29

A pesar de los toques de queda y de los camisas blancas, Anderson-sama no repara en riesgos con sus atenciones. Es casi como si intentara compensarla por algo. Pero cuando Emiko reitera sus preocupaciones por Raleigh, Anderson-sama se limita a sonreír misteriosamente y a asegurarle que no hace falta que se preocupe por nada. Que todo está en marcha.

– Mi gente llegará pronto -concluye-. Todo será distinto dentro de poco. Se acabaron los camisas blancas.

– Suena estupendo.

– Lo será. Voy a pasar unos días fuera, organizando los preparativos. Cuando vuelva, todo será diferente.

Dicho lo cual desaparece, dejándola con la advertencia de que no debería cambiar su rutina, ni contarle nada a Raleigh. Le da una copia de la llave de su apartamento.

De modo que Emiko despierta por la noche entre sábanas limpias en una habitación fresca, con un ventilador de manivela dando vueltas despacio sobre su cabeza. Le cuesta recordar cuándo fue la última vez que durmió sin sentir miedo ni dolor; la experiencia es desconcertante. La vivienda está en penumbra, iluminada tan solo por el resplandor de las farolas de gas que titilan como luciérnagas en la calle.

Tiene hambre. Mucha. Encuentra la cocina de Anderson-sama y registra las tarteras herméticas en busca de algo que picar: galletas, aperitivos, pasteles, lo que sea. Anderson-sama no tiene verduras frescas, pero sí arroz, y también hay salsa de soja y de pescado. Emiko pone agua a calentar en un quemador, maravillada por la bombona de metano que Anderson-sama ha dejado allí abandonada como si no tuviera el menor valor. Le cuesta creer que alguna vez ella tampoco concediera la menor importancia a ese tipo de detalles. Que Gendo-sama la alojara en unas instalaciones el doble de lujosas, en la planta más alta de un apartamento de Kioto, con vistas al templo Toji y a los lentos movimientos de los ancianos que atendían el altar con sus hábitos negros.

Ese pasado es como un sueño para ella. El cielo otoñal, pintado de un azul tan limpio que quita el aliento. Recuerda el placer de ver a los pequeños neoseres de su guardería dando de comer a los patos, o estudiando la ceremonia del té con una atención tan absoluta como irredimible.

Recuerda su adiestramiento…

Con un escalofrío, ve que la educaron para la excelencia, para el servicio eterno a un solo amo. Recuerda cómo Gendo-sama se la llevó, la colmó de cariño y, por último, se deshizo de ella como si de una simple cáscara de tamarindo se tratara. Ese había sido su destino desde el principio. No fue ningún accidente.

Entorna los párpados mientras observa fijamente la sartén y el agua en ebullición, el arroz que con tanta precisión ha calculado a simple vista, sin necesidad de tacitas, sencillamente a puñados, sabiendo con toda exactitud cuánto necesitaba y extendiéndolo instintivamente a continuación en una capa uniforme, como si estuviera rastrillando un jardín de grava, como si se dispusiera a realizar una meditación zazen sentada sobre los granos, como si ese cuenco de arroz contuviera la clave para restaurar el orden en su vida.

Estira el brazo. El cuenco de arroz se hace añicos, los fragmentos vuelan en todas direcciones, igual que el agua, rutilantes gemas abrasadoras.

Emiko se yergue en medio del torbellino, viendo volar las gotas, los granos de arroz suspendidos, todo ello detenido en movimiento, como si el arroz y el agua fueran neoseres, volando sincopadamente igual que debe caminar ella por el mundo, heechy-keechy, con gestos extraños y surrealistas a los ojos de las personas normales. A los ojos de las personas a las que tan desesperadamente desea servir.

«Mira lo que has conseguido con tu servilismo.»

La sartén se estrella contra la pared. Los granos de arroz se deslizan por el mármol. El agua lo empapa todo. Esta noche descubrirá la ubicación de la aldea de los neoseres. El lugar donde los suyos viven sin dueño. Donde solo se sirven a sí mismos. Aunque Anderson-sama diga que su gente está a punto de llegar, al final él siempre será un ser natural y ella un neoser, su eterna criada.

Reprime el impulso de recoger el arroz, de dejarlo todo limpio para cuando vuelva Anderson-sama. En vez de eso, se obliga a contemplar el estropicio y a reconocer que ya no es una esclava. Si Anderson-sama quiere ver el suelo limpio, que le pida a otro que haga el trabajo sucio. Ella es otra cosa. Distinta. Óptima, a su manera. Y si alguna vez fue un halcón domesticado, Gendo-sama ha hecho algo por lo que Emiko debe sentirse agradecida. Le ha cortado las correas. Ahora Emiko puede volar con libertad.

Deslizarse entre las sombras resulta casi demasiado sencillo. Emiko flota entre la multitud, brillantes los labios recién pintados, oscuros los párpados, aros de plata relucientes en los lóbulos.

Es un neoser, y camina con tanta agilidad entre el gentío que nadie repara en su presencia. Se ríe de ellos. Se ríe y se desliza entre ellos. Un tictac suicida resuena en su naturaleza mecánica. Se esconde a la vista de todos. No disimula. La suerte la acuna en sus manos protectoras.

Fluye entre la muchedumbre, la gente se aparta sobresaltada de la chica mecánica que acecha en su seno, de esta muestra de diseño transgresor que tiene la desfachatez de mancillar sus aceras, como si su país fuera la mitad de prístino que las islas que han repudiado a Emiko. Arruga la nariz. Ni siquiera las cloacas niponas podrían compararse con esta ruidosa fosa maloliente. No se imaginan cómo les halaga con su presencia. Se ríe para sus adentros, y cuando todos la miran, comprende que lo ha hecho en voz alta.

Camisas blancas al frente. Los atisba entre la maraña de megodontes y carretillas. Emiko se detiene junto a la barandilla de un puente tendido sobre un khlong y se asoma a las aguas, esperando a que pase el peligro. Ve su reflejo en el canal, con el fulgor verde de las farolas iluminándola desde atrás. Piensa que tal vez podría fundirse con el agua si se quedara contemplando el resplandor durante el tiempo suficiente. Se convertiría en un ser acuático. ¿Acaso no forma ya parte del mundo sumergido? ¿No merece flotar y hundirse lentamente? Descarta la idea. Esa es la antigua Emiko. La que jamás podría enseñarle a volar.

Un hombre se acerca y se apoya en la barandilla. Sin levantar la cabeza, Emiko observa su reflejo en el agua.

– Me gusta venir aquí cuando los niños hacen carreras de barcos en los canales.

Emiko asiente ligeramente, sin atreverse a hablar.

– ¿Ves algo en el agua? Llevas mucho rato mirando.

Emiko niega con la cabeza. El uniforme blanco del desconocido está teñido de verde. Está tan cerca que podría tocarla si estirara el brazo. Se pregunta qué cara pondría si las manos del hombre acariciaran el horno de su piel.

– No tengas miedo de mí. Solo es un uniforme. No has hecho nada malo.

– No -susurra Emiko-. No tengo miedo.

– Eso está bien. Una chica tan bonita como tú no tiene motivos para estar asustada. -El hombre hace una pausa-. Qué acento más raro. Cuando te vi, pensé que a lo mejor eras chaozhou…

Emiko niega con la cabeza levemente. Sincopadamente.

– Lo siento. Japonesa.

– ¿De las fábricas?

Emiko encoge los hombros. El hombre la observa con atención. Emiko se obliga a girar la cabeza (despacio, despacio, con suavidad, con suavidad, sin vacilación, sin titubeos) y a mirarle a los ojos, sin desviar la vista. Es mayor de lo que esperaba. Treinta y tantos, seguramente. O no. Quizá sea más joven y su aspecto cansado se deba a los sinsabores de su trabajo. Reprime el impulso de compadecerse de él, la perentoria necesidad genética de agradarle aunque él prefiriera verla descuartizada antes que disfrutar de sus servicios. Lentamente, muy despacio, vuelve a concentrar toda su atención en las aguas.

– ¿Cómo te llamas?

Un instante de vacilación.

– Emiko.

– Bonito nombre. ¿Significa algo?

Emiko sacude la cabeza.

– Nada importante.

– Qué mujer tan modesta, para ser tan guapa.

Emiko vuelve a menear la cabeza.

– No. Nada de eso. Soy fea… -Se interrumpe, repara en la mirada fija del hombre, comprende que ha cometido un descuido. Sus movimientos la han traicionado. La sorpresa se refleja en los ojos abiertos del camisa blanca. Emiko retrocede, olvidada ya toda pretensión de humanidad.

La mirada del hombre se endurece.

Heechy-keechy -sisea.

Emiko sonríe con los labios apretados.

– Ha sido un malentendido.

– Enséñame tus permisos de importación.

– Por supuesto. -Sigue sonriendo-. Seguro que los tengo aquí. Por supuesto. -Cada paso hacia atrás que da es una señal luminosa que anuncia las imperfecciones de su ADN a los cuatro vientos. El hombre intenta agarrarla, pero Emiko se escabulle, una finta rápida, gira sobre los talones y emprende la huida, zambulléndose en el tráfico mientras el camisa blanca grita a su espalda:

– ¡Detenedla! ¡Alto! ¡Por orden del ministerio! ¡Parad a ese neoser!

Toda la esencia de Emiko ansía detenerse y rendirse, acatar la autoridad. A duras penas logra seguir corriendo, rebelarse contra los azotes que le propinaba Mizumi-sensei cuando osaba desobedecer, el dardo censor de la lengua de Mizumi cuando se atrevía a oponerse a los deseos de otro.

Arde de vergüenza mientras las órdenes del camisa blanca resuenan a su espalda, pero antes de darse cuenta la multitud la engulle, la rodea el arrollador tráfico de megodontes, y el hombre está demasiado lejos para encontrar el callejón en el que Emiko se ha refugiado para recuperar el aliento.

Eludir a los camisas blancas lleva tiempo, pero al mismo tiempo es como un juego. Un juego para el que Emiko ahora está preparada. Si es rápida y precavida, si descansa entre sofoco y sofoco, evadirse no es imposible. Cuando corre se maravilla ante los movimientos de su cuerpo, cuán asombrosamente fluida se vuelve, como si por fin estuviera siendo fiel a su naturaleza. Como si todas las lecciones y los azotes de Mizumi-sensei estuvieran diseñados para mantener enterrada esta revelación.

Una vez en Ploenchit, sube a la torre. Raleigh está esperando en la barra, como siempre, impaciente. La mira de reojo.

– Llegas tarde. Me lo pienso cobrar.

Emiko se obliga a no dejarse dominar por la culpa, ni siquiera mientras se disculpa.

– Lo siento mucho, Raleigh-san.

– Date prisa y cámbiate. Esta noche tienes clientes de lujo. Son muy importantes y se presentarán enseguida.

– Quería preguntarte por la aldea.

– ¿Qué aldea?

Emiko no pierde la sonrisa. ¿La engañaría al respecto? ¿Habrá sido siempre una mentira?

– El poblado de los neoseres.

– ¿Todavía andas dándole vueltas a eso? -Raleigh sacude la cabeza-. Ya te lo he dicho. Tú consigue el dinero y yo me encargaré de llevarte allí, si eso es lo que quieres. -Hace un gesto en dirección a los camerinos-. Venga, cámbiate ya.

Emiko se muerde la lengua para no insistir y asiente con la cabeza. Más tarde. Cuando esté borracho. Cuando sea más maleable, entonces le sonsacará toda la información.

En el camerino, Kannika está poniéndose ya la ropa de trabajo. Arruga la nariz al ver a Emiko, pero no dice nada mientras esta se cambia y se prepara el primer vaso de hielo de la velada. Bebe con cuidado, paladeando el frescor y la sensación de bienestar que la embarga a pesar incluso del calor que hace en la torre. Tras las ventanas cegadas con cuerdas, la ciudad resplandece. Desde las alturas se ve preciosa. Despojada de sus habitantes naturales, Emiko se imagina que podría llegar a vivir a gusto en ella. Bebe más agua.

Un murmullo de advertencia y sorpresa. Las chicas se arrodillan y pegan la frente al suelo en un khrab. Emiko las imita. Ha regresado el hombre de las facciones duras. El que estuvo aquí la última vez con Anderson-sama. Busca a este con la mirada, esperando que también él haya venido, pero no hay ni rastro de él. El somdet chaopraya y sus amigos se encuentran visiblemente achispados mientras cruzan las puertas.

Raleigh se apresura a acercarse a ellos y los conduce a su sala VIP.

Kannika se cierne detrás de Emiko.

– Termínate el agua, heechy-keechy. Tienes trabajo que hacer.

Emiko se contiene para no responder con una grosería. Eso sería una locura. Pero mira a Kannika y reza para tener ocasión de vengarse de ella por todos los abusos que ha sufrido en sus manos, cuando descubra el emplazamiento de la aldea.

La sala VIP está abarrotada de hombres. Las ventanas dan al exterior, pero con la puerta cerrada, el aire apenas circula. Y el espectáculo es peor que cuando Emiko está en el escenario. Por lo general, el sadismo de Kannika sigue unas pautas. Aquí, sin embargo, Kannika la pasea de un lado a otro, presentándola a los hombres, animándoles a tocarla y a sentir el calor de su piel, diciendo cosas como: «¿Te gusta? ¿Te parece que es una sucia ramera? Espera y verás. Esta noche descubrirás lo sucia que puede llegar a ser». El poderoso, sus guardaespaldas y sus amigos se carcajean y bromean al verla, se ríen mientras le pellizcan las nalgas y le retuercen los pezones, mientras deslizan los dedos entre sus muslos, todos ellos un poco nerviosos ante esta atracción tan inusitada.

Kannika señala la mesa.

– Arriba.

Emiko se encarama torpemente a la lustrosa superficie negra. Kannika sigue dándole órdenes, le dice que camine, que se agache. La obliga a trotar de acá para allá con sus sincopados pasos de neoser mientras llegan más chicas, que se sientan con los hombres y se suman a sus comentarios jocosos. Emiko continúa exhibiéndose en todo momento, hasta que, como era inevitable, Kannika la posee.

La tumba encima de la mesa. Los hombres estrechan el círculo cuando Kannika empieza a atormentarla. Juega con sus pechos primero, y va ganando confianza lentamente; introduce la polla de jadeíta entre sus piernas, provocando las reacciones que Emiko incluye de serie, incontrolables, no importa que se rebele contra ellas con toda su alma.

Los hombres prorrumpen en vítores ante la degradación de Emiko, quieren más, y Kannika, enardecida, comienza a idear nuevos suplicios. En cuclillas, separa las nalgas y le ordena a Emiko que sondee sus recovecos. Los hombres ríen cuando Emiko obedece y Kannika relata:

– Ah, sí, ya siento su lengua.

Más tarde:

– ¿Te gusta meter la lengua ahí dentro, puerca mecánica?

Hacia los hombres:

– Le encanta. Todos estos sucios neoseres son iguales.

Más carcajadas.

– Vamos, asquerosa. No pares.

Empuja hacia abajo, asfixiando a Emiko, animándola a redoblar sus esfuerzos al tiempo que se multiplica su humillación, animándola a esforzarse más por complacer. Los dedos de Kannika se suman a la lengua de Emiko, jugando, deleitándose con su servilismo.

– ¿Queréis ver cómo es? -La voz de Kannika suena amortiguada en los oídos de Emiko-. Adelante.

Manos en los muslos de Emiko, separándolos hasta dejarla totalmente expuesta. Unos dedos juegan con sus pliegues, la penetran. Kannika se ríe.

– ¿Os la queréis follar? ¿Queréis follaros a la chica mecánica? Venga. Dadme las piernas. -Sus manos se cierran en torno a los tobillos de Emiko y tiran hacia arriba, dejándola vulnerable por completo.

– No -susurra Emiko, pero Kannika es implacable. Separa las piernas de Emiko al máximo.

– Pórtate bien, heechy-keechy. -Kannika vuelve a sentarse encima de ella mientras narra su degradación para los reunidos-. Se come todo lo que le pongas en la boca -dice, y los hombres se ríen. A continuación Kannika empuja contra la cara de Emiko y esta ya no puede ver nada, solamente oír cómo Kannika la llama perra, zorra, puerca mecánica, sin más valor que un consolador…

Silencio.

Emiko intenta moverse pero Kannika la mantiene inmovilizada, aislada del mundo.

– Quédate donde estás -dice Kannika.

Después:

– No. Usad esto.

Emiko siente cómo los hombres le agarran los brazos, paralizándola. Unos dedos la palpan, la auscultan, la invaden.

