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– ¡Arriba! -grita Hock Seng. Pom, Nu, Kukrit y Kanda se apoyan con todas sus fuerzas en la rueda de transmisión destrozada, sacándola de su nicho como una astilla extraída de la piel de un gigante, levantándola para que la pequeña Mai pueda colarse debajo.

– ¡No se ve nada! -anuncia la niña.

Los músculos de Pom y Nu se tensan con el esfuerzo mientras intentan impedir que la rueda caiga de nuevo en su sitio. Hock Seng se arrodilla y entrega una linterna táctil a Mai. Los dedos de la pequeña rozan los suyos y la herramienta desaparece en la oscuridad. La linterna vale más que ella. Hock Seng espera que a los trabajadores no se les escape la rueda mientras Mai siga allí abajo.

– ¿Y bien? -llama un minuto después-. ¿Se ha agrietado?

De las profundidades no llega ninguna respuesta. Hock Seng espera que no haya quedado atrapada, atascada de alguna manera. Se acuclilla mientras aguarda a que la niña finalice la inspección. A su alrededor, la fábrica es un hervidero de actividad mientras los empleados intentan restaurar el orden. El cadáver del megodonte está cubierto de personas, sindicalistas armados de brillantes machetes y sierras de más de un metro de largo para cortar los huesos. Atacan la montaña de carne y se les tiñen las manos de rojo. La sangre escapa a raudales de la bestia desollada, con los músculos marmóreos al descubierto.

Hock Seng se estremece ante el espectáculo y recuerda a sus compatriotas, descuartizados de forma parecida, otros baños de sangre, otras fábricas arrasadas. Almacenes destruidos. Vidas perdidas. La situación es prácticamente idéntica a la llegada de los pañuelos verdes, con sus machetes y sus antorchas. Yute, tamarindo y muelles percutores, todos ellos devorados por el humo y el fuego. Llamas reflejadas en las hojas afiladas. Aparta la mirada y se obliga a enterrar los recuerdos. Se obliga a respirar.

El Sindicato de Megodontes envió carniceros profesionales en cuanto se enteró de que había perdido a uno de los suyos. Hock Seng intentó convencerlos para que sacaran el cadáver y terminaran su trabajo en la calle a fin de hacer sitio para reparar el tren de alimentación, pero los sindicalistas se negaron y ahora, además del frenesí de actividad de los equipos de limpieza, la fábrica está infestada de moscas y un creciente hedor a muerte.

Los huesos sobresalen del cadáver como corales de un océano de carne escarlata. Ríos de sangre escapan del animal para ser absorbidos por las rejillas de desagüe y las bombas de control de inundaciones accionadas con carbón de Bangkok. Hock Seng ve correr la sangre con expresión de contrariedad. La bestia contenía bidones de ella. Incontables calorías desperdiciadas. Los carniceros son rápidos, pero tardarán casi toda la noche en descuartizar por completo al animal.

– ¿Ha terminado ya? -jadea Pom. Hock Seng vuelve a concentrarse en el problema actual. Pom, Nu y sus compatriotas tiemblan bajo el peso de la rueda.

Hock Seng vuelve a asomarse al interior del pozo.

– ¿Qué ves, Mai?

Las palabras de la niña suenan amortiguadas.

– ¡Pues sube de una vez! -Se asienta otra vez sobre los tobillos. Se enjuga el sudor de la cara.

La fábrica parece el interior de una olla de arroz. Con todos los megodontes recogidos en los establos, no queda nada para accionar las cadenas de la fábrica o cargar los ventiladores que hacen circular el aire por todo el edificio. El calor, la humedad y el hedor a muerte los envuelven como una mortaja. Lo mismo podrían estar en uno de los mataderos de Khlong Toey. Hock Seng reprime una arcada.

Uno de los carniceros del sindicato grita algo. Han abierto el vientre del megodonte, del que escapa una tromba de intestinos. Los recolectores de vísceras (todos ellos al servicio del Señor del Estiércol) se zambullen en la masa y empiezan a cargarla en carretillas a paladas, un regalo de calorías llovido del cielo. Una fuente tan pura como estas entrañas seguramente irá a alimentar a los cerdos de las granjas periféricas del Señor del Estiércol, o a reponer las reservas de alimentos con las que los tarjetas amarillas dan de comer a los refugiados chinos malayos que se hacinan en las abrasadoras y antiguas torres de la Expansión bajo la protección del Señor del Estiércol. Lo que no devoren los cerdos ni los tarjetas amarillas se arrojará a los pozos de metano de la ciudad junto con el cargamento diario de heces y mondas de fruta, donde se cocerá lentamente hasta producir fertilizante y gas para, a la larga, iluminar las calles de la ciudad con el fulgor verde del metano de combustión sancionada.

Hock Seng se pellizca una verruga, pensativo. Es un buen monopolio. La influencia del Señor del Estiércol llega a tantos rincones de la ciudad que es asombroso que todavía no lo hayan nombrado primer ministro. Sin duda, si se lo propusiera, el padrino de todos los padrinos, el mayor jao por que jamás haya conocido el reino, podría tener todo cuanto quisiera.

