¿Cómo iba a saber Hock Seng que los tamade amarraderos estarían cerrados? ¿Cómo iba a saber que todos sus sobornos habrían sido en vano por culpa del Tigre de Bangkok?
Hock Seng tuerce el gesto al recordar la reunión con el señor Lake. Encogido ante ese monstruo pálido como si se tratara de un dios, rindiendo pleitesía al tiempo que la criatura gritaba, maldecía y descargaba un diluvio de periódicos sobre su cabeza, todos ellos con Jaidee Rojjanasukchai en primera plana. El Tigre de Bangkok, otra plaga, peor que cualquiera de los demonios de los thais.
– Khun… -intentó protestar Hock Seng, pero el señor Lake lo atajó.
– ¡Me dijiste que todo estaba arreglado! ¡Dame un motivo para que no te despida!
Hock Seng soportaba el asalto con estoicismo, obligándose a no contraatacar. Intentando mostrarse razonable.
– Khun, todo el mundo ha perdido materiales. Esto es obra de Carlyle e Hijos. El señor Carlyle está demasiado vinculado al ministro de Comercio Akkarat. Siempre está provocando a los camisas blancas. Insultándoles constantemente…
– ¡No cambies de tema! Los tanques de algas deberían haber salido de aduanas la semana pasada. Me aseguraste que habías pagado los sobornos. Y ahora descubro que estabas quedándote con el dinero. El responsable no es Carlyle, sino tú. Tú tienes la culpa.
– Khun, fue el Tigre de Bangkok. Es una catástrofe natural. Un terremoto, un tsunami. No puede criticarme por no saber…
– Estoy harto de mentiras. ¿Crees que porque sea farang también soy imbécil? ¿Que no veo cómo manipulas los libros? ¿Tus tejemanejes, tus mentiras, tus artimañas…?
– No soy un embustero.
– ¡Me traen sin cuidado tus explicaciones y tus excusas! ¡Tus palabras me importan una mierda! Me da igual lo que digas. Lo que digas, lo que pienses y lo que sientas. Solo me importan los resultados. Tienes un mes para aumentar la productividad de la línea en un cuarenta por ciento si no quieres volver a las torres de los tarjetas amarillas. Tú eliges. Un mes antes de que te ponga de patitas en la calle de una patada en el culo y me busque otro gerente.
– Khun…
– ¿Está claro?
Hock Seng fijó la mirada glacial en el suelo, alegrándose de que la criatura no pudiera ver su expresión.
– Por supuesto, xiansheng Lake, entendido. Haré lo que dice.
Antes incluso de que terminara de hablar, el demonio extranjero salió del despacho, dejando atrás a Hock Seng. El insulto era tan flagrante que Hock Seng contempló la posibilidad de derramar ácido en la enorme caja fuerte y robar sin más los planos de la fábrica. Presa de una rabia incontenible, llegó hasta los armarios de suministros antes de que la sensatez lo frenara.
Si la fábrica sufría algún daño, o si robaban la caja fuerte, todas las sospechas recaerían primero sobre él. Y si espera forjarse una vida alguna vez en este nuevo país, no puede permitirse el lujo de añadir más borrones a su nombre. Los camisas blancas necesitan pocas excusas para revocar una tarjeta amarilla, para mandar a un mendigo chino al otro lado de la frontera de un puntapié y dejarlo en manos de los fundamentalistas. Debe armarse de paciencia. Debe sobrevivir un día más en esta tamade fábrica.
De modo que Hock Seng espolea a los trabajadores, aprueba reparaciones que consumen más dinero, utiliza incluso sus propias reservas de efectivo, tan ingeniosamente camufladas, para untar a las autoridades e impedir que las exigencias del señor Lake se recrudezcan, para que el tamade demonio extranjero no le destruya. Realizan ensayos con la línea, reciclan eslabones de cadena viejos, peinan la ciudad en busca de teca que reutilizar para el tambor de bobinado.
Le pide a Chan el Risueño que ofrezca una recompensa a todos los tarjetas amarillas de la ciudad que hayan escuchado cualquier posible rumor sobre antiguos edificios de la Expansión que se hayan derrumbado, revelando así elementos estructurales dignos de ser rescatados. Cualquier cosa que les permita llevar la línea al límite de su capacidad de producción antes de que se desaten los monzones y sea practicable el transporte fluvial de las nuevas ruedas de teca.
La frustración hace que Hock Seng rechine los dientes. Todo está tan cerca de dar sus frutos… Y sin embargo, su supervivencia depende de una línea que no ha funcionado nunca y de unas personas que jamás han conocido el éxito. La situación es tan desesperada que Hock Seng se siente tentado de ejercer un poco de presión por su parte. De decirle al tamade diablo que conoce algunos detalles de la vida extracurricular del señor Lake, gracias a los informes de Lao Gu. Que está al corriente de todos los lugares que ha visitado, de sus viajes a las bibliotecas y a los hogares más emblemáticos de Bangkok. De su fascinación por las semillas.
