24

Kanya está sentada en medio del caos sembrado por las represalias de los camisas blancas, tomando café. En la otra punta de la tienda de fideos, un puñado de hombres taciturnos, en cuclillas, escuchan un combate de muay thai en una radio de manivela. Kanya, que monopoliza el banco reservado para los clientes, no les presta la menor atención. Nadie se atreve a sentarse a su lado.

Es posible que antes se hubieran arriesgado a acercarse, pero ahora los camisas blancas han enseñado los dientes y Kanya disfruta de su soledad. Sus hombres se han adelantado a ella, feroces como chacales, borrando la historia antigua y las alianzas indebidas, empezando de nuevo.

Regueros de sudor se deslizan por la barbilla del dueño, encorvado sobre humeantes tazones de fideos de pasta de arroz. Las gotitas de agua que le perlan el rostro rutilan azules con el fulgor del metano ilegal. Rehúye la mirada de Kanya, maldiciendo seguramente el día en que decidió comprar combustible en el mercado negro.

El diminuto crepitar de la radio y el griterío lejano del público del Lumphini compiten con el borboteo del wok donde se cuece la sopa de sen mi. Ninguno de los oyentes osa mirar en su dirección.

Kanya prueba un sorbo de café y esboza una sonrisa forzada. La violencia es algo que entienden. Desobedecían o se burlaban de un Ministerio de Medio Ambiente blando. Pero este ministerio, el de las porras contundentes y las armas de resorte listas para reducir un cuerpo a jirones, inspira una respuesta distinta.

¿Cuántos puestos ha arrasado ya por quemar combustible ilegal? ¿Cuántos exactamente iguales que este? ¿Cuántos propiedad de algún pequeño comerciante de café o fideos que no podía costearse el metano gravado y aprobado por el gobierno? Cientos, calcula. El metano es caro. Los sobornos salen más baratos. Y si el combustible del mercado negro carecía de los aditivos que dotan al metano legal de su característico tinte verdoso, en fin, era un riesgo que todos asumieron voluntariamente.

«Qué fácil era sobornarnos.»

Kanya saca un cigarrillo y lo enciende con la delatora llama azulada del wok. El hombre no se lo impide, hace como si no la viera; una mentira conveniente para ambos. Ella no es una camisa blanca sentada en su local, donde se quema combustible ilegal; él no es un tarjeta amarilla que podría ser arrojado a las torres para morir sofocado, rodeado de compatriotas.

Da una calada, pensativa. Aunque el dueño del establecimiento disimule su temor, ella sabe lo que se siente. Recuerda cuando los camisas blancas llegaron a su aldea. Llenaron de sal y sosa cáustica los estanques de peces de su tía, y sacrificaron sus aves de corral en piras funerarias.

«Tienes suerte, tarjeta amarilla. Cuando los camisas blancas vinieron a por nosotros, no se molestaron en conservar absolutamente nada. Llegaron armados de antorchas y lo incendiaron todo. Recibirás un trato más amable que nosotros.»

El recuerdo de aquellos rostros pálidos tiznados de hollín, de sus ojos diabólicos tras las máscaras de gas, aún le produce escalofríos. Aparecieron de noche. Sin previo aviso. Sus vecinos y sus primos huyeron de las antorchas desnudos, gritando. A sus espaldas, las casas elevadas sobre pilares estallaban en llamas, el bambú y las hojas de palma rugían anaranjados y vivos en la oscuridad. Los remolinos de cenizas que los envolvían les escaldaban la piel, todo el mundo tosía y tenía arcadas. Todavía conserva las cicatrices de aquella purga, cráteres lívidos allí donde las pavesas incandescentes dejaron una marca indeleble en sus brazos de niña flaca. Cómo odiaba a los camisas blancas. Sus primos y ella se acurrucaron formando una piña, contemplando sobrecogidos cómo el Ministerio de Medio Ambiente asolaba su aldea, y los odió con toda su alma.

Y ahora dirige su propia brigada, con la misma misión. Jaidee hubiera sabido apreciar la ironía.

