3

Emiko moja los labios en el whisky, deseando estar ebria, mientras espera a que Kannika le indique que ha llegado el momento de la humillación. Una parte de su ser sigue rebelándose, pero el resto (la parte que está sentada con la diminuta chaquetilla que le deja el torso al descubierto, la ceñida falda pha sin y un vaso de whisky en la mano) no tiene fuerzas para oponer resistencia.

Se pregunta entonces si no será al revés, si no es posible que la parte que pugna por conservar un ápice de dignidad sea la misma que busca destruirla. Si no es posible que su cuerpo, esta colección de células y ADN manipulado (con sus propias necesidades, más poderosas y prácticas), sea el verdadero superviviente: el único con voluntad.

¿No es ese el motivo de que esté aquí sentada, escuchando la cadencia de las porras contra la carne y los alaridos de pi klang mientras las chicas se retuercen bajo las luciérnagas, incitadas por los gritos de los hombres y de las putas? ¿Es porque carece de la voluntad necesaria para morir? ¿O porque es demasiado obstinada para consentirlo?

Raleigh sostiene que todo llega en ciclos, como la subida y la bajada de las mareas en las playas de Koh Samet, o la subida y la bajada de una polla ante una chica bonita. Raleigh pega palmaditas en las nalgas desnudas de las muchachas, se ríe con los chistes de la última oleada de gaijin y le dice a Emiko que por raro que sea lo que quieran hacer con ella, el dinero es el dinero, y no hay nada nuevo bajo el sol. Y quizá tenga razón. Raleigh no le pide nada que no se haya pedido ya antes. Ninguno de los castigos que sea capaz de imaginar Kannika para lastimarla y hacerle llorar será realmente innovador. Solo que los alaridos y los gemidos esta vez escapan de una chica mecánica. En eso, al menos, radica la novedad.

«¡Mirad! ¡Es casi humana!»

Gendo-sama decía que era más que humana. Le acariciaba el pelo negro después de hacer el amor y decía que le parecía una lástima que los neoseres no fueran más respetados, y más todavía que sus movimientos jamás fueran fluidos. Pero aun así, ¿acaso no gozaba de una vista y una piel perfectas, de unos genes resistentes al cáncer y a todas las enfermedades? ¿Quién era ella para quejarse? Al menos su cabello no encanecería nunca, ni envejecería tan deprisa como él, pese a todas las operaciones, las pastillas, los ungüentos y las hierbas que lo mantenían joven.

Una vez, mientras le atusaba el pelo, había dicho:

– Eres preciosa, aunque seas un neoser. No te avergüences.

Y Emiko se había acurrucado en sus brazos.

– No. No me avergüenzo.

Pero eso había sido en Kioto, donde los neoseres eran algo común, donde cumplían una función y a veces eran respetados. No eran humanos, sin duda, pero tampoco constituían la amenaza que denunciaban los integrantes de esta cultura básica y salvaje. Sin duda no eran los demonios contra los que advertían los grahamitas desde sus púlpitos, ni las criaturas impías escapadas del infierno que se imaginaban los monjes budistas de los bosques, incapaces de conseguir un alma o un lugar en los ciclos del renacimiento y la lucha por el nirvana. Ni la afrenta al Corán que creían los pañuelos verdes.

Los japoneses eran pragmáticos. Una población envejecida necesitaba mano de obra joven en todas sus variantes, y si esta provenía de los tubos de ensayo y se criaba en guarderías especiales, no era ningún pecado. Los japoneses eran pragmáticos.

«¿Por eso ahora estás aquí sentada? ¿Por el pragmatismo exacerbado de los japoneses? Aunque te parezcas a ellos, aunque hables su idioma, aunque Kioto sea el único hogar que conoces, no eras japonesa.»

Emiko apoya la cabeza en las manos. Se pregunta si encontrará una cita, o si se quedará sola al final de la noche, y se pregunta también si sabe lo que prefiere.

Raleigh dice que no hay nada nuevo bajo el sol, pero esta noche, cuando Emiko indicó que ella era un neoser, y que los neoseres no existían antes, Raleigh se echó a reír, y respondió que tenía razón y que era especial y que, quién sabe, quizá eso significara que todo era posible. A continuación le dio una palmada en el trasero y le ordenó que subiera al escenario y demostrara lo especial que iba a ser esa noche.

Emiko acaricia con los dedos la humedad de los anillos de la barra. Las cervezas calientes exudan aros viscosos, tan viscosos como las chicas y los clientes, tan viscosos como su piel cuando la unta de aceite hasta dejarla resplandeciente, para que sea tan suave como la mantequilla cuando la toque algún hombre. Tan suave como pueda serlo la piel, y quizá más, pues aunque sus movimientos físicos sean titubeantes y entrecortados como el brillo de una bombilla estropeada, su piel es más que perfecta. Aun con su visión mejorada le cuesta distinguir los poros. Son tan pequeños. Tan delicados. Tan óptimos. Pero diseñados para Japón y el control climático de alguien adinerado, no para aquí. Aquí, hace demasiado calor y ella suda demasiado poco.

