El tanque les pilla a todos por sorpresa. Viajaban por una calle prácticamente desierta en un par de rickshaws enganchados a sendas bicicletas y, antes de darse cuenta, un bramido inunda el aire y un tanque irrumpe en la intersección frente a ellos. Está dotado de un megáfono que berrea algo ininteligible, tal vez una advertencia, y acto seguido la torreta gira en su dirección.
– ¡Escondeos! -grita Hock Seng mientras todos se apresuran a apearse de las bicicletas.
El cañón del tanque suelta un rugido. Hock Seng se tira al suelo. La fachada de un edificio se desploma, cubriéndolos de cascotes. Una nube de polvo gris flota sobre él. Hock Seng tose e intenta levantarse y alejarse gateando, pero el chasquido de un fusil hace que vuelva a aplastarse contra el suelo. La polvareda no le permite ver nada. Unas pistolas responden desde un edificio cercano, y el tanque dispara de nuevo. El humo se despeja ligeramente.
Chan el Risueño llama por señas a Hock Seng desde un callejón. Tiene el pelo y la cara cubiertos de polvo gris. Mueve los labios pero no emite ningún sonido. Hock Seng tira de Pak Eng y corren a ponerse a cubierto. La escotilla del tanque se abre con un chasquido y aparece un artillero blindado y armado con un fusil de resortes. Pak Eng cae con el pecho teñido de rojo. Peter Kuok se mete en un callejón y Hock Seng ve cómo se aleja corriendo. Se tiende en el suelo una vez más y repta entre los cascotes. El tanque vuelve a disparar, encabritándose sobre las ruedas de oruga. En algún lugar, calle abajo, estallan más pistolas. El hombre de la torreta se desploma hacia delante, muerto. El fusil resbala por el blindaje del tanque, que salta y gira con estrépito sobre las ruedas de oruga, rodeado de desperdicios y octavillas. Avanza hacia Hock Seng y acelera. Hock Seng se tira a un lado mientras el tanque pasa junto a él como una exhalación, bañándolo de escombros.
Chan el Risueño se queda mirando fijamente la retirada del vehículo. Dice algo, pero a Hock Seng todavía le pitan los oídos. Por señas, le indica a Hock Seng que se reúna con él. Hock Seng se levanta y, tambaleándose, se adentra en la relativa seguridad del soi. Chan el Risueño abocina las manos en torno a la oreja de Hock Seng. Su grito queda reducido a un susurro.
– ¡Es rápido! ¡Más que un megodonte!
Hock Seng asiente con la cabeza. Está temblando. Apareció de la nada. No ha visto nunca algo más veloz. Tecnología de la antigua Expansión. Y sus tripulantes parecían cabreados. Hock Seng pasea la mirada por los escombros.
– Ni siquiera sé qué estaban haciendo aquí. No hay nada que defender.
De pronto, Chan el Risueño suelta una carcajada. Sus palabras lejanas se abren paso a través del pitido en los oídos de Hock Seng.
– ¡A lo mejor se han perdido!
Antes de darse cuenta, Hock Seng se ha echado a reír a su vez, prácticamente histérico de alivio. Se quedan sentados en el callejón, descansando, sin resuello, riéndose por lo bajo. Hock Seng recupera gradualmente el oído.
– Son peores que los pañuelos verdes -dice Chan el Risueño, contemplando los destrozos-. Por lo menos con ellos se trataba de algo personal. -Hace una mueca-. Podías plantarles cara. Estos son demasiado rápidos. Y están demasiado locos. Fengle, hasta el último de ellos.
Hock Seng le da la razón.
– De todas formas, la muerte es la muerte. Preferiría no tener que enfrentarme a ninguno de ellos.
– Habrá que andarse con más cuidado. -Chan el Risueño apunta al cadáver de Pak Eng con la cabeza-. ¿Qué hacemos con él?
– ¿Quieres acarrearlo hasta las torres? -pregunta mordazmente Hock Seng.