«Pero ¿querrá lo que yo le puedo ofrecer? ¿Sabrá apreciar la oportunidad de hacer un buen negocio?», se pregunta Hock Seng.

La voz de Mai por fin se filtra desde abajo, interrumpiendo sus cavilaciones.

– ¡Hay grietas! -chilla. Un momento después sale gateando del agujero, chorreando de sudor y cubierta de polvo. Nu, Pom y los demás sueltan las cuerdas de cáñamo. El suelo tiembla cuando el tambor de bobinado regresa a su nicho de golpe.

El ruido hace que Mai mire de reojo por encima del hombro. A Hock Seng le parece atisbar una sombra de miedo, la comprensión de que la rueda realmente podría haberla aplastado. La expresión se desvanece al instante. Una chiquilla con agallas.

– ¿Sí? -pregunta Hock Seng-. Continúa. ¿Es el núcleo lo que se ha astillado?

– Sí, khun, puedo meter la mano en la grieta hasta aquí. -Se lo demuestra, tocándose la mano casi a la altura de la muñeca-. Y hay otra al final, exactamente igual.

Tamade -maldice Hock Seng. No le sorprende, pero aun así-. ¿Y la cadena?

La niña sacude la cabeza.

– Los eslabones que he visto estaban doblados.

Hock Seng asiente.

– Avisa a Lin, Lek y Chuan…

– Chuan está muerto. -Mai hace un gesto en dirección a las manchas que señalan el lugar donde el megodonte arrolló a dos empleados.

Hock Seng arruga la frente.

– Sí, es verdad. -Además de Noi, Kapiphon y el desventurado de Banyat, el encargado de Control de Calidad que ahora nunca sabrá lo irritado que estaba el señor Anderson con él por haber permitido que los tanques de algas se contaminaran. Mil baht para las familias de los trabajadores fallecidos y dos mil para Banyat. Vuelve a torcer el gesto-. Pues busca a otro, alguien menudo del equipo de limpieza, como tú. Os meteréis bajo tierra. Pom, Nu y Kukrit, sacad el tambor. Por completo. Habrá que inspeccionar el sistema motriz principal, pieza por pieza. No podremos empezar siquiera a pensar en reanudar la producción hasta haberlo comprobado todo.

– ¿Qué prisa hay? -ríe Pom-. No nos pondremos en marcha hasta dentro de mucho. El farang tendrá que pagar un montón de sacos de opio al sindicato antes de que este acceda a enviar más trabajadores. No después de haber abatido a Hapreet.

– Cuando lleguen, no habrá rueda Número Cuatro -le espeta Hock Seng-. Llevará tiempo obtener la aprobación de la Corona para talar otro árbol de este diámetro y enviarlo flotando desde el norte, siempre y cuando tengamos monzón este año, tiempo durante el cual estaremos funcionando bajo mínimos. Tenlo presente. No habrá trabajo para todos. -Indica la rueda con la cabeza-. Los más laboriosos serán los que se queden.

Pom se disculpa con una sonrisa, disimulando su rabia, y hace un wai.

Khun, he hablado sin pensar. No era mi intención ofenderte.

– No se hable más. -Hock Seng asiente con la cabeza y da media vuelta. Pese a lo agrio de su semblante, en el fondo está de acuerdo. Harán falta opio, sobornos y una renegociación del contrato energético antes de que los megodontes vuelvan a caminar alrededor de las ruedas de transmisión. Más números rojos para las hojas de cálculo. Y eso sin incluir el coste añadido de los monjes que deberán entonar sus cantos, o los sacerdotes brahmanes, o los expertos en feng shui, o los médiums que tendrán que parlamentar con los phii para que los empleados se apacigüen y sigan trabajando en esta fábrica gafada…

– ¡Tan xiansheng!

Hock Seng levanta la cabeza, distraído de sus cábalas. Al otro lado de la planta, el yang guizi Anderson Lake está sentado en un banco junto a las taquillas de los empleados, donde una médica le atiende las heridas. Al principio, el diablo extranjero quería que la mujer lo remendara arriba, pero Hock Seng le convenció para hacerlo en la planta de la fábrica, en público, donde los trabajadores pudieran verlo, con el traje tropical blanco bañado de sangre como un phii escapado de un cementerio, pero aún con vida al menos. Y sin miedo. Podía ganarse mucho respeto gracias a eso. El extranjero tiene agallas.

El hombre bebe de una botella de whisky del Mekong que mandó comprar a Hock Seng como si este no fuera más que un simple criado. Hock Seng delegó el recado en Mai, que regresó con una botella de Mekong falso dotada de una etiqueta convincente y cambio suficiente como para que el anciano le diera unos pocos baht de propina a la niña por ser tan astuta, mientras la miraba a los ojos y decía: «Recuerda lo que he hecho por ti».