A lo lejos, los gritos de pánico se elevan como columnas de humo negras y viscosas, como las cabañas incendiadas de los campesinos. Kanya sorbe por la nariz. En cierto sentido, siente nostalgia. El humo es el mismo. Da otra calada, exhala. Se pregunta si sus hombres no se habrán excedido. Un incendio en estos suburbios de WeatherAll podría ser problemático. Los aceites que impiden que se pudra la madera prenden fácilmente con el calor. Chupa otra vez el cigarrillo. Ahora no puede hacer nada al respecto. Quizá se trata tan solo de un oficial que está quemando chatarra recogida ilegalmente. Estira el brazo para coger el café y se fija en el moratón que adorna la mejilla del hombre que la sirve.

Si el Ministerio de Medio Ambiente tuviera algo que decir al respecto, todos estos refugiados tarjetas amarillas estarían ya al otro lado de la frontera. Problema de Malasia. Problema de otro estado soberano. En absoluto problema del reino. Pero Su Majestad la Reina Niña es más clemente y compasiva que Kanya.

Apaga el cigarrillo. El tabaco es de buena calidad, Gold Leaf, diseño local, el mejor del reino. Saca otro de la cajetilla envuelta en celofán de polímero de aceite de hierba aguja y lo enciende en la llama azul.

La expresión del tarjeta amarilla se mantiene educada cuando Kanya le indica que le sirva más café con azúcar. La radio crepita con los aplausos del estadio y los hombres agrupados a su alrededor vitorean a su vez, olvidándose por un momento de la camisa blanca con la que comparten el mismo techo.

Los pasos son casi inaudibles, acompasados para pasar desapercibidos, pero la expresión del tarjeta amarilla delata al recién llegado. Kanya no levanta la cabeza. Le indica que se una a ella al hombre que está de pie a su espalda.

– Mátame o siéntate -dice.

Una risita por lo bajo. El hombre se sienta.

Narong lleva puesta una holgada camisa negra de cuello alto y pantalones grises. Ropa decente. Podría pasar por un oficinista. Salvo por sus ojos: sus ojos están demasiado alerta. Y su lenguaje corporal es demasiado relajado. Lo envuelve un aura de confianza. Una arrogancia que encaja difícilmente con su atuendo. Algunas personas son demasiado poderosas como para adoptar una fachada de inferioridad. Fue eso lo que hizo que llamara la atención en los amarraderos. Kanya contiene su rabia y espera en silencio.

– ¿Te gusta la seda? -El hombre acaricia la camisa-. Es japonesa. Todavía tienen gusanos de seda.

Kanya se encoge de hombros.

– No me gusta nada de ti, Narong.

El hombre sonríe.

– Venga ya, Kanya. Mírate, ascendida a capitana y con la misma cara de asco de siempre.

Con un gesto, pide café al tarjeta amarilla. Ambos observan cómo el cálido líquido marrón se vierte en un vaso. El tarjeta amarilla coloca un cuenco de sopa delante de Kanya, trozos de pescado, limoncillo y pollo. Kanya empieza a coger fideos U-Tex con la cuchara.

Narong continúa sentado en silencio, sin impacientarse.

– Fuiste tú la que solicitó esta reunión -dice, transcurrido un momento.

– ¿Mataste a Chaya?

Narong endereza los hombros.

– Nunca has tenido el menor tacto. Después de todos estos años en la ciudad y de todo el dinero que hemos invertido en ti, sigues pareciendo una pescadora del Mekong.

Kanya lo observa con expresión glacial. Lo cierto es que Narong la asusta, pero se obliga a disimularlo. Tras ella, una nueva ovación resuena en la radio.

– Eres igual que Pracha. Asqueroso.

– No opinabas lo mismo cuando acudimos a ti, una chiquilla desamparada, y te invitamos a venir a Bangkok. No opinabas lo mismo cuando ayudamos a tu tía hasta el fin de sus días. No opinabas lo mismo cuando te ofrecimos la oportunidad de vengarte del general Pracha y los camisas blancas.

– Todo tiene un límite. Chaya no había hecho nada.

Narong la observa fijamente, inmóvil como una araña.

– Jaidee se extralimitó -responde al fin-. Tú misma se lo advertiste. Ten cuidado de no meterte tú también en la boca de la cobra.

