La cabeza de Elizabeth Boudry salta hacia atrás. Una fina lluvia de sangre salpica a Hock Seng, empapándole la piel y la ropa nueva hecha a medida. La general de los camisas blancas se vuelve y Hock Seng cae inmediatamente de rodillas, componiendo un khrab de sumisión junto al cuerpo exánime de la diabla extranjera.
Los ojos sorprendidos y sin vida de la criatura rubia se clavan en él mientras se postra. Los discos de las pistolas de resortes repiquetean en las paredes, entre los alaridos de la gente. De pronto, se hace el silencio.
La general de los camisas blancas tira de Hock Seng para ponerlo en pie y le planta la pistola de resortes en la cara.
– Por favor -susurra en tailandés Hock Seng-. No soy de los suyos.
La general lo estudia con ojos implacables. Asiente bruscamente con la cabeza y lo aparta de un empujón. Hock Seng se acurruca contra una pared mientras la mujer comienza a lanzar órdenes a sus hombres, que se apresuran a retirar los cadáveres de AgriGen y convergen alrededor de ella. A Hock Seng le sorprende la celeridad con que la mujer, circunspecta, reúne a sus tropas. Se acerca a los monjes del banco de semillas. Compone un khrab de respeto y empieza a hablar rápidamente. Pese a reconocer su autoridad espiritual, no cabe duda de que es ella la que domina la situación.
Hock Seng abre los ojos como platos al escuchar lo que se propone. Es aterrador. Un acto de destrucción intolerable… y sin embargo, los monjes asienten con la cabeza y salen del banco de semillas en tromba, sin perder tiempo. La general y sus hombres comienzan a abrir puertas, revelando estantes y más estantes repletos de armas. Se asignan equipos: el Palacio Real, la bomba de Korakot, la esclusa de Khlong Toey…
La general observa de soslayo a Hock Seng cuando termina de despachar a sus hombres. Los monjes han empezado ya a retirar las semillas de las baldas. Hock Seng se encoge ante el escrutinio. Después de todo lo que sabe, es imposible que lo dejen con vida. El bullicio de actividad se incrementa. No dejan de acudir más y más monjes. Apilan las cajas de semillas con cuidado, montones de ellas. Semillas de hace más de cien años, semillas cultivadas esporádicamente en las condiciones de aislamiento más rigurosas y vueltas a almacenar en esta cámara subterránea. Esas cajas contienen una herencia milenaria, el legado de todo un planeta.
A continuación, los monjes salen del banco de semillas cargando con las cajas al hombro, una marea de hombres con la cabeza afeitada y mantos azafranados, llevándose el tesoro de su nación. Hock Seng se queda sin aliento mientras ve cómo todo ese material genético desaparece en la espesura. En algún lugar, en la calle, le parece oír a los monjes cantando, bendiciendo este proyecto de renovación y destrucción. La general de los camisas blancas vuelve a observarlo. Él se obliga a no agachar la cabeza. A no humillarse. Va a matarlo. Es su deber. Hock Seng se niega a rebajarse y ensuciarse los pantalones. Por lo menos morirá con dignidad.
La general frunce los labios e inclina la cabeza bruscamente en dirección a las puertas abiertas.
– Corre, tarjeta amarilla. Esta ciudad ha dejado de ser un refugio para ti.
Hock Seng se queda mirándola fijamente, asombrado. La mujer repite el ademán, con la sombra de una sonrisa aleteando en los labios. Hock Seng, de rodillas, se apresura a hacer un wai y se incorpora. Atraviesa los túneles corriendo y sale al asfixiante aire libre, donde se encuentra rodeado por la marea de mantos azafranados. Cuando llegan a los jardines del templo, los monjes se dispersan tomando las distintas salidas, dividiéndose en grupos cada vez más pequeños, una diáspora cuyo destino es algún santuario lejano acordado de antemano. Un lugar secreto, lejos del alcance de los fabricantes de calorías, supervisado únicamente por Phra Seub y los espíritus de la nación.
Hock Seng se queda mirando un rato más mientras los monjes continúan surgiendo del banco de semillas, y empieza a correr en dirección a la carretera.
El conductor de un rickshaw lo ve y aminora la marcha. Hock Seng monta de un salto.
– ¿Adónde? -pregunta el hombre.
Hock Seng titubea, devanándose los sesos. Los amarraderos. Es la única vía de escape segura frente al caos que se avecina. El yang guizi Richard Carlyle probablemente aún esté allí. El hombre y su dirigible, preparándose para volar a Calcuta para recoger las bombas de carbón del reino. Estará a salvo en el aire. Pero solo si se da prisa y encuentra al diablo extranjero antes de que leve la última ancla.
– ¿Adónde?
«Mai.»
Hock Seng sacude la cabeza. ¿Por qué lo atormenta ahora? No le debe nada. No es nada, en realidad. Una simple pescadora. Y sin embargo, a pesar de los pesares, permitió que se quedara a su lado, le dijo que la emplearía en calidad de criada o algo por el estilo. Que la mantendría a salvo. Era lo mínimo que podía hacer… Pero eso era antes. Iba a nadar en la abundancia gracias al dinero de los fabricantes de calorías. La promesa tenía otro valor cuando la formuló. Ella sabrá perdonarlo.
– A los amarraderos -dice Hock Seng-. Deprisa. El tiempo apremia.
El conductor del rickshaw asiente con la cabeza y la bicicleta empieza a acelerar.
«Mai.»
Hock Seng se maldice para sus adentros. Es un estúpido. ¿Por qué no puede concentrarse nunca en el objetivo más importante? Siempre se distrae. Siempre deja de hacer lo que le mantendría a salvo y con vida.
Furioso consigo mismo, furioso con Mai, se inclina hacia delante.
– No. Espera. Tengo otra dirección. Primero al puente de Krungthon, después a los amarraderos.
– Eso está en la otra punta.
Hock Seng hace una mueca.
– ¿Te crees que no lo sé?
El conductor del rickshaw asiente y aminora. Tuerce el manillar y apunta la bicicleta en dirección contraria. Se pone en pie sobre los pedales, ganando velocidad. La ciudad se desliza a los lados, colorida y enfrascada en las labores de reconstrucción. Una ciudad completamente ajena a la catástrofe que se cierne sobre ella. La bicicleta zigzaguea entre los rayos de sol, cambiando fluidamente de marcha, cada vez más deprisa en dirección a la niña.
Si el destino lo quiere, aún les dará tiempo. Hock Seng reza para que le sonría la suerte. Reza para que le dé tiempo de recoger a Mai y llegar al dirigible. Si fuera más listo, se limitaría a huir sin mirar atrás.
En vez de eso, reza para que le sonría la suerte.