En otra vida hubiera creído que acababa de comprar un ápice de lealtad cuando la pequeña respondió asintiendo con la cabeza, solemne. En esta, se conformará con esperar que Mai no intente asesinarlo inmediatamente si los thais se rebelan de pronto contra los de su clase y deciden enviar a todos los chinos tarjetas amarillas a la selva infestada de roya. Quizá se haya ganado un poco de tiempo. O no.

Cuando se acerca a la doctora Chan, esta declara en mandarín:

– Tu diablo extranjero es testarudo. No deja de moverse.

La doctora es una tarjeta amarilla, igual que él. Otra refugiada cuya subsistencia depende forzosamente del ingenio y de la astucia. Si los camisas blancas descubrieran que el arroz que come se lo quita del cuenco a un doctor thai… Hock Seng arrincona esa idea. Merece la pena ayudar a una compatriota, siquiera por un solo día. Que sirva para expiar el pasado.

– Intenta mantenerlo con vida, por favor. -Hock Seng esboza una ligera sonrisa-. Lo necesitamos para que siga firmando las nóminas.

La mujer se ríe.

Ting mafan. El hilo y la aguja ya no se me dan tan bien como antes, pero por ti, haré que esta fea criatura regrese de entre los muertos.

– Si eres tan buena, te llamaré cuando pille la cibiscosis.

– ¿De qué se queja? -tercia en inglés el yang guizi.

Hock Seng le mira de reojo.

– Te mueves demasiado.

– Porque es una torpe de cuidado. Dile que se dé prisa.

– También has tenido mucha suerte, según ella. Un centímetro más hacia el lado equivocado y la astilla te habría perforado la arteria. Entonces tu sangre estaría por el suelo con la de todos los demás.

Para su sorpresa, el señor Lake sonríe al escuchar estas palabras. Su mirada se desvía hacia la montaña de carne que está siendo descuartizada.

– Una astilla. Y yo que pensaba que sería el megodonte el que acabaría conmigo.

– Sí. Has estado a punto de morir -dice Hock Seng.

Y eso hubiera sido desastroso. Si los inversores del señor Lake, descorazonados, decidieran renunciar a la fábrica… Hock Seng hace una mueca. Este yang guizi es mucho más difícil de manipular que el señor Yates, y pese a todo, el obstinado diablo extranjero debe seguir con vida, aunque solo sea para que no cierre la fábrica.

Es irritante darse cuenta de lo cerca que estuvo del señor Yates en su día y lo lejos que está del señor Lake ahora. Mala suerte y un yang guizi testarudo, y ahora tiene que idear un nuevo plan para cimentar su supervivencia a largo plazo y la resurrección de su clan.

– Creo que deberías celebrar que estás vivo -sugiere Hock Seng-. Agradece tu inmensa buena suerte con ofrendas a Kuan Yin y Hotei.

El señor Lake sonríe sin apartar sus ojos azules de Hock Seng. Acuosos lagos gemelos del demonio.

– Lo haré, no lo dudes. -Levanta la botella de falso Mekong, ya mediada-. Pienso pasarme la noche entera celebrándolo.

– ¿Quieres que te busque compañía?

Las facciones del diablo extranjero se petrifican. Mira a Hock Seng con algo parecido a la repugnancia.

– Eso no es asunto tuyo.

Hock Seng permanece impasible, pero se maldice por dentro. Al parecer ha ido demasiado lejos, y ahora la criatura ha vuelto a enfadarse. Se disculpa con un rápido wai.

– Por supuesto. No pretendía ofenderte.

La mirada del yang guizi se pierde en la otra punta de la planta de la fábrica. Es evidente que el placer del momento se ha evaporado.

– ¿A cuánto ascienden los daños?

Hock Seng se encoge de hombros.

– Acertaste con el núcleo del tambor. Está resquebrajado.

– ¿Y la cadena principal?

– Inspeccionaremos hasta el último eslabón. Con suerte, solo se habrá visto afectado el tren secundario.

– Lo dudo. -El diablo extranjero le ofrece la botella de whisky. Hock Seng intenta disimular el asco y sacude la cabeza. El señor Lake sonríe con picardía y echa otro trago. Se seca los labios con el dorso de la mano.

Un nuevo grito surge de entre los carniceros del sindicato mientras la sangre del megodonte continúa manando a borbollones. Su cabeza yace ahora en un ángulo sesgado, prácticamente separada del resto del cuerpo. El cadáver comienza a adoptar cada vez más el aspecto de partes aisladas. En vez de un animal, parecen las piezas con las que un niño podría construir de cero un megodonte.

Hock Seng se pregunta si habrá alguna manera de obligar al sindicato a compartir con él los beneficios que se obtengan de la venta de carne incorrupta. Parece poco probable, a juzgar por la prisa que se dieron en acordonar el espacio de trabajo, pero tal vez lo hagan cuando renegocien el contrato energético, o cuando exijan las inevitables compensaciones.

– ¿Quieres quedarte con la cabeza? -pregunta Hock Seng-. Puedes convertirla en un trofeo.

– No. -El yang guizi adopta una expresión ofendida.

