La chica mecánica no hace nada por defenderse. Grita, pero apenas si reacciona cuando el cuchillo se hunde en su carne.
– ¡Bai! -exclama Anderson para Lao Gu-. ¡ Kuai kuai kuai!
Aparta al atacante de un empujón mientras la bicicleta se encabrita. El tailandés lanza una torpe cuchillada contra Anderson y vuelve a apuñalar a la chica mecánica, que no intenta escapar. La sangre salpica en todas direcciones. Anderson saca una pistola de resortes de debajo de la camisa y la hunde en el rostro del hombre, que pone los ojos como platos.
Salta del rickshaw y corre a ponerse a cubierto. Anderson sigue encañonándolo, intentando decidir si debería poner un disco en la cabeza del hombre o dejarle escapar, pero su objetivo le arrebata la decisión desapareciendo detrás de un vagón tirado por un megodonte.
– Maldita sea. -Anderson escudriña entre el tráfico para cerciorarse de que el hombre se ha ido de veras y vuelve a guardar la pistola bajo la camisa. Se vuelve hacia la chica, que yace despatarrada-. Ya estás a salvo.
El neoser está inerte, con la ropa desgarrada y revuelta, cerrados los ojos, jadeando rápidamente. Cuando Anderson le toca la frente sonrojada, el neoser se encoge y parpadea. Tiene la piel ardiendo. Sus desenfocados ojos negros se fijan en él.
– Por favor -murmura.
El calor de su piel es abrumador. Se muere. Anderson le abre la chaqueta sin miramientos en un intento por ventilarla. Está ardiendo, recalentada por la huida y por un diseño genético erróneo. Es absurdo que alguien decidiera hacerle algo así a esta criatura, tullirla de este modo.
– ¡Lao Gu! ¡A los diques! -grita por encima del hombro. Lao Gu mira atrás de soslayo, sin comprender-. ¡Shui! ¡Agua! ¡ Nam! ¡El océano, maldita sea! -Anderson hace un gesto en dirección a los muros de contención-. ¡Deprisa! ¡ Kuai, kuai kuai!
Lao Gu asiente bruscamente con la cabeza. Se pone en pie sobre los pedales y acelera de nuevo, impulsando la bicicleta entre el tráfico congestionado, lanzando advertencias e invectivas a los peatones y a los animales de carga que le obstaculizan el paso. Anderson abanica a la chica mecánica con el sombrero.
Cuando llegan a los muros de contención, Anderson se echa la chica mecánica al hombro y sube con ella por los escalones desiguales. Los largos cuerpos ondulados de los nagas guardianes que flanquean la escalera guían su ascenso. Sus rostros observan impasibles cómo avanza con paso tambaleante. Se le mete el sudor en los ojos. El neoser es un horno contra su piel.
Corona el dique. El sol escarlata le pega en la cara y siluetea la Thonburi sumergida al otro lado de las aguas. El calor del astro rey no llega a igualar el del cuerpo doblado sobre su hombro. A trompicones, baja por el lado opuesto del terraplén y arroja la muchacha al mar. El chapuzón le empapa de agua salada.
La chica se hunde como una piedra. Anderson jadea y se zambulle tras la figura inerte. «Imbécil. Cerebro de mosquito.» Agarra un brazo lánguido y rescata su cuerpo de las profundidades. La sostiene de manera que su cara flote por encima del agua, con el cuerpo en tensión para evitar que vuelva a hundirse. Su piel está ardiendo. No le extrañaría que el mar empezara a bullir a su alrededor. El batir de las olas extiende su cabello negro como una red. Es un peso muerto en sus brazos. Lao Gu llega corriendo a su lado. Anderson le hace una seña.
– Aquí. Sujétala.
Lao Gu titubea.
– Que la sujetes, maldita sea. Zhua ta.
A regañadientes, Lao Gu desliza las manos bajo los brazos del neoser. Anderson tantea su cuello en busca del pulso. ¿Se le habrá freído ya el cerebro? Quizá esté intentando reanimar a un vegetal.
El pulso del neoser zumba como las alas de un colibrí, más veloz de lo que debería en cualquier otra criatura de su tamaño. Anderson se agacha para escuchar su respiración.
La chica mecánica abre los ojos de golpe. Anderson se aparta sobresaltado. El neoser patalea y se escurre entre los dedos de Lao Gu. Desaparece bajo el agua.
– ¡No! -Anderson se zambulle tras ella.
La chica mecánica reaparece agitando los brazos, tosiendo, buscándolo con las manos. Una de ellas se cierra en torno a la de Anderson y este la arrastra hasta la orilla. El atuendo del neoser se arremolina a su alrededor como una maraña de algas y sus cabellos negros relucen como la seda. Sus ojos oscuros miran fijamente a Anderson. Tiene la piel deliciosamente fresca.
