– ¡Fíjate! ¡Soy famoso!
Jaidee sostiene la foto de la circular junto a su propio rostro, sonriendo a Kanya. Como esta no le devuelve el gesto, vuelve a dejar la hoja en el estante, con sus otros retratos.
– Eh, tienes razón. La verdad es que el parecido no está muy conseguido. Habrán sobornado a alguien para sacarla de nuestro departamento de archivos. -Exhala un suspiro de melancolía-. Entonces sí que era joven.
Kanya sigue sin decir nada y se limita a contemplar el agua del khlong, taciturna. Se han pasado el día buscando esquifes que transportaran productos de PurCal y AgriGen de contrabando río arriba, yendo de una orilla a otra de la desembocadura, y Jaidee aún conserva un poso de emoción en su interior.
El trofeo de la jornada ha sido un clíper anclado justo frente a los muelles. Un supuesto velero comercial indio que se dirigía al norte desde Bali y resultó estar cargado de piñas resistentes a la cibiscosis. Fue gratificante ver cómo el práctico del puerto y el capitán del navío tartamudeaban excusas mientras los camisas blancas de Jaidee cubrían el cargamento entero de cal, dejando todas las cajas estériles e incomestibles. Los traficantes se habían quedado sin beneficios.
Ojea los otros periódicos expuestos en el tablón expositor y encuentra una imagen distinta de él. Esta es de sus tiempos de luchador de muay thai, riendo después de un combate en el estadio Lumphini. El Bangkok Morning Post.
– A los niños les gustará esta.
Abre el diario y echa un vistazo al artículo. El ministro de Comercio Akkarat está que se sube por las paredes. Las citas del Ministerio de Comercio califican a Jaidee de vándalo. A Jaidee le sorprende que no se limiten a llamarle traidor o terrorista. El hecho de que se contengan le indica cuán impotentes deben de sentirse realmente.
Jaidee no puede evitar sonreír a Kanya por encima de las páginas.
– Les hemos hecho daño de verdad.
Una vez más, Kanya no contesta.
Pasar por alto sus momentos de malhumor tiene truco. Cuando Jaidee conoció a Kanya, le pareció que era un poco tonta por el modo en que sus rasgos permanecían siempre impasibles, inmunes a cualquier insinuación de diversión, como si le faltara un órgano. La nariz sirve para oler, los ojos para ver, y todas las personas deben de tener un órgano peculiar que les ayude a detectar el sanuk cuando lo tengan justo delante.
– Deberíamos regresar al ministerio -sugiere Kanya, y se da la vuelta para observar el tráfico fluvial que discurre paralelo al khlong, en busca de un posible medio de transporte.
Jaidee paga el periódico al vendedor de circulares cuando aparece deslizándose uno de los taxis del canal.
Kanya le hace señas y se detiene junto a ellos. Su rueda chirría con la energía acumulada, las olas lamen el terraplén del khlong cuando la estela da alcance a la embarcación. Unos enormes muelles percutores ocupan la mitad de la bomba de desplazamiento. La proa techada del barco está repleta de hombres de negocios chinos de Chaozhou, apiñados como patos camino del matadero.
Kanya y Jaidee suben a bordo de un salto y se quedan de pie en el pasillo junto al compartimiento de los asientos. La niña que hace las funciones de interventora ignora sus uniformes blancos, igual que ellos la ignoran a ella. Cobra treinta baht por un billete a otro hombre que monta con ellos. Jaidee se agarra a uno de los cabos de seguridad cuando la embarcación acelera para alejarse del muelle. El viento le acaricia el rostro mientras navegan khlong abajo, rumbo al corazón de la ciudad. El taxi avanza veloz, zigzagueando entre los pequeños esquifes de palas y las largas lanchas que salpican el canal. A los lados se suceden bloques de casas y tiendas desahuciadas, pha sin, blusas y sarongs de vivos colores tendidos al sol. Las mujeres se lavan su melena negra en las aguas cobrizas del canal. El barco se detiene de pronto.