Hock Seng se obliga a mostrarse impasible. Trabajar con esta criatura es demencial. Los estados de ánimo del diablo son volátiles, e invariablemente agresivos. Es como un chiquillo. Ora alegre, ora de mal humor. Hock Seng reprime la irritación que amenaza con apoderarse de él; el señor Lake es como es. Su karma hace de él un diablo extranjero, y el de Hock Seng los ha unido. De nada sirve quejarse de la calidad del U-Tex cuando uno se está muriendo de hambre.

El señor Lake parece reparar en la expresión de Hock Seng.

– Esto no ha sido ninguna cacería -se explica-, sino una simple ejecución. En cuanto le alcancé con los dardos, estaba muerto. Eso no tiene mérito.

– Ah. Por supuesto. Muy honorable. -Hock Seng disimula la decepción que lo embarga. Si el diablo extranjero hubiera exigido la cabeza, él podría haber sustituido los restos de los colmillos por compuestos de aceite de coco y habría vendido el marfil a los médicos de las afueras de Wat Bowonniwet. Ahora, incluso ese dinero se habrá perdido. Qué despilfarro. Hock Seng considera la posibilidad de explicarle la situación al señor Lake, de explicarle el valor de la carne, las calorías y el marfil inertes ante ellos, pero decide no hacerlo. El diablo extranjero no lo entendería, y ya está demasiado irascible como para provocarlo.

– Han llegado los cheshires -comenta el señor Lake.

Hock Seng mira a donde el yang guizi apunta con el dedo. En la periferia del escenario de la carnicería han aparecido unas fluctuantes siluetas felinas, jirones de luz y sombra atraídas por el olor a carroña. El yang guizi pone cara de asco, pero Hock Seng siente no poco respeto por los gatos demonio. Son astutos, sobreviven allí donde los desprecian. Su tenacidad podría calificarse casi de sobrenatural. A veces parece que huelen la sangre antes incluso de que se derrame. Como si pudieran atisbar el futuro y saber con exactitud dónde aparecerá su siguiente comida. Los reflejos felinos avanzan sigilosos hacia los viscosos charcos de sangre. Uno de los carniceros ahuyenta a uno de una patada, pero son demasiados como para combatirlos de veras, y el ataque carece de énfasis.

El señor Lake bebe otro trago de whisky.

– Jamás los echaremos de aquí.

– Hay niños que estarían dispuestos a darles caza -sugiere Hock Seng-. La recompensa no sería cara.

El yang guizi descarta la idea con una mueca.

– En el Medio Oeste también ofrecemos recompensas.

«Nuestros niños están más motivados que los vuestros.»

Pero Hock Seng no rebate las palabras del extranjero. Ofrecerá la recompensa de todos modos. Si consienten la presencia de los gatos, los trabajadores empezarán a rumorear que el causante de la catástrofe ha sido Phii Oun, el bromista cheshire espectral. Los gatos demonio titilan cada vez más cerca. Tricolores y anaranjados, negros como la noche… todos ellos aparecen y desaparecen de forma intermitente conforme sus cuerpos adoptan los tonos del entorno. Se tiñen de rojo al mojar las patas en el charco de sangre.

Hock Seng ha oído que el origen de los cheshires se remonta al empeño de un fabricante de calorías (empleado de PurCal o de AgriGen, lo más seguro) por hacerle un regalo de cumpleaños especial a su hija. Una sorpresa para cuando la princesita alcanzara la misma edad que la Alicia de Lewis Carroll.

Los niños invitados se llevaron las nuevas mascotas a casa, donde se aparearon con felinos naturales, y en cuestión de veinte años, los gatos demonio estaban en todos los continentes y el Felis domesticus había desaparecido de la faz de la tierra, reemplazado por una variedad genética con una tasa de reproducción del noventa y ocho por ciento. En Malasia, los pañuelos verdes odiaban a los chinos y a los cheshires por igual, pero que Hock Seng sepa, los gatos demonio siguen multiplicándose con éxito allí.

El yang guizi da un respingo cuando la doctora Chan le pincha de nuevo y lanza una mirada asesina a la mujer.

– Acaba -le ordena-. Ya.

La médica se traga el miedo y ensaya un wai respetuoso.

– Se ha movido otra vez -susurra para Hock Seng-. La anestesia no es buena. O no tan buena como la que estoy acostumbrada a utilizar.

– No te preocupes -responde Hock Seng-. Por eso le he dado el whisky. Termina el trabajo. Yo me encargo de él. -Dirigiéndose a xiansheng Lake, añade-: Ya casi está.

El extranjero tuerce el gesto pero deja de amenazar a la doctora, que al menos completa los puntos. Hock Seng se la lleva a un lado y le entrega un sobre con el pago. La mujer se lo agradece con un wai, pero Hock Seng menea la cabeza.

– Dentro hay una bonificación. También quiero que entregues una carta. -Le da otro sobre-. Me gustaría hablar con el jefe de tu torre.

– ¿Follaperros? -La médica pone cara de asco.

– Como te oiga llamarlo así, acabará con el resto de tu familia.

– Es un cerdo.

– Tú hazle llegar la nota. Con eso será suficiente.