Se pregunta si tendría menos calor si se tratara de otra clase de animal, un cheshire peludo y sin mente, por ejemplo. No porque sus poros fueran más grandes y eficientes, menos dolorosamente impermeable su piel, sino sencillamente porque no tendría que pensar. No tendría por qué saber que había sido encerrada en esta envoltura perfecta y asfixiante por un científico engreído cuyos tubos de ensayo y mezclas de confeti de ADN posibilitaban que su piel fuera tan suave, y que le ardieran tanto las entrañas.

Kannika la agarra del pelo.

El inesperado asalto deja sin aliento a Emiko. Busca ayuda, pero ninguno de los clientes muestra el menor interés por ella. Todos observan a las chicas del escenario. Las compañeras de Emiko están atendiendo a los hombres, sirviéndoles whisky constantemente, apoyando las nalgas en sus regazos y pasándoles la mano por el pecho. En cualquier caso, tampoco le profesan ningún cariño. Ni siquiera las de naturaleza más bondadosa (las que tienen jai dee, quienes de alguna manera consiguen sentir afecto por una chica mecánica como ella) querrían salir en su defensa.

Raleigh está hablando con otro gaijin, sonriendo y bromeando con el hombre, pero sus ojos ancianos no se apartan de Emiko, atentos a su reacción.

Kannika le pega otro tirón.

¡Bai!

Emiko obedece: baja del taburete de la barra y encamina sus pasos mecánicos a la tarima circular. Todos los hombres se ríen y señalan con el dedo a la chica mecánica japonesa de andares sincopados y antinaturales. Una rareza trasplantada de su hábitat natural, adiestrada desde su nacimiento para agachar la cabeza y hacer reverencias.

Emiko intenta distanciarse de lo que está a punto de suceder. Está entrenada para afrontar con frialdad este tipo de situaciones. Los responsables de la guardería donde fue creada y adiestrada no se hacían ilusiones sobre los múltiples usos que se le podrían dar a un neoser, por refinado que fuera este. Los neoseres sirven y no hacen preguntas. Se dirige al escenario con los pasos medidos de una cortesana elegante, con movimientos estilizados y estudiados, perfeccionados a lo largo de décadas para amoldarse a su herencia genética, para poner de relieve su belleza y su exotismo. Pero la multitud pasa por alto todo esto. Lo único que ven son movimientos entrecortados. Una broma. Un juguete extranjero. Una chica mecánica.

Le ordenan que se quite la ropa.

Kannika derrama agua encima de su piel aceitada. Emiko resplandece cubierta de gemas líquidas. Sus pezones se endurecen. Las luciérnagas reptan y se retuercen en lo alto, proyectando la luz fosforescente de su cópula. Los clientes se ríen de ella. Kannika le da una palmada en la cadera y hace que doble la cintura. Le azota el trasero hasta dejárselo enrojecido, le ordena que se incline un poco más, que se humille ante estos hombres insignificantes que se imaginan que forman la vanguardia de una nueva Expansión.

Los clientes ríen, agitan los brazos y apuntan con el dedo para pedir más whisky. Raleigh sonríe desde su rincón, el anciano tío entrañable, encantado de enseñar las costumbres del viejo mundo a estos recién llegados, a estos insignificantes empresarios que fantasean con beneficios multinacionales. Kannika indica por señas a Emiko que se arrodille.

Un gaijin con la barba negra y el intenso bronceado propio de los tripulantes de los clíperes observa a escasos centímetros de distancia. Emiko le mira a los ojos. Él redobla su escrutinio, como si estuviera examinando un insecto bajo la lupa: fascinado, y sin embargo también asqueado. Emiko siente el impulso de encararse con él, de obligarle a mirarla, a verla realmente en vez de limitarse a evaluarla como si fuera un pedazo de escoria genética. Pero en vez de eso se agacha y pega la frente a las tablas de teca, sumisa, mientras Kannika habla en tailandés y relata la historia de la vida de Emiko. Cuenta que una vez fue el juguete de un japonés adinerado. Que ahora es de ellos, para que se diviertan con ella o la rompan incluso si les apetece.

A continuación agarra un puñado de cabellos de Emiko y tira con fuerza. El cuerpo de Emiko se arquea con un jadeo. Atisba de reojo al hombre de la barba, que parece sorprendido por el repentino gesto de violencia, por la humillación. Un destello de la multitud. El techo con sus jaulas llenas de luciérnagas. Kannika continúa tirando hacia atrás, doblándola como un junco, obligándola a erguir los senos hacia el público, arqueándole la espalda más todavía, separándole los muslos mientras Emiko lucha por no caer de costado. Su cabeza toca la madera del escenario. Su cuerpo forma un arco perfecto. Kannika dice algo y los hombres se ríen. El dolor en el espinazo y el cuello de Emiko es extremo. Puede sentir los ojos de la multitud sobre ella, un ente físico, lúbrico. Se encuentra expuesta por entero.

Algo líquido se derrama sobre ella.

