboles del Bosque de las Aguas a ese lado del prado. La enorme y negra perra pastora de maese al’Caar estaba tumbada delante del corral y levantó la cabeza para observar a Egwene un momento mientras ésta se acercaba y después volvió a apoyarla en el suelo. Egwene miró a la perra con desconfianza. No le gustaban mucho los perros y parecía que ellos le pagaban con la misma moneda. No obstante, se olvidó de la perra por completo cuando se halló lo bastante cerca para ver con claridad. Las tablas del cercado no ofrecían mucha cobertura y Egwene alcanzó a ver un grupo de chicos detrás del corral, aunque no distinguió bien quiénes eran.

Soltó el cubo cuidadosamente y caminó a lo largo del cercado. No es que se acercara a hurtadillas, pero no quería hacer mucho ruido por si acaso… Por si acaso cualquier ruido espantaba a las ovejas; sí, era por eso. Al llegar a la esquina del cercado se asomó por detrás del poste del ángulo.

Como había dicho Wil, allí estaban Perrin y Mat Cauthon con otros chicos más o menos de su edad, todos sudorosos y con las lazadas de las camisas desanudadas. Entre ellos se encontraban Dav Ayellan y Lem Thane, Ban Crawe y Elam Dowtry. Y Rand, un chico flaco, casi tan alto como Perrin y con las manos y los pies demasiado grandes, desproporcionados para su tamaño. Antes o después, siempre se lo encontraba con Mat o con Perrin. Rand, con el que todo el mundo decía que se casaría algún día. Estaban charlando, riendo y dándose puñetazos en los hombros unos a otros. ¿Por qué harían eso los chicos?

Fruncido el entrecejo, Egwene se retiró del poste y se recostó en las tablas del cercado. Una de las ovejas que estaban dentro le olisqueó sonoramente la espalda, pero Egwene no le hizo caso. Había oído a las mujeres decir eso de Rand y de ella, aunque ignoraba que todo el mundo lo comentara. ¡Maldita Elisa! Si su hermana no hubiese empezado a suspirar y a gemir por el cabello, ella no se habría puesto a darle vueltas al tema de los maridos. Esperaba casarse algún día —casi todas las mujeres de Dos Ríos se casaban—, pero no era como esas cabezas de chorlito a las que había oído decir que se morían de ganas. La mayoría esperaba unos cuantos años al menos después de haberse trenzado el cabello, y ella… Ella deseaba ver esas tierras sobre las que Jain el Galopador había escrito. ¿Qué le parecería a un marido que su esposa se marchara a conocer tierras extrañas? Que ella supiera, nadie había salido de Dos Ríos nunca.

«Yo lo haré», se prometió para sus adentros.

Y, en el supuesto de que se casara, ¿sería Rand un buen marido? No estaba muy segura de qué hacía que un hombre fuera un buen marido. Alguien como su padre, valiente, afable y sensato. Rand le parecía afable. Una vez le había regalado un silbato que había tallado; y también la talla de un caballo. Y le había dado la pluma de un águila, con la punta negra, cuando ella comentó que era bonita, aunque todavía sospechaba que Rand habría querido quedársela. Y cuidaba de las ovejas de su padre en el pastizal, así que tenía que ser valiente. El perro pastor era una ayuda si aparecían los lobos o un oso, pero el chico que pastoreaba tenía que estar preparado con su honda o con un arco si era lo bastante mayor para utilizarlo. Sólo que… Lo veía cada vez que él y su padre iban al pueblo desde su granja, pero no lo conocía realmente. Casi no sabía nada de él. Ese momento era tan bueno como otro cualquiera para empezar. Se acercó al poste del ángulo y volvió a asomar la cabeza alrededor del palo.

—Me gustaría ser un rey —decía Rand en ese instante—. Eso es lo que me gustaría ser.

Hizo una floritura con el brazo y realizó una torpe reverencia a la par que se reía para demostrar que estaba bromeando. Menos mal. Egwene torció el gesto. ¡Un rey! Estudió el rostro de Rand. No, no era guapo. Bueno, quizá lo era. Puede que eso no fuera importante, pero sería agradable tener un marido al que resultara agradable mirar. Tenía los ojos azules. No, grises. Parecían cambiar de color mientras uno los observaba. Nadie más en Dos Ríos tenía los ojos azules. A veces había en ellos una expresión triste. Su madre había muerto cuando era pequeño, y Egwene creía que Rand envidiaba a los chicos que tenían madre. Ella no podía imaginar perder a la suya. Ni siquiera quería intentarlo.