Kanya mira al frente.
– ¿Qué ocurre?
Ante ellos, un árbol caído bloquea gran parte del canal. Los botes se amontonan a su alrededor, buscando un resquicio por el que colarse.
– Un árbol bo -dice Jaidee. Mira a su alrededor en busca de edificios reconocibles-. Habrá que avisar a los monjes.
Nadie más querrá tocarlo. Ni nadie intentará quedárselo, pese a la escasez de madera. Traería mala suerte. El taxi se mece mientras el tráfico del khlong intenta colarse por la angosta brecha del canal, allí donde el árbol sagrado aún no obstaculiza el movimiento.
Jaidee chasquea la lengua, impacientándose, y levanta la voz:
– ¡Amigos, abran paso! Misión del ministerio. ¡Despejen el camino! -Ondea la placa.
El espectáculo de la insignia y el resplandeciente uniforme blanco es suficiente para que las barcas y los esquifes se hagan a un lado. El piloto del taxi lanza una fugaz mirada de agradecimiento a Jaidee. La embarcación impulsada por muelles percutores se adentra en el tumulto, pugnando por encontrar un hueco.
Mientras rodean las ramas desnudas del árbol, todos los pasajeros del taxi del khlong dedican hondos wais de respeto al árbol caído, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente.
Jaidee hace un wai a su vez y estira el brazo para acariciar la madera enferma, dejando que sus dedos resbalen por la superficie mientras pasan por su lado. Está salpicada de diminutos orificios. Si arrancara la corteza, una fina red de túneles describiría la muerte del árbol. Un árbol bo. Sagrado. El árbol bajo el cual Buda encontró la sabiduría. Y sin embargo no pudieron hacer nada por salvarlo. No sobrevivió ni una sola variedad de higuera, pese a todos sus intentos. Los cerambicidos fueron demasiado para ellos. Cuando los científicos fracasaron, rezaron a Phra Seub Nakhasathien, un último acto de desesperación, pero ni siquiera el mártir logró salvarlos al final.
– No podíamos salvarlo todo -murmura Kanya, como si le estuviera leyendo el pensamiento.
– No podíamos salvar nada. -Jaidee deja que sus dedos resbalen por los surcos que señalan la acción de los cerambicidos-. Los farang tienen que rendir cuentas por un montón de cosas, y aun así Akkarat pretende negociar con ellos.
– Con AgriGen no.
Jaidee esboza una sonrisa de amargura y retira la mano del árbol abatido.
– No, con ellos no. Pero sí con otros como ellos, en cualquier caso. Piratas genéticos. Fabricantes de calorías. Incluso con PurCal, cuando aprietan las hambrunas. ¿Por qué te crees que dejamos que permanezcan agazapados en Koh Angrit? Por si acaso les necesitamos. Por si acaso fracasamos y debemos apelar a ellos y suplicarles que nos den su arroz, su trigo y su soja.
– Ahora tenemos nuestros propios piratas genéticos.
– Gracias a la previsión de Su Majestad Imperial el rey Rama XII.
– Y al chaopraya Gi Bu Sen.
– «Chaopraya.» -Jaidee hace una mueca-. Nadie tan malvado debería ostentar un título tan respetable.
Kanya se encoge de hombros, pero no insiste. Pronto dejan atrás el árbol bo. Desembarcan en el puente de Srinakharin. La fragancia de los puestos de comida atrae a Jaidee, que indica a Kanya que le siga mientras se adentra en un soi diminuto.
– Somchai asegura que aquí venden un som tam delicioso. Las papayas están limpias y son de la mejor calidad, según él.
– No tengo hambre -responde Kanya.
– Por eso estás siempre de un humor de perros.
– Jaidee… -empieza Kanya, pero se interrumpe.
Jaidee vuelve la vista atrás y repara en su expresión preocupada.
– ¿Qué sucede? Sigamos adelante.
– Me preocupa el asunto de los amarraderos.
