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– ¡Me cago en el general Pracha y en todos los camisas blancas!

Carlyle aporrea la barandilla del apartamento. Está sin afeitar y sin bañar. Hace una semana que no pisa el Victoria, gracias al bloqueo del distrito farang. Su atuendo empieza a acusar los estragos del trópico.

– Han cerrado los amarraderos y las esclusas. Han prohibido el acceso a los muelles. -Se vuelve y regresa adentro. Se sirve un trago-. Putos camisas blancas.

Anderson no puede evitar sonreír ante la indignación de Carlyle.

– Te advertí sobre las consecuencias de meterse con las cobras.

Carlyle frunce el ceño.

– No fui yo. A alguien de Comercio se le ocurrió una idea genial y se pasó de listo. Puto Jaidee -masculla-. Tendría que haber sabido lo que podía pasar.

– ¿Se trata de Akkarat?

– No es tan imbécil.

– En fin, supongo que da igual. -Anderson brinda con su whisky caliente-. Una semana de encierro, y parece que los camisas blancas no han hecho más que empezar.

Carlyle echa chispas por los ojos.

– No pongas esa cara de satisfacción. Sé que tú también lo estás pasando mal.

Anderson bebe un sorbo.

– Sinceramente, no puedo decir que me importe. La fábrica era útil. Ahora ha dejado de serlo. -Se inclina hacia delante-. Lo que me interesa saber es si Akkarat ha hecho los deberes como aseguras. -Ladea la cabeza en dirección a la ciudad-. Porque me da la impresión de que no da abasto.

– ¿Y eso te parece gracioso?

– Lo que me parece es que, si está solo, necesitará amigos. Quiero que vuelvas a ponerte en contacto con él. Ofrécele nuestro apoyo incondicional para superar esta crisis.

– ¿Tienes una oferta mejor que la que le llevó a amenazar con echarte a los megodontes?

– El precio es el mismo. El regalo es el mismo. -Anderson toma otro trago-. Pero puede que ahora Akkarat se muestre más dispuesto a escuchar.

Carlyle contempla fijamente el resplandor de las lámparas de metano. Arruga la frente.

– Cada día que pasa me cuesta dinero.

– Creía que lo tenías todo previsto con tus bombas.

– Deja de regodearte. -Carlyle frunce el ceño-. Ni siquiera puedes amenazar a esos cabrones. No reciben a ningún mensajero.

Anderson esboza una leve sonrisa.

– En fin, no me apetece esperar a los monzones para que los camisas blancas entren en razón. Organiza una reunión con Akkarat. Podemos ofrecerle toda la ayuda que necesite.

– ¿Qué pretendes, llegar a nado a Koh Angrit y volver encabezando una revolución? ¿Con qué? ¿Con un par de burócratas y capitanes de puerto? ¿Con algún viajante imberbe de los que se pasan el día bebiendo y esperando a que el reino se muera de hambre y levante los embargos? Menuda amenaza.

Anderson sonríe.

– Si venimos, lo haremos desde Birmania. Y nadie se dará cuenta hasta que ya sea demasiado tarde. -Sostiene la mirada de Carlyle hasta que este gira la cabeza.

– ¿Las condiciones son las mismas? ¿No vas a cambiar nada?

– Acceso al banco de semillas de Bangkok, y un hombre llamado Gibbons. Eso es todo.

– ¿Y qué ofreces a cambio?

– ¿Qué necesita Akkarat? ¿Dinero para los sobornos? ¿Oro? ¿Diamantes? ¿Jade? -Hace una pausa-. Tropas de asalto.

– Dios. Dices en serio lo de Birmania.

Anderson agita el vaso en dirección a la noche que se extiende tras los cristales.

– Mi tapadera aquí ha saltado por los aires. Puedo aceptarlo y seguir adelante o hacer la maleta y volver a Des Moines con el rabo entre las piernas. Seamos sinceros. AgriGen siempre ha jugado para ganar. Desde que Vincent Hu y Chitra D’Allessa fundaron la compañía. No nos asusta ensuciarnos las manos.

– Como en Finlandia.

Anderson sonríe.

– Espero que esta vez podamos sacar más provecho del esfuerzo invertido.

Carlyle hace una mueca.

– Dios. Vale. Prepararé la reunión. Pero será mejor que te acuerdes de mí cuando acabe todo esto.

– AgriGen siempre se acuerda de sus amigos.

Anderson acompaña a Carlyle a la puerta y la cierra tras él, pensativo. Resulta interesante ver cómo una crisis transforma a las personas. Carlyle, siempre tan fanfarrón y confiado, hostigado ahora tras descubrir que desentona como si estuviera pintado de azul. Que los camisas blancas podrían empezar a internar o ejecutar a los farang en cualquier momento, y que nadie derramaría una sola lágrima por ellos. De pronto, la confianza de Carlyle tiene tanto valor como una mascarilla desechable usada.

Anderson sale al balcón y contempla la oscuridad, las aguas a lo lejos, la isla de Koh Angrit y las fuerzas que tan pacientemente aguardan al acecho en los límites del reino.

Ya casi ha llegado el momento.

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