Y ahora esto, lo más extraño y asombroso de todo. La noticia que envió a Lao Gu corriendo en busca de Hock Seng en cuanto se produjo. Una chica mecánica. Un montón de escoria genética ilegal. Una muchacha a la que el señor Lake agasaja como si la transgresión le embotara los sentidos. Lao Gu susurra que el señor Lake se lleva a la criatura a la cama. Repetidamente. Que bebe los vientos por ella.
Increíble. Asqueroso.
Útil.
Pero se trata de un arma que emplear como último recurso, si el señor Lake intenta expulsarlo realmente de la fábrica. Lao Gu resulta más práctico observando, escuchando y recabando información que descubierto y despedido. Cuando Hock Seng contrató los servicios de Lao Gu, lo hizo pensando precisamente en una oportunidad como esta. No debe desperdiciar su ventaja en un ataque de ira. Por ese motivo, aunque le ardan las mejillas como si le hubieran tirado al suelo, Hock Seng se desvive por complacer al demonio extranjero.
Arruga el entrecejo y cruza la planta de la fábrica, siguiendo a Kit hasta otro foco de quejas. Problemas. Los problemas nunca tienen fin.
Les envuelven los ecos de la actividad de las reparaciones. Se ha arrancado del suelo y vuelto a instalar la mitad de la cadena de tracción. Nueve monjes budistas entonan cánticos sin cesar al fondo del edificio, extendiendo por todas partes el sagrado hilo que los thais llaman saisin e implorando a los espíritus que infestan el lugar -la mitad de ellos seguramente phii de la Contracción enfurecidos por la colaboración de los tailandeses con los farang-, rogándoles que permitan que la fábrica funcione correctamente. Hock Seng hace una mueca al ver a los monjes y recordar los gastos en que está incurriendo.
– ¿Y ahora dónde está el problema? -pregunta Hock Seng mientras se escurren entre las fresadoras y se agachan para pasar por debajo de la cadena.
– Aquí, khun. Se lo enseñaré -responde Kit.
El tufo cálido y salobre de las algas se torna más espeso, una pestilencia húmeda que flota pesadamente en el aire. Kit señala los tanques donde las algas cuelgan en goteantes hileras, tres decenas de contenedores de cultivo abiertos. Las aguas están impregnadas de la viscosa espuma verde propia de las algas fértiles. Una de las empleadas de la fábrica rastrilla la superficie de los tanques con una red, retirando la espuma. Embadurna con ella una pantalla del tamaño de una persona antes de izarla con ayuda de unas cuerdas de cáñamo que cuelgan sobre sus cabezas junto a cientos de paneles similares.
– Se trata de los tanques -dice Kit-. Están contaminados.
– ¿Sí? -Hock Seng pasea la mirada por los tanques y disimula la repugnancia que le inspiran-. ¿Dónde está la complicación?
En los tanques más sanos, la espuma presenta un espesor de veinte centímetros, un verde manto vibrante y mullido de clorofila. De ellos emana una fragancia voluptuosa, el perfume del agua marina y la vida. El agua cae en regueros por los costados de los tanques translúcidos, finas vetas que mojan el suelo y dejan flores blancas de sal al evaporarse. Por los canales de desagüe se escurren serpentinas de algas aún con vida, hasta unas rejillas de hierro, detrás de las cuales se pierden de vista en la oscuridad.
ADN de cerdo y algo más… lino, cree recordar Hock Seng. El señor Yates siempre había pensado que el secreto de estas algas estribaba en el lino. Que por eso producían una espuma tan especial. Pero a Hock Seng siempre le habían gustado las proteínas porcinas. Los cerdos dan suerte. Por tanto, lo mismo debería ocurrir con las algas. Sin embargo, a pesar de todo su potencial, no traen nada más que problemas.
Kit esboza una sonrisa nerviosa mientras le enseña a Hock Seng que los niveles de producción de algas se han reducido en varios de los tanques, cuya espuma presenta un color extraño y desprende un olor a pescado, algo más parecido al paté de gambas que a la frondosa fragancia salobre de los tanques más activos.
– Banyat dijo que no deberían usarse. Que deberíamos esperar hasta que llegaran los recambios.
Hock Seng se ríe con voz ronca y sacude la cabeza.
– No vamos a recibir ningún recambio. No si el Tigre de Bangkok continúa quemando todo lo que llegue a los amarraderos. Tendrás que apañarte con lo que hay.
– Pero están contaminados. Hay vectores potenciales. El problema podría extenderse a los demás tanques.
– ¿Estás seguro?
– Banyat dijo…
– Banyat se metió debajo de un megodonte. Y como no consigamos que esta línea se ponga en marcha cuanto antes, el farang dejará que todos nos muramos de hambre.