Kanya empieza a decir algo, pero se muerde la lengua. Cuando vuelve a hablar, su voz suena controlada.

– ¿Me harías lo mismo que hiciste con Jaidee?

– Kanya, ¿cuánto hace que nos conocemos? -Narong sonríe-. ¿Cuánto hace que cuido de tu familia? Eres nuestra hija más querida. -Desliza un grueso sobre por encima de la mesa hacia ella-. Jamás te haría daño. No somos como Pracha. -Hace una pausa-. ¿Cómo está afectando la pérdida del Tigre al departamento?

– Mira a tu alrededor. -Kanya inclina la cabeza en dirección al sonido de los disturbios-. El general está furioso. Jaidee era como un hermano para él.

– He oído que pretende atacar a Comercio directamente. Quizá incluso reducir el ministerio a cenizas.

– Pues claro que quiere atacar a Comercio. Sin Comercio, nuestros problemas se reducirían a la mitad.

Narong encoge los hombros. El sobre aguarda entre ellos, intacto. Quizá sea el corazón de Jaidee lo que yace encima del mostrador. La recompensa de Kanya por tantos años consagrados a la venganza.

«Lo siento, Jaidee. Intenté avisarte.»

Kanya coge el sobre, saca el dinero y lo guarda en una bolsa que cuelga de su cinto mientras Narong observa todos sus movimientos. Incluso las sonrisas del hombre son afiladas. Lleva el pelo peinado hacia atrás, engominado. Pese a su inmovilidad absoluta, resulta sobrecogedor.

«Y esta es la clase de personas con las que te codeas», musita alguien dentro de la cabeza de Kanya.

La capitana da un respingo. Es como si acabara de escuchar la voz de Jaidee. Posee sus rasgos característicos, su humor y su implacabilidad. La insinuación de una sonrisa acompañada de una crítica. Jaidee nunca perdió el sentido del sanuk.

«No soy como tú», piensa Kanya.

De nueva la sonrisa y la risita. «Eso ya lo sabía.»

«¿Por qué no me mataste si lo sabías?»

La voz guarda silencio. El sonido del combate de muay thai continúa crepitando a sus espaldas. Charoen y Sakda. Un duelo interesante. Pero o bien Charoen ha mejorado radicalmente, o Sakda ha recibido dinero a cambio de dejarse ganar. Kanya va a perder su apuesta. El combate apesta a amañado. Puede que el Señor del Estiércol se haya interesado por el resultado. Kanya compone un gesto de irritación.

– ¿Mala pelea? -pregunta Narong.

– Siempre apuesto por la persona equivocada.

Narong se ríe.

– Por eso resulta útil tener información de primera mano. -Le entrega una hoja de papel.

Kanya pasea la mirada por los nombres de la lista.

– Estos son amigos de Pracha. Generales, algunos de ellos. Los protege igual que hizo la cobra con Buda.

Narong sonríe.

– Por eso se sorprenderán tanto cuando se vuelva contra ellos. Atácales. Que sufran. Que se den cuenta de que el Ministerio de Medio Ambiente no tolera las intromisiones. Que el ministerio trata todas las infracciones del mismo modo. Se acabaron los favoritismos. Se acabaron los amiguismos y los acuerdos beneficiosos. Que aprendan que el nuevo Ministerio de Medio Ambiente es inflexible.

– ¿Quieres sembrar la discordia entre Pracha y sus aliados? ¿Que se enfaden con él?

Narong encoge los hombros. Guarda silencio. Kanya termina los fideos. Al ver que no va a recibir más instrucciones, se levanta.

– Tengo que irme. No puedo dejar que mis hombres me vean contigo.

Narong asiente con la cabeza, despidiéndola. Kanya sale de la cafetería con paso airado, seguida de renovados gemidos de decepción procedentes de los radioyentes cuando Sakda se rinde ante la recién encontrada ferocidad de Charoen.

En la esquina, bajo el resplandor verde del metano, Kanya se alisa el uniforme. Tiene una mancha en la chaqueta, recuerdo de la destrucción que ha sembrado esta noche. Frunce el ceño, contrariada. La frota con la mano. Vuelve a abrir la lista que le ha dado Narong y memoriza los nombres.