– ¿Por qué me has ayudado?
Las lámparas de metano que titilan en las calles pueblan la ciudad de etéreas sombras verdosas. Es de noche y las farolas sisean en la oscuridad. La humedad se refleja en las piedras y en el cemento, lustra la piel de las personas arracimadas en torno a las velas en los mercados nocturnos.
La chica mecánica repite la pregunta:
– ¿Por qué?
Anderson se encoge de hombros y se alegra de que las tinieblas oculten su expresión. No tiene ninguna respuesta satisfactoria. Si el agresor del neoser denuncia a un farang acompañado de una chica mecánica, levantará sospechas y conducirá a los camisas blancas hasta él. Un riesgo innecesario, habida cuenta de lo delicado de su situación actual. Es demasiado fácil de describir; además, el lugar donde encontró a la chica mecánica no está lejos del local de sir Francis, y una vez allí será fácil hacer más preguntas incómodas.
Se obliga a refrenar su paranoia. Es peor que Hock Seng. Saltaba a la vista que el nak leng estaba colocado de yaba. No acudirá a los camisas blancas. Se arrastrará hasta su madriguera y se lamerá las heridas.
Aun así, ha sido una temeridad.
Estaba seguro de que el neoser iba a morir cuando se desmayó en el rickshaw, y una parte de él se alegró, aliviado por poder borrar el momento en que la había reconocido y, en contra de todas sus enseñanzas, ligado su destino al de ella.
La observa de reojo. Su piel ha perdido ya ese rubor sobrecogedor y el calor más propio de un horno. Se aferra a los harapos desgarrados que la rodean, defendiendo su pudor. Es lastimoso que una criatura diseñada para ser poseída exhiba semejante modestia.
– ¿Por qué? -pregunta de nuevo.
Anderson vuelve a encogerse de hombros.
– Necesitabas ayuda.
– Nadie ayuda a los neoseres. -Su voz suena carente de emoción-. Eres un idiota. -Se aparta el pelo mojado de la cara. Un movimiento espasmódico, surrealista, un estiramiento marcado por su herencia genética. La piel lustrosa brilla entre los bordes de la blusa desgarrada, insinuando sus senos. ¿Qué se debe de sentir al tocarla? La piel resplandece, suave y tentadora.
El neoser repara en la dirección de su mirada.
– ¿Quieres usarme?
– No. -Anderson gira la cabeza, nervioso-. No hace falta.
– No me opondría.
La aquiescencia que rezuma esa voz repugna a Anderson. Otro día, en otro momento, probablemente la hubiera poseído por probar una novedad. No le hubiera dado mayor importancia. Pero el hecho de que espere tan poco le inspira aversión. Se obliga a sonreír.
– Gracias. No.
El neoser asiente sucintamente con la cabeza. Vuelve a contemplar la noche húmeda y el verde fulgor de las farolas. Resulta imposible saber si se siente agradecida o sorprendida, o si le importa algo la decisión de él. Aunque se le hubiera caído la máscara en el frenesí del terror y el alivio de la huida, ahora sus pensamientos vuelven a estar escrupulosamente guardados bajo llave.
– ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
La chica mecánica se encoge de hombros.
– Raleigh. Es el único que me dará cobijo.
– Pero no es el primero, ¿verdad? No siempre has sido un… -Anderson deja la frase flotando en el aire. No se le ocurre ningún eufemismo, y con el aspecto que ofrece la muchacha, no tiene valor para llamarla «juguete».
El neoser fija la mirada en él un instante antes de volver a contemplar la ciudad que se desliza por su lado. Las lámparas de gas salpican la noche de verdes bolsas de fósforo bajas, separadas por hondos cañones de sombras. Al pasar bajo una de las farolas, Anderson repara en sus rasgos, tenuemente iluminados, pensativos y recubiertos de una pátina de humedad, antes de que la oscuridad vuelva a ocultarlos.
– No. No ha sido así siempre. No… -Le faltan las palabras-. Así no. -Se queda callada, pensativa-. Trabajaba en Mishimoto. Tenía… -Se encoge de hombros-. Un propietario. Un propietario en la empresa. Era una propiedad. Gen… mi propietario adquirió un permiso de exención temporal alegando negocios en el extranjero para traerme al reino. Un permiso de noventa días. Prorrogable por decreto real gracias al tratado de amistad con Japón. Era su secretaria personal: traducción, gestión burocrática y… compañía. -Otro encogimiento de hombros, más intuido que visible-. Pero volver a Japón es caro. Los billetes de dirigible cuestan lo mismo para los neoseres que para los de tu especie. Mi propietario llegó a la conclusión de que dejar a su secretaria en Bangkok salía más económico. Cuando su misión aquí terminó, decidió conseguir una nueva en Osaka.