—¡Un rey de ovejas! —se mofó Mat. Más menudo que los otros, era un puro nervio y muy avispado. Con sólo mirarle la cara saltaba a la vista que planeaba una trastada. Siempre estaba planeando una. Y por lo general acababa haciéndola.

—Rand al’Thor, Rey de las Ovejas —dijo con sorna Lem. Ban le atizó un puñetazo en el hombro y Lem le dio otro a Ban; después se rieron, burlones. Egwene sacudió la cabeza.

—Eso es mejor que decir que quieres escaparte y no tener que trabajar nunca —comentó Rand en tono afable. Parecía que nunca se enfadaba. Al menos, que ella hubiera visto—. ¿Cómo vas a vivir sin trabajar, Mat?

—Trabajar con ovejas no está tan mal —opinó Elam mientras se frotaba la larga nariz. Llevaba el pelo corto y tenía un remolino, de punta, en la parte de atrás. Guardaba cierta semejanza con una oveja.

—Rescataré a una Aes Sedai y me recompensará —replicó Mat—. Sea como sea, no voy por ahí buscando trabajo cuando hay trabajo de sobra sin necesidad de buscarlo. —Sonrió y le dio un puñetazo a Perrin en el hombro.

Perrin se frotó la nariz, avergonzado.

—A veces hay que ser sensato, Mat —dijo lentamente—. A veces tienes que ser previsor.

Perrin siempre hablaba despacio, si es que hablaba. Y se movía con cuidado, como si tuviese miedo de romper algo. En ocasiones, Rand hablaba sin pensar y siempre daba la impresión de estar listo para salir disparado y no parar hasta alcanzar el horizonte.

—La sensatez dice que trabajaré en el molino de mi padre —suspiró Lem—. Que lo heredaré algún día, espero. Aunque confío en que no sea demasiado pronto. Pero antes me gustaría correr una aventura. ¿A ti no, Rand?

—Pues claro que sí. —Rand se echó a reír—. Pero ¿dónde se encuentra una aventura en Dos Ríos?

—Tiene que haber un modo —rezongó Ban—. A lo mejor hay oro arriba, en las montañas. O trollocs… —De pronto ya no parecía tan seguro de querer subir a las montañas. ¿De verdad creía en los trollocs?

—Pues yo quiero tener más ovejas que nadie en todo Dos Ríos —manifestó firmemente Elam. Mat puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación.

Dav, que había estado escuchando sentado sobre los talones, sacudió la cabeza.

—Tú pareces una oveja, Elam —masculló. Al menos, Egwene no lo había dicho en voz alta. Dav era más alto que Mat y más fornido, pero tenía el mismo brillo en los ojos. Y siempre llevaba la ropa arrugada por algo que no tendría que haber estado haciendo—. Eh, se me acaba de ocurrir una gran idea.

—Y a mí otra mejor —manifestó rápidamente Mat—. Vamos. Os lo mostraré.

Dav y él intercambiaron una mirada desafiante. Elam, Ban y Lem parecían dispuestos a seguir a cualquiera de los dos; o a ambos si supieran cómo hacerlo. No obstante, Rand puso la mano en el hombro de Mat.

—Un momento. Escuchemos antes esas grandes ideas.

Perrin asintió con gesto pensativo.

Egwene suspiró. Dav y Mat parecían competir para ver quién se metía en un lío más gordo. Y Rand hablaría con sensatez, pero cuando estaba en el pueblo a menudo se las ingeniaban para arrastrarlo con ellos. Y a Perrin también. Los otros tres secundarían cualquier cosa que Mat o Dav sugirieran.

Egwene pensó que era hora de marcharse. No podría seguirlos para ver qué se traían entre manos sin descubrir su presencia. Prefería morir antes que Rand sospechara que había estado vigilándolo como una cabeza de chorlito. «Y ni siquiera he descubierto nada».

Mientras se dirigía hacia donde había dejado el cubo, Dannil Lewin se cruzó con ella y se dirigió hacia la parte posterior del cercado. Contaba trece años, estaba más flaco que Rand, y tenía la nariz muy prominente. Egwene vaciló junto al cubo y escuchó. Al principio sólo oyó murmullos. Entonces…

—¿Que el alcalde quiere que vaya? —exclamó Mat—. ¡No es posible! ¡No he hecho nada!