Estos hombres y mujeres son los amigos más íntimos del general Pracha. Y ahora van a recibir un correctivo tan severo como si fueran simples tarjetas amarillas encerrados en sus torres. Un correctivo tan severo como el que el general Pracha aplicó una vez a una pequeña aldea del nordeste, dejando a su paso familias sin nada que llevarse a la boca y hogares incendiados.

Será difícil. Pero, por una vez, justo.

Kanya hace una pelota con la hoja de papel. «Así funciona nuestro mundo. Ojo por ojo hasta que hayamos muerto todos y los cheshires calmen la sed en charcos formados con nuestra sangre», piensa.

Se pregunta si realmente sería mejor en el pasado, si realmente existió alguna vez una edad de oro impulsada por el petróleo y la tecnología. Una época en que la solución a cualquier problema no generaba otro. Le dan ganas de maldecir a los farang pioneros. Fabricantes de calorías que prometían acabar con el hambre en el mundo gracias a sus laboratorios de investigación y sus variedades de cultivos, escrupulosamente rediseñadas. Gracias a sus animales modificados, capaces de trabajar con mayor eficiencia a cambio de menos calorías. Agentes de AgriGen y PurCal que aseguraban conformarse con alimentar al mundo, con exportar sus semillas patentadas, y que luego siempre encontraban alguna excusa para posponerlo.

«Ay, Jaidee. Lo siento. No sabes cuánto lo siento. Todo lo que te he hecho a ti y a los tuyos. No quería hacerte daño. Si hubiera sabido cuál era el precio de contrarrestar la codicia de Pracha, jamás habría venido a Krung Thep», piensa.

En vez de ir en busca de sus hombres, se encamina hacia un templo. Es pequeño, un altar callejero más que otra cosa, atendido tan solo por un puñado de monjes. Hay un muchacho arrodillado con su abuela ante la resplandeciente imagen de Buda, pero por lo demás, el lugar está vacío. Kanya le compra incienso al vendedor que hay en la puerta y entra. Enciende el incienso y se arrodilla, se lleva las varitas a la frente y las eleva tres veces, una por cada una de las Tres Joyas: buddha, damma, sanga. Empieza a rezar.

¿Cuántos pecados ha cometido? ¿Por cuánto mal kamma debe rendir cuentas? ¿Qué era más importante, honrar a Akkarat y su prometido ajuste de cuentas, u honrar a su padre adoptivo, Jaidee?

Un hombre llega a tu aldea y te asegura que nunca te faltará la comida, ni un techo en la ciudad, ni dinero para la tos de tu tía y el whisky de su marido. Y ni siquiera le interesa comprar tu cuerpo. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más hace falta para comprar una lealtad? Todo el mundo trabaja para alguien.

«Que tengas mejores amigos en tu próxima vida, guerrero leal.»

«Ay, Jaidee, perdóname.»

«Que mi espíritu vague durante un millón de años en penitencia.»

«Que renazcas en un sitio mejor que este.»

Kanya se pone en pie y dedica un último wai al Buda antes de salir del templo. En la escalinata, eleva la mirada a las estrellas. Se pregunta cómo es posible que su kamma la haya destruido de esta manera. Cierra los ojos, anegados en lágrimas.

A lo lejos, un edificio es devorado por una atronadora columna de fuego. Tiene más de cien hombres trabajando en este distrito, para que todo el mundo sienta el dolor del verdadero castigo. Las leyes son muy bonitas sobre el papel, pero dolorosas cuando no hay sobornos que mitiguen su aplicación. La gente lo ha olvidado. De repente, se siente cansada. Da la espalda a la carnicería. Ya se ha manchado bastante las manos de sangre y hollín por una noche. Sus hombres saben lo que tienen que hacer. Su casa no está lejos.

– ¿Capitana Kanya?

Kanya abre los ojos a la luz del amanecer que se filtra en su hogar. Por un momento, está tan desorientada que no recuerda qué día es, ni su cargo.

– ¿Capitana? -La voz llega hasta ella a través de la ventana de papel.

Kanya se levanta de la cama y se dirige a la puerta.