Intenta levantarse, pero Kannika la empuja hacia abajo y vierte más cerveza en su cara. Emiko se atraganta y escupe, ahogándose. Por fin Kannika la libera y Emiko se yergue de golpe, tosiendo. La espuma se escurre por su barbilla, le baña el cuello y los pechos, cae hasta su entrepierna.

Todo el mundo se carcajea. Saeng ya está ofreciéndole otra cerveza al hombre de la barba, que sonríe y le deja una buena propina, y todos se ríen de los temblores y los espasmos del cuerpo de Emiko ahora que el pánico ha hecho presa en ella. Escupe el líquido que le inunda los pulmones. Ahora no es sino una marioneta ridícula, movimientos entrecortados (espasmódicos, heechykeechy) sin el menor rastro de la gracia estilizada que su maestra Mizumi-sensei le inculcó cuando era una niña en la guardería. No hay elegancia ni cuidado en sus movimientos ahora; los rasgos delatores de su ADN se manifiestan violentamente para regocijo de todos los presentes.

Emiko sigue tosiendo, vomitando casi la cerveza que tiene en los pulmones. Sus brazos y piernas tiemblan y se menean sin sentido, brindándoles a todos la oportunidad de ver su auténtica naturaleza. Por fin consigue aspirar una bocanada de aire. Controla sus movimientos desbocados. Se queda inmóvil, de rodillas, aguardando el siguiente asalto.

En Japón era un prodigio. Aquí, no es más que una simple chica mecánica. Los hombres se ríen de sus extraños andares y ponen cara de asco ante su mera existencia. Para ellos es una criatura prohibida. Los tailandeses estarían encantados de fundirla en los tanques de metano. Si tuvieran que elegir entre ella y un fabricante de calorías de AgriGen, es difícil saber a quién querrían ver derretido primero. Y luego están los gaijin. Se pregunta cuántos de ellos profesarán ser miembros de la Iglesia grahamita, consagrada a destruir todo lo que ella representa: una afrenta a la naturaleza y el orden de las cosas. Y sin embargo ahí están, plácidamente sentados, disfrutando de su humillación a pesar de todo.

Kannika la agarra de nuevo. Se ha desnudado y tiene una polla de jadeíta en las manos. Derriba a Emiko de un empujón, obligándola a ponerse de espaldas.

– Sujetadle las manos -ordena, y los hombres se apresuran a estirar los brazos e inmovilizarle las muñecas.

Kannika le abre las piernas de par en par, y Emiko chilla cuando la penetra. Gira el rostro, dispuesta a soportar el asalto con resignación, pero Kannika se da cuenta de su estrategia. Atenaza la cara de Emiko con una mano y la obliga a mostrar las facciones para que los hombres puedan presenciar el efecto de las atenciones de Kannika.

El público anima. Empieza a entonar un canto. Cuenta en tailandés. ¡Neung! ¡Song! ¡Sam! ¡Si!

Kannika responde acelerando la cadencia de sus embestidas. Los hombres sudan, observan y vociferan pidiendo más a cambio del precio de la entrada. Cada vez son más los que retienen a Emiko, manos en sus tobillos y muñecas, dando más libertad a Kannika para que redoble el abuso. Emiko se retuerce, su cuerpo tiembla y se menea sin control, convulsionándose como hacen todos los neoseres, un arte que Kannika ha aprendido a dominar. Los hombres ríen y hacen comentarios sobre lo estrambótico de sus movimientos, gestos entrecortados, estroboscópicos.

Los dedos de Kannika se suman al jade entre los muslos de la chica mecánica, jugando con el eje de su ser. La vergüenza amenaza con desbordar a Emiko. Los hombres se apiñan, apelotonándose, fascinados. Detrás de ellos se agolpan más todavía, esforzándose por entrever algo. Emiko gime. Kannika se ríe por lo bajo, con picardía. Dice algo a los hombres y acelera el ritmo. Sus dedos juegan con los pliegues de Emiko, que vuelve a gemir cuando su cuerpo la traiciona. Grita. Se arquea. Su cuerpo reacciona exactamente tal y como fue diseñado, tal y como pretendían los científicos con sus tubos de ensayo. No puede controlarlo, por mucho que lo deteste. Los científicos no le permitieron ni siquiera esta pequeña desobediencia. Se corre.

El público estalla en rugidos de aprobación, burlándose de las extrañas convulsiones que el orgasmo extrae de su ADN. Kannika abarca sus movimientos con un gesto, como diciendo: «¿Lo veis? ¡Fijaos en este animal!». Se arrodilla encima de la cara de Emiko y sisea que no es nada, que jamás será nada, que por una vez los sucios japoneses obtendrán su merecido.

A Emiko le gustaría replicar que ningún japonés que se precie haría algo así. Le gustaría replicar que lo único que puede hacer Kannika es jugar con un artilugio japonés de usar y tirar, una trivialidad fruto de la inventiva nipona, como los manillares desechables para los rickshaws de Matsushita, pero ya lo ha dicho antes y eso solo consigue empeorar las cosas. Si se queda callada, el abuso terminará antes.

Aunque sea un neoser, no hay nada nuevo bajo el sol.

Los culis tarjetas amarillas operan las manivelas de los ventiladores de aspas gigantescas que agitan la atmósfera del club. El sudor gotea de sus rostros y se derrama por sus espaldas en relucientes regueros. Queman calorías tan deprisa como las consumen, y aun así el club es un horno con el recuerdo del sol de la tarde.

Emiko está de pie junto a uno de los ventiladores, dejando que la refresque en la medida de lo posible, descuidando por un momento la tarea de acarrear bebidas para los clientes y esperando que Kannika no vuelva a ponerle la vista encima.

Siempre que Kannika se tropieza con ella, la saca al escenario para que los hombres se recreen. La obliga a caminar con el tradicional paso mecánico japonés, enfatizando los estilizados movimientos de su especie. Hace que se gire a un lado y a otro, y los hombres hacen bromas a su costa en voz alta mientras por dentro consideran la posibilidad de comprarla cuando sus amigos se hayan marchado.

En el centro de la sala principal, los hombres invitan a las chicas con sus pha sin y sus chaquetillas a salir a la pista de baile y dan vueltas despacio por el parquet mientras la banda toca popurríes de la Contracción, canciones que Raleigh ha rescatado de su memoria y traducido para su interpretación con instrumentos tradicionales tailandeses, extrañas y melancólicas amalgamas del pasado, tan exóticas como sus hijos de cabellos bermejos y grandes ojos redondos.

– ¡Emiko!

Se encoge. Es Raleigh, que le indica que vaya a su despacho. Los hombres siguen sus movimientos entrecortados con la mirada cuando pasa por delante de la barra. Kannika levanta la cabeza sin dejar de hacer manitas y carantoñas a un cliente. Esboza una ligera sonrisa al paso de la chica mecánica. Cuando Emiko llegó al país, le dijeron que los thais pueden sonreír de treinta formas distintas. Sospecha que la de Kannika no augura nada bueno.

– Venga -se impacienta Raleigh. La conduce detrás de una cortina y por el pasillo donde las chicas se ponen los uniformes de trabajo, y después abre otra puerta.

Souvenires por valor de tres vidas completas revisten las paredes de su despacho; hay de todo, desde fotografías amarillentas de una Bangkok iluminada completamente por la electricidad hasta una imagen de Raleigh vestido con el atuendo tradicional de alguna tribu salvaje de las montañas del norte. Raleigh invita a Emiko a recostarse encima de un cojín en la plataforma elevada donde atiende los asuntos personales. Ya hay otro hombre reclinado allí, un tipo alto y pálido de ojos azules y rubios cabellos, con una fea cicatriz en el cuello.

El hombre se sobresalta ante la llegada de Emiko.

– Jesús y Noé, no me habías dicho que se trataba de una chica mecánica.

Raleigh sonríe y se acomoda en otro cojín.

– No sabía que fueras grahamita.

La provocación arranca una media sonrisa a su interlocutor.

– Es arriesgado tener algo así… Estás jugando con roya, Raleigh. Los camisas blancas se te podrían echar encima.

– Al ministerio le importa un bledo siempre y cuando yo siga pagando. Los tipos que patrullan por aquí no son el Tigre de Bangkok. Lo único que les preocupa es ganar un dinero extra y dormir por la noche de un tirón. -Se carcajea-. El hielo que consume me sale más caro que sobornar al Ministerio de Medio Ambiente para que haga la vista gorda.

– ¿Hielo?

– La estructura de sus poros no es la adecuada. Se recalienta. -Frunce el ceño-. Si llego a saberlo antes, no la habría comprado.

La habitación apesta a opio; Raleigh se afana en rellenar la pipa. Afirma que el opio le mantiene joven, vital frente al paso del tiempo, pero Emiko sospecha que sus viajes a Tokio para someterse a los mismos tratamientos de longevidad que empleaba Gendo-sama también tienen algo que ver. Raleigh sostiene el opio encima de la lámpara. Cuando se calienta y sisea, gira la pelota sobre sus agujas, dejando que la miera se torne viscosa; a continuación se apresura a prensarla hasta volver a formar una bolita que introduce en la cazoleta. Extiende la pipa en dirección a la lámpara e inspira profundamente cuando la miera se convierte en humo. Cierra los ojos. Sin mirar, ofrece la pipa al hombre pálido.

– No, gracias.

Raleigh abre los ojos. Se ríe.

– Deberías probarlo. Es lo único inmune a las plagas. Por suerte para mí. No me imagino con síndrome de abstinencia a mi edad.

El desconocido no responde. En vez de eso, sus ojos azules estudian a Emiko, que tiene la incómoda impresión de estar siendo desmenuzada, célula a célula. No es que la desnude con la mirada (esto lo experimenta a diario: la sensación de miradas masculinas reptando por su piel, ciñéndose a su cuerpo, ansiándola y despreciándola al mismo tiempo); el escrutinio es desapasionado como un bisturí. Si lo impulsa algún tipo de apetito, sabe disimularlo.

– ¿Es ella? -pregunta.

Raleigh asiente con la cabeza.

– Emiko, cuéntale a este caballero lo de nuestro amigo de la otra noche.

Emiko, azorada, mira a Raleigh de reojo. Está segura de no haber visto a este gaijin tan pálido y rubio en el club antes, o al menos, no como asistente a ninguna actuación especial. Nunca le ha servido whisky con hielo. Se devana los sesos. No, lo recordaría. Está quemado por el sol; es evidente pese a la tenue iluminación oscilante de las llamas y la lámpara de opio. Y la claridad de sus ojos es demasiado extraña, desagradable. Lo recordaría.

– Adelante -insiste Raleigh-. Dile lo mismo que a mí. Acerca del camisa blanca. El muchacho con el que te fuiste.

Por lo general, Raleigh está obsesionado con el anonimato de los clientes. Ha llegado incluso a hablar de construir una escalera aparte para ellos, tan solo para que nadie los vea entrar y salir de la torre de Ploenchit, un pasaje subterráneo que les permitiría acceder desde una manzana de distancia. Y sin embargo ahora le pide que revele la identidad de alguien.

– ¿El muchacho? -pregunta Emiko para ganar tiempo, preocupada por la disposición de Raleigh a exponer a un cliente, y un camisa blanca, nada menos. Vuelve a observar de soslayo al desconocido, preguntándose quién es y qué clase de poder ejerce sobre su papa-san.

– Venga. -Raleigh gesticula con impaciencia, sujetando la pipa de opio entre los dientes. Se acerca a la lámpara para aspirar otra bocanada.

– Era un camisa blanca -comienza Emiko-. Llegó con un grupo de oficiales…

Un novato. Había llegado con sus amigos. Todos ellos se reían y le daban empujones. Todos ellos bebían gratis porque Raleigh sabe cuándo conviene invitar; su buena voluntad vale más que el licor. El joven, borracho. Riendo y haciendo chistes sobre ella en la barra. Regresando furtivamente más tarde, en privado, a salvo de las indiscretas miradas de sus colegas.

El hombre pálido hace una mueca.

– ¿Van contigo? ¿Con las de tu clase?

Hai. -La chica mecánica asiente con la cabeza, sin desvelar lo que opina de su desdén-. Camisas blancas y grahamitas por igual.

Raleigh suelta una risita.

– El sexo y la hipocresía van de la mano, como el café y la leche.

El desconocido fulmina a Raleigh con la mirada, y Emiko se pregunta si el anciano puede ver el asco que anida en esos ojos azules o si está demasiado colocado de opio como para darle importancia. El hombre pálido se inclina hacia delante, dejando a Raleigh fuera de la conversación.

– ¿Y qué te dijo ese camisa blanca?

¿Percibe un destello de fascinación en él? ¿Le intriga? ¿O es tan solo su historia lo que le interesa?

Contra su voluntad, Emiko siente cómo se agita dentro de ella el impulso genético de agradar, una emoción que no había vuelto a sentir desde su abandono. Hay algo en el hombre que le recuerda a Gendo-sama. Aunque sus ojos azules de gaijin sean como pozos de ácido químico y su rostro sea tan pálido como una máscara de kabuki, tiene presencia. El aura de autoridad que lo envuelve es palpable, y curiosamente reconfortante.

«¿Eres grahamita?», se pregunta. «¿Me usarías para fundirme después?» Se pregunta si le importa. No es apuesto. No es japonés. No es nada. Y sin embargo, su sobrecogedora mirada la retiene con la misma fuerza que ejercía Gendo-sama.

– ¿Qué quieres saber? -susurra.

– Tu camisa blanca dijo algo acerca de la piratería genética -responde el gaijin-. ¿Lo recuerdas?

Hai. Sí. Me parece que estaba muy orgulloso. Llegó con una bolsa de fruta recién diseñada. Regalos para todas las chicas.

Más interés por parte del gaijin. Emiko se siente abrigada por él.

– ¿Y qué aspecto tenía esa fruta?

– Era roja, creo. Con… hilos. Muy largos.

– ¿Pelos de color verde? ¿Más o menos de este tamaño? -Indica un centímetro con los dedos-. ¿Ásperos?

Emiko asiente con la cabeza.

– Sí. En efecto. Los llamaba ngaw. Los había hecho su tía. Iba a felicitarla el defensor de la Reina Niña, el somdet chaopraya, por su contribución al reino. Estaba muy orgulloso de su tía.

– Y se fue contigo -la interrumpe el hombre.

– Sí. Pero más tarde. Cuando se fueron sus amigos.

El hombre pálido menea la cabeza, impaciente. No le importan los detalles del encuentro: los ojos nerviosos del muchacho, la forma en que se acercó a la mama-san y cómo Emiko fue enviada arriba mientras él esperaba un tiempo prudencial para seguirla, para que nadie pudiera relacionarlos.

– ¿Qué más dijo acerca de esa tía?

– Solo que piratea para el ministerio.

– ¿Nada más? ¿No dijo dónde? ¿Dónde están los campos de pruebas? ¿Nada por el estilo?

– No.

– ¿Eso es todo? -El gaijin mira a Raleigh de reojo, irritado-. ¿Para esto me has hecho venir hasta aquí?

Raleigh sale de su letargo.

– El farang -dice de repente-. Cuéntale lo del farang.

Emiko no puede disimular su confusión.

– ¿Cómo? -Recuerda al joven camisa blanca, alardeando de su tía. Cómo esta iba a recibir una recompensa y un ascenso por su trabajo con los ngaw… nada de farang-. No lo entiendo.

Raleigh suelta la pipa, ceñudo.

– Me dijiste que habló de unos piratas genéticos farang.

– No. -Emiko niega con la cabeza-. No dijo nada de unos extranjeros. Lo siento.

El gaijin de la cicatriz pone gesto de enfado.

– Avísame cuando tengas algo digno de mi tiempo, Raleigh. -Recoge el sombrero y empieza a incorporarse.

Raleigh fulmina a Emiko con la mirada.

– ¡Me dijiste que había un pirata genético farang!

– No… -La chica mecánica menea la cabeza-. ¡Espera! -Extiende una mano en dirección al gaijin-. Espera. Khun, por favor, espera. Ahora sé a qué se refiere Raleigh-san.

Sus dedos rozan el brazo del hombre pálido, que rehúye el contacto. Se aparta con cara de asco.

– Por favor -implora Emiko-. No lo había entendido. El chico no dijo nada de farang. Pero mencionó un nombre… Podría haber sido farang. -Mira a Raleigh, esperando que lo confirme-. ¿Te referías a eso? ¿Al nombre raro? Podría haber sido extranjero, ¿sí? No thai. Ni chino, ni hokkien…

Raleigh la interrumpe.

– Repite lo que me dijiste, Emiko. Eso es lo único que te pido. Cuéntaselo todo. Hasta el último detalle. Como haces conmigo después de una cita.

Emiko así lo hace. Mientras el gaijin vuelve a sentarse, atento pero suspicaz, la chica mecánica lo cuenta todo. El nerviosismo del chico, cómo se negaba a mirarla primero, y cómo no podía dejar de mirarla después. Cómo hablaba para disimular que no era capaz de conseguir una erección. Cómo la observaba mientras se desvestía. Cómo hablaba de su tía, intentando darse importancia delante de una puta, una puta neoser además, y lo extraño y ridículo que le había parecido a Emiko, y cómo le había ocultado lo que pensaba. Y por fin, la parte que hace que Raleigh sonría de satisfacción y el hombre pálido de la cicatriz abra enormemente los ojos.

– El chico dijo que un hombre llamado Gi Bu Sen les facilita los planos, aunque les traiciona cada dos por tres. Pero su tía descubrió un truco. Y así consiguieron piratear con éxito los ngaw. Gi Bu Sen apenas si les ayudó con los ngaw. Al final, el mérito fue solo de su tía. -Asiente con la cabeza-. Eso fue lo que dijo. Gi Bu Sen les engaña. Pero su tía es demasiado lista para dejarse embaucar.

El hombre de la cicatriz la observa con atención. Ojos azules, helados. Piel tan pálida como la de un cadáver.

– Gi Bu Sen -murmura-. ¿Estás segura de que ese fue el nombre que pronunció?

– Gi Bu Sen. Estoy segura.

El hombre asiente, pensativo. La lámpara que utiliza Raleigh para el opio crepita en medio del silencio. A lo lejos, en la calle, un vendedor de agua trasnochador pregona su mercancía a gritos; su voz se cuela entre los postigos abiertos y las mosquiteras. El ruido parece sacar de su ensimismamiento al gaijin. Los ojos azules vuelven a fijarse en ella.

– Me interesaría mucho saber si tu amigo volvió a hacerte otra visita.

– Después le daba vergüenza. -Emiko se acaricia la mejilla, donde el maquillaje disimula una magulladura ya apenas visible-. No creo que…

– A veces reinciden -tercia Raleigh-. Aunque se sientan culpables. -Lanza una mirada torva a la chica mecánica, que confirma sus palabras con un cabeceo.

El muchacho no volverá jamás, pero creer lo contrario hará feliz al gaijin. Y a Raleigh. Raleigh es su jefe. Debería mostrarse de acuerdo. Debería asentir con convicción.

– A veces -es lo único que logra decir-. A veces reinciden, aunque se sientan culpables.

El gaijin los observa a ambos.

– ¿Por qué no vas a buscarle un poco de hielo, Raleigh?

– Todavía no le toca la siguiente ronda. Y su espectáculo empieza dentro de poco.

– Correré con los gastos.

Es evidente que Raleigh quiere quedarse, pero es lo bastante listo como para no protestar. Se obliga a sonreír.

– Por supuesto. ¿Por qué no charláis un rato? -Al salir, lanza una mirada elocuente a Emiko, que entiende que Raleigh quiere que seduzca a este gaijin. Que lo tiente con promesas de sexo espasmódico y transgresión. Y que escuche e informe, como hacen todas las chicas.