– Pero…
– ¿Crees que no hay otros cincuenta thais dispuestos a hacer tu trabajo? ¿O mil tarjetas amarillas?
Kit cierra la boca. Hock Seng asiente con gesto sombrío.
– Consigue que esta línea funcione.
– Si los camisas blancas realizan una inspección, verán que los tanques están sucios. -Kit pasa un dedo por la espuma gris que ribetea el borde de uno de los tanques-. Esto no debería ser así. Las algas tendrían que brillar mucho más. Sin tantas burbujas.
Hock Seng frunce el ceño y estudia los tanques.
– Como no pongamos la línea en funcionamiento, nos moriremos todos de hambre. -Se dispone a añadir algo más, pero en ese momento la pequeña Mai irrumpe corriendo en la sala.
– Khun. Ha llegado un hombre preguntando por usted.
Hock Seng le lanza una mirada de impaciencia.
– ¿Se trata de alguien con información sobre un tambor nuevo? ¿Un tronco de teca arrancado del bot de algún templo, a lo mejor? -Mai abre la boca y vuelve a cerrarla, consternada ante la blasfemia, pero a Hock Seng le da igual-. Si ese hombre no viene con una rueda de tracción, no tengo tiempo para él. -Se vuelve hacia Kit-. ¿No se pueden drenar y limpiar los tanques?
Kit se encoge de hombros, reticente a comprometerse.
– Podría intentarse, khun, pero Banyat dijo que no podríamos empezar completamente de cero a menos que contáramos con cultivos de nutrientes nuevos. De lo contrario nos veríamos obligados a reutilizar los cultivos surgidos de estos mismos tanques, y el problema probablemente se repetiría.
– ¿No podemos colar la espuma? ¿Filtrarla de alguna manera?
– Es imposible sanear por completo los tanques y los cultivos. Tarde o temprano se formará un vector. Y el resto de los tanques se contaminarán.
– ¿Tarde o temprano? ¿Eso es todo? ¿Tarde o temprano? -Hock Seng frunce el ceño-. «Tarde o temprano» me trae sin cuidado. Lo que me interesa es este mes. Si la fábrica no produce, no tendremos ocasión de preocuparnos por este «tarde o temprano» tuyo. Habrás vuelto a Thonburi y estarás escarbando entre tripas de pollo, esperando no contraer la gripe, y yo estaré otra vez en una de las torres de tarjetas amarillas. No te preocupes por lo que pueda ocurrir mañana. Preocúpate de que el señor Lake no nos eche a la calle hoy. Pon imaginación. Averigua la manera de conseguir que estas tamade algas se reproduzcan.
No por primera vez, maldice el tener que trabajar con thais. Sencillamente carecen del espíritu emprendedor con que cualquier chino se volcaría en su trabajo.
– ¿Khun?
Otra vez Mai, que no se había ido. Se encoge ante la mirada con que la fulmina Hock Seng.
– El hombre ha dicho que esta es su última oportunidad.
– ¿Mi última oportunidad? Enséñame a ese heeya. -Hock Seng se dirige a la planta principal hecho una furia, apartando a empujones las cortinas de las salas de troquelado. En la habitación principal, donde los megodontes empujan las ruedas de transmisión quemando unas calorías que sencillamente no tienen, Hock Seng frena en seco, quitándose hebras de algas de las manos, sintiéndose como un idiota aterrado.
En el centro de la fábrica, como un brote de cibiscosis en pleno Festival de la Primavera, se yergue Follaperros, absorto en los chirridos y los traqueteos de la línea de Control de Calidad, donde se suceden los ensayos. Huesos Viejos, Ma Caracaballo y Follaperros. Todos ellos ahí plantados, con total confianza. Follaperros, con su pelusa de fa’gan y su nariz ausente, y sus colegas matones, nak leng sin escrúpulos, sin la menor simpatía hacia los tarjetas amarillas y sin el menor respeto hacia la policía.
Es por pura casualidad que el señor Lake está arriba, revisando los libros; por pura casualidad que la pequeña Mai ha acudido directamente a él y no al demonio extranjero. Mai corre frente a él, conduciéndolo a su futuro.
Hock Seng indica por señas a Follaperros que se reúna con él lejos de las ventanas de observación de la planta alta, pero Follaperros afianza los pies, obstinado, y continúa estudiando la línea traqueteante y el pesado deambular de los megodontes.
– Impresionante -comenta-. ¿Aquí es donde producís vuestros fabulosos muelles percutores?
Hock Seng le lanza una mirada iracunda y le indica que salga de la fábrica.
– No deberíamos tener esta conversación aquí.
Follaperros hace oídos sordos. Sus ojos están puestos en las oficinas y en las ventanas de observación. Las contempla atentamente.
– ¿Y ahí es donde trabajas? ¿Ahí arriba?