– ¿Sí? -pregunta sin abrir-. ¿Qué sucede?

– Requieren su presencia en el ministerio.

Kanya abre la puerta y coge un sobre de manos del hombre; rompe el lacre.

– Es del Departamento de Cuarentena -dice, sorprendida.

El mensajero asiente con la cabeza.

– Era una tarea para la que el capitán Jaidee se ofreció voluntario… -Deja la frase a medias-. Con todo el mundo ocupado, el general Pracha solicitó… -Titubea.

Kanya asiente.

– Sí. Por supuesto.

Se le pone la piel de gallina al recordar las historias de Jaidee sobre la guerra contra las primeras variedades de la cibiscosis. Sobre cómo tenía el corazón en un puño mientras trabajaba junto a sus hombres, preguntándose todos ellos quién moriría antes de que acabara la semana. Aterrados por la enfermedad y empapados de sudor mientras incendiaban aldeas enteras: viviendas, wats e imágenes de Buda devoradas por el humo mientras los monjes cantaban e invocaban la ayuda de los espíritus, mientras a su alrededor las personas morían tiradas en el suelo, ahogándose en sus propios fluidos con los pulmones destrozados. El Departamento de Cuarentena. Lee el mensaje. Asiente bruscamente para el muchacho.

– Sí. Ya veo.

– ¿Alguna respuesta?

– No. -Kanya deja el sobre encima de una mesita, un escorpión agazapado-. Esto es cuanto necesito.

El mensajero saluda con gesto marcial y baja los escalones corriendo hasta su bicicleta. Kanya cierra la puerta, pensativa. El sobre augura nuevos horrores. Quizá este sea su kamma. Retribución.

No tarda en partir camino del ministerio, pedaleando por las calles cubiertas de hojas, cruzando canales, rodando por bulevares diseñados para acoger cinco carriles de vehículos impulsados por gasolina que contienen ahora manadas de megodontes.

En el Departamento de Cuarentena debe superar un segundo control de seguridad antes de que le permitan entrar en el complejo.

El zumbido de los ordenadores y de los ventiladores es incesante. El edificio entero parece vibrar con la energía que arde en su interior. Más de tres cuartas partes de la asignación de carbón del ministerio van a parar a este edificio, el cerebro del Departamento de Cuarentena que evalúa y predice los cambios en la arquitectura genética que requieren una respuesta por parte del ministerio.

Tras paredes de cristal, los pilotos de los servidores parpadean rojos y verdes, consumiendo energía, hundiendo a Krung Thep bajo las aguas para salvarla. Kanya recorre varios pasillos, deja atrás una serie de salas donde los científicos se sientan frente a gigantescos monitores y estudian las brillantes imágenes de modelos genéticos. Kanya se imagina que puede sentir el aire en combustión con toda la energía que se está quemando, con todo el carbón consumido para mantener en funcionamiento este edificio.

Circulan rumores sobre las redadas que fueron precisas para fundar el Departamento de Cuarentena. Sobre los pactos arcanos que les permitieron acceder a esta tecnología. Farang traídos desde sus países sin reparar en gastos, expertos extranjeros empleados para transferir al reino los virus de sus conocimientos, los conceptos invasores de piratería genética, la información necesaria para preservar a los thais y protegerlos de las plagas.

Algunas de esas personas son famosas ahora, tan populares como Ajahn Chanh, Chart Korbjitti y Seub Nakhasathien. Algunas de ellas se han convertido en boddhis por derecho propio, espíritus bondadosos, consagrados a la salvación de todo un reino.

Cruza un patio. En una esquina se erige una pequeña capilla habitada por miniaturas del maestro Lalji, que parece un saddhu arrugado, y la santa Sarah de AgriGen. Los boddhis gemelos. Hombre y Mujer, el corsario de las calorías y la pirata genética. El ladrón y la constructora. Solo hay unas pocas varitas de incienso encendidas, además de la habitual bandeja de desayuno y las guirnaldas de margaritas que siempre cuelgan allí. Cuando las plagas se recrudecen, la capilla se convierte en un hervidero de científicos que rezan para encontrar alguna solución.

«Incluso nuestras plegarias son para los farang», piensa Kanya. Antídotos farang para venenos farang.