—Quiere que vayáis todos, y volando —dijo Dannil—. Yo que vosotros iría a verlo ahora mismo.

Egwene se apresuró a coger el cubo y se alejó lentamente del cercado, de vuelta al río. Rand y los otros, trotando en la misma dirección, la pasaron enseguida. Egwene esbozó una sonrisa. Cuando su padre mandaba llamar a alguien, esa persona iba. Hasta el Círculo de Mujeres sabía que Brandelwyn al’Vere no era un hombre con el que se pudiera jugar. Se suponía que ella no debía saber tal cosa, pero había oído por casualidad a la señora Luhhan y la señora Ayellan y algunas otras hablando con su madre de que su padre era testarudo y que su madre tendría que hacer algo al respecto. Dejó que los chicos se adelantaran un poco —sólo un poco— y después apresuró el paso para no quedarse atrás.

—No lo entiendo —rezongó Mat cuando se aproximaban a la línea de hombres que esquilaban—. A veces el alcalde sabe lo que estoy haciendo en el mismo momento en que lo hago. Y mi madre también. Pero ¿cómo?

—Probablemente el Círculo de Mujeres se lo dice a tu madre —masculló Dav—. Lo ven todo. Y el alcalde es el alcalde.

Los otros chicos asintieron con aire desanimado. Egwene divisó a su padre un poco más adelante; era un hombre de complexión redonda y escaso cabello canoso. Llevaba las mangas recogidas por encima de los codos, una pipa entre los dientes y unas tijeras de esquilar en la mano. Y a diez pasos de los esquiladores, observando a los chicos que se acercaban, se encontraba la señora Cauthon, la madre de Mat, flanqueada por sus dos hijas: Bodewhin y Eldrin. Natti Cauthon era una mujer reposada y con mucho temple, como no podía ser menos teniendo un hijo como Mat, y en ese momento exhibía una sonrisa de satisfacción. Igual que Bodewhin y Eldrin, sólo que éstas miraban a Mat con el doble de dureza que su madre. Bode no era lo bastante mayor para acarrear agua todavía, y tendrían que pasar otros dos años para que Eldrin lo hiciera. «¡Rand y los demás tienen que estar ciegos!», pensó Egwene. Cualquiera que tuviese ojos en la cara se daría cuenta de cómo sabía siempre las cosas la señora Cauthon.

Natti Cauthon y sus hijas se metieron entre la multitud mientras los chicos se acercaban al padre de Egwene. Ninguno parecía haberla visto. Sólo tenían ojos para el padre de Egwene. Todos parecían recelosos, excepto Mat, que exhibía una sonrisa de oreja a oreja, gesto que lo hacía parecer culpable de algo, irremediablemente. El padre de Rand levantó la vista de la oveja que esquilaba y miró a Rand con una sonrisa; su gesto consiguió al menos que su hijo pareciera menos una grulla a punto de levantar el vuelo.

Egwene empezó a ofrecer agua a los hombres que esquilaban con su padre, todos ellos pertenecientes al Consejo del Pueblo. Bueno, maese Cole daba una cabezada, con la espalda recostada en una piedra alta que sobresalía del suelo. Era tan mayor como la Zahorí o tal vez más, y aún conservaba todo el cabello, aunque completamente blanco. Pero los demás estaban esquilando y la lana se desprendía del cuerpo de las ovejas en gruesas capas blancas. Maese Buie, el quinchador, un hombre sarmentoso pero no por ello falto de agilidad, mascullaba entre dientes mientras trabajaba y hacía una oveja en el mismo tiempo en que otros hacían dos; los demás parecían absortos en su tarea. Cuando un hombre acababa con una oveja, la soltaba para que la recogieran los chicos que esperaban y se la llevaran mientras le traían otra. Egwene caminaba despacio y así tenía una excusa para remolonear por allí. No estaba aflojando el ritmo realmente; sólo quería saber qué iba a pasar.

Su padre estudió a los chicos un momento, fruncidos los labios.

—Bien, muchachos —dijo luego—, sé que habéis trabajado duro. —Mat lanzó una mirada sorprendida a Rand, y Perrin se encogió de hombros con aire incómodo. Rand se limitó a asentir con la cabeza, pero con incertidumbre—. Así que he pensado que era un buen momento para ese relato que os prometí —acabó su padre. Egwene sonrió. Su padre contaba los mejores relatos.

