Aplastar al Tigre de Bangkok debería ser más gratificante. Pero, la verdad, sin una chuleta con los distintos nombres implicados, la ceremonia es igual de impenetrable que cualquier otro acontecimiento religioso y social tailandés. De hecho, la destitución del hombre es sorprendentemente rápida.
Veinte minutos después de ser conducido al interior del templo del Ministerio de Medio Ambiente, Anderson se encuentra observando en silencio mientras el tan cacareado Jaidee Rojjanasukchai hace khrabs de sumisión ante el ministro de Comercio Akkarat. Las estatuas doradas de Buda y Seub Nakhasathien que presiden el solemne momento relucen tenuemente. Ninguno de los participantes muestra la menor expresividad. Ni siquiera una sonrisa triunfal por parte de Akkarat. Y luego, instantes después, los monjes interrumpen su monótono soniquete y todo el mundo se pone en pie, dispuesto a marcharse.
Eso es todo.
Ahora Anderson está refrescándose los pies frente al bot del templo de Phra Seub, aguardando a ser escoltado fuera del complejo. Después de soportar la asombrosa serie de controles de seguridad y registros para acceder al campus del Ministerio de Medio Ambiente, había empezado a fantasear con que tal vez podría averiguar algún detalle práctico sobre el lugar, hacerse quizá una mejor idea sobre dónde podría estar escondido su seductor banco de semillas. Era absurdo y él lo sabía, pero después del cuarto cacheo empezó a convencerse de que estaba a punto de tropezarse con el mismísimo Gibbons, posiblemente acunando un ngaw recién diseñado como un padre orgulloso.
Lo que encontró, en vez de eso, fueron taciturnos cordones de camisas blancas. La bicicleta con rickshaw lo dejó directamente en la escalinata del templo, donde se le pidió que se quitara los zapatos y se dejara palpar minuciosamente, descalzo, antes de pasar adentro con los demás asistentes.
Alrededor del templo, un tupido anillo de tamarindos oculta la mayor parte del palacio. Los dirigibles desviados «accidentalmente» de su ruta, cortesía de AgriGen, le han proporcionado más información acerca del complejo de la que dispone en estos momentos, plantado en el mismo centro del complejo.
– Veo que has recuperado los zapatos.
Carlyle, caminando tranquilamente hacia él, sonriendo.
– Por la forma en que los inspeccionaron -dice Anderson-, pensé que iban a ponerlos en cuarentena.
– No les gusta tu olor a farang, eso es todo. -Carlyle saca un cigarro y le ofrece otro a Anderson. Los encienden bajo la atenta mirada de los camisas blancas-. ¿Te ha gustado la ceremonia?
– Creí que habría más pompa y boato.
– No les hace falta. Todo el mundo sabe lo que significa esto. El general Pracha ha caído en desgracia. -Carlyle sacude la cabeza-. Por un instante estuve seguro de que íbamos a levantar la mirada y ver cómo la estatua de Phra Seub se partía en dos de vergüenza. Se nota que el reino está cambiando. Se respira en el aire.
Anderson piensa en los pocos edificios que tuvo ocasión de atisbar mientras lo escoltaban hasta el templo. Todos estaban en ruinas. Cubiertos de manchas de humedad y enredaderas. Por si la humillación del Tigre no fuera prueba suficiente, los árboles caídos y el césped sin arreglar hablan por sí solos.
– Debes de estar muy orgulloso de lo que has conseguido.
Carlyle pega una calada y expulsa el humo lentamente.
– Digamos que es un satisfactorio paso adelante.
– Les has impresionado. -Anderson apunta con la barbilla a la Falange Farang, cuyos integrantes parecen haber empezado a beberse ya el dinero de la indemnización. Lucy está intentando convencer a Otto para que cante el Himno del Pacífico bajo la reprobatoria mirada de los camisas blancas armados. El comerciante se fija en Carlyle y se acerca, tambaleándose. Le apesta el aliento a lao-lao.
– ¿Estás borracho? -pregunta Carlyle.
– Hasta las trancas. -Otto esboza una sonrisa bobalicona-. Tuve que acabármelo todo en la puerta. Los muy cabrones no me dejaban entrar con las botellas para la celebración. También requisaron el opio de Lucy.
Le pasa un brazo por los hombros a Carlyle.
– Tenías razón, mariconazo. Más que un santo. Fíjate en la cara que se les ha quedado a esos condenados camisas blancas. ¡Llevan todo el día chupando limones! -Busca la mano de Carlyle a tiendas, intenta estrechársela-. Dios, es estupendo ver cómo se les bajan los humos. Extorsionistas, cuántos «regalos de buena voluntad» les habré dado… Eres mi héroe, Carlyle. Mi héroe.
Esboza una sonrisa torcida.
– Voy a hacerme rico gracias a ti. ¡Rico! -Se carcajea y tantea de nuevo en busca de la mano de Carlyle-. Mi héroe -repite cuando logra encontrar asidero-. Mi héroe.
– ¡Oye, borrachuzo, que ya ha llegado el rickshaw! -exclama Lucy, indicándole que vuelva a la cola.
Otto se aleja haciendo eses y con la ayuda de Lucy intenta encaramarse al rickshaw. Los camisas blancas contemplan la escena con gesto glacial. Una mujer, vestida con el uniforme de los oficiales, los vigila desde lo alto de la escalinata, inexpresiva.
Anderson la observa.