«Recoge todas las herramientas que encuentres. Hazlas tuyas», solía decir Jaidee, explicando por qué se mezclaban con indeseables. Por qué sobornaban, robaban y patrocinaban a monstruos como Gi Bu Sen.

«A un machete le da igual quién lo empuñe, o quién lo fabricó. Clava el cuchillo y cortará. Usa a los farang si van a ser una herramienta en tus manos. Y si se vuelve contra ti, fúndela. Así obtendrás al menos la materia prima.»

Usa todas las herramientas a tu disposición. Jaidee, siempre tan pragmático.

Pero es doloroso. Rastrean e imploran briznas de conocimientos en el extranjero, rapiñando como cheshires para sobrevivir. Hay tanta información encerrada en el Compacto del Medio Oeste… Cuando surge algún genetista prometedor en cualquier parte del mundo, se le presiona, intimida y soborna para que trabaje con los investigadores más brillantes de Des Moines o Changsha. Hace falta una voluntad de hierro para resistirse a PurCal, AgriGen o RedStar. Y aunque hagan frente a los fabricantes de calorías, ¿qué podría ofrecerles el reino? Hasta sus mejores ordenadores van varias generaciones por detrás de los que utilizan los farang.

Kanya intenta pensar en otra cosa. «Estamos vivos. Seguimos con vida cuando han desaparecido países y reinos enteros. Cuando Malasia es un cementerio. Cuando Kowloon se ha hundido bajo las aguas. Cuando China está dividida, Vietnam derrotada y Birmania muerta de hambre. El Imperio de Norteamérica ya no existe. La Unión de los Europeos se ha astillado en infinidad de facciones. Y no obstante nosotros resistimos, nos expandimos incluso. El reino sobrevive. Gracias a Buda por tendernos su mano compasiva y a la reina por hacerse merecedora de estas aterradoras herramientas farang sin las que estaríamos completamente indefensos.»

Llega al último puesto de control. Soporta otra inspección de sus papeles. Las puertas se deslizan a los lados y es invitada a montar en un ascensor eléctrico. Siente el aire absorbido con ella, presión negativa, y las puertas se cierran.

Kanya desciende a las profundidades, como si estuviera bajando al infierno. Piensa en los fantasmas hambrientos que pueblan estas tétricas instalaciones. Los espíritus de los muertos que se sacrificaron para contener a los demonios del mundo. Un escalofrío recorre toda su piel.

Abajo.

Abajo.

Se abren las puertas del ascensor. Un pasillo blanco y una compuerta. Se desnuda. Recibe una ducha cargada de cloro. Cruza al otro lado.

Un muchacho le ofrece ropa de laboratorio y vuelve a confirmar su identidad en una lista. Le informa que no necesitará medidas de contención auxiliares y conduce a Kanya por más pasillos.

Los científicos que trabajan aquí lucen la expresión angustiada de quienes se saben asediados. Saben que detrás de unas pocas puertas acechan toda clase de horrores apocalípticos dispuestos a devorarlos. Cuando Kanya se para a pensarlo, se le revuelve el estómago. Esa era la fortaleza de Jaidee. Tenía fe en sus vidas pasadas y en las futuras. ¿Pero Kanya? Renacerá para morir de cibiscosis mil veces antes de que se le permita avanzar. Kamma.

«Tendrías que haberlo pensado antes de venderme a ellos», dice Jaidee.

El sonido de su voz hace que Kanya se tambalee. Jaidee la sigue a escasos pasos de distancia. Kanya apoya la espalda en una pared, sin aliento. Jaidee ladea la cabeza, estudiándola. Kanya no puede respirar. ¿La estrangulará aquí mismo para hacerle pagar su traición?

Su guía se detiene.

– ¿Estás mareada? -pregunta.

Jaidee se ha esfumado.

El corazón de Kanya late desbocado. Está sudando. Si quisiera adentrarse en la zona de contención, tendría que pedir que la pusieran en cuarentena, implorar que no le permitieran salir, aceptar que alguna bacteria o algún virus habían escapado y que iba a morir.