—Quiero una historia de aventuras —dijo Mat mientras se ponía erguido. La mirada que asestó a Dav en esta ocasión era desafiante.

—Yo quiero una de Aes Sedai y Guardianes —se apresuró a intervenir Dav.

—Y con trollocs —añadió Mat—. Y… Y… ¡Y un falso Dragón!

Dav abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada, pero dirigió una hosca mirada a Mat. No había forma de superar lo de un falso Dragón, y lo sabía. El padre de Egwene soltó una risita divertida.

—No soy un juglar, muchachos. No conozco ningún relato de ese estilo. ¿Tam? ¿Te gustaría intentarlo a ti?

Egwene parpadeó. ¿Por qué iba a saber el padre de Rand historias de ese estilo si su padre no las sabía? El Consejo había elegido a maese al’Thor como portavoz de los granjeros de los alrededores de Campo de Emond, pero, que ella supiera, a lo único que se había dedicado era a la cría de ovejas y a plantar tabaco, como cualquiera de la región.

Maese al’Thor pareció sentirse incómodo y Egwene albergó la esperanza de que no supiese ninguna historia de ese estilo. No quería que nadie superase a su padre. Le gustaba el padre de Rand, desde luego, así que tampoco deseaba que se sintiese azorado. Era un hombre robusto, con algunas hebras grises en el cabello, de carácter tranquilo y callado, y le caía bien a casi todo el mundo.

Maese al’Thor acabó de esquilar la oveja y mientras le llevaban otra intercambió una sonrisa con Rand.

—Pues resulta —dijo— que sé una historia de esas características. Os relataré cosas sobre el verdadero Dragón, no de uno falso.

Maese Buie se irguió con tal rapidez que la oveja que trasquilaba casi se le escapó. Estrechó los ojos más de lo que los tenía habitualmente, que ya era decir.

—No permitiremos nada de eso, Tam al’Thor —gruñó con su voz chirriante—. No es apropiado para oídos decentes.

—Cálmate, Cenn —intervino el padre de Egwene en tono apaciguador—. Sólo es un relato. —Sin embargo, miró de soslayo al padre de Rand y resultó obvio que no estaba tan seguro como quería dar a entender.

—Ciertos relatos no se deberían contar —insistió maese Buie—. ¡Ciertas historias no deberían saberse! Repito que no es decente. No me gusta. Si no hay más remedio que hablarles sobre batallas, contadles algo de la Guerra de los Cien Años o de la Guerra de los Trollocs. Ahí tendrán Aes Sedai y trollocs, si hay que hablar de esos temas. O de la Guerra de Aiel.

Durante un instante Egwene tuvo la impresión de que el semblante de maese al’Thor cambiaba, que se tornaba más duro. Tanto como para que, en comparación, los de los guardias de mercaderes parecieran blandengues. Ese día no hacía más que figurarse cosas. Por lo general no se dejaba llevar por la imaginación de esa forma. Maese Cole abrió los ojos de golpe.

—Sólo va a contarles un cuento, Cenn. Sólo eso, hombre —dijo y volvió a cerrar los ojos. Nunca se sabía con certeza si maese Cole estaba dormido realmente.

—Todavía no has escuchado, olido o visto nada que te haya gustado, Cenn —comentó maese al’Dai, el abuelo de Bili. Era un hombre enjuto, de cabello ralo y blanco y tan viejo como maese Cole, si no más. Se veía obligado a caminar con bastón la mayor parte del tiempo, pero tenía los ojos vivos y despiertos, al igual que la mente. Y era casi tan rápido como maese al’Thor con las tijeras de esquilar—. Mi consejo, Cenn, es que rumies tu mala hiel en silencio y dejes que Tam cuente su historia.

Maese Buie cedió de mala gana, sin dejar de mascullar entre dientes. Tras asestar una mirada ceñuda al padre de Rand, se inclinó de nuevo sobre la oveja que esquilaba. Egwene sacudió la cabeza con sorpresa. A menudo había oído a maese Buie decirle a la gente lo importante que era en el Consejo y que todos los demás hombres le hacían caso siempre.