– Jesús y Noé.
La chica mecánica se encoge de hombros.
– Me pagó el finiquito en los amarraderos y se fue. Volando.
– ¿Y ahora Raleigh?
De nuevo el mismo gesto con los hombros.
– Ningún tailandés quiere un neoser como secretaria, ni como intérprete. En Japón es aceptable. Corriente, incluso. Nacen muy pocos bebés y hay demasiado trabajo. Aquí… -Sacude la cabeza-. Los mercados de calorías están controlados. Todo el mundo siente celos de U-Tex. Todo el mundo protege su arroz. A Raleigh le da igual. A Raleigh… le gustan las novedades.
El olor velado del pescado frito les baña como una ola grasienta y viscosa. Un mercado nocturno, repleto de personas que cenan a la luz de las velas, encorvadas sobre fideos, brochetas de pulpo y bandejas de larb. Anderson reprime el impulso de levantar la capota del rickshaw y correr la cortina para ocultar la prueba de su compañía. Los woks llamean con las inconfundibles chispas verdes del metano aprobado por el Ministerio de Medio Ambiente, iluminando tenuemente la pátina de sudor que recubre las pieles atezadas. A sus pies, los cheshires rondan atentos a cualquier bocado que puedan mendigar o robar.
La sombra de uno de ellos relampaguea en la oscuridad, provocando que Lao Gu gire bruscamente. Maldice entre dientes en su idioma. Emiko se ríe, una discreta manifestación de sorpresa mientras enlaza las manos con deleite. Lao Gu la fulmina con la mirada por encima del hombro.
– ¿Te gustan los cheshires? -pregunta Anderson.
Emiko lo observa, sorprendida.
– ¿A ti no?
– En casa los matamos sin perder tiempo. Hasta los grahamitas ofrecen billetes azules por sus pieles. Debe de ser lo único en lo que estoy de acuerdo con ellos.
– Mmm, ya. -Emiko frunce el ceño, pensativa-. Supongo que son demasiado avanzados para este mundo. Ahora las aves naturales tienen muy pocas posibilidades.
Esboza una ligera sonrisa.
– Imagínate si hubieran creado antes a los neoseres.
¿Es malicia lo que relumbra en sus ojos? ¿O melancolía?
– ¿Qué crees que hubiera ocurrido? -se interesa Anderson.
Emiko evita mirarle a los ojos y contempla a los gatos que merodean entre los comensales.
– Los piratas genéticos aprendieron demasiadas cosas gracias a los cheshires.
Aunque no añade nada más, Anderson puede intuir lo que está pensando. Si su especie hubiera surgido primero, antes de que los piratas genéticos supieran lo que saben ahora, Emiko no sería estéril. Sus movimientos carecerían del característico tictac que hacen que sea tan llamativa físicamente. Su diseño podría parecerse incluso al de los neoseres militares que operan ahora en Vietnam, mortíferos y suicidas. Sin la lección de los cheshires, Emiko podría haber tenido la oportunidad de suplantar por completo a la especie humana con su versión mejorada. En vez de eso, es un callejón sin salida genético. Condenada a un ciclo vital de sentido único, igual que la SoyPRO y el trigo de TotalNutrient.
Otra sombra felina cruza la calle como una exhalación, titilante, confundiéndose con las tinieblas. Un homenaje de tecnología punta a Lewis Carroll, un par de viajes en dirigible y en clíper, y en un abrir y cerrar de ojos desaparecen clases enteras de animales, indefensas ante esta amenaza invisible.
– Nos hubiéramos dado cuenta de nuestro error -observa Anderson.
– Sí. Desde luego. Pero quizá no a tiempo. -Emiko cambia bruscamente de tema. Señala con la cabeza un templo que se recorta contra el firmamento nocturno-. Es muy bonito, ¿verdad? ¿Te gustan sus templos?
Anderson se pregunta si habrá cambiado de tema para evitar cualquier posible discusión y conflicto, o si en realidad teme que consiga rebatir su fantasía. Estudia el chedi y el bot del templo.
– Es mucho más bonito que lo que están construyendo los grahamitas en casa.
– Grahamitas. -Emiko pone mala cara-. Tan preocupados por el nicho y la naturaleza. Tan obsesionados con su arca de Noé, cuando el diluvio ya ha pasado.
Anderson piensa en Hagg, sudoroso y angustiado por la devastación provocada por el cerambicido.
– Si pudieran, nos encerrarían a todos en nuestros respectivos continentes.