– Me… -Jadea, recordando la sangre de la escalinata del edificio de administración del general Pracha. El cuerpo descuartizado de Jaidee, un envoltorio cruelmente meticuloso. Una muerte fragmentada.

– ¿Quieres que te vea un médico?

Kanya se esfuerza por controlar la respiración. Jaidee la persigue. Su phii está siguiéndola. Intenta dominar el miedo.

– Estoy bien. -Asiente con la cabeza hacia su guía-. Vamos. Terminemos cuanto antes.

Instantes después, el guía indica una puerta y, por señas, sugiere que Kanya la cruce sola. Cuando la capitana abre la puerta, Ratana levanta la cabeza de sus archivos. Sonríe ligeramente a la luz del monitor.

Todos los ordenadores de aquí abajo están dotados de unas pantallas enormes. Algunos de ellos son modelos que dejaron de existir hace cincuenta años y consumen más energía que cinco de los nuevos, pero hacen su trabajo y a cambio reciben un mantenimiento exhaustivo. Así y todo, la cantidad de energía que circula por sus entrañas hace que a Kanya le tiemblen las rodillas. Casi puede ver el océano elevándose en respuesta. Estar junto a algo así es sobrecogedor.

– Gracias por venir -dice Ratana.

– No podía negarme.

Nadie menciona citas pasadas. Nadie menciona su malograda historia en común. Que Kanya no podía jugar a tom y dee con alguien a quien inevitablemente iba a terminar traicionando. Sería demasiado hipócrita, hasta para ella. Pero eso no impide que Ratana siga siendo preciosa. Kanya recuerda las risas compartidas con ella mientras cruzaban el Chao Phraya en esquife, contemplando los brillantes barcos de papel que flotaban a su alrededor durante el Loi Kratong. Recuerda el tacto de Ratana acurrucada contra ella mientras las olas salpicaban iluminadas por miles de velas, los deseos y las plegarias de toda la ciudad convertidos en un manto sobre las aguas.

Ratana le indica que se acerque. Le enseña las fotos abiertas en su pantalla. Repara en los galones de capitán que adornan el cuello blanco de Kanya.

– Lamento lo de Jaidee -dice-. Era… bueno.

Kanya arruga la frente, intentando sacudirse el recuerdo del phii del pasillo.

– Era más que eso. -Inspecciona los cuerpos que resplandecen ante ella-. ¿Qué estoy mirando?

– Dos hombres. En dos hospitales distintos.

– ¿Sí?

– Tenían algo. Algo preocupante. Al parecer se trata de una variedad de la roya.

– ¿Sí? ¿Y? Comieron algo contaminado. Murieron. ¿Y?

Ratana sacude la cabeza.

– Estaba dentro de ellos. Propagándose. Nunca lo había visto alojarse en un mamífero.

Kanya echa un vistazo a los informes médicos.

– ¿Quiénes son?

– No lo sabemos.

– ¿No les visitó ningún familiar? ¿Nadie les vio llegar? ¿No han dicho nada?

– Uno deliraba cuando lo ingresaron. El otro ya estaba en un coma profundo inducido por la roya.

– ¿Seguro que no comieron sencillamente fruta contaminada?

Ratana se encoge de hombros. La vida bajo tierra ha vuelto su piel tersa y pálida. No como Kanya, cuya piel se ha tostado como la de una campesina patrullando bajo un sol de justicia. Y sin embargo Kanya elegiría siempre trabajar en la superficie, no aquí abajo, en la oscuridad. Ratana es la más valiente de las dos. A Kanya no le cabe la menor duda. Se pregunta qué demonios personales habrán llevado a Ratana a trabajar en este lugar infernal. Cuando estaban juntas, Ratana no hablaba nunca de su pasado. De sus pérdidas. Pero están ahí. Tienen que estar, como rocas bajo las olas y la espuma de la costa. Siempre hay rocas.

– No, claro que no estoy segura. No al ciento por ciento.

– ¿Y al cincuenta por ciento?

Ratana vuelve a encoger los hombros, incómoda, y consulta otra vez sus papeles.