Los chicos se acercaron más a maese al’Thor y, formando un semicírculo, se sentaron en cuclillas. Cualquier relato que provocara una discusión entre los miembros del Consejo por fuerza tenía que ser interesante. Maese al’Thor no dejó de esquilar, aunque a un ritmo más lento. Obviamente, no quería correr el riesgo de hacerle un corte a la oveja por tener dividida su atención.

—Esto no es más que un relato —empezó, sin hacer caso del gesto ceñudo de maese Buie—, ya que nadie sabe todo lo que pasó. Pero ocurrió de verdad. ¿Habéis oído hablar de la Era de Leyenda?

Algunos de los chicos asintieron, aunque con recelo. Egwene también asintió a despecho de sí misma. Había oído decir a los adultos «quizás en la Era de Leyenda» cuando no creían que algo hubiese ocurrido realmente o cuando dudaban que algo se pudiera hacer. Era otra forma de decir «cuando a los cerdos les crezcan alas». O al menos eso era lo que ella creía.

—Fue hace más de tres mil años —continuó el padre de Rand—. Había grandes ciudades llenas de edificios más altos que la Torre Blanca, y ésta es más alta que cualquier cosa salvo una montaña. Máquinas movidas por el Poder Único transportaban a la gente de un lado a otro más deprisa que un caballo a galope, y también se cuenta que había máquinas de transporte por el aire. No existían enfermedades en ninguna parte. Ni había hambre. Ni guerras. Y, entonces, la mano del Oscuro tocó el mundo.

Los chicos dieron un brinco; de hecho, Elam se cayó. Se incorporó, abochornado, e intentó fingir que no se había ido al suelo. Egwene contuvo la respiración. El Oscuro. Tal vez se debía a que había pensado en él hacía un rato, pero en ese momento le pareció especialmente aterrador. Esperaba que maese al’Thor no dijera su nombre. «No nombrará al Oscuro», pensó, pero no por ello dejó de temer que lo hiciera.

Maese al’Thor les sonrió a los chicos a fin de paliar la impresión ocasionada por sus palabras, pero continuó.

—En la Era de Leyenda ni siquiera se tenía memoria de la guerra, o eso es lo que se dice; pero, una vez que el Oscuro tocó el mundo, se recordó rápidamente. No fue una guerra como esas entre dos naciones sobre las que habéis oído hablar a los mercaderes cuando vienen por lana y tabaco. Aquella guerra abarcó todo el mundo. Vino a llamarse la Guerra de la Sombra. Había tantos seguidores de la Luz como seguidores de la Sombra; y, además de incontables Amigos Siniestros, estaban los ejércitos de Myrddraal y de trollocs, más numerosos que todos los que salieron a borbotones de la Llaga durante la Guerra de los Trollocs. Y estaban aquellos a los que se llamó los Renegados, Aes Sedai que se habían pasado a la Sombra.

Egwene tuvo un escalofrío y se alegró de ver que algunos chicos se rodeaban a sí mismos con los brazos. Las madres utilizaban a los Renegados para asustar a sus hijos cuando eran malos: «Si no dejas de mentir, Semirhage vendrá por ti», «Lanfear está al acecho para llevarse a los niños que roban». Egwene se alegraba de que su madre no hubiera hecho eso. Un momento. ¿Las Renegadas habían sido Aes Sedai? Esperaba que maese al’Thor no fuera diciendo eso por ahí o el Círculo de Mujeres pasaría a visitarlo. En cualquier caso, algunos de los Renegados eran hombres, así que tenía que estar equivocado.

—Esperáis que os hable de la gloria de la batalla, pero no lo haré. —Durante un instante su voz sonó severa, pero sólo fue un momento—. Nadie sabe nada sobre esas batallas, salvo que fueron atroces. Tal vez las Aes Sedai tengan ciertos registros o documentos; pero, de ser así, no permiten que nadie los vea salvo otras Aes Sedai. ¿Sabéis algo sobre las grandes batallas durante el encumbramiento de Artur Hawkwing y a lo largo de la Guerra de los Cien Años? ¿Que había cien mil hombres en cada bando? —Le respondieron anhelantes asentimientos con la cabeza. También de Egwene, aunque el suyo no tuvo nada de anhelante. Todos esos hombres intentando matarse unos a otros no suscitaban su interés, como les ocurría a los chicos—. Bien —continuó maese al’Thor—, esas batallas se habrían considerado escaramuzas en la Guerra de la Sombra. Ciudades enteras fueron destruidas, arrasadas hasta sus cimientos. Y los campos del entorno de las ciudades no salieron mejor parados. Allí donde se libraba una batalla sólo quedaba devastación y ruinas. La guerra se prolongó años y años por todo el mundo. Y, poco a poco, la Sombra empezó a ganar. La Luz se vio obligada a retroceder más y más, hasta que pareció que la Sombra lo conquistaría todo. La esperanza se fue desvaneciendo como la niebla al salir el sol. Pero la Luz contaba con un líder que nunca se rindió, un hombre llamado Lews Therin Telamon. El Dragón.

