Carlyle ya está esperándole en el rickshaw, frenético, cuando Anderson sale del edificio. La mirada del hombre salta de izquierda a derecha, catalogando la oscuridad que le rodea en un arco atemorizado. Lo envuelve el aire de temblorosa precaución de una liebre asustada.
– Pareces nervioso -observa Anderson mientras monta.
Carlyle hace una mueca de disgusto.
– Los camisas blancas acaban de ocupar el Victoria. Lo han confiscado todo.
Anderson mira de reojo en dirección a su apartamento, alegrándose de que el bueno de Yates decidiera instalarse lejos de los demás farang.
– ¿Has perdido mucho?
– El dinero en efectivo que tenía en la caja fuerte. Algunos listados de clientes que no quería guardar en el despacho. -Carlyle le pide al conductor del rickshaw que se ponga en marcha, dándole instrucciones en tailandés-. Será mejor que tengas algo que ofrecer a esta gente.
– Akkarat ya sabe lo que puedo ofrecerle.
Empiezan a circular a través de la noche cargada de humedad. Una manada de cheshires se desbanda. Carlyle mira furtivamente detrás de ellos, comprobando que no los siga nadie.
– Aunque nadie vaya detrás de los farang oficialmente, ya sabes que somos los próximos en la lista. No sé hasta cuándo podremos quedarnos en el país.
– Míralo por el lado positivo. Si van detrás de los farang, Akkarat será el siguiente.
Ruedan por la ciudad en penumbra. Un puesto de control se materializa ante ellos. Carlyle se seca la frente. Está sudando como un cerdo. Los camisas blancas hacen señas al rickshaw y este aminora.
Anderson siente un cosquilleo de tensión.
– ¿Seguro que esto va a funcionar?
Carlyle vuelve a enjugarse la frente.
– Pronto lo averiguaremos.
El rickshaw se detiene y los camisas blancas les rodean. Carlyle pronuncia unas frases rápidas. Presenta una hoja de papel. Los camisas blancas debaten un momento, y a continuación obsequian a los farang con una serie de wais y les indican que sigan su camino.
– Que me aspen.
Carlyle se ríe. El alivio que siente es palpable en su voz.
– Los sellos adecuados en un trozo de papel obran maravillas.
– Me sorprende que Akkarat todavía tenga influencia.
Carlyle sacude la cabeza.
– Akkarat no podría hacer algo así.
Los edificios dan paso a casuchas cuando se acercan al rompeolas. El rickshaw sortea cascotes de cemento desprendidos de las alturas de un antiguo hotel de la Expansión. Anderson tiene la impresión de que debió de ser una belleza en su día. La luna siluetea las terrazas escalonadas que se elevan sobre sus cabezas. Pero ahora está rodeado de chabolas, y los últimos restos de sus ventanas de cristal centellean como dientes rotos. El rickshaw frena hasta detenerse al pie del terraplén del rompeolas. La pareja de nagas guardianes que flanquea la escalera que conduce a lo alto del malecón los observa mientras Carlyle paga al conductor del rickshaw.
– Vamos. -Carlyle guía a Anderson escalones arriba, acariciando las escamas de los nagas con una mano. Desde lo alto del dique disfrutan de una vista perfecta de toda la ciudad. El Palacio Real resplandece a lo lejos. Sus altos muros ocultan los patios interiores que albergan a la Reina Niña y a su séquito, pero sus chedi con agujas de oro se elevan por encima, rutilando delicadamente a la luz de la luna. Carlyle tira de la manga de Anderson-. No te embobes.
Anderson titubea mientras inspecciona las tinieblas de la orilla a sus pies.
– ¿Dónde están los camisas blancas? Deberían vigilar este lugar con mil ojos.
– No te preocupes. Aquí no tienen ninguna autoridad. -Se ríe de algo que solo él entiende y se agacha para pasar por debajo del saisin que se extiende a lo largo del dique-. En marcha. -Empieza a bajar por la pedregosa cara del terraplén, zigzagueando en dirección a la espuma de las olas. Anderson vacila, escudriñando aún la zona, antes de seguirlo.