– No por mucho tiempo, como te vea un farang que yo me sé. -Hock Seng se obliga a esbozar una sonrisa complaciente-. Por favor. Sería mejor que saliéramos. Tu presencia levanta sospechas.
Follaperros se queda inmóvil durante largo rato, sin dejar de mirar las oficinas. Hock Seng tiene la enervante impresión de que es capaz de ver a través de las paredes, de que ha encontrado la gran caja fuerte que contiene sus valiosos secretos.
– Por favor -musita Hock Seng-. Los trabajadores ya tienen más que de sobra para hablar de esto.
El gángster se vuelve de repente e indica con la cabeza a sus hombres que le sigan. Hock Seng reprime una oleada de alivio mientras aprieta el paso detrás de ellos.
– Alguien quiere verte -dice Follaperros, con un ademán en dirección a las puertas exteriores.
El Señor del Estiércol. Precisamente ahora. Hock Seng echa un vistazo de reojo a la ventana de observación. El señor Lake se enfadará con él si se marcha.
– Sí. Por supuesto. -Hock Seng hace un movimiento en dirección al despacho-. Tengo que ordenar unos papeles, no tardo nada.
– Ahora -replica Follaperros-. Nadie le hace esperar. -Le indica a Hock Seng que le siga-. Ahora o nunca.
Hock Seng titubea, indeciso, antes de llamar por señas a Mai. La niña se acerca corriendo mientras Follaperros encabeza la comitiva en dirección a las puertas. Hock Seng se agacha y susurra:
– Dile a khun Anderson que no volveré… que se me ha ocurrido dónde conseguir un nuevo tambor de bobinado. -Asiente bruscamente-. Sí. Dile eso. Un tambor de bobinado.
Mai inclina la cabeza y empieza a darse la vuelta, pero Hock Seng la sujeta y la acerca hacia él.
– Acuérdate de hablar despacio y de usar palabras sencillas. No quiero que el farang me ponga de patitas en la calle por no haberte entendido bien. Como me quede sin trabajo yo, tú también. No lo olvides.
En los labios de Mai se dibuja una sonrisa.
– Mai pen rai. Le pondré muy contento diciéndole cuánto trabaja usted. -Regresa corriendo al interior de la fábrica.
Follaperros sonríe por encima del hombro.
– Y yo que pensaba que solo eras el rey de los tarjetas amarillas. Por si fuera poco, también tienes a una encantadora chiquilla tailandesa haciendo cuanto le pides. No está mal para un Rey de los Tarjetas Amarillas.
Hock Seng pone cara larga.
– Rey de los Tarjetas Amarillas no es un título precisamente apetecible.
– Señor del Estiércol tampoco -responde Follaperros-. Los nombres son muy engañosos. -Pasea la mirada por el complejo-. No había estado nunca en una fábrica farang. Impresionante. Aquí hay un montón de dinero.
Hock Seng esboza una sonrisa forzada.
– Los farang despilfarran como posesos.
La atención de los trabajadores que están observándolo le provoca un hormigueo en la nuca. Se pregunta cuántos de ellos deben de conocer a Follaperros. Por una vez se alegra de que no haya más tarjetas amarillas chinos empleados en la fábrica. Se darían cuenta inmediatamente de con quién está hablando. Hock Seng se obliga a reprimir la rabia y el temor que le produce sentirse expuesto. Es de esperar que Follaperros quiera hacerle sentir incómodo. Forma parte del proceso de negociación.
«Eres Tan Hock Seng, líder de las Nuevas Tres Velas. No te dejes impresionar por unas tretas tan pueriles.»
Este mantra de confianza en sí mismo dura hasta que llegan a las rejas. Hock Seng se detiene en seco.
Follaperros se ríe mientras le abre la puerta.
– ¿Qué pasa? ¿Es la primera vez que ves un coche?
Hock Seng contiene el impulso de abofetear al matón por su arrogancia y su estupidez.
– Eres un imbécil -masculla-. ¿Sabes de qué manera me expone esto? ¿Cómo hablará la gente de una extravagancia así, aparcada delante de la fábrica?
Se agacha para subir al vehículo. Follaperros monta detrás de él, sin dejar de sonreír. El resto de sus hombres se apelotonan a continuación. Huesos Viejos da una orden al chófer. El motor del vehículo se enciende con un retumbo. Empiezan a rodar.
– ¿Funciona con gasóleo? -pregunta Hock Seng, susurrando sin poder evitarlo.
Follaperros sonríe.
– El jefe hace tanto por la industria del carbón… -Se encoge de hombros-. Es un capricho sin importancia.
– Pero el coste… -Hock Seng deja la frase flotando en el aire. El coste exorbitante de acelerar esta mole de acero. Un despilfarro increíble que da fe de los monopolios del Señor del Estiércol. A Hock Seng jamás se le hubiera pasado por la cabeza incurrir en semejante extravagancia, ni siquiera en su época de mayor riqueza en Malaca.