Uno de los chicos dejó escapar una ahogada exclamación de sorpresa. Egwene estaba demasiado estupefacta, con los ojos como platos, para fijarse cuál de ellos había sido. Hasta se olvidó de fingir que ofrecía agua a los hombres. ¡Pero si el Dragón había luchado por la Sombra!

No sabía mucho del Desmembramiento del Mundo —casi nada, a decir verdad—, pero al menos había algo que todo el mundo sabía: ¡el Dragón había luchado a favor de la Sombra!

—Lews Therin reunió hombres, los Cien Compañeros y un pequeño ejército. Lo que en aquel entonces se consideraba pequeño, se entiende. Diez mil hombres. Ahora no nos parecería un ejército pequeño, ¿verdad? —Sus palabras parecían una invitación a la risa, pero en la queda voz de maese al’Thor no había el menor atisbo de hilaridad. Hablaba de un modo que parecía que hubiese estado presente allí. Desde luego, Egwene no se rió, como tampoco ninguno de los chicos. Escuchó e intentó acordarse de respirar—. Sólo con una remota esperanza de éxito, Lews Therin atacó el valle de Thakan’dar, el corazón de la propia Sombra. Cientos de miles de trollocs cayeron sobre ellos. Trollocs y Myrddraal. Los trollocs viven para matar. Un trolloc puede desmembrar en pedazos a un hombre sólo con sus manos. Los Myrddraal son la muerte. Los Aes Sedai que combatían por la Sombra descargaron fuego y rayos sobre Lews Therin y sus hombres. Los que seguían al Dragón no morían uno a uno, sino de diez en diez, de veinte en veinte o de cincuenta en cincuenta. Bajo un cielo atormentado, alterado, en un lugar donde nada crecía ni volvería a crecer, lucharon y murieron. Pero no retrocedieron ni cedieron. Combatieron todo el camino a Shayol Ghul. Y si Thakan’dar es el corazón de la Sombra, Shayol Ghul es el corazón del corazón. Todos los hombres de aquel ejército perecieron, así como la mayoría de los Cien Compañeros, pero en Shayol Ghul sellaron de nuevo, con el Oscuro dentro y a los Renegados con él, la prisión que el Creador había hecho para el Oscuro. Y el mundo quedó a salvo de la Sombra.

Se hizo el silencio. Los chicos miraban a maese al’Thor con los ojos muy abiertos. Y brillantes, como si lo estuvieran viendo todo: los trollocs, los Myrddraal, Shayol Ghul. Egwene tuvo otro escalofrío. «El Oscuro y los Renegados están encerrados en Shayol Ghul, confinados lejos del mundo de los hombres», enunció para sus adentros. No recordaba lo que seguía, pero le sirvió de ayuda. Sólo que si el Dragón salvó el mundo, entonces ¿cómo se explicaba que lo hubiera destruido?

Cenn Buie escupió. ¡Escupió! ¡Como cualquier apestoso guardia de mercader! Egwene dudó que pudiera pensar en él como «maese Buie» a partir de ese día.

Ni que decir tiene que aquello sacó a los chicos de su embeleso. Intentaron mirar a cualquier sitio salvo donde se encontraba el sarmentoso hombre. Perrin se rascó la cabeza.

—Maese al’Thor —empezó lentamente—, ¿qué significa «el Dragón»? Si a alguien se lo llama «el León», quiere decir que se supone que es como un león. Pero ¿qué es un dragón?

Egwene lo miró de hito en hito. Nunca se le habría ocurrido esa idea. Tal vez Perrin no era tan lerdo como parecía.

—No lo sé —admitió el padre de Rand—. Y dudo que lo sepa alguien. Quizá ni siquiera las Aes Sedai. —Soltó la oveja que había estado esquilando e hizo una seña para que le llevaran otra. Egwene cayó en la cuenta de que había acabado hacía rato, pero sin duda no había querido interrumpir el relato. Maese Cole abrió los ojos y sonrió.