Cuando llegan a la orilla, un esquife de muelles percutores surge de las sombras y se dirige raudo hacia ellos. Anderson está a punto de echar a correr, pensando que se trata de una patrullera de los camisas blancas.
– Son de los nuestros -susurra Carlyle.
Se adentran en los bajíos y suben a bordo. La lancha pivota bruscamente y se alejan de la orilla a gran velocidad. La luna se refleja en las olas, tejiendo un manto de plata. Lo único que se escucha en la embarcación es el batir de las olas contra el casco y el chasquido de los muelles percutores al desenroscarse. Ante ellos se cierne una barcaza, oscura salvo por unos cuantos pilotos de posición.
Su esquife se pega al costado. Instantes después, una escala de cuerda se descuelga por el mismo lado y ascienden en la oscuridad. Los tripulantes los reciben con wais respetuosos cuando suben a bordo. Carlyle le indica a Anderson que guarde silencio mientras los conducen abajo. Al final del pasillo, unos guardias flanquean una puerta. Llaman al otro lado, anunciando la llegada de los farang, y la puerta se abre, revelando un grupo de personas sentadas a una gran mesa de comedor, todas ellas riendo y bebiendo.
Uno de los presentes es Akkarat. Anderson reconoce en otro a un almirante que acosa a los barcos de calorías que llegan a Koh Angrit. Le parece que otro es tal vez un general del sur. En un rincón, un tipo alto y delgado vestido con un uniforme militar negro monta guardia, atento a todo. Otro…
Anderson se queda sin respiración.
– Muestra un poco de respeto -susurra Carlyle. Él ya se ha puesto de rodillas y está haciendo un khrab. Anderson se apresura a imitarlo sin perder tiempo.
El somdet chaopraya aguarda hierático mientras le rinden pleitesía.
Akkarat se carcajea al verles hacer tantas reverencias y genuflexiones. Rodea la mesa y les ayuda a ponerse en pie.
– Venid. Uníos a nosotros. Aquí todos somos amigos.
– Desde luego. -El somdet chaopraya sonríe y levanta una copa-. Venid y bebed.
Anderson realiza un último wai, doblando la columna hasta el límite de su elasticidad. Hock Seng asegura que el somdet chaopraya ha matado a más personas que pollos el Ministerio de Medio Ambiente. Antes de que lo nombraran protector de la Reina Niña era general, y sus campañas en el este han inspirado cruentas leyendas. De no ser por el accidente de su origen plebeyo, se especula que podría pensar incluso en suplantar a la realeza. En vez de eso, su sombra se cierne sobre el trono, y todos prodigan khrabs ante él.
El corazón de Anderson martillea en su pecho. Con el respaldo del somdet chaopraya a un cambio de gobierno, todo es posible. Tras años de investigación y el fiasco de Finlandia, por fin hay un banco de semillas cerca. Y con él, la respuesta a las solanáceas, los ngaw y otros mil enigmas genéticos. Este hombre de mirada cruel que brinda con él con una sonrisa cordial o voraz, según cómo se mire, es la clave de todo.
Un criado ofrece vino a Anderson y a Carlyle. Se reúnen con el resto de los invitados sentados alrededor de la mesa.
– Estábamos hablando de la guerra del carbón -les informa Akkarat-. Los vietnamitas han renunciado a Phnom Penh por ahora.
– Buena noticia.
La conversación continúa, pero Anderson presta atención solo a medias. Prefiere observar furtivamente al somdet chaopraya. La última vez que lo vio fue frente al templo en honor a Phra Seub del Ministerio de Medio Ambiente, cuando los dos contemplaban boquiabiertos a la chica mecánica de la delegación japonesa. En persona, el tipo parece mucho mayor que en las imágenes que adornan la ciudad y lo describen como el leal defensor de la Reina Niña. El alcohol ha poblado su rostro de manchas, y en sus ojos hundidos se atisba la depravación que le atribuyen los rumores. Hock Seng asegura que su brutal reputación en el campo de batalla le acompaña también en su vida privada, y aunque los thais hagan khrabs ante su efigie, no goza del cariño que suscita la Reina Niña. Y ahora, cuando el somdet chaopraya levanta la cabeza y cruza la mirada con Anderson, este cree conocer el motivo.