Jaidee se encoge de hombros.
– No hace falta que te preocupes.
Frente a ellos, los puestos y las mesas de comida se agolpan contra las paredes del callejón, pegadas unas a otras. Pequeños cuencos de nam plaa prik aguardan ordenadamente en el centro de las tablas que sirven de improvisados mostradores.
– ¿Lo ves? Somchai tenía razón. -Jaidee encuentra el carrito de ensaladas que buscaba y examina las especias y la fruta; empieza a pedir para los dos. Kanya se cierne sobre él como un denso nubarrón de mal genio.
– Doscientos mil baht es mucho dinero para que Akkarat se resigne a perderlo así como así -murmura mientras Jaidee le pide a la vendedora de som tam que añada más pimientos.
Jaidee asiente con la cabeza, pensativo, mientras la mujer mezcla los hilos de papaya verde con el resto de las especias.
– Cierto. No me imaginaba que hubiera tanto dinero en juego ahí fuera.
Suficiente para subvencionar un laboratorio de investigación genética nuevo, o para destinar quinientos camisas blancas a la inspección de los criaderos de tilapias de Thonburi… Menea la cabeza. Y esto con una sola redada. Asombroso.
En ocasiones le parece que sabe cómo funciona el mundo, pero entonces, de vez en cuando, levanta la tapa de una parte de la ciudad divina que no conocía y descubre un nido de cucarachas donde menos se lo esperaba. Las sorpresas no tienen fin.
Se dirige al siguiente puesto de comida, cargado de bandejas de cerdo recubierto de pimiento y tiras de bambú RedStar. Plaa con cabeza de serpiente fritos, rebozados y crujientes, pescados en el río Chao Phraya ese mismo día. Encarga más comida. Suficiente para los dos, y sato para beber. Se sienta a una mesa al aire libre mientras preparan el pedido.
Haciendo equilibrios encima de un taburete de bambú al final de la jornada, con la cerveza de arroz calentándole la barriga, Jaidee no puede evitar reírse de su huraña subordinada.
Como de costumbre, aun delante de los platos más suculentos, Kanya sigue siendo fiel a su carácter.
– Khun Bhirombhakdi se ha quejado de ti en el cuartel -informa Kanya-. Ha amenazado con pedirle al general Pracha que te arranquen esos labios tan sonrientes.
Jaidee se mete un puñado de pimientos en la boca.
– No me da miedo.
– Se supone que los amarraderos eran su territorio. Su zona protegida, su fuente de sobornos.
– Primero te preocupas por Comercio y ahora por Bhirombhakdi. Ese viejo se asusta hasta de su sombra. Obliga a su mujer a probar todos los platos antes que él para cerciorarse de no coger la roya. -Jaidee sacude la cabeza-. No pongas esa cara tan larga. Deberías sonreír más. Reír un poco. Ten, bébete esto. -Jaidee sirve más sato para su teniente-. Antes nos referíamos a nuestro país como la Tierra de las Sonrisas. -Jaidee hace una demostración práctica-. Y ahí estás tú, cariacontecida, como si te pasaras el día comiendo limas.
– A lo mejor es que antes teníamos más motivos para sonreír.
– Bueno, no te digo que no. -Jaidee vuelve a dejar el sato encima de la mesa desportillada y se queda mirándolo fijamente, pensativo-. Debimos de hacer algo espantoso en nuestra vida anterior para merecernos esta. No se me ocurre otra explicación.
Kanya suspira.
– A veces veo al espíritu de mi abuela merodeando por el chedi cerca de mi casa. En cierta ocasión me dijo que no podría reencarnarse hasta que construyéramos un lugar mejor para recibirla.
– ¿Otro de los phii de la Contracción? ¿Cómo te ha encontrado? ¿No era de Isaán?
– Aun así logró dar conmigo. -Kanya se encoge de hombros-. Es muy desdichada.
– Ya, bueno, supongo que todos terminaremos igual.