—El Dragón. A buen seguro suena feroz, ¿no os parece? —comentó antes de que los párpados se le cerraran de nuevo.

—Supongo que sí —dijo el padre de Egwene—. Pero todo eso ocurrió hace muchísimo tiempo y muy lejos, y no tiene nada que ver con nosotros. Bueno, jovencitos, habéis disfrutado de vuestro descanso y de un relato. Volved al trabajo. —Mientras los chicos se levantaban de mala gana, añadió—: Hay montones de muchachos de las granjas a los que no creo que conozcáis aún. Siempre es bueno conocer a los vecinos, así que entablad relación con ellos. No quiero veros trabajar juntos hoy; ya os conocéis todos. Hala, marchaos.

Los chicos intercambiaron miradas sorprendidas. ¿Acaso habían creído que los dejaría volver juntos para seguir adelante con la trastada que planeaban, fuera cual fuera? Todos, pero en especial Mat y Dav, que intercambiaron ojeadas entre ambos, llevaban una expresión cabizbaja al marcharse. Egwene pensó seguirlos, pero los chicos empezaban a dispersarse y tendría que haber ido en pos de Rand para enterarse de más cosas. Torció el gesto. Si él se daba cuenta, a lo mejor pensaba que era una cabeza de chorlito, como Cilia Cole. Además, quedaban esas lejanas tierras; tierras que Egwene estaba firmemente decidida a visitar.

De repente reparó en los cuervos; había muchos más que hacía un rato. Aletearon y alzaron el vuelo desde los árboles, en dirección a las Montañas de la Niebla. Encogió los hombros. Tenía la sensación de notar la mirada de alguien clavada en la espalda. De alguien o…

No quería volverse, pero lo hizo y alzó la vista a los árboles que había más allá de los hombres que esquilaban. Más a menos a medio camino de la copa de un gran pino localizó un cuervo solitario posado en una rama. Mirándola fijamente. ¡A ella! Sintió frío en la boca del estómago. Ansiaba echar a correr, pero en cambio se obligó a sostener aquella mirada e intentó imitar la expresión impávida de Nynaeve. Al cabo de un momento el cuervo lanzó un áspero graznido y saltó de la rama; las negras alas lo llevaron hacia el oeste, en pos de los otros.

«A lo mejor empiezo a dominar esa clase de mirada», pensó; al momento se sintió ridícula. Tenía que evitar dejarse llevar por la imaginación. Sólo era un ave. Y ella tenía cosas importantes que hacer, como ser mejor aguadora que nadie. Y la mejor aguadora no se asustaría por unas aves ni por ninguna otra cosa. Cuadró los hombros y reanudó su camino entre la gente a la par que buscaba a Berowyn. Aunque ahora era para ofrecerle un cacillo de agua. Si era capaz de hacer frente a un cuervo, podía hacer lo mismo con su hermana. O eso esperaba.


Egwene tuvo que llevar agua de nuevo al año siguiente, lo que para ella fue una gran decepción, pero, una vez más, trató de ser la mejor. Si había que hacer algo, entonces más valía hacerlo lo mejor posible. Y esa actitud debió de funcionar, porque al año siguiente le permitieron ayudar con la comida… ¡Un año antes de lo habitual! Entonces se marcó una nueva meta: ser la muchacha más joven a la que le permitieran trenzarse el cabello. No creía realmente que el Círculo de Mujeres lo aceptara, pero una meta fácil no era realmente una meta.

Dejó de querer escuchar relatos contados por los adultos, aunque sí le habría gustado oírlos de un juglar. Y le siguió gustando leer sobre tierras lejanas de extrañas costumbres y soñar con verlas. También a los chicos dejaron de interesarles los relatos. Egwene creía que tampoco leían mucho. Todos crecieron, convencidos de que su mundo jamás cambiaría, y muchas de aquellas historias pasaron a ser recuerdos agradables mientras que otras las olvidaron, o casi. Y si descubrieron que algunos de esos relatos en realidad habían sido algo más que cuentos… En fin. ¿La Guerra de la Sombra? ¿El Desmembramiento del Mundo? ¿Lews Therin Telamon? ¿Qué podía importar nada de eso en la actualidad? Y, de todos modos, ¿qué había ocurrido realmente en aquel entonces?

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