A pesar del calor que hace dentro del coche, siente un escalofrío. Un aura de solidez primigenia envuelve el vehículo, tan pesado y voluminoso que podría tratarse de un tanque. Es como si estuviera encerrado en una de las cajas fuertes de SpringLife, aislado del mundo exterior. Le atenaza la claustrofobia.
Follaperros sonríe mientras Hock Seng pugna por controlar sus emociones.
– Espero que no me hagas perder el tiempo.
Hock Seng se obliga a sostener la mirada de Follaperros.
– Creo que preferirías que fracasara.
– Tienes razón. -Follaperros se encoge de hombros-. Si dependiera de mí, habríamos dejado morir a los de tu clase al otro lado de la frontera.
El coche acelera, incrustando a Hock Seng en el asiento de cuero.
Tras las ventanas, Krung Thep se desliza como un paisaje alienígena: multitudes de tez tostada por el sol, animales de tiro cubiertos de polvo y bicicletas como bancos de peces. Todas las miradas se posan en el vehículo, que avanza como una exhalación. Las bocas se abren, inaudibles, mientras la gente grita y señala con el dedo.
La velocidad es sobrecogedora.
Los tarjetas amarillas se arremolinan alrededor de las entradas de las torres, chinos malayos que se esfuerzan por aparentar ilusión mientras esperan ofertas de trabajo evaporadas ya con el calor de la tarde. Y pese a todo intentan mostrarse llenos de vitalidad, probar que sus brazos huesudos contienen calorías de sobra; solo hace falta que alguien les permita quemarlas.
Todo el mundo se queda pasmado cuando llega el coche del Señor del Estiércol. Cuando se abre la puerta, la gente se postra de rodillas, atónita, prodigando khrabs de sumisión, triples reverencias para el benefactor que les proporciona un techo, el único habitante de Krung Thep que arrima voluntariamente el hombro con ellos, que les concede un ápice de seguridad frente a los machetes rojos de los malacos y las porras negras de los camisas blancas.
Hock Seng pasea la mirada por las espaldas de los tarjetas amarillas, preguntándose si conoce a alguien, sorprendido momentáneamente por no contarse entre ellos y ejecutar su propio khrab de pleitesía.
Follaperros se adentra en las tinieblas de la torre. De las plantas superiores llegan ecos de ratas que se escabullen y el olor de cuerpos sudorosos hacinados. Frente al hueco de un ascensor sin puertas, abre la tapa de un tubo acústico de bronce deslustrado y grita una orden brusca. Esperan, observándose: Follaperros, aburrido; Hock Seng, disimulando su nerviosismo. Se produce un traqueteo sobre sus cabezas, chasquidos de engranajes, chirridos del hierro contra la piedra. Aparece el ascensor.
Follaperros abre la reja y monta en él. La mujer que opera los mandos del ascensor suelta el freno y grita algo al tubo acústico antes de volver a cerrar la puerta. Follaperros sonríe al otro lado de los barrotes.
– Espera aquí, tarjeta amarilla. -A continuación, se eleva hasta perderse de vista en la oscuridad.
Un minuto después, los encargados de los contrapesos aparecen en el pozo secundario. Apretujándose, salen del ascensor y corren hacia la escalera en manada. Uno de ellos repara en Hock Seng. Su aspecto le confunde.
– No hay más plazas. Con nosotros ya tiene bastante.
Hock Seng menea la cabeza.
– No. Claro que no -murmura, pero los hombres se alejan ya escaleras arriba; sus sandalias resuenan mientras se dirigen a las alturas para realizar un nuevo salto con el lastre.
Desde su posición en el interior del edificio, el fulgor de los trópicos es un rectángulo lejano salpicado de refugiados que contemplan la calle sin nada que hacer ni adónde ir. Un puñado de tarjetas amarillas deambulan por los pasillos arrastrando los pies. Llantos de bebé; sus vocecitas resuenan en el cemento caliente. En alguna parte, en las alturas, se oyen gruñidos sexuales. La gente folla en los pasillos como animales, a la vista de todos, porque la intimidad es algo inalcanzable. Qué familiar resulta todo. Es asombroso que una vez viviera en este mismo edificio, que morara en esta misma perrera.
Se desgranan los minutos. Puede que el Señor del Estiércol haya cambiado de parecer. Follaperros debería haber vuelto ya. Hock Seng percibe movimiento por el rabillo del ojo y da un respingo, pero no es más que una sombra.
A veces sueña que los pañuelos verdes se han convertido en cheshires, que pueden desmaterializarse y reaparecer donde menos se lo espera: mientras se echa agua por encima de la cabeza durante el baño, mientras come un cuenco de arroz, mientras se acuclilla en la letrina… Sencillamente surgen de la nada, destellantes, lo agarran, lo destripan y pasean su cabeza empalada por las calles a modo de advertencia. Igual que hicieron con Flor de Jade y con la hermana mayor de su primera esposa. Igual que hicieron con sus hijos…
El ascensor traquetea. Follaperros desciende un momento después. La operaria se ha ido, y ahora es la mano de Follaperros la que acciona el sistema de frenado.