Se inclina para dejar que el gaijin vea su piel expuesta. Los ojos del hombre recorren su cuerpo, siguiendo la línea del muslo allí donde se desliza bajo el pha sin, la forma en que su cadera tensa la tela. Aparta la mirada. Emiko disimula su irritación. ¿Se siente atraído? ¿Nervioso? ¿Asqueado? No lo sabe. Con la mayoría de los hombres, es fácil. Obvio. Encajan en unos moldes sencillos. Se pregunta si es posible que los neoseres le resulten demasiado repulsivos, o si tal vez es que prefiere a los chicos.

– ¿Cómo sobrevives aquí? -inquiere el gaijin-. Los camisas blancas deberían haberte fundido a estas alturas.

– Sobornos. Mientras Raleigh-san esté dispuesto a pagar, harán la vista gorda.

– ¿Y vives en algún sitio? ¿Eso también lo paga Raleigh? -Cuando Emiko asiente con la cabeza, añade-: Supongo que saldrá caro.

La chica mecánica se encoge de hombros.

– Raleigh-san lleva la cuenta de mis deudas.

Como si lo hubiera invocado con esas palabras, Raleigh regresa con el hielo. El gaijin hace una pausa cuando Raleigh cruza la puerta, aguarda con impaciencia mientras Raleigh deja los vasos encima de la mesita. Raleigh titubea, y cuando ve que el hombre de la cicatriz no le hace caso, murmura que se diviertan y vuelve a marcharse. Emiko asiste pensativa a la salida del anciano, preguntándose qué influencia posee este hombre sobre Raleigh. Ante ella, el vaso de hielo exuda seductoras gotas de agua. Cuando el hombre asiente con la cabeza, estira el brazo hacia él y bebe. Convulsivamente. Antes de darse cuenta, se acaba. Presiona el vaso helado contra una mejilla.

El hombre de la cicatriz la observa.

– No estás diseñada para los trópicos. -Se inclina hacia delante, estudiándola, recorriendo su piel con la mirada-. Es interesante que quienes te diseñaron modificaran la estructura de tus poros.

Emiko resiste el impulso de retraerse ante su interés. Se arma de valor. Se acerca un poco más a él.

– Es para que mi piel resulte más atractiva. Suave. -Levanta el pha sin por encima de las rodillas, deslizándolo sobre los muslos-. ¿Te gustaría tocarla?

El hombre la mira de reojo, con curiosidad.

– Por favor. -Emiko le da permiso con un ademán.

El hombre alarga una mano y la desliza por su piel.

– Exquisita -murmura. Emiko siente una oleada de satisfacción al percibir la ronquera que atenaza la voz del hombre, cuyos ojos se han abierto como platos, como los de un niño sin restricciones. El hombre carraspea-. Tienes la piel ardiendo.

Hai. Como tú mismo has dicho, no me diseñaron para esta clase de clima.

Ahora la examina palmo a palmo. Sus ojos vagan por todo el cuerpo de Emiko, voraces, como si quisiera devorarla con la mirada. Raleigh estará complacido.

– Tiene sentido -reflexiona el hombre-. Seguramente tu modelo solo se vendía a los más privilegiados… que dispondrían de controladores climáticos. -Asiente para sí, sin dejar de observarla-. No les importaría pagar el precio.

Levanta la cabeza.

– ¿Mishimoto? ¿Eras una de las Mishimoto? No puedes ser diplomática. El gobierno jamás dejaría entrar una chica mecánica en el país, no con la postura religiosa del palacio… -Sus ojos se clavan en los de ella-. Mishimoto se libró de ti, ¿verdad?

Emiko combate la repentina punzada de vergüenza. Es como si el hombre la hubiera abierto en canal para escarbar en sus entrañas, frío e insultante, como un técnico especializado en cibiscosis realizando una autopsia. Posa el vaso con cuidado.

– ¿Eres un pirata genético? -pregunta-. ¿Por eso sabes tantas cosas sobre mí?

La expresión del hombre cambia en un instante, de franca admiración a burlona socarronería.

– Un aficionado, más bien. Se podría decir que la genética es mi hobby.

– ¿De veras? -Emiko deja que una parte del desprecio que siente por él se asome a sus facciones-. ¿No serás tal vez del Pacto del Medio Oeste? ¿Al servicio de alguna empresa? -Se inclina hacia delante-. ¿Un «fabricante de calorías», quizá?

Susurra las últimas palabras, pero estas surten efecto. El hombre se aparta de un respingo. La sonrisa sigue curvando sus labios, congelada, pero sus ojos la evalúan ahora como haría una mangosta con una cobra.

– Interesante idea -murmura.

Emiko agradece la mirada de suspicacia del hombre a pesar de la vergüenza que le produce. Con suerte, quizá el gaijin la mate y termine con todo. Al menos así podrá descansar.

