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El gentío que rodea a Emiko no deja de crecer. La multitud la zarandea. No hay escapatoria. Está al descubierto, esperando a que la descubran.

Su impulso inicial es abrirse paso con uñas y dientes, luchar por su supervivencia, aunque no tenga la menor oportunidad de escapar de la masa de gente sin recalentarse. «No pienso morir como un animal. Les plantaré cara. Sangrarán.»

Reprime la oleada de pánico que amenaza con devorarla. Intenta recapacitar. Cada vez son más las personas que se apretujan contra ella, esforzándose por ver el letrero más de cerca. Está encajonada entre ellas, pero nadie se ha fijado todavía en Emiko. Mientras no se mueva…

La presión de la multitud es casi una ventaja. Apenas si puede temblar, mucho menos exhibir los movimientos sincopados que la delatarían.

«Despacio. Con cuidado.»

Emiko se apoya en los cuerpos que la rodean, empuja lentamente entre ellos, con la cabeza agachada, fingiendo que está sollozando, estremecida de dolor por el atentado contra el palacio. Mantiene la vista fija en los pies mientras atraviesa la multitud, abriéndose paso poco a poco hasta llegar a la periferia. La gente está apiñada en corrillos, llorando, sentada en el suelo, con la mirada perdida, conmocionada. Emiko se compadece de ellos. Se acuerda de Gendo-sama, montando en su dirigible después de decirle que le había hecho un favor al abandonarla en las calles de Krung Thep.

«Concéntrate», se dice, enfadada. Tiene que alejarse. Tiene que llegar al callejón, donde la gente no se fijará en ella. Esperar a que anochezca.

«Tu descripción está por todas partes: en los postes de las farolas de metano, en la calle, pisoteada por la muchedumbre. No tienes adónde ir.» Descarta esa idea. El callejón será suficiente. El callejón, lo primero. Después, un nuevo plan. No aparta la mirada del suelo. Se abraza a sí misma y llora lágrimas de cocodrilo. Arrastra los pies en dirección al callejón. Despacio. Despacio.

– ¡Tú! ¡Ven aquí!

Emiko se queda paralizada. Se obliga a levantar lentamente la cabeza. Un hombre le hace señas, airado. Emiko abre la boca para decir algo, para protestar, pero alguien se le adelanta a su espalda.

– ¿Tienes algún problema conmigo, heeya?

Un joven con un pañuelo amarillo en la cabeza, cargado con un puñado de octavillas, aparta a Emiko de un empujón.

– ¿Qué es eso que llevas ahí, mocoso?

La discusión empieza a atraer a los curiosos. Los dos en discordia comienzan a gritar y a adoptar actitudes amenazadoras en un intento por determinar quién lleva la voz cantante. La gente empieza a elegir bando. A animar a uno o a otro. Envalentonado, el mayor abofetea al más joven e intenta quitarle el pañuelo amarillo.

– No apoyas a la reina. ¡Eres un traidor! -Arrebata las octavillas de manos del muchacho y las tira al suelo. Las pisotea-. ¡Largo de aquí! Y llévate las mentiras del heeya de Pracha contigo.

Mientras las hojas revolotean en medio de la multitud, Emiko atisba el rostro de Akkarat, caricaturizado, sonriendo mientras intenta engullir el Palacio Real.

El joven gatea detrás de las octavillas.

– ¡No son mentiras! Akkarat quiere derrocar a la reina. ¡Es evidente!

Algunos integrantes de la multitud lo abuchean, pero otros celebran sus palabras con voces de ánimo. El muchacho le da la espalda al hombre y se dirige a los curiosos:

– Akkarat está sediento de poder. Siempre ha querido…

El hombre le da una patada en el culo. El joven gira sobre los talones, furioso, y embiste. Emiko contiene el aliento. El muchacho es un luchador. Muay thai, sin duda. Su codo se estrella contra la cabeza del hombre, que se desploma. El joven se yergue sobre él, gritando invectivas, pero el clamor de la muchedumbre ahoga su voz al tiempo que lo envuelve un enjambre de puños. Sus alaridos inundan la calle.

Emiko se da la vuelta y se aleja de la reyerta sin molestarse en seguir disimulando sus movimientos. La gente que corre en auxilio o en defensa de alguno de los dos bandos la zarandea, obligándola a abrirse paso a empujones tan deprisa como le es posible. En este momento, no es nada para ninguna de estas personas. Tambaleándose, escapa del tumulto y se adentra en las sombras del callejón.

La pelea está propagándose por toda la calle. Emiko busca basura tras la que ponerse a cubierto. Cristales rotos a su espalda. Alguien chilla. Se acurruca junto a una caja de WeatherAll y empieza a cubrirse de desperdicios, cáscaras de durio, el cáñamo destrozado de una cesta, pieles de plátano, cualquier cosa. Inmóvil, permanece agachada mientras los alborotadores cruzan el callejón a la carrera, vociferando. Allí donde mira, lo único que ve son caras deformadas por la rabia.

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