Chan arruga la frente y sacude la cabeza. Reverbera otra explosión. A juzgar por el sonido, se ha producido a escasas manzanas de distancia.
Hock Seng levanta la cabeza.
– ¿Otra vez el tanque?
– No vamos a quedarnos a averiguarlo.
Reemprenden el camino calle abajo, pegados a los portales. Hay un puñado de personas en el exterior, con la mirada vuelta hacia el retumbo de las explosiones. Intentando ver de dónde procede el estruendo, qué está pasando. Hock Seng recuerda cuando él mismo se encontraba en una calle parecida hace tan solo unos años, la fragancia del mar y la promesa del monzón radiantes en el aire el día que los pañuelos verdes comenzaron las operaciones de limpieza. También aquel día había personas que miraban a todas partes como palomas, volviendo la cabeza hacia el sonido de la carnicería, inesperadamente conscientes del peligro que corrían.
Frente a ellos, inconfundible, el chasquido de las armas de resortes. Hock Seng le hace una seña a Chan el Risueño y se meten en otro callejón. Es demasiado viejo para estas payasadas. Debería estar reclinado en un diván, fumando una pipa de opio mientras una atractiva quinta esposa le masajea los tobillos. A sus espaldas, el resto de los curiosos que quedan en la calle continúan mirando fijamente en dirección a los sonidos de la batalla. Los thais no saben qué hacer. Todavía no. No tienen experiencia con la verdadera carnicería. Les fallan los reflejos. Hock Seng se adentra en un edificio abandonado.
– ¿Adónde vas? -pregunta Chan el Risueño.
– Quiero ver. Necesito saber qué está pasando.
Asciende. Una escalera, dos escaleras, tres, cuatro. Está jadeando. Cinco. Seis. Sale a un pasillo. Puertas rotas, calor asfixiante, el olor a excrementos. Otra explosión retumba a lo lejos.
Al otro lado de una ventana abierta se divisan estelas de fuego que trazan arcos en el firmamento crepuscular y atruenan a lo lejos. Las pistolas chasquean y repiquetean en las calles como los fuegos artificiales durante el Festival de la Primavera. Se elevan columnas de humo en una docena de puntos de la ciudad. Nagas enroscados, negros contra el sol poniente. Los amarraderos, las esclusas, el polígono industrial… el Ministerio de Medio Ambiente…
Chan el Risueño apoya una mano en el hombro de Hock Seng y señala con el dedo.
Hock Seng contiene la respiración. El arrabal de Yaowarat está en llamas, las chozas de WeatherAll explotan en una cortina de fuego que lo devora todo a su paso.
– Wode tian -murmura Chan el Risueño-. No podemos volver ahí.
Hock Seng contempla fijamente el suburbio incendiado que era su hogar, horrorizado; todas sus gemas, todo su dinero en efectivo reducido a cenizas. La suerte es caprichosa. Se ríe con aire cansino.
– Y decías que yo estaba gafado. Si nos hubiéramos quedado, ahora estaríamos asándonos como cochinillos.
Chan el Risueño responde a sus palabras con un wai y replica, burlón:
– Seguiré al líder de Tres Prosperidades hasta los nueve infiernos. -Tras un momento de pausa, añade-: ¿Qué hacemos ahora?
Hock Seng apunta con el dedo.
– Seguiremos el Thanon Rama XII, y luego…
No ve dónde impacta el misil. Es demasiado rápido para los ojos humanos. Quizá un neoser militar hubiera tenido tiempo de prepararse, pero Chan el Risueño y él son derribados al suelo por la onda expansiva. Un edificio se desmorona en la acera de enfrente.
– ¡Da igual! -Chan el Risueño agarra a Hock Seng y lo arrastra hacia el refugio del hueco de la escalera-. Ya se nos ocurrirá algo. No quiero perder la cabeza para que tú puedas disfrutar del panorama.
Con renovada cautela, recorren sigilosamente las calles en sombra, avanzando en dirección al distrito industrial. Las calles empiezan a quedarse desiertas conforme los thais se dan cuenta de lo peligroso que es estar al descubierto.