– ¿Qué crees que estará pensando? -pregunta, señalando a la oficial con un cabeceo-. Todos estos farang borrachos arrastrándose por su complejo. ¿Qué es lo que ve?
Carlyle pega una chupada al cigarro y suelta una bocanada de humo con parsimonia.
– El amanecer de una nueva era.
– Regreso al futuro -murmura Anderson.
– ¿Cómo dices?
– Nada. -Anderson menea la cabeza-. A Yates le gustaba esa expresión. Vivimos un momento dulce. El mundo se encoge.
Lucy y Otto por fin consiguen montar en el rickshaw. Se ponen en marcha mientras Otto bendice a gritos a todos los honorables camisas blancas que han sido tan generosos con el dinero de la indemnización. Carlyle enarca una ceja en dirección a Anderson, con expresión interrogante. Anderson pega una calada, sopesando las posibles ramificaciones de la pregunta tácita de Carlyle.
– Quiero hablar con Akkarat en persona.
Carlyle suelta un resoplido.
– Los niños lo quieren todo.
– Los niños no juegan a esto.
– ¿Crees que puedes camelártelo? ¿Convertirlo en un administrador dócil, como en la India?
Anderson le lanza una mirada glacial.
– Como en Birmania, más bien. -Sonríe ante la expresión consternada de Carlyle-. No te preocupes. Ya no nos dedicamos a destruir países. Solo nos interesa el libre mercado. Seguro que podemos aunar esfuerzos para conseguir al menos ese objetivo en común. En cualquier caso, quiero que se produzca esa reunión.
– Qué precavido. -Carlyle tira la colilla al suelo y la aplasta con el pie-. Te creía más aventurero.
Anderson se ríe.
– No es la aventura lo que me ha traído hasta aquí. Eso se lo dejo a esos borrachos de… -Asombrado, deja la frase flotando en el aire.
Emiko está entre la multitud, con la delegación japonesa. Atisba sus movimientos en medio del enjambre de empresarios y políticos que rodean a Akkarat, conversando y sonriendo.
– Santo cielo. -Carlyle contiene el aliento-. ¿Eso es un neoser? ¿Dentro del complejo?
Anderson intenta decir algo, pero el nudo que le oprime la garganta se lo impide.
No, se ha confundido. No se trata de Emiko. Los movimientos son iguales, pero la chica no. Esta va elegantemente vestida y refulgen destellos de oro alrededor de su cuello. El rostro es ligeramente distinto. Levanta la mano, un movimiento sincopado, para recogerse un sedoso mechón de cabello negro detrás de la oreja. Parecida, pero no idéntica.
El corazón de Anderson reanuda sus latidos.
La chica mecánica sonríe educadamente ante cualquiera que sea la historia que le está contando Akkarat. Se vuelve para presentar a un hombre que Anderson reconoce por las fotos de espionaje, un director general de Mishimoto. Su jefe le dice algo y la chica inclina la cabeza antes de dirigirse aprisa a los rickshaws, exótica y grácil.
Cuánto se parece a Emiko. Tan estilizada, tan comedida. Todo lo que rodea al neoser que tiene delante le recuerda al otro, mucho más desesperado. Traga saliva al recordar a Emiko en su cama, pequeña y sola. Ávida de información sobre las aldeas de los neoseres. «¿Cómo son? ¿Quién vive en ellas? ¿Es verdad que no tienen jefes?» Tan hambrienta de esperanza. Tan distinta de esta rutilante chica mecánica que se pasea ágilmente entre los camisas blancas y los oficiales.
– No creo que le permitieran entrar en el templo -dice por fin Anderson-. Jamás llegarían a ese extremo. Los camisas blancas le habrán pedido que espere fuera.
– Aun así, deben de estar que trinan. -Carlyle ladea la cabeza, observando a la delegación japonesa-. ¿Sabes?, Raleigh también tiene una de esas. La usa para un espectáculo exótico en la trastienda de su local.
Anderson traga saliva.
– ¿Sí? No había oído nada.
– Pues sí. Se lo folla todo. Tendrías que verlo. De lo más extravagante. -Carlyle se ríe por lo bajo-. Mira, está llamando la atención. Creo que el protector de la reina bebe los vientos por ella.
El somdet chaopraya está mirando fijamente al neoser, con los ojos bien abiertos, como una vaca golpeada en la cabeza antes de entrar en el matadero.
Anderson frunce el ceño, sorprendido a su pesar.
– No pondría su reputación en juego de esa manera. No por un neoser.
– ¿Quién sabe? Su reputación tampoco es que sea precisamente intachable. Es un auténtico pervertido, según tengo entendido. Le iba mejor cuando aún vivía el antiguo monarca. Se comedía más. Pero ahora… -Carlyle deja la frase a medias. Apunta a la chica mecánica con la barbilla-. No me extrañaría que los japoneses terminaran haciéndole un regalo de buena voluntad en el futuro. Nadie le niega nada al somdet chaopraya.
– Más sobornos.
– Siempre. Pero el somdet chaopraya valdría la pena. Todos los rumores apuntan a que ha asumido la mayoría de las funciones dentro del palacio. Ha acumulado poder a manos llenas. Y eso te proporcionaría mucha tranquilidad cuando se produzca el próximo golpe de Estado. -Carlyle observa a los asistentes-. Todo el mundo parece tranquilo, pero la cosa está que arde bajo la superficie. Pracha y Akkarat no pueden seguir así. Llevan dando vueltas el uno alrededor del otro desde el golpe del doce de diciembre. -Hace una pausa-. Si aplicamos la presión adecuada, ