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– Se marchan. Se acabó.

Anderson deja caer la cabeza encima de la almohada.

– Entonces, hemos ganado.

Emiko no responde; todavía tiene la mirada perdida en la lejana plaza de armas.

La luz de la mañana que atraviesa la ventana es abrasadora. Anderson está tiritando de frío, aterido y agradecido por el asalto del sol. El sudor mana a chorros de su cuerpo. Emiko le pone una mano en la frente, y Anderson se sorprende al sentir su frescor.

La contempla con ojos vidriosos a causa de la fiebre y la enfermedad.

– ¿Todavía no ha llegado Hock Seng?

Emiko niega con la cabeza, apenada.

– Tu gente no es leal.

Anderson está a punto de soltar una carcajada. Manotea las mantas, sin éxito. Emiko le ayuda a apartarlas.

– No. No lo es. -Vuelve la cara hacia el sol otra vez, empapándose de él, dejando que lo bañe-. Pero eso ya lo sabía. -Se reiría si no estuviera tan cansado. Si no pareciera que su cuerpo está cayéndose a pedazos.

– ¿Quieres más agua?

No le apetece. No tiene sed. Anoche sí la tenía. Cuando llegó el médico por orden de Akkarat podría haberse bebido el mar entero, pero ahora no.

Después de auscultarlo, el médico se fue con un brillo de temor en la mirada, diciendo que enviaría a alguien. Que habría que dar parte al Ministerio de Medio Ambiente. Que los camisas blancas vendrían para practicar algún tipo de magia negra de contención sobre él. Emiko permaneció escondida todo ese tiempo, y cuando se marchó el médico, aguardó junto a Anderson durante varios días con sus noches.

Eso sugieren sus recuerdos fragmentados, al menos. Ha soñado. Ha alucinado. Yates se ha sentado en la cama con él de vez en cuando. Se ha reído de él. Ha señalado la futilidad de su vida. Se ha asomado a sus ojos y le ha preguntado si lo entendía. Y Anderson intentó responder pero tenía la garganta seca. Las palabras no lograban abrirse camino. También de eso se ha reído Yates, que le ha preguntado qué opina de la recién llegada representante comercial enviada por AgriGen para ocupar su puesto. Si verse reemplazado le hace la misma gracia que le hizo a él en su día. Pero Emiko estaba allí con una compresa húmeda y Anderson se sentía agradecido, desesperadamente agradecido por cualquier clase de atención, por su calidad humana… y se reía sin fuerzas ante la ironía.

Ahora contempla a Emiko con la mirada borrosa y piensa en las deudas que tiene pendientes, y se pregunta si vivirá el tiempo suficiente para saldarlas.

– Vamos a sacarte de aquí -susurra.

Lo asalta una nueva oleada de escalofríos. Lleva toda la noche asándose de calor, y ahora, de golpe, está congelado, tiritando de frío, como si hubiera regresado al norte del Medio Oeste y a las crueles heladas de sus inviernos, como si estuviera viendo la nieve. Tiene frío ahora, no sed, y hasta los dedos de una chica mecánica parecen carámbanos apoyados en su mejilla.

Le aparta la mano con esfuerzo.

– ¿Todavía no ha llegado Hock Seng?

– Estás ardiendo. -El rostro de Emiko refleja preocupación.

– ¿Ha llegado? -insiste Anderson. Es tremendamente importante que venga. Que Hock Seng esté aquí, en la habitación, con él. Aunque le cuesta recordar por qué. Es importante.

– Creo que no va a venir. Tiene todas las cartas que necesitaba de ti. Las presentaciones. Está ocupado con tu gente. Con la nueva representante. Esa tal Boudry.

Un cheshire se materializa en el balcón. Emite un gañido y se cuela dentro. A Emiko no parece importarle, claro que, son hermanos. Camaradas artificiales, diseñados por los mismos dioses fallidos.

Anderson observa con apatía mientras el gato cruza el dormitorio y atraviesa la puerta. Si no estuviera tan débil, le tiraría algo. Suspira. Ahora eso da igual. Está demasiado cansado para quejarse por un gato. Deja que su mirada se deslice hasta el techo, donde el ventilador de manivela gira con parsimonia.

Le gustaría sentir rabia. Pero incluso eso ha desaparecido. Al principio, cuando descubrió que estaba enfermo, cuando Hock Seng y la niña retrocedieron alarmados, pensó que se habían vuelto locos. Que él no se había expuesto a ningún vector, pero luego, al fijarse en ellos, en su temor y en su seguridad, comprendió la verdad.

– ¿La fábrica? -había susurrado, repitiendo las últimas palabras de Mai, y Hock Seng había asentido con la cabeza, sin apartar la mano de su cara.

– La sala de refinado, o los tanques de algas -murmuró.

Anderson deseó sentirse furioso entonces, pero la enfermedad ya había empezado a mermarle las fuerzas. Lo único que logró conjurar fue un berrinche sin objetivo que no tardó en disiparse.

– ¿Hay algún superviviente?

– Uno -había susurrado la pequeña.

Él había asentido con la cabeza, y ellos se habían marchado sin hacer ruido. Hock Seng. Siempre con sus secretos. Siempre con sus tejemanejes y sus complots. Siempre esperando…

– ¿Viene ya? -Las palabras despegan a duras penas de sus labios.

– No va a venir -murmura Emiko.

– Tú estás aquí.

Emiko se encoge de hombros.

– Soy un neoser. Tu enfermedad no me da miedo. Pero ese no va a volver. Y ese tal Carlyle tampoco.

– Por lo menos te dejarán en paz. Cumplirán su palabra.

– A lo mejor -dice Emiko, pero sin convicción.

Anderson se pregunta si estará ella en lo cierto. Se pregunta si se habrá equivocado con Hock Seng, igual que con tantas otras cosas. Se pregunta si todo lo que creía saber sobre este lugar estaba equivocado. Se obliga a descartar esta sobrecogedora posibilidad.

– Será fiel a su promesa. Es un hombre de negocios.

Emiko no contesta. El cheshire sube a la cama de un salto. Emiko lo espanta, pero la criatura vuelve a encaramarse, como si presintiera la promesa de carroña que representa el gaijin.

Anderson intenta levantar una mano.

– No -gime-. Que se quede.

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