– Lubricadlo -jadea Kannika, ronca de excitación. Sus dedos se engarfian en los tobillos de Emiko.

Algo húmedo en su ano, viscoso, y a continuación una presión, un empujón frío.

Emiko gime en señal de protesta. La presión cede por unos instantes, pero Kannika pregunta:

– ¿Y vosotros os consideráis hombres? ¡Folladla! Mirad cómo se retuerce. ¡Fijaos en sus brazos y en sus piernas cuando empujáis! Que baile como un heechy-keechy.

La presión se reanuda, los hombres la sujetan con más brío, y Emiko no puede hacer nada mientras el objeto helado traspasa el umbral de su ano y penetra en su cuerpo, dilatándola, desgarrándola, inundándola. Empieza a gritar.

– ¡Eso es, puerca mecánica! -se carcajea Kannika-. Gánate el sueldo. Dejaré que te levantes cuando consigas que me corra.

Emiko empieza a chupar de nuevo, salivando y lamiendo como un perro, desesperada, mientras la botella de champán la penetra otra vez, mientras retrocede y vuelve a embestirla, abrasadora.

Todos los hombres se ríen.

– ¡Mirad cómo se mueve!

Lágrimas como gemas en sus ojos. Kannika insiste para que siga esforzándose, y el halcón, si es que en algún momento hubo un halcón en Emiko, si es que llegó a existir siquiera una vez, es algo muerto e inerte. No destinado a vivir, ni a volar, ni a escapar. Destinado únicamente a someterse. Una vez más, Emiko descubre cuál es su lugar.

Kannika se pasa toda la noche enseñándole las virtudes de la obediencia a Emiko, que promete obedecer y ruega para que cesen el dolor y la violación, que promete servir, hacer cualquier cosa, lo que sea con tal de que esta humilde chica mecánica siga viviendo siquiera un poco más, mientras Kannika ríe y ríe sin parar.

Es tarde cuando Kannika se cansa de ella. Emiko se sienta con la espalda apoyada en una pared, destrozada y rendida. Tiene la cara entera tiznada de sombra de ojos. Está muerta por dentro. Mejor muerta que vivir como un neoser, piensa. Embotada, ve cómo un hombre empieza a fregar el suelo del club. En la otra punta de la barra, Raleigh bebe whisky y se ríe.

El hombre de la fregona se acerca lentamente. Emiko se pregunta si intentará eliminarla con el resto de la escoria. Si la sacará afuera y la tirará a una de las montañas de basura, otro recuerdo para la colección del Señor del Estiércol. Podría quedarse allí tendida y dejar que la fundieran… descartada, como debería haberla descartado Gendo-sama. Es un despojo. Emiko lo comprende ahora. El hombre maniobra el palo de la fregona alrededor de ella.

– ¿Por qué no me tiras a la basura? -gime Emiko con voz ronca. El hombre la mira, indeciso, y vuelve a concentrarse en su faena. Sigue fregando-. ¡Contesta! ¿Por qué no me tiras a la basura? -repite Emiko. Sus palabras resuenan en el espacioso local.

Raleigh levanta la cabeza y frunce el ceño. Emiko se da cuenta de que estaba hablando en japonés.

– Tiradme a la basura, ¿por qué no? -insiste, en tailandés esta vez-. Soy un despojo. ¡Tiradme a la basura! -El hombre de la fregona se encoge y se aleja de ella, sonriendo nervioso.

Raleigh se acerca. Se arrodilla a su lado.

– Emiko. Ponte en pie. Estás asustando al hombre de la limpieza.

Emiko tuerce el gesto.

– Y a mí que me importa.

– Claro que te importa. -Ladea la cabeza hacia la puerta del cuarto privado donde los hombres todavía están reclinados, bebiendo y conversando después de los abusos a los que la han sometido-. Tengo un plus para ti. Esos tipos dejan buenas propinas.

Emiko lo observa desde el suelo.

– ¿A Kannika también le dejan propina?

Raleigh la mira fijamente.

– Eso a ti no te incumbe.

– ¿Le dejan el triple? Dame cincuenta baht.

Raleigh entorna los párpados.

– No.

– ¿O qué? ¿Me tirarás a un contenedor de metano? ¿Me entregarás a los camisas blancas?