Ha visto antes a ejecutivos de calorías como este. Personas ebrias de poder e influencia, capaces de doblegar a naciones enteras con la amenaza de un embargo de SoyPRO. Es un sádico implacable. Anderson se pregunta si la Reina Niña será capaz de desarrollar todo su potencial con este hombre tan cerca. Parece poco probable.
La conversación en torno a la mesa continúa evitando escrupulosamente el motivo de su cita nocturna. Hablan de las cosechas del norte, y discuten el problema del Mekong ahora que los chinos han construido más diques en sus fuentes. Comentan los nuevos diseños de los clíperes que Mishimoto está a punto de empezar a producir.
– ¡Cuarenta nudos con el viento a favor! -Carlyle da un puñetazo en la mesa, exultante-. Equipados con hidroalas y con capacidad para transportar mil quinientas toneladas. ¡Pienso comprarme toda una flota!
Akkarat se ríe.
– Creía que el futuro estaba en el transporte aéreo. En los dirigibles pesados.
– ¿Con esos barcos? Estoy dispuesto a apostar por los dos. Durante la antigua Expansión había una mezcla de opciones de tránsito. Por aire y por mar. No veo por qué no podría ocurrir lo mismo esta vez.
– La nueva Expansión está en boca de todos últimamente. -La sonrisa de Akkarat se borra de sus labios. Mira de reojo al somdet chaopraya, que asiente discretamente con la cabeza. El ministro de Comercio prosigue, dirigiéndose directamente a Anderson-: Algunos elementos del reino se oponen a este progreso. Elementos ignorantes, sin duda, pero también inconvenientemente tenaces.
– Si necesitáis ayuda -replica Anderson-, estaríamos encantados de proporcionárosla.
Otra pausa. Akkarat vuelve a buscar discretamente al somdet chaopraya con la mirada. Carraspea.
– No obstante, la naturaleza de tu ayuda suscita algunos interrogantes. El historial de los tuyos no invita a la confianza.
– Sería algo así como meterse en la cama con un nido de escorpiones -añade el somdet chaopraya.
Anderson esboza una ligera sonrisa.
– Se diría que ya estáis rodeados por multitud de nidos. Con vuestro permiso, se podrían eliminar unos cuantos. Eso beneficiaría a ambas partes.
– El precio que pides es demasiado elevado -dice Akkarat.
Anderson mantiene un tono de voz neutro.
– Lo único que pedimos es accesibilidad.
– Y un hombre, ese tal Gibbons.
– Entonces, ¿lo conocéis? -Anderson se inclina hacia delante-. ¿Sabéis dónde está?
La mesa enmudece. Akkarat vuelve a mirar de soslayo al somdet chaopraya. Este se encoge de hombros, pero Anderson no necesita otra respuesta. Gibbons está aquí. En algún lugar del país. Probablemente en la ciudad. Diseñando sin duda su siguiente triunfo después de los ngaw.
– No pedimos que nos entreguéis la nación -asegura Anderson-. El reino de Tailandia no se parece en nada a Birmania ni a la India. Tiene su propia historia, marcada por la independencia. Eso es algo que respetamos profundamente.
Los reunidos adoptan una expresión pétrea.
Anderson se maldice. «Estúpido. Les estás recordando sus miedos.» Decide cambiar de táctica.
– Lo que tenemos aquí son grandes oportunidades. La cooperación beneficia a ambas partes. Mi gente está dispuesta a contribuir con grandes ayudas al reino si podemos llegar a un acuerdo. La resolución de las disputas fronterizas, suministros de calorías como no se han visto desde la Expansión… todo eso puede ser vuestro. Se trata de una oportunidad para todos.