– Bien. No te has ido.
– No me asusta este sitio.
Follaperros le mira con aprobación.
– No. Por supuesto. Saliste de aquí, ¿no? -Desmonta y hace un gesto en dirección a la penumbra de la torre. Unos guardias se materializan donde Hock Seng pensaba que solo había sombras. Se obliga a no soltar un gritito, pero aun así Follaperros repara en su estremecimiento. Sonríe-. Cacheadlo.
Unas manos palpan las costillas de Hock Seng, se deslizan por sus piernas, sopesan sus genitales. Cuando los guardias terminan, Follaperros indica a Hock Seng que suba al ascensor. Tras calcular su peso a ojo, grita una orden al tubo acústico.
Desde las alturas se filtra el estrépito de los hombres que montan en la jaula de contrapeso. Empiezan a ascender al instante, deslizándose entre las capas del infierno. El calor se recrudece. El corazón del edificio, expuesto a toda la fuerza del sol tropical, es un horno.
Hock Seng recuerda cuando dormía en estas escaleras, esforzándose por respirar mientras los cuerpos de los demás refugiados hedían y se revolvían a su alrededor. Recuerda cuando el ombligo le tocaba el espinazo. De pronto, por sorpresa, recuerda la sangre en sus manos, cálida y viva. Otro tarjeta amarilla igual que él, tendiéndole los brazos, implorando ayuda, mientras Hock Seng hundía el borde afilado de una botella de whisky en su garganta.
Cierra los ojos, exorcizando el recuerdo.
«Te morías de hambre. No había otra opción.»
Pero eso no impide que incluso a él le cueste creerlo.
Continúan subiendo. Le acaricia un soplo de brisa. La temperatura desciende. En el aire se mezclan las fragancias del hibisco y los cítricos.
Un pasillo abierto pasa como una exhalación ante sus ojos: un paseo expuesto al aire de la ciudad, jardines cuidados, amplias balconadas ribeteadas de limeros. Hock Seng piensa en la cantidad de agua que habrá que acarrear hasta allí arriba. Piensa en las calorías que deben de consumirse, y en la persona que tiene acceso a semejante poder. Resulta emocionante y aterrador al mismo tiempo. Está cerca. Muy cerca.
Llegan a lo alto del edificio. La ciudad se extiende ante ellos como un manto bañado por el sol. Las agujas de oro del palacio donde la Reina Niña tiene su corte y el somdet chaopraya mueve los hilos, el chedi del templo de Mongkut en su colina, lo único que sobrevivirá si fallan los diques. Los escombros de las espiras de la antigua Expansión. Y alrededor de todo ello, el mar.
– La vista es excelente, ¿verdad, tarjeta amarilla?
En la otra punta del espacioso tejado se ha erigido un pabellón blanco que ondea suavemente movido por la brisa salobre. A su sombra, en una silla de mimbre, se encuentra repantigado el Señor del Estiércol. El hombre está gordo. Más gordo que nadie que haya visto Hock Seng desde que Pearl Koh, en Malaca, pusiera cerco al tráfico de durios inmunes a la roya. Quizá no tanto como Ah Deng, que regentaba un puesto de dulces en Penang, pero aun así, el hombre es increíblemente obeso, dadas las privaciones impuestas por el ahorro de calorías.
Hock Seng se acerca despacio, hace un wai, bajando la cabeza hasta tocarse el pecho con la barbilla, y junta las palmas por encima de la cabeza en señal de respeto.
El gordo mira a Hock Seng.
– ¿Quieres hacer negocios conmigo?
Hock Seng siente cómo se le forma un nudo en la garganta. Asiente con la cabeza. El hombre aguarda, paciente. Un criado trae café frío con azúcar y se lo ofrece al Señor del Estiércol, que prueba un sorbo.
– ¿Tienes sed? -pregunta.
Hock Seng tiene la presencia de ánimo de negar con la cabeza. El Señor del Estiércol se encoge de hombros. Bebe otro sorbo. No dice nada. Cuatro criados uniformados de blanco se acercan trabajosamente, cargados con una mesa cubierta con un mantel. La depositan delante de él. El Señor del Estiércol apunta con la barbilla a Hock Seng.
– Venga, no te andes con remilgos. Come. Bebe.
Le acercan una silla. El Señor del Estiércol le ofrece a Hock Seng fideos anchos U-Tex fritos y una ensalada de cangrejo y papaya verde, todo ello aderezado con laab mu, gaeng gai y U-Tex al vapor, además de una bandeja de rodajas de papaya.