Espera, aguardando el golpe de un momento a otro. Nadie tolera la impertinencia en un neoser. Mizumi-sensei se aseguró de que Emiko jamás exhibiera el menor atisbo de rebeldía. Le enseñó el significado de la obediencia, del kowtow, a doblegarse ante los deseos de sus superiores y a sentirse orgullosa de su lugar. Aunque la intromisión en su pasado por parte del gaijin y su pérdida de autocontrol avergüencen a Emiko, Mizumi-sensei diría que eso no le da derecho a tentar y provocar al hombre. No tiene importancia. Lo hecho, hecho está, y Emiko se siente lo suficientemente muerta por dentro como para pagar gustosa cualquier precio que el gaijin decida exigirle.

– Háblame otra vez de la noche que pasaste con el muchacho -dice en cambio el hombre. La rabia se ha borrado de sus ojos, reemplazada por una expresión tan implacable como la de Gendo-sama-. Cuéntamelo todo -insiste-. Ahora mismo. -Su voz la azota como un látigo, cargada de autoridad.

Emiko intenta ofrecer resistencia, pero el impulso de obedecer consustancial a los neoseres es demasiado poderoso, demasiado abrumadora la sensación de vergüenza provocada por su gesto de desafío. «Él no es tu jefe», se recuerda, pero eso no impide que esté a punto de orinarse de necesidad por complacerlo ante la autoridad que destilan sus palabras.

– Vino la semana pasada… -Vuelve sobre los detalles de su velada con el camisa blanca. Desarrolla la historia, elaborándola para disfrute de este gaijin igual que tocaba el samisén para Gendo-sama, como un perro desesperado por agradar. Ojalá pudiera decirle que coma roya y se muera, pero eso no está en su naturaleza; en su lugar, habla, y el gaijin escucha.

Él le pide que repita algunas cosas, le hace más preguntas. Retoma hilos que ella creía que había olvidado. Desmenuza su historia sin piedad, exigiendo todo tipo de explicaciones. Se le dan bien los interrogatorios. Gendo-sama acostumbraba a sondear así a los subalternos cuando quería saber por qué no se había completado a tiempo un clíper. Devoraba las excusas como un gorgojo modificado.

Al cabo, el gaijin asiente, satisfecho.

– Bien -dice-. Muy bien.

El halago produce una oleada de placer a Emiko, que se desprecia por ello. El gaijin apura el whisky. Mete la mano en el bolsillo y extrae un fajo de billetes del que aparta unos cuantos mientras se pone en pie.

– Estos son solo para ti. No se los enseñes a Raleigh. Ajustaré cuentas con él antes de irme.

Emiko se imagina que debería sentirse agradecida, pero en vez de eso se siente utilizada. Tanto por este hombre con sus preguntas como por los otros, los grahamitas hipócritas y los camisas blancas del Ministerio de Medio Ambiente, deseosos de transgredir las normas con su exotismo biológico, ávidos del placer de copular con una criatura impura.

Sujeta los billetes entre los dedos. Su adiestramiento la impele a mostrarse educada, pero la generosidad autocomplaciente del hombre la irrita.

– ¿Qué cree el caballero que haré con sus baht de más? -pregunta-. ¿Comprarme alguna joya bonita? ¿Regalarme una cena? Soy una propiedad, ¿sí? Soy de Raleigh. -Tira el dinero a los pies del gaijin-. Que sea rica o pobre no importa. Pertenezco a otro.

El hombre se detiene, con una mano apoyada en la puerta corredera.

– ¿Por qué no huyes?

– ¿Adónde? Mis permisos de importación han expirado. -La sonrisa de Emiko es amarga-. Sin el patrocinio y los contactos de Raleigh-san, los camisas blancas me fundirían.

– ¿No intentarías llegar al norte? -pregunta el hombre-. ¿Para reunirte con los otros neoseres?

– ¿Qué otros neoseres?

El gaijin esboza una ligera sonrisa.

– ¿Raleigh no te ha hablado de ellos? ¿De los enclaves de personas mecánicas que hay en las montañas? ¿De los refugiados de las guerras del carbón? ¿De los libertos?

Ante la expresión de perplejidad de Emiko, continúa:

– Hay aldeas enteras allí arriba, en las selvas. Las tierras están arrasadas, modificadas sin remedio, más allá de Chiang Rai y al otro lado del Mekong, pero las personas mecánicas que viven en ellas no tienen mecenas ni dueño. La guerra del carbón sigue su curso, pero si tanto te disgusta tu situación actual, no deja de ser una alternativa a Raleigh.

– ¿De verdad? -Emiko se inclina hacia delante-. Esas aldeas… ¿existen?

Una sonrisa apenas perceptible se dibuja en los labios del hombre.

– Pregúntaselo a Raleigh si no me crees. Las ha visto con sus propios ojos. -Hace una pausa-. Aunque supongo que no tendría nada que ganar diciéndotelo. Podría animarte a escapar de su yugo.

– ¿Es cierto eso?

El pálido desconocido se toca el ala del sombrero.

– Tan cierto como lo que tú me has contado. -Corre la puerta y se va. Emiko se queda sola, con el corazón latiéndole desbocado en el pecho y una inesperada necesidad de vivir.

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