Anderson pierde el hilo de lo que estaba diciendo. El general asiente con la cabeza. El almirante tiene el ceño fruncido. Akkarat y el somdet chaopraya se mantienen inexpresivos. Es imposible saber qué piensa cada uno de ellos.
– Por favor, si nos disculpan -dice Akkarat.
No es ninguna petición. Los guardias indican que Anderson y Carlyle deberían salir. Instantes después se encuentran en el pasillo, rodeados por cuatro agentes de seguridad.
Carlyle fija la mirada en el suelo.
– No parecen convencidos. ¿Se te ocurre algún motivo para que no se fíen de nosotros?
– Las armas y el dinero de los sobornos ya están listos para aterrizar. Si pueden establecer un diálogo con los generales de Pracha, estaré preparado para comprarlos y equiparlos. ¿Dónde está el riesgo para ellos? -Anderson menea la cabeza, irritado-. Deberían abalanzarse sobre esta oportunidad. Es el trato más equitativo que hayamos puesto nunca encima de la mesa.
– No se trata de la oferta. Eres tú. Tú, y AgriGen, y toda vuestra condenada historia. Todo depende de que confíen en ti. Si no… -Carlyle se encoge de hombros.
La puerta se abre y les invitan a entrar de nuevo.
– Muchas gracias por vuestro tiempo -dice Akkarat-. Estoy seguro de que tendremos en consideración vuestra oferta.
Carlyle deja caer los hombros, desinflado por el educado rechazo. El somdet chaopraya sonríe ligeramente mientras Akkarat anuncia su respuesta. Satisfecho, quizá, por el revés que supone esto para los farang. Alrededor del camarote se elevan más palabras de cortesía, pero Anderson no tiene oídos para ellas. Rechazo. Está tan cerca que casi puede saborear los ngaw, pero se empeñan en seguir levantando barreras. Debe de haber alguna manera de reabrir el debate. Mira fijamente al somdet chaopraya. Necesita una baza. Algo que le permita desequilibrar la balanza…
Está a punto de soltar una carcajada. Las piezas encajan en su sitio. Carlyle sigue refunfuñando, decepcionado, pero Anderson sonríe y hace wais a un lado y a otro, buscando una brecha. La manera de prolongar la conversación un poco más.
– Entiendo perfectamente vuestros reparos. No nos hemos ganado la confianza necesaria. Quizá podríamos hablar de otra cosa. Un proyecto amistoso, por así decirlo. Algo menos ambicioso.
El almirante tuerce el gesto.
– No queremos nada de vuestras manos.
– Por favor, no nos precipitemos. Lo que ofrecemos lo hacemos de buena fe. Y en cuanto a ese otro proyecto, si cambiáis de opinión acerca de nuestra ayuda, bien sea dentro de una semana, o de un año, o de diez, siempre estaremos a vuestra disposición.
– Bonito discurso -dice Akkarat. Sonríe mientras fulmina al almirante con la mirada-. Estoy seguro de que no hay ningún resentimiento por nuestra parte. Por favor, disfrutad al menos de una última copa. Ya que os habéis tomado tantas molestias por nuestra culpa, qué menos que despedirnos como amigos.
De modo que la partida continúa. Anderson siente una oleada de alivio.
– Nos habéis leído el pensamiento.
El alcohol no tarda en fluir libremente, y Carlyle asegura que estaría encantado de importar un pedido de azafrán de la India en cuanto se levante el embargo, mientras Akkarat relata la anécdota de un camisa blanca que intenta aceptar tres sobornos de otros tantos puestos de comida y no deja de perder la cuenta, y en todo momento Anderson observa al somdet chaopraya, aguardando una oportunidad.
Cuando el hombre se acerca a una ventana para contemplar las aguas, Anderson se sitúa a su lado.
– Es una lástima que no hayan aceptado tu oferta.
Anderson se encoge de hombros.
– Me conformo con salir de aquí con vida. Hace unos años me hubieran arrojado a los megodontes para morir pisoteado por el simple hecho de intentar reunirme contigo.
El somdet chaopraya suelta una risotada.
– ¿Estás seguro de que te dejaremos salir por tu propio pie?