– Sabes que no puedo hacer afirmaciones tan tajantes. Pero el virus es distinto, las proteínas alteradas de las muestras son variaciones. La descomposición del tejido no coincide con el modus operandi habitual de la roya. Los ensayos apuntan a tipos de roya que ya hemos visto antes. Variedades de AgriGen y TotalNutrient, AG134.s y TN249.x.d. Ambas ofrecen grandes similitudes. -Hace una pausa.

– ¿Sí?

– Pero estaba en los pulmones.

– Cibiscosis, entonces.

– No. Era roya. -Ratana mira a Kanya-. ¿Ves el problema?

– ¿Y no sabemos nada de su historial, si han viajado recientemente? ¿Han estado en el extranjero, tal vez? ¿A bordo de algún clíper? ¿Han visitado Birmania, o el sur de China? ¿Proceden de aldeas distintas, quizá?

Ratana se encoge de hombros.

– Desconocemos el historial de los dos. La enfermedad es lo único que tienen en común. Antes contábamos con una base de datos demográfica con informes de ADN, historiales familiares, datos laborales y geográficos, pero la anularon a fin de dedicar más capacidad de procesamiento a la investigación preventiva. -Encoge los hombros-. En cualquier caso, eran tan pocas las personas que se tomaban la molestia de apuntarse que no tenía sentido.

– Así que no tenemos nada. ¿Más casos?

– No.

– De momento, querrás decir.

– Eso escapa a mi competencia. Si nos dimos cuenta fue solo gracias a la campaña de castigo. Los hospitales están denunciándolo todo, mucho más de lo que es normal en ellos, para demostrar que están de nuestro lado. Fue casualidad que dieran la voz de alarma, como lo fue también que yo me fijara con la cantidad de informes que estamos recibiendo. Necesitamos la ayuda de Gi Bu Sen.

A Kanya se le pone la piel de gallina.

– Jaidee está muerto. Gi Bu Sen no querrá ayudarnos ahora.

– A veces demuestra interés en algo más aparte de sus propias investigaciones. En este caso, es posible. -Cuando mira a Kanya, un destello de esperanza le ilumina los ojos-. Acompañaste a Jaidee alguna vez. Le viste convencer al hombre. Quizá también tú consigas despertar su interés.

– Lo dudo.

– Mira esto. -Ratana revuelve los partes médicos-. Tiene todas las características de un virus de diseño. Las mutaciones del ADN no tienen pinta de haberse producido espontáneamente. La roya no tiene ningún motivo para saltar la barrera del reino animal. No hay ningún incentivo, la transferencia no es fácil. Las diferencias son notables. Es como si estuviéramos vislumbrando su futuro. Lo que será después de haber renacido diez mil veces. Es un auténtico enigma. Y muy preocupante.

– Si tienes razón, todos podemos darnos por muertos. Habrá que informar al general Pracha. Y al palacio.

– Con discreción -le ruega Ratana. Con expresión angustiada, estira un brazo y agarra la manga de Kanya-. Podría equivocarme.

– No lo creo.

– No estoy segura de que pueda saltar, ni en qué circunstancias. Quiero que vayas a ver a Gi Bu Sen. Él lo sabrá.

Kanya hace una mueca.

– De acuerdo. Lo intentaré. Mientras tanto, avisa a los hospitales y a las clínicas callejeras para que presten atención a los síntomas. Escribe una lista. Con todo el mundo tan preocupado por la campaña de castigo, ni siquiera les extrañará que les pidamos más información. Pensarán que solo estamos intentando que no se confíen. Al menos así averiguaremos algo.

– Se producirán disturbios si tengo razón.

– Se producirán cosas peores. -Kanya se dirige a la puerta, sintiéndose mareada-. Cuando hayas terminado con los ensayos y la información esté lista para que la examine, me reuniré con tu demonio. -Pone cara de asco-. Tendrás la confirmación que necesitas.

– ¿Kanya?

La capitana se gira.

– Lamento de veras lo de Jaidee -dice Ratana-. Sé que estabais muy unidos.

Kanya hace una mueca.

– Era un tigre. -Abre la puerta y deja a Ratana sola en su cubil infernal. Un edificio entero dedicado a la supervivencia del reino, kilovatios de energía consumidos de día y de noche, y todo ello sin una sola utilidad real.

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