– No me provoques. No te gustaría verme cabreado. -Raleigh se incorpora-. Ven a recoger el dinero cuando hayas terminado de compadecerte de ti misma.

Emiko lo observa distraídamente mientras regresa a su taburete y se sirve un trago. Raleigh mira en su dirección de soslayo, le comenta algo a Daeng, que esboza una sonrisa de compromiso y prepara un vaso con hielo. Raleigh agita el vaso en dirección a Emiko. Lo deja encima de un fajo de baht morados. Sigue bebiendo, aparentemente ajeno a su escrutinio.

¿Qué les pasa a las chicas mecánicas cuando se estropean? Emiko no sabe de ningún neoser que haya muerto. A veces, un propietario ya mayor puede fallecer. Pero su chica mecánica sigue viviendo. Todas sus amigas estaban con vida la última vez que las vio. Duraban más. Eso es algo que nunca se le ocurrió preguntar a Mizumi-sensei. Emiko se acerca renqueando a la barra, tropieza. Se apoya en el mostrador. Bebe el hielo. Raleigh empuja el dinero en su dirección.

Emiko apura la última gota de agua. Se traga los cubitos. Siente que el frescor se filtra hasta el fondo de su ser.

– ¿Has preguntado ya?

– ¿El qué? -Raleigh está jugando al solitario encima de la barra.

– La forma de viajar al norte.

Raleigh la mira de reojo, da la vuelta a otro montón de cartas. Se queda callado un segundo.

– Es una tarea complicada. No es algo que se organice en un día.

– ¿Has preguntado?

Otra mirada de soslayo.

– Sí. He preguntado. Y nadie va a ir a ninguna parte mientras los camisas blancas sigan cabreados por la muerte de Jaidee. Te avisaré cuando cambie la situación.

– Quiero ir al norte.

– Ya me lo has dicho. Gana el dinero suficiente, y te irás.

– Ya he ganado más que de sobra. Quiero irme ahora.

El manotazo de Raleigh es rápido, pero Emiko lo ve venir. Es rápido para él, pero no para ella. Ve cómo la mano vuela en dirección a su rostro con la misma gratitud servil que sentía cuando Gendo-sama la llevaba a cenar a algún restaurante de moda. Un estallido en su mejilla, seguido de un entumecimiento abotargado. Se la acaricia con los dedos, paladeando la herida.

Raleigh la observa fríamente.

– Te irás cuando a mí me dé la gana.

Emiko inclina ligeramente la cabeza, dejando que la merecida lección se asiente en lo más hondo de su ser.

– No piensas ayudarme, ¿verdad?

Raleigh se encoge de hombros, concentrado en las cartas.

– ¿Existe siquiera?

Raleigh la mira de reojo.

– Claro. Si eso te hace feliz. Existe. Pero dejará de existir como sigas atosigándome con el tema. Y ahora déjame en paz.

El halcón yace inerte, sin vida. Emiko está muerta. Fertilizante orgánico. Carne para la ciudad, escoria para las farolas de gas. Emiko mira fijamente a Raleigh. El halcón yace inerte.

Se le ocurre entonces que hay cosas peores que la muerte. Hay cosas que no se pueden tolerar jamás.

Su puño es una exhalación. La garganta de Raleigh-san, mullida.

El viejo se desploma llevándose las manos al cuello, con los ojos como platos. Todo sucede a cámara lenta: Daeng se da la vuelta cuando el taburete choca contra el suelo; Raleigh está despatarrado, moviendo los labios, intentando aspirar algo de aire; el hombre de la limpieza suelta la fregona; Noi y Saeng, en la otra punta del bar, con sus hombres esperando a escoltarlas a casa; todos se giran en dirección al estruendo, y todos ellos son lentos.

Cuando Raleigh toca el suelo, Emiko ya ha empezado a cruzar el local a la carrera, en dirección a la puerta de la sala VIP y al hombre que más se ensañó con ella. El hombre que está sentado con sus amigos, riéndose, sin pensar en el daño que inflige.

Embiste la puerta. Los hombres levantan la cabeza, sorprendidos. Las miradas apuntan hacia ella, las bocas se abren para gritar. Los guardaespaldas buscan sus pistolas de resortes, pero todos ellos se mueven demasiado despacio.

Ninguno de ellos es un neoser.

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