– Relativamente seguro, al menos. La apuesta es razonable -dice Anderson-. Akkarat y tú sois razonables, aunque nuestros puntos de vista difieran en algunos aspectos. Considero que el riesgo es asumible.
– ¿Sí? La mitad de los presentes en esta sala sugirieron que alimentar a las carpas del río con tu carne sería la decisión más acertada. -Hace una pausa, mirando fijamente a Anderson con sus implacables ojos hundidos-. Fue una votación muy ajustada.
Anderson se obliga a sonreír.
– Deduzco que no estuviste de acuerdo con tu almirante.
– Esta noche no.
Anderson hace un wai.
– En tal caso, te lo agradezco.
– No me des las gracias todavía. Aún podría decidir que te ejecutaran. Los de tu clase tenéis muy mala reputación.
– ¿Me darías al menos la oportunidad de rogar por mi vida? -pregunta Anderson con ironía.
El somdet chaopraya encoge los hombros.
– No te serviría de nada. Tu vida es lo más interesante que podría cobrarme.
– En tal caso, tendría que ofrecer algo único.
La mirada vacía del hombre vuelve a posarse en Anderson.
– Imposible.
– En absoluto -dice Anderson-. Puedo darte algo que no has visto nunca. Podría hacerlo esta misma noche, incluso. Algo exquisito. No apto para cardíacos, pero algo extraordinario y exclusivo. ¿Impediría eso que me arrojaras a las carpas del río?
El somdet chaopraya compone un gesto de irritación.
– No puedes enseñarme nada que no haya visto ya antes.
– ¿Estarías dispuesto a apostar?
– ¿Todavía jugando, farang? -El somdet chaopraya suelta una carcajada-. ¿No has arriesgado bastante por una noche?
– De ninguna manera. Tan solo intento garantizar que mis extremidades sigan pegadas al cuerpo. No me parece que el riesgo sea para tanto, dado lo que podría perder de lo contrario. -Mira al somdet chaopraya a la cara-. Pero estoy dispuesto a apostar. ¿Y tú?
El somdet chaopraya le observa atentamente.
– ¡A nuestro fabricante de calorías le gusta apostar! -anuncia a sus hombres-. Dice que puede enseñarme algo que no he visto nunca. ¿Qué opináis de eso?
Todos se ríen.
– Las probabilidades están en tu contra -advierte el somdet chaopraya.
– A pesar de todo, creo que la apuesta merece la pena. Y estoy dispuesto a jugarme mucho dinero.
– ¿Dinero? -El somdet chaopraya arruga la frente-. Creía que estábamos hablando de tu vida.
– En tal caso, ¿qué hay de los planos de mi fábrica de muelles percutores?
– Podría conseguirlos cuando quisiera. -El somdet chaopraya chasquea los dedos, irritado-. Un simple gesto, y serían míos.
– De acuerdo. -Anderson tuerce el rictus. «Todo o nada»-. ¿Y si os ofreciera al reino y a ti la próxima variedad de arroz U-Tex de mi empresa? ¿Serviría eso para avalar la apuesta? Y no solo el arroz, sino la semilla antes de ser esterilizada. Tu pueblo podría plantarla una y otra vez mientras sea viable contra la roya. Mi vida no puede tener más valor que eso.
Se hace el silencio en la habitación. El somdet chaopraya estudia a Anderson.
– ¿Y para compensar el riesgo? ¿Qué es lo que quieres si ganas?
– Quiero que el proyecto político del que hablábamos antes salga adelante. Con las mismas condiciones ya propuestas. Condiciones que ambos sabemos que son enteramente favorables al reino y a ti.
El somdet chaopraya entorna los párpados.
– Eres obstinado, ¿verdad? ¿Y qué te impide quedarte con el U-Tex prometido si pierdes?
Anderson sonríe y hace un gesto en dirección a Carlyle.
– Deduzco que ordenarás que los megodontes nos descuartices a mí y al señor Carlyle aquí presente si incumplimos nuestra palabra. ¿Sería esa compensación suficiente?
La risa de Carlyle está teñida de histeria.
– ¿Qué clase de apuesta es esa?
Anderson no aparta la mirada del somdet chaopraya.
– La única que importa. Confío plenamente en que su excelencia será honrado si consigo sorprenderle. Y para demostrar esa confianza, dejamos nuestras vidas en sus manos. Es una apuesta perfectamente razonable. Los dos somos hombres de honor.
El somdet chaopraya sonríe.
– Acepto la apuesta. -Entre carcajadas, da una palmada en la espalda de Anderson-. Me sorprendes, farang. Buena suerte. Será un placer verte pisoteado.
Forman un curioso grupo mientras cruzan la ciudad. El séquito del somdet chaopraya les garantiza el acceso en todos los puestos de control, y los gritos de sorpresa de los camisas blancas resuenan en la oscuridad cuando se dan cuenta de a quién han intentado dar el alto.
Carlyle se enjuga la frente con un pañuelo.
– Dios, chiflado malnacido. No tendría que haber accedido a presentarte.
Ahora que la apuesta está hecha y el riesgo definido, Anderson se siente inclinado a mostrarse de acuerdo. Ofrecer el arroz U-Tex ha sido un paso arriesgado. Aunque sus proveedores respalden la apuesta, los de finanzas se opondrán. Un fabricante de calorías es infinitamente más prescindible que un banco de semillas tan importante. Si los thais empiezan a exportar el arroz, los ingresos de AgriGen se resentirán durante años.
– No pasa nada -murmura-. Confía en mí.
– ¿Que confíe en ti? -A Carlyle le tiemblan las manos-. ¿Para que me pongan debajo de un megodonte? -Mira a su alrededor-. Debería intentar escapar ahora mismo.
– No te molestes. El somdet chaopraya ha dado instrucciones a sus guardias. Si nos entran dudas ahora… -Inclina la cabeza hacia los hombres que viajan en el rickshaw que los sigue-. Te matarán en cuanto des el primer paso.
Unas torres características se elevan ante ellos minutos más tarde.
– ¿Ploenchit? -pregunta Carlyle-. Jesús y Noé, ¿en serio piensas llevar allí al somdet chaopraya?
– Tranquilízate. Fuiste tú el que me sugirió la idea.
Anderson se apea del rickshaw. El somdet chaopraya y su séquito se arremolinan ante la entrada.
– ¿Esto es lo mejor que se te ocurre? -El somdet chaopraya mira a Anderson con expresión lastimera-. ¿Chicas? ¿Sexo? -Sacude la cabeza.
– No saques conclusiones precipitadas. -Por señas, Anderson les indica a todos que entren-. Por favor. Siento que tengamos que subir escaleras. Las instalaciones son indignas de tu posición, pero te aseguro que la experiencia vale la pena.
El somdet chaopraya se encoge de hombros y deja que Anderson tome la delantera. Sus guardias cierran filas, nerviosos en los lóbregos confines. Todos los yonquis y las putas que pueblan la escalera ven al somdet chaopraya y se desploman aterrados, deshaciéndose en khrabs. La noticia de su llegada corre como la pólvora escaleras arriba. Los guardias del chaopraya se adelantan corriendo, inspeccionando las sombras.
Se abren las puertas de Soil. Las chicas se apresuran a arrodillarse. El somdet chaopraya pasea la mirada por el local sin disimular el desagrado que siente.
– ¿Se trata de un sitio que frecuentéis a menudo los farang?
– Como ya he dicho antes, no es el colmo de la elegancia. Lo siento mucho. -Anderson le hace una seña-. Por aquí. -Cruza la estancia y aparta una cortina para revelar el escenario del interior.
Emiko yace sobre las tablas con Kannika de rodillas encima de ella. Los espectadores se agolpan mientras Kannika provoca los movimientos delatores del diseño de la chica mecánica. Su cuerpo tiembla y se estremece sincopadamente a la luz de las luciérnagas. El somdet chaopraya se detiene en seco y se queda mirando fijamente.
– Creía que eran exclusivos de los japoneses -murmura.