– ¿Qué es eso? -susurra Chan el Risueño.
Hock Seng entorna los párpados en la penumbra. Hay tres hombres en cuclillas alrededor de una radio de manivela. Uno de ellos sostiene una antena por encima de la cabeza, intentando captar alguna señal. Hock Seng aminora el paso e indica a Chan el Risueño que lo siga mientras cruza la calle hacia ellos.
– ¿Se sabe algo nuevo? -resopla Hock Seng.
– ¿Has visto el impacto de ese misil? -pregunta uno de los tipos. Levanta la cabeza-. Tarjetas amarillas -murmura. Sus compañeros intercambian miradas furtivas al reparar en el machete de Chan el Risueño, sonríen nerviosos y comienzan a retirarse.
Hock Seng ensaya una torpe reverencia.
– Solo queremos enterarnos de las noticias.
Uno de ellos escupe un salivazo teñido de areca, sin dejar de observarlos con suspicacia.
– Está hablando Akkarat. -Les invita a escuchar con un gesto. Su compañero vuelve a levantar la antena, atrayendo un estallido de estática.
– … queden en sus casas. No salgan a la calle. El general Pracha y sus camisas blancas han intentado derrocar a Su Majestad la Reina. Es nuestro deber defender al reino… -La voz se trunca, perdida la señal, y el hombre empieza a toquetear los botones del aparato.
Uno de ellos menea la cabeza.
– Es todo mentira.
– Pero el somdet chaopraya… -disiente el encargado de sintonizar la radio.
– Akkarat mataría al mismísimo Rama si creyera que eso podría beneficiarle en algo.
Su compañero baja la antena. La señal se pierde por completo con un siseo de estática mientras replica:
– El otro día entró un camisa blanca en mi tienda, quería llevarse a casa a mi hija. Dijo que era un «regalo de buena voluntad». Son todos unos lagartos. Un poco de corrupción no hace daño a nadie, pero esos heeya…
Otra explosión sacude la calle. Todos se vuelven, thais y tarjetas amarillas por igual, intentando localizar el punto de impacto.
«Somos como monitos, intentando comprender la inmensa selva.»
La idea atemoriza a Hock Seng. Están reuniendo pistas, pero les falta el contexto. No importa cuánto averigüen, nunca será suficiente. Lo único que pueden hacer es reaccionar a los acontecimientos conforme sucedan, y encomendarse a la suerte.
Hock Seng tira del brazo de Chan el Risueño.
– Vamos.
Los thais ya se han apresurado a recoger la radio y refugiarse en su tienda. Cuando Hock Seng vuelve a mirar, la esquina está completamente desierta, como si el momento de debate político jamás hubiera tenido lugar.
El conflicto se recrudece a medida que se acercan al polígono industrial. El Ministerio de Medio Ambiente y el ejército parecen estar en todas partes, enfrentados. Y por cada unidad profesional en las calles hay otra compuesta de voluntarios, asociaciones estudiantiles, civiles y partidarios del doce de diciembre movilizados por las distintas facciones políticas. Hock Seng se detiene en un portal, sin aliento, mientras resuenan las explosiones y los disparos.
– Soy incapaz de distinguir unos de otros -musita Chan el Risueño al paso de un grupo de universitarios con machetes y cintas amarillas en los brazos; su objetivo es un tanque que se dedica a bombardear una torre de la antigua Expansión-. Todos llevan algo amarillo.
– Todo el mundo es leal a la reina.
– ¿Pero existe siquiera?
Hock Seng se encoge de hombros. Las cuchillas de la pistola de resortes de un estudiante rebotan en el blindaje del tanque. El vehículo es inmenso. Hock Seng no puede evitar sentirse impresionado porque el ejército haya logrado introducir tantos tanques en la capital. Supone que la armada y sus almirantes habrán contribuido a ello. Lo que significa que el general Pracha y sus camisas blancas se han quedado sin aliados.
– Están todos locos -musita Hock Seng-. Da igual quién es quién. -Inspecciona la calle. Le duele la rodilla; la antigua herida lo ralentiza-. Ojalá encontráramos alguna bicicleta. La pierna… -Hace una mueca de dolor.
– Si anduvieras en bicicleta, dispararte sería tan fácil como disparar a una abuela encorvada.
Hock Seng se frota la rodilla.
– Aun así, estoy demasiado mayor para esto.
Otra explosión descarga una lluvia de cascotes sobre ellos. Chan el Risueño se sacude los escombros del pelo.
– Espero que valga la pena este viaje.
– Podrías estar en el arrabal, churruscándote vivo.
– Eso es verdad. -Chan el Risueño asiente con la cabeza-. Pero démonos prisa. No quiero seguir tentando a la suerte.
Más intersecciones oscuras. Más violencia. Los rumores vuelan por las calles. Ejecuciones en el Parlamento. El Ministerio de Comercio en llamas. Los alumnos de la Universidad de Thammasat agrupándose en nombre de la reina. Y otra emisora de radio. Una frecuencia nueva, dicen todos, amontonados en torno al diminuto altavoz. La locutora parece nerviosa. Hock Seng se pregunta si tendrá el cañón de una pistola de resortes apoyado en la sien. Khun Supawadi. Siempre ha sido muy popular. Siempre ha presentado programas de radio muy interesantes. Pero ahora, con voz temblorosa, ruega a sus compatriotas que mantengan la calma mientras los tanques recorren las calles, asegurándolo todo, desde los amarraderos hasta el malecón. El altavoz de la radio crepita con el sonido de los disparos de mortero. Segundos más tarde, las explosiones reverberan a lo lejos como truenos amortiguados, el eco perfecto de los que retumban en la radio.
– Está más cerca de la acción que nosotros -dice Chan el Risueño.
– ¿Eso es buena o mala señal? -se pregunta Hock Seng.
Chan el Risueño intenta responder pero lo interrumpen los bramidos de rabia de un megodonte, seguidos del silbido de las pistolas de resortes. Todo el mundo mira calle abajo.
– Eso tiene mala pinta.
– Escondámonos -sugiere Hock Seng.
– Demasiado tarde.
Una oleada de personas dobla la esquina en tropel, corriendo y gritando. Un trío de megodontes blindados atruena tras ellos. Sus colosales cabezas oscilan a ras de suelo, embistiendo a un lado y a otro, ensartando a los fugitivos en sus colmillos rematados en hojas de guadaña. Los cuerpos se parten como naranjas y vuelan como hojas al viento.
Los nidos de ametralladoras abren fuego desde las grupas de los megodontes. Una lluvia de cuchillas plateadas cae sobre la multitud apiñada. Hock Seng y Chan el Risueño se agazapan en un portal mientras la turba pasa corriendo ante ellos. Los camisas blancas que hay en su seno disparan sus pistolas de resortes y sus fusiles de un solo tiro sobre la marcha, pero los discos son completamente inofensivos contra las bestias acorazadas. El Ministerio de Medio Ambiente no está equipado para librar este tipo de batalla. La munición rebota en todas direcciones mientras no cesa el traqueteo de las ametralladoras. Los cuerpos se desploman formando pilas ensangrentadas, retorciéndose y aullando de agonía mientras los megodontes los pisotean. El polvo, el humo y el almizcle abarrotan la calle. Un hombre es arrojado a un lado por un megodonte y va a estrellarse contra Hock Seng. La sangre mana a borbotones de su boca, pero ya está muerto.
Hock Seng sale a gatas de debajo del cadáver. Hay más personas formando y disparando contra los megodontes. Estudiantes, piensa Hock Seng, tal vez de Thammasat, pero resulta imposible saber a quién son leales, y Hock Seng se pregunta si sabrán ellos siquiera a quién están enfrentándose.
Los megodontes maniobran y cargan. La gente se agolpa contra Hock Seng, intentando apartarse de su camino. Su masa le oprime el pecho. Le cuesta respirar. Intenta pedir auxilio, abrirse paso, pero la presión es demasiado grande. Grita. El peso de las personas que huyen desesperadamente lo apisona, amenaza con exprimirle hasta el último aliento. Un megodonte embiste contra ellos. Retrocede y vuelve, cargando entre la gente y haciendo oscilar sus colmillos erizados de cuchillas. Los estudiantes arrojan botellas de aceite contra las bestias, seguidas de antorchas encendidas, remolinos de luz y fuego…
El diluvio de discos afilados arrecia. Hock Seng se encoge cuando los cañones apuntan en su dirección, escupiendo plata. Un muchacho le mira a los ojos, con la cara ensangrentada cubierta con un pañuelo amarillo. La pierna de Hock Seng estalla de dolor. No sabe si ha recibido un disparo o si se ha roto la rodilla. Profiere un alarido de frustración y terror. La avalancha humana lo arroja al suelo. Va a perecer aplastado, enterrado bajo los muertos. A pesar de todo, no supo entender el carácter caprichoso de la guerra. La arrogancia le hizo creer que podía estar preparado. Estúpido…
De pronto, el silencio. Le pitan los oídos, pero las armas han dejado de disparar y los barritos de los megodontes han cesado. Hock Seng aspira una trémula bocanada de aire bajo el peso de los cadáveres. A su alrededor, solo se oyen gemidos y sollozos.
– ¿Chan? -llama.
No obtiene respuesta.
Hock Seng se arrastra fuera del túmulo funerario. No es el único que ha empezado a salir a gatas de la masacre. Algunos empiezan a socorrer a los heridos. Hock Seng apenas si se tiene en pie. Siente un dolor atroz en la pierna. Está cubierto de sangre. Busca entre los cadáveres, intentando localizar a Chan el Risueño, pero si el hombre se encuentra en la pila, debe de estar bañado de sangre; hay demasiados cuerpos y está demasiado oscuro para distinguirlo.
Hock Seng grita su nombre otra vez, inspeccionando la masa. Calle abajo arde cegadora una farola de metano, rota, proyectando un chorro de gas al firmamento. Hock Seng supone que podría explotar de un momento a otro y destruir las tuberías de metano de toda la ciudad, pero le faltan las fuerzas necesarias para preocuparse.
Pasea la mirada sobre los cadáveres que le rodean. La mayoría de ellos pertenecen a estudiantes, al parecer. Chiquillos temerarios que intentaron plantar cara a los megodontes. Idiotas. Reprime el recuerdo de sus hijos, muertos y apilados. Las matanzas de Malaca, repetidas en suelo tailandés. Recoge una pistola de resortes de manos de un camisa blanca fallecido y comprueba el cargador. Solo le quedan unos pocos discos, pero aun así. Amartilla el muelle, añadiendo energía. La guarda en un bolsillo. Niños jugando a la guerra. Niños que no merecen morir, pero son demasiado estúpidos para seguir viviendo.
El fragor de la batalla continúa resonando a lo lejos, buscando otros frentes y otras víctimas. Hock Seng renquea por la calle sembrada de cadáveres. Llega a una intersección y cruza a trompicones, demasiado agotado como para que le importe el riesgo de exponerse al descubierto. En la acera de enfrente yace un hombre apoyado en una pared, con una bicicleta tumbada a su lado y el regazo empapado de sangre.
Hock Seng coge la bicicleta.
– Es mía.
Hock Seng se detiene y se queda mirando al hombre, que apenas si puede mantener los ojos abiertos pero aun así se aferra a la normalidad, a la idea de que algo como una bicicleta todavía puede considerarse una propiedad. Hock Seng da media vuelta y empieza a empujar la bicicleta en dirección a la carretera.
– Es mía -repite el hombre, pero ni se pone de pie ni hace nada por detener a Hock Seng, que pasa una pierna por encima del cuadro y apoya los pies en los pedales.
Si el hombre vuelve a quejarse, Hock Seng no lo oye.