Jaidee también ha visto a estos fantasmas, caminando por los bulevares a veces, sentados en los árboles. Los phii están por todas partes. Innumerables. Los ha visto en los cementerios y apoyados en los esqueletos de árboles bo enfermos, lanzándole miradas de irritación todos ellos.
Los médiums hablan de la demencial frustración de los phii, de su imposibilidad para reencarnarse, obligados a hacinarse aquí como las hordas de viajeros en la estación de Hualamphong, esperando un tren que los lleve a las playas. Todos ellos aguardan una reencarnación imposible de obtener porque ninguno se merece el sufrimiento de este mundo en particular.
Los monjes como Ajahn Suthep aseguran que eso son paparruchas. Vende amuletos para repeler a estos phii y dice que no son más que fantasmas hambrientos, creados por la muerte antinatural de comer hortalizas enfermas de roya. Cualquiera puede ir a su capilla y dejar un donativo, o ir al altar de Erawan, hacer una ofrenda a Brahma (quizá conseguir incluso que los bailarines del templo actúen un rato) y comprar la esperanza de que los espíritus encuentren el descanso necesario para alcanzar su próxima reencarnación. Es posible esperar cosas así.
A pesar de todo, hay una invasión de fantasmas. En eso todos están de acuerdo. Las víctimas de AgriGen, de PurCal y de otros como ellos.
– Yo no me lo tomaría como algo personal, lo de tu abuela -responde Jaidee-. Cuando hay luna llena, he visto que los phii se amontonan en las carreteras que rodean el Ministerio de Medio Ambiente. Decenas de ellos. -Sonríe con tristeza-. Creo que no tiene remedio. Cuando pienso que Niwat y Surat van a criarse así… -Respira hondo, conteniendo un exceso de emoción que no quiere exhibir ante Kanya. Toma otro trago-. En cualquier caso, luchar es bueno. Tan solo desearía poder agarrar a algunos ejecutivos de AgriGen y de PurCal y retorcerles el pescuezo. Que probaran un poco de su roya AG134.s. Entonces mi vida estaría completa. Moriría feliz.
– Probablemente tú tampoco te reencarnarás -observa Kanya-. Eres demasiado bueno para pasar otra vez por este infierno.
– Con suerte me reencarnaré en Des Moines y podré poner una bomba en sus laboratorios de piratería genética.
– Soñar es gratis.
El tono de Kanya hace que Jaidee levante la cabeza.
– ¿Qué te preocupa? ¿Por qué estás tan triste? Renaceremos en un sitio precioso, seguro. Los dos. Piensa en los méritos que hicimos anoche. Pensé que esos heeya de aduanas iban a cagarse en los pantalones cuando incendiamos las mercancías.
Kanya hace una mueca.
– Seguramente jamás se habían encontrado con un camisa blanca al que no pudieran sobornar.
Así de fácil, la teniente consigue aniquilar el buen humor de Jaidee. No es de extrañar que les caiga mal a todos en el ministerio.
– No. Eso es verdad. Todo el mundo acepta sobornos últimamente. No es como antes. La gente no se acuerda de los malos tiempos. No tiene tanto miedo como antes.
– Y ahora tú te metes en la boca de la cobra con Comercio -lo reprende Kanya-. Tras el golpe del doce de diciembre, es como si el general Pracha y el ministro Akkarat estuvieran dando vueltas constantemente el uno alrededor del otro, buscando una nueva excusa para pelearse. Jamás dieron por zanjada su enemistad, y ahora tú has vuelto a enfurecer a Akkarat. La situación es más inestable que nunca.
– Bueno, siempre he sido demasiado jai rawn para mi propio bien. Chaya también se queja de lo mismo. Por eso te tengo cerca. No obstante, yo no me preocuparía de Akkarat. Echará espumarajos por la boca durante algún tiempo, pero se le pasará. Aunque no le guste, el general Pracha tiene demasiados aliados en el ejército como para intentar dar otro golpe de Estado. Con el primer ministro Surawong muerto, a Akkarat en realidad no le queda nada. Está solo. Sin megodontes ni tanques que respalden sus amenazas, por rico que sea Akkarat, en el fondo no es más que un tigre de papel. Le vendrá bien aprender esta lección.
– Es peligroso.
Jaidee la mira con gesto serio.
– Las cobras también. Y los megodontes. Y la cibiscosis. Estamos rodeados de peligros. Akkarat… -Jaidee se encoge de hombros-. En cualquier caso, ya es agua pasada. No puedes hacer nada por cambiarlo. ¿Para qué preocuparse ahora? Mai pen rai. Da igual.
– Aun así, deberías andarte con cuidado.
– ¿Lo dices por el hombre de los amarraderos? ¿El que vio Somchai? ¿Te asustó?
Kanya se encoge de hombros.
– No.
– Qué sorpresa. A mí sí. -Jaidee observa a Kanya, preguntándose cuánto debería contarle, cuánto debería revelar sobre lo bien que conoce el mundo que le rodea-. Me da muy mala espina.
– ¿En serio? -Kanya parece preocupada-. ¿Tienes miedo? ¿De un estúpido hombre solo?
Jaidee niega con la cabeza.
– No me asusta tanto como para correr a esconderme tras el pha sin de Chaya, pero así y todo, lo he visto antes.
– No me habías dicho nada.
– Al principio no estaba seguro. Ahora sí. Creo que trabaja para Comercio. -Hace una pausa, tanteando el terreno-. Creo que vuelven a andar tras mi pista. Quizá planeen otro intento de asesinato. ¿Qué te parece?
– No se atreverían a ponerte la mano encima. Su Majestad la Reina ha hablado a tu favor.
Jaidee se acaricia el cuello, allí donde la vieja cicatriz de una pistola de resortes destaca aún pálida contra la piel atezada.
– ¿Ni siquiera después de lo que les hice en los amarraderos?
Kanya se pone rígida.
– Te pondré un guardaespaldas.
Jaidee se ríe de su ferocidad, al mismo tiempo que se siente enternecido y tranquilizado por ella.
– Eres muy considerada, pero contratar un guardaespaldas sería una tontería. Todo el mundo sabría que se me puede intimidar. Eso no es propio de un tigre. Ten, prueba esto. -Echa más plaa con cabeza de serpiente en el plato de Kanya.
– Estoy llena.
– No seas tan remilgada. Come.
– Deberías tener un guardaespaldas. Por favor.
– Confío en ti para guardarme las espaldas. Debería ser más que suficiente.
Kanya se encoge. Jaidee sonríe ante su turbación. «Ah, Kanya. Hay decisiones que todos debemos afrontar en la vida. Yo he tomado las mías. Pero tú tienes tu propio kamma», piensa.
– Venga, come un poco más -insiste con delicadeza-, te estás quedando muy flaca. ¿Cómo quieres encontrar una amiga especial si estás hecha un saco de huesos?
Kanya aparta el plato.
– Últimamente parece que me lleno enseguida.
– La gente se muere de hambre por todas partes, y tú no puedes comer.
Kanya pone mala cara y coge un trocito de pescado con la cuchara.
Jaidee menea la cabeza y deja los cubiertos encima de la mesa.
– ¿Qué pasa? Estás más apagada de lo normal. Me siento como si acabara de meter a uno de tus hermanos en una urna funeraria. ¿Qué te preocupa?
– No es nada. De verdad. Es solo que no tengo hambre.
– Hable, teniente. Quiero una respuesta sincera. Es una orden. Eres buen oficial. No puedo verte con esa cara tan larga. No me gusta que mis soldados anden por ahí con el ánimo por los suelos, ni siquiera los de Isaán.
Kanya hace una mueca. Jaidee observa a su teniente, que recapacita lo que va a decir a continuación. Se pregunta si él ha sido alguna vez tan diplomático como esta mujer. Lo duda. Siempre ha sido demasiado impulsivo, demasiado proclive a sulfurarse. No como Kanya, tan taciturna, tan jai yen en todo momento. En absoluto sanuk, pero sin duda jai yen.
Aguarda, creyendo que por fin va a escuchar su historia, la historia completa en toda su dolorosa humanidad, pero cuando Kanya reúne por fin las palabras, le sorprende. Habla casi en susurros. Con tanto reparo que le cuesta expresar sus pensamientos en voz alta.
– Algunos de los muchachos se quejan porque no aceptas bastantes regalos de buena voluntad.
– ¿Cómo? -Jaidee se echa hacia atrás, la mira con los ojos como platos-. Nosotros no entramos en ese juego. Somos distintos del resto. Y estamos orgullosos de ello.
Kanya se apresura a asentir con la cabeza.
– Y los periódicos y las circulares te adoran por eso. Igual que el pueblo.
– ¿Pero?
La melancolía vuelve a cincelarse en los rasgos de Kanya.
– Pero ya no vas a recibir más ascensos. Los hombres leales a ti no se benefician de tu mecenazgo, y eso les descorazona.
– ¡Pero mira lo que hemos conseguido! -Jaidee da unas palmaditas a la bolsa de dinero confiscada en el clíper que sujeta entre las piernas-. Todos saben que recibirán ayuda si precisan cualquier cosa. Hay más que suficiente para quienes lo necesiten.
Kanya clava la mirada en la mesa.
– Algunos dicen que te gusta quedarte con el dinero -murmura.
– ¿Qué? -Jaidee se queda contemplándola fijamente, estupefacto-. ¿Tú también lo crees?
Kanya se encoge de hombros, compungida.
– Claro que no.
Jaidee sacude la cabeza a modo de disculpa.
– No, claro que no. Has sido una buena chica. Has hecho grandes cosas aquí. -Sonríe a su teniente, prácticamente abrumado de compasión por la joven que un buen día se presentó ante él en los huesos, idolatrándolo desde sus tiempos de campeón, ardiendo en deseos de emularlo.
– Hago lo que puedo por acallar los rumores, pero… -Kanya vuelve a encogerse de hombros, abatida-. Los cadetes se quejan de que servir a las órdenes del capitán Jaidee es como morir de hambre por culpa de las lombrices akah. Uno trabaja y trabaja y se va quedando cada vez más delgado. Los chicos tienen buena fe, pero no pueden evitar avergonzarse al comparar sus uniformes raídos con las relucientes galas de sus camaradas. Cuando deben montar en bicicleta de dos en dos, mientras sus camaradas viajan en ciclomotores de muelles percutores.
Jaidee exhala un suspiro.
– Todavía recuerdo cuando los camisas blancas eran queridos.
– Todo el mundo necesita comer.
Jaidee suspira de nuevo. Saca la bolsa de entre las piernas y se la ofrece a Kanya.
– Coge el dinero. Repártelo entre ellos a partes iguales. Por su valentía y por el trabajo duro de ayer.
La teniente le lanza una mirada de sorpresa.
– ¿Estás seguro?
Jaidee se encoge de hombros y sonríe, disimulando la desilusión que lo embarga, sabiendo que esta es la medida más acertada, y no obstante entristecido lo indecible por ello.
– ¿Por qué no? Como tú misma has dicho, los chicos tienen buena fe. Y no es que los farang y el Ministerio de Comercio estén pasándolo precisamente bien en estos momentos. Hicieron un buen trabajo.
Kanya ensaya un wai hondo y respetuoso, agachando la cabeza, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente.
– Bah, déjate de pamplinas. -Jaidee echa más sato en el vaso de Kanya, terminando así la botella-. Mai pen rai. Da igual. Son simples detalles. Mañana habrá nuevas batallas que librar. Y necesitaremos hombres leales que nos sigan. ¿Cómo vamos a derrotar a los AgriGen y a los PurCal del mundo si no damos de comer a nuestros amigos?