Dubitativa, la mujer acepta el sobre.

– Te has portado bien con nuestra familia. Todos los vecinos comentan lo bondadoso que eres. Realizan ofrendas por tu… pérdida.

– Hago demasiado poco. -Hock Seng esboza una sonrisa forzada-. De todas formas, los chinos debemos permanecer unidos. Puede que en Malasia siguiéramos siendo hokkien, o hakka, o Quinta Ola, pero aquí todos somos tarjetas amarillas. Me avergüenza no poder hacer más.

– Es más de lo que hace ningún otro. -La mujer se despide con otro wai, emulando los modales de su nueva cultura, y se va.

El señor Lake la mira mientras se aleja.

– Es una tarjeta amarilla, ¿verdad?

Hock Seng asiente.

– Sí. Doctora en Malaca. Antes del Incidente.

El hombre guarda silencio, como si estuviera digiriendo la información.

– ¿Era más asequible que un médico thai?

Hock Seng observa de soslayo al yang guizi e intenta decidir qué es lo que prefiere escuchar. Al cabo, replica:

– Sí. Mucho más asequible. Igual de buena. Quizá mejor. Pero mucho más barata. Aquí no nos dejan ocupar el puesto de los thais. De modo que tiene muy poco trabajo salvo por los tarjetas amarillas… los cuales, evidentemente, tienen muy poco con qué pagar. Accedió a venir encantada.

El señor Lake asiente, caviloso, y Hock Seng se pregunta en qué estará pensando. Este hombre es un enigma. A veces, Hock Seng reflexiona que los yang guizi son demasiado estúpidos como para haber conquistado el mundo una vez, y menos aún dos. Que la Expansión tuviera éxito y luego, después de que el colapso energético los empujara de regreso a sus costas, volvieran a la carga, con sus fábricas de calorías, sus plagas y sus cereales patentados… Es como si gozaran de una protección sobrenatural. Por lógica el señor Lake tendría que estar muerto, reducido a un montoncito de pulpa humana mezclada con los cadáveres de Banyat, Noi y el estúpido adiestrador anónimo del megodonte de la rueda Número Cuatro que provocó que la bestia se desbocara cegada por el pánico. Y sin embargo aquí está el diablo extranjero, lloriqueando por el insignificante pinchazo de una aguja pero sin darle la menor importancia al hecho de haber destruido a un animal de diez toneladas en un abrir y cerrar de ojos. Los yang guizi son unas criaturas extrañas, sin duda. Más incomprensibles de lo que sospechaba, pese a tratar con ellas habitualmente.

– Habrá que volver a pagar a los mahouts. No retomarán el trabajo si no les sobornamos -observa Hock Seng.

– Sí.

– Y también habrá que alquilar monjes para que entonen cantos por la fábrica. Para que los trabajadores se queden contentos. Hay que aplacar a los phii. -Hock Seng hace una pausa-. Será caro. La gente dirá que nuestra fábrica está habitada por malos espíritus. Que se levanta en el sitio equivocado, o que la casa de los espíritus no es lo bastante grande. O que talaste el árbol de un phii cuando se construyó. Habrá que llamar a un adivino, quizá a un maestro del feng shui para convencerles de que el lugar es bueno. Y los mahouts exigirán un plus por peligrosidad…

El señor Lake lo interrumpe.

– Quiero reemplazar a los mahouts -dice-. A todos.

Hock Seng aspira una bocanada de aire entre los dientes apretados.

– Eso es imposible. El Sindicato de Megodontes controla todos los contratos energéticos de la ciudad. Así lo decreta el gobierno. Los camisas blancas ostentan el monopolio eléctrico. No podemos enfrentarnos a los sindicatos.

– Son unos incompetentes. No quiero volver a verlos por aquí. Nunca más.

Hock Seng intenta adivinar si el farang está de broma. Sonríe dubitativo.

– Es un decreto real. Lo mismo podría desearse la sustitución del Ministerio de Medio Ambiente.

– No es mala idea. -El señor Lake se ríe-. Podría aliarme con Carlyle e Hijos y empezar a protestar todos los días por los impuestos y las leyes de crédito de carbono. Conseguiría que el ministro de Comercio Akkarat simpatizara con nuestra causa. -Su mirada se posa en Hock Seng-. Pero esa no es la manera en que a ti te gusta actuar, ¿verdad? -Sus ojos se tornan fríos de repente-. Prefieres las sombras y los trapicheos. Los negocios discretos.

Hock Seng traga saliva. La piel pálida y los ojos azules del diablo extranjero son realmente horripilantes. Es tan incomprensible como un gato infernal, y se siente igual de cómodo en territorio hostil.

– Enfurecer a los camisas blancas sería contraproducente -murmura Hock Seng-. El clavo que sobresale es el primero en recibir el martillazo.

– Así hablan los tarjetas amarillas.