– Eso es imposible, creo. La gente necesita expandirse. Ocupar nuevos nichos.
La filigrana dorada del templo reluce tenuemente bajo la luna. Es innegable que el mundo está volviendo a encoger. Un par de viajes en dirigible y en clíper, y Anderson pasea por las calles en penumbra de la otra punta del planeta. Es asombroso. En tiempos de sus abuelos, cubrir el trayecto entre un suburbio de la antigua Expansión y el centro de la ciudad era imposible. Sus abuelos contaban historias sobre la exploración de los suburbios abandonados, buscando las migajas y los despojos de vecindarios enteros destruidos durante la Contracción del petróleo. Viajar quince kilómetros era una proeza para ellos, y ahora míralo a él…
Frente a ellos, unos uniformes blancos se materializan en la desembocadura de un callejón.
Emiko palidece y se acurruca contra Anderson.
– Abrázame.
Anderson intenta sacudírsela de encima, pero el neoser se pega a él como una lapa. Los camisas blancas se han detenido y observan cómo se acercan. La chica mecánica se arrima más todavía. Anderson reprime el impulso de sacarla del rickshaw a empujones y huir. Esto es lo que menos necesita ahora mismo.
– Ahora contravengo la cuarentena -susurra Emiko-, como el gorgojo modificado nipón. Si se fijan en mis movimientos, me descubrirán. Me fundirán. -Se acurruca aún más-. Lo siento. Por favor. -Implora con la mirada.
Anderson la envuelve con sus brazos en un repentino ataque de conmiseración, abrigándola con cualquiera que sea la protección que un fabricante de calorías puede ofrecer a un desecho japonés ilegal. Los agentes del ministerio les llaman, sonrientes. Anderson les devuelve el gesto y asiente con la cabeza, con la piel de gallina. La mirada de los camisas blancas se demora en ellos. Uno sonríe y le dice algo al otro mientras hace girar la porra que cuelga de su muñeca. Emiko tiembla descontrolada junto a Anderson, una máscara forzada su sonrisa. Anderson la abraza con más fuerza.
«Por favor, no me pidáis ningún soborno. Esta vez no. Por favor.»
Pasan de largo.
Tras ellos, los camisas blancas empiezan a reírse, bien del farang y de la chica que le hace arrumacos o de cualquier otra cosa completamente distinta. No tiene importancia, porque se pierden en la distancia y Emiko y él vuelven a estar a salvo.
La chica mecánica se aparta, tiritando.
– Gracias -susurra-. Salir ha sido una imprudencia. Una estupidez. -Se retira el pelo de la cara y mira atrás. Los agentes del ministerio se alejan rápidamente. Aprieta los puños-. Qué idiota -murmura-. No eres un cheshire capaz de desaparecer a tu antojo. -Sacude la cabeza, furiosa, mientras la lección se graba a fuego en su mente-. Idiota. Idiota. Idiota.
Anderson la observa, fascinado. Emiko está adaptada para otro tipo de mundo, no para este horno brutal. La ciudad terminará devorándola tarde o temprano. Eso salta a la vista.
La chica mecánica repara en su escrutinio. Comparte una sonrisita cargada de melancolía.
– Nada dura eternamente, creo.
– No. -Anderson tiene un nudo en la garganta.
Se quedan mirándose fijamente. La blusa de Emiko ha vuelto a abrirse y revela el contorno de su garganta, la curvatura de sus senos. No hace nada por taparse, sino que se limita a observarlo, solemne. ¿Será algo intencionado? ¿Acaso se propone incitarlo? ¿O será que la seducción forma parte de su naturaleza? A lo mejor no puede evitarlo. Un conjunto de instintos tan inextricable de su ADN como las astutas estrategias que emplean los cheshires para cazar pájaros. Anderson se inclina hacia ella, dubitativo.
Emiko no lo rehúye, sino que acude a su encuentro. Sus labios son suaves. Anderson recorre su cadera con una mano, la introduce en la blusa y tantea tras la tela. La chica mecánica exhala un suspiro y se arrima un poco más, abriendo los labios para él. ¿Lo desea realmente? ¿O se trata de mera aquiescencia? ¿Podría negarse aunque quisiera? Sus pechos presionan contra él. Sus manos se deslizan por el cuerpo de Anderson, que empieza a temblar. Tirita como si tuviera dieciséis años. ¿Imprimieron feromonas en su ADN los genetistas? Su cuerpo es embriagador.
Ajeno a la calle, a Lao Gu, a todo, la atrae hacia él y cierra una mano en torno a uno de sus senos, copando su carne perfecta.
El corazón de la chica mecánica aletea como un colibrí bajo su palma.