– No tengas miedo. El pollo es de última generación y las papayas están recién cogidas, de la plantación que poseo en el este. Ni rastro de roya en las dos últimas temporadas.
– ¿Cómo…?
– Quemamos todos los árboles que presenten síntomas, y los de alrededor. Además, hemos ampliado el perímetro de seguridad hasta los cinco kilómetros. Eso, unido a la esterilización con ultravioletas, parece que basta.
– Ah.
El Señor del Estiércol indica con un ademán el pequeño muelle percutor que hay encima de la mesa.
– ¿Un gigajulio?
Hock Seng asiente.
– ¿Y los vendes?
Hock Seng niega con la cabeza.
– La forma de fabricarlos.
– ¿Qué te hace pensar en mí como comprador?
Hock Seng se encoge de hombros, obligándose a disimular su nerviosismo. En el pasado, este tipo de negociaciones eran pan comido para él. Su segunda piel. Pero entonces no estaba desesperado.
– Si no es usted, serán otros.
El Señor del Estiércol asiente con la cabeza. Apura el café. Uno de los criados vuelve a llenar la taza.
– ¿Y por qué acudes a mí?
– Porque usted es rico.
Eso consigue que el Señor del Estiércol se carcajee. A punto está de escupir el café. Su barriga se ondula y todo su cuerpo se estremece. Los criados se quedan paralizados, atentos. Cuando por fin logra controlar el ataque de risa, el Señor del Estiércol se seca los labios y menea la cabeza.
– Buena respuesta. -Su sonrisa se desvanece-. Pero también soy peligroso.
Hock Seng entierra el nerviosismo que siente y decide hablar sin andarse por las ramas.
– Cuando el resto del reino rechazaba a los de nuestra clase, usted nos acogió. Ni siquiera nuestro propio pueblo, los chinos tailandeses, se mostraron tan generosos. Su Alteza Real se apiadó y nos permitió cruzar la frontera, pero fue usted quien nos dio cobijo.
El Señor del Estiércol se encoge de hombros.
– De todas formas, nadie usa las torres.
– Y sin embargo, usted fue el único que nos mostró compasión. Un país entero lleno de budistas, y solo usted nos acogió en vez de obligarnos a regresar al otro lado de la frontera. De no ser por usted, ahora yo estaría muerto.
El Señor del Estiércol se queda mirando a Hock Seng un momento.
– A mis consejeros no les hizo gracia. Decían que me distanciaría de los camisas blancas. Que me granjearía la enemistad del general Pracha y podría poner en peligro incluso mi control sobre los contratos de metano.
Hock Seng asiente.
– Solo usted era lo bastante influyente como para correr ese riesgo.
– ¿Y qué pides a cambio de este prodigio tecnológico?
Hock Seng endereza la espalda.
– Un barco.
El Señor del Estiércol arquea las cejas, sorprendido.
– ¿No quieres dinero? ¿Ni jade? ¿Ni opio?
Hock Seng niega con la cabeza.
– Un barco. Un clíper rápido, de diseño Mishimoto. Dado de alta y con permiso para transportar mercancías al reino y hasta la otra orilla del mar de la China Meridional. Bajo la protección de Su Majestad la Reina… -Aguarda un instante-. Y con su mecenazgo.
– Vaya. Qué tarjeta amarilla más listo. -El Señor del Estiércol sonríe-. Y yo que pensaba que tu gratitud era sincera.
Hock Seng se encoge de hombros.
– Usted es el único que posee la influencia necesaria para otorgar esa clase de permisos y avales.
– O lo que es lo mismo, el único que puede investir de legitimidad a un tarjeta amarilla. El único que puede convencer a los camisas blancas para que permitan que un tarjeta amarilla se convierta en un comerciante honrado.
– Su sindicato proporciona luz a la ciudad -responde Hock Seng sin pestañear-. Su influencia es incomparable.
De improviso, el Señor del Estiércol se pone en pie con gran esfuerzo.
– Sí. Bueno. Eso es verdad. -Da media vuelta y cruza el patio pesadamente hasta el borde de la terraza, con las manos a la espalda, contemplando la ciudad a sus pies-. Sí. Supongo que todavía hay hilos que puedo mover. Ministerios en los que puedo influir. -Se da la vuelta-. Pides mucho.
– Lo que ofrezco es aún más.
– ¿Y si se lo vendes a más de uno?
Hock Seng niega con la cabeza.
– No necesito una flota. Solo un barco.
– Tan Hock Seng, empeñado en reconstruir su imperio mercantil aquí, en el reino de Tailandia. -El Señor del Estiércol se vuelve de repente-. Quizá ya se lo hayas vendido a otro.
– Juro que no, es lo único que puedo hacer.
– ¿Estarías dispuesto a jurarlo por tus antepasados? ¿Por los fantasmas de tu familia que deambulan hambrientos por Malaca?
Hock Seng se revuelve nervioso.
– Sí.
– Quiero ver esa tecnología tan fabulosa.
Hock Seng levanta la cabeza sorprendido.
– ¿Todavía no ha empezado a darle cuerda?
– ¿Por qué no me haces una demostración ahora?
Hock Seng sonríe de oreja a oreja.
– ¿Teme que se trate de algún tipo de trampa? ¿De una bomba de cuchillas, tal vez? -Se ríe-. No me gustan los juegos. Solo he venido a hacer negocios. -Mira a su alrededor-. ¿Tiene algún tensador? Veamos cuántos julios es capaz de imprimirle. Dele cuerda y verá. Pero tenga cuidado. No es tan resistente como los muelles normales, debido a la fuerza de torsión que genera. No se puede caer. -Señala a uno de los criados-. Tú, mete este muelle en la rueda de transmisión, a ver cuántos julios eres capaz de imprimirle.
El criado parece indeciso. El Señor del Estiércol le da permiso con un ademán. La brisa marina acaricia el jardín elevado mientras el joven coloca el muelle percutor en su rueda y monta en la bicicleta de transmisión.
Una nueva preocupación atenaza a Hock Seng de repente. Había confirmado con Banyat que se llevaba uno de los muelles buenos, que había pasado el control de calidad, no como los que siempre fallaban y se rompían en cuanto empezaban a girar. Banyat le aseguró que debía coger uno de un montón en concreto. Pero ahora, mientras el criado se dispone a accionar los pedales, le asaltan las dudas. Si eligió mal, si Banyat se había confundido… y ahora Banyat está muerto, pisoteado por un megodonte desbocado. Hock Seng no tuvo ocasión de realizar una última comprobación. Estaba seguro… y sin embargo…
El criado carga sobre los pedales. Hock Seng contiene la respiración. La frente del criado se perla de sudor, y el muchacho mira a Hock Seng y al Señor del Estiércol, sorprendido por la resistencia. Cambia de marcha. Los pedales giran, despacio al principio, después más deprisa. Empieza a cambiar de marcha conforme aumenta el impulso, imprimiendo cada vez más energía al muelle percutor.
El Señor del Estiércol observa con atención.
– Conocía a alguien que trabajaba para tu fábrica de muelles. Hace unos años. No alardeaba de su riqueza como haces tú. No gozaba del favor de tantos de sus camaradas tarjetas amarillas. -Hace una pausa-. Tengo entendido que los camisas blancas le asesinaron para robarle el reloj. Le dieron una paliza y dejaron que muriera desangrado en plena calle, y todo por saltarse el toque de queda.
Hock Seng se encoge de hombros y reprime los recuerdos de un hombre tendido sobre el empedrado, un amasijo ensangrentado, desahuciado, implorando ayuda…
La expresión del Señor del Estiércol es pensativa.
– Y ahora resulta que tú también trabajas en la misma firma. Demasiada casualidad.
Hock Seng no dice nada.
– Follaperros tendría que haberte prestado más atención -continúa el Señor del Estiércol-. Eres peligroso.
Hock Seng sacude la cabeza con énfasis.
– Lo único que quiero es restablecerme.
El criado sigue pedaleando, imprimiendo más julios al muelle, introduciendo más energía en la cajita. El Señor del Estiércol observa, intentando disimular su asombro mientras el proceso continúa, pero aun así, sus ojos se han abierto desmesuradamente. El criado ya ha metido en la caja más energía de la que cualquier otro muelle de su tamaño debería ser capaz de contener. La bicicleta chirría.
– Una persona tardaría toda la noche en darle cuerda -dice Hock Seng-. Lo ideal sería emplear un megodonte.
– ¿Cómo funciona?
Hock Seng se encoge de hombros.
– Hay un lubricante nuevo que posibilita que los muelles se tensen más de lo normal sin romperse ni atascarse.
El joven sigue cargando el muelle. Los criados y los guardaespaldas comienzan a congregarse a su alrededor, observando asombrados mientras el muchacho pone todo su empeño en llenar la caja.
– Impresionante -musita el Señor del Estiércol.
– Si se encadena un animal más eficiente, como un megodonte o un buey, la tasa de transferencia de calorías a julios carece prácticamente de pérdidas -informa Hock Seng.
El Señor del Estiércol contempla el muelle mientras el hombre sigue dándole cuerda. Sonríe.
– Probaremos tu muelle percutor, Hock Seng. Si rinde igual de bien que se tensa, tendrás tu barco. Trae las especificaciones y los planos. Con gente como tú se puede hacer tratos. -Llama por señas a un criado y encarga licor-. Un brindis. Por mi nuevo socio.
Una oleada de alivio baña a Hock Seng. Por primera vez desde que se manchara las manos de sangre en aquel callejón hace tanto tiempo, desde que aquel hombre implorara clemencia sin recibirla, el alcohol vuelve a fluir por sus venas, y se siente feliz.