– Lo que tú digas. Pero yo estoy vivo cuando otros han muerto, y el Ministerio de Medio Ambiente es muy poderoso. El general Pracha y sus camisas blancas han sorteado todos los obstáculos que les salieron al paso hasta ahora. Incluso el atentado del doce de diciembre. El que quiera molestar a una cobra hará bien en prepararse para su picadura.

Parece que el señor Lake está dispuesto a discutir, pero en vez de eso se encoge de hombros.

– Seguro que tú lo sabes mejor que yo.

– Por eso me pagas.

El yang guizi se queda mirando fijamente al megodonte inerte.

– Ese animal no tendría que haber sido capaz de romper el arnés. -Toma otro trago de la botella-. Las cadenas de seguridad estaban oxidadas, lo he comprobado. No vamos a pagar ni un centavo en reparaciones. Eso seguro. Es mi última palabra. Si ellos hubieran asegurado al animal, yo no habría tenido que matarlo.

Hock Seng inclina la cabeza en señal de adhesión tácita, aunque se resiste a decirlo en voz alta.

Khun, no hay otra opción.

El señor Lake esboza una sonrisa glacial.

– Claro, es verdad. Tienen el monopolio. -Hace una mueca-. Yates cometió una estupidez al instalarse aquí.

Un escalofrío de nerviosismo recorre el cuerpo de Hock Seng. De repente, el yang guizi parece un chiquillo enfurruñado. Los niños son impulsivos. Los niños hacen cosas que enfurecen a los camisas blancas o a los sindicatos. Y a veces cogen los juguetes y se largan corriendo a casa. Una idea preocupante, sin duda. Anderson Lake y sus inversores no deben largarse corriendo. Todavía no.

– ¿A cuánto ascienden las pérdidas hasta la fecha? -pregunta el señor Lake.

Hock Seng vacila antes de armarse de valor para dar la mala noticia.

– ¿Con la muerte del megodonte y el coste de apaciguar a los sindicatos? Noventa millones de baht, tal vez.

Mai grita y llama por señas a Hock Seng. A este no le hace falta mirar para saber que se trata de más malas noticias.

– Creo que también hay daños abajo. Las reparaciones serán caras. -Hace una pausa antes de abordar el espinoso tema-. Habrá que informar a sus inversores, los señores Gregg y Yee. Es probable que no dispongamos de efectivo para costear las reparaciones y además instalar y calibrar los nuevos tanques de algas cuando lleguen. -Espera un momento-. Necesitaremos más fondos.

Deja pasar el tiempo, nervioso, preguntándose cómo reaccionará el yang guizi. El dinero fluye tan deprisa por la empresa que a Hock Seng a veces le parece agua, y sin embargo sabe que esta noticia no es agradable. A veces los inversores ponen trabas a los gastos. Con el señor Yates, las peleas por el dinero eran frecuentes. Con el señor Lake, algo menos. Los inversores no protestan tanto ahora que el señor Lake está aquí, pero sigue siendo una cantidad de dinero desorbitada para gastarla en un sueño. Si Hock Seng dirigiera la fábrica, la habría cerrado hace más de un año.

Pero el señor Lake ni siquiera pestañea. Se limita a decir:

– Más dinero. -Se vuelve hacia Hock Seng-. ¿Y cuándo saldrán de la aduana los tanques de algas y los cultivos de nutrientes? ¿Cuándo, en realidad?

Hock Seng palidece.

– Es complicado. Apartar el telón de bambú no se consigue en un día. Al Ministerio de Medio Ambiente le gusta entrometerse.

– Dijiste que habías pagado para que los camisas blancas no nos molestaran.

– Sí. -Hock Seng inclina la cabeza-. Se han hecho todos los obsequios pertinentes.

– Entonces, ¿por qué se quejaba Banyat de los tanques contaminados? Si tenemos organismos vivos reproduciéndose…

Hock Seng se apresura a interrumpirle.

– Todo está en los amarraderos. Depositado por Carlyle e Hijos la semana pasada… -Toma una decisión. El yang guizi necesita escuchar buenas noticias-. El envío saldrá de la aduana mañana. El telón de bambú se abrirá, y el cargamento llegará a lomos de megodontes. -Se obliga a sonreír-. A menos que decidas despedir al sindicato ahora mismo.

El demonio sacude la cabeza, incluso sonríe ante la pequeña broma, y Hock Seng siente una oleada de alivio.

– Así que mañana… ¿Seguro? -pregunta el señor Lake.

Hock Seng hace de tripas corazón y agacha la cabeza en señal de aquiescencia, deseando con todas sus fuerzas que sea verdad. El extranjero sigue sin apartar sus ojos azules de él.

– Todo esto cuesta un montón de dinero. Pero si hay algo que los inversores no pueden tolerar es la incompetencia. Tampoco yo la toleraré.

– Entendido.

El señor Lake asiente, satisfecho.

– Estupendo. Esperaremos antes de hablar con la sede. Llamaremos cuando los componentes de la línea nuevos hayan salido de aduanas. Así podremos mezclar alguna buena noticia entre las malas. No quiero pedir más dinero con las manos vacías. -Vuelve a mirar a Hock Seng-. Eso no estaría bien, ¿a que no?

Hock Seng se obliga a asentir con la cabeza.

– Lo que tú digas.

El señor Lake echa otro trago a la botella.

– Bien. Averigua la gravedad de los daños. Quiero un informe por la mañana.

Hock Seng se da por despedido con estas palabras y cruza la planta de la fábrica en dirección a los expectantes operarios del tambor de bobinado. Espera estar en lo cierto acerca del envío. Que llegue de veras. Que los hechos le den la razón. Es un tiro a ciegas, pero aun así podría dar en el blanco. En cualquier caso, el demonio tampoco querría escuchar demasiadas malas noticias de golpe.

Cuando Hock Seng llega a la rueda de tracción, Mai está sacudiéndose el polvo tras otra incursión en el pozo.

– ¿Qué tal? -pregunta Hock Seng. La rueda está completamente desmontada de la cadena. Fuera de su nicho, yace inerte en el suelo como una gigantesca viga de teca. Las grietas son enormes y perfectamente visibles. Se asoma al agujero-. ¿Hay muchos desperfectos?

Un minuto después, Pom sale gateando, cubierto de grasa.

– Los túneles son muy estrechos. -Jadea-. En algunos no quepo. -Se limpia el sudor y la mugre con un brazo-. El tren secundario está destrozado, eso seguro, y los demás lo averiguaremos cuando los niños desciendan por los eslabones. Si la cadena principal está dañada, habrá que levantar el suelo.

Hock Seng contempla el cráter de la rueda con una mueca, rememorando túneles, ratas, y el miedo que pasó mientras luchaba por sobrevivir en las junglas del sur.

– Le pediremos a Mai que venga con algunos de sus amigos.

Vuelve a revisar los desperfectos. Hubo un tiempo en que poseía edificios como este. Almacenes enteros repletos de bienes. Y ahora mira en qué se ha convertido, el factótum de un yang guizi. Un anciano cuyo cuerpo empieza a fallar, el único miembro de su clan. Con un suspiro, reprime la frustración que lo embarga.

– Quiero conocer la magnitud de los daños antes de hablar otra vez con el farang. Sin sorpresas.

Pom hace un wai.

– Sí, khun.

Hock Seng se encamina a las oficinas, cojeando ligeramente durante unos pocos pasos antes de obligarse a dejar de mimar la pierna. Con tanta actividad ha empezado a dolerle la rodilla, recordatorio de su propio encontronazo con los monstruos que accionan la fábrica. No puede evitar detenerse en lo alto de la escalera para estudiar el cadáver del megodonte, los lugares donde han muerto los trabajadores. Los recuerdos le picotean y arañan como si fueran una bandada de cuervos empeñados en apoderarse de su cabeza. Tantos amigos muertos. Tantos parientes desaparecidos. Hace cuatro años era un pez gordo. ¿Y ahora? Nada.

Empuja la puerta. El silencio reina en las oficinas. Mesas vacías, una fortuna en ordenadores a pedales, la cinta ergométrica y su diminuto panel de control, las gigantescas cajas fuertes de la empresa. Mientras pasea la mirada por la estancia, unos fanáticos religiosos con pañuelos verdes en la cabeza saltan de las sombras, machetes en ristre, pero son solo recuerdos.

Cierra la puerta a su espalda, apagando así el clamor de la carnicería y las reparaciones. Se obliga a no acudir a la ventana para contemplar de nuevo la sangre y el cadáver. A no recrearse en el recuerdo de las cunetas de Malaca, rebosantes de sangre, de las cabezas chinas apiladas como duraznos a la venta.

«Esto no es Malasia. Aquí estás a salvo», se dice.

Sin embargo, las imágenes persisten. Tan brillantes como fotografías o los fuegos artificiales del Festival de la Primavera. Aun transcurridos cuatro años desde el Incidente, debe realizar rituales para tranquilizarse. Cuando se siente mal, casi cualquier objeto adquiere connotaciones amenazadoras. Cierra los ojos, se obliga a respirar hondo, a recordar el mar azul y sus flotas de clíperes blancos sobre las olas… Aspira otra bocanada de aire y abre los ojos. La habitación vuelve a ser un lugar seguro. Nada salvo estrictas filas de escritorios desiertos y ordenadores a pedales cubiertos de polvo. Postigos que cortan el paso de la luz del sol tropical. Motas de polvo e incienso.

Al otro lado de la estancia, envueltas en las sombras, las cámaras gemelas de las cajas fuertes de SpringLife emiten un resplandor apagado, hierro y acero, agazapadas, provocándole. Hock Seng posee las llaves de una, el depósito del dinero en efectivo para uso diario. Pero la otra, la caja fuerte principal, solo puede abrirla el señor Lake.

«Tan cerca», piensa.

Los planos están ahí mismo. A escasos centímetros. Los ha visto desplegados. Las muestras de ADN de las algas modificadas, sus mapas del genoma en cubos de datos en estado sólido. Las instrucciones para desarrollar y procesar la espuma resultante en lubricantes y polvo. Los requisitos de forjado necesarios para que el filamento de los muelles percutores acepte los nuevos revestimientos. La próxima generación del almacenamiento de energía al alcance de la mano. Y con ella, la esperanza de resurrección para él y su clan.

Yates farfullaba y bebía, y Hock Seng le llenaba el vaso de baijiu y escuchaba sus desvaríos mientras cultivaba su confianza y su dependencia. Más de un año. Y todo en vano. Ahora solo queda esta caja fuerte que no puede abrir porque Yates cometió la estupidez de incurrir en la ira de los inversores, y fue demasiado incompetente para conseguir que su sueño fructificara.

Nuevos imperios aguardan a ser construidos; lo único que tiene que hacer Hock Seng es llegar hasta esos documentos. Solo posee copias incompletas de cuando solían estar a la vista de todos, desparramados encima de la mesa de Yates, antes de que el necio borracho comprara la condenada caja fuerte para el despacho.

Ahora hay una llave y una combinación, y una pared de hierro entre los planos y él. La caja fuerte es de buena calidad. Hock Seng está familiarizado con ellas. Se beneficiaba de su robustez cuando también él era un pez gordo y tenía documentos que debía proteger. Es irritante (quizá lo más irritante de todo) que los diablos extranjeros se valgan de la misma marca de caja fuerte que usaba él en su imperio comercial en Malasia: YingTie. Una herramienta china, pervertida con fines extraños. Se ha pasado días mirando fijamente esa caja fuerte. Meditando sobre los conocimientos que alberga…

Hock Seng ladea la cabeza, contemplativo de repente.

«¿La has cerrado, señor Lake? Con tanta emoción, ¿no se te habrá olvidado quizá volver a cerrarla?»

Los latidos de Hock Seng se aceleran.

«¿Habrás tenido un descuido?»

El señor Yates los tenía a menudo.

Hock Seng intenta refrenar la emoción. Renquea hasta la caja fuerte. Se yergue ante ella. Un altar, un objeto de culto. Un monolito de acero forjado, inmune a todo salvo la paciencia y las brocas de diamante. Todos los días se sienta enfrente de ella, siente que se ríe de él.

¿Podría ser así de sencillo? ¿Es posible que al señor Lake se le olvidara cerrarla en medio de la confusión?

Hock Seng estira el brazo, vacilante, y apoya la mano en la palanca. Contiene el aliento. Reza a sus antepasados, reza a Phra Kanet, el protector de los thais que aparta los obstáculos con su cabeza de elefante, a todos los dioses que conoce. Empuja la palanca.

Mil jin de acero empujan en dirección contraria, oponiéndose a la presión con todo su ser.

Hock Seng deja escapar el aire y retrocede, obligándose a reprimir la desilusión que lo embarga.

Paciencia. Todas las cajas fuertes tienen una llave. Si el señor Yates no hubiera sido tan incompetente, si no se las hubiera apañado para enfurecer a los inversores, habría sido la llave perfecta. Ahora tendrá que ser el señor Lake.

Cuando el señor Yates instaló el depósito, bromeó diciendo que había que poner las joyas de la familia a buen recaudo, y se rió. Hock Seng se obligó a asentir con la cabeza, hizo un wai y sonrió, pero solo podía pensar en lo valiosos que eran los planos, y en lo estúpido que había sido al no copiarlos antes, cuando estaban al alcance de cualquiera.

Ahora Yates ya no está, y en su lugar hay un demonio nuevo. Un verdadero demonio de ojos azules y cabellos dorados, tan severo como blando era Yates. Esta peligrosa criatura que controla todo cuanto hace Hock Seng, complicándolo todo, a la que habrá que convencer de alguna manera para que revele los secretos de su empresa. Hock Seng frunce los labios. «Paciencia. Debes tener paciencia. El diablo extranjero cometerá un error tarde o temprano.»

– ¡Hock Seng!

Hock Seng se va hasta la puerta y con un gesto indica al señor Lake que ya va, pero en vez de bajar inmediatamente por la escalera, se dirige a su santuario.

Se postra ante la efigie de Kuan Yin y reza para que se apiade de él y de sus antepasados. Para que le dé una oportunidad de redimirse a él y a su familia. Bajo la dorada representación de la buena suerte, suspendida boca abajo para que esta llueva sobre él, Hock Seng coloca arroz U-Tex y corta una naranja sanguina. El jugo se derrama por su brazo; la fruta está madura, libre de contaminación, y es cara. Uno no puede ser tacaño con los dioses; les gusta la carne, no el hueso. Enciende el incienso.

Mientras el humo se eleva en el aire asfixiante, inundando el despacho una vez más, Hock Seng reza. Reza para que no cierre la fábrica, y para que sus sobornos transporten sin contratiempos los nuevos componentes de la cadena a través del telón de bambú. Para que el diablo extranjero del señor Lake pierda la cabeza y confíe demasiado en él, y para que la condenada caja fuerte se abra y le desvele sus secretos.

Hock Seng reza para que le sonría la suerte. Hasta un viejo chino tarjeta amarilla lo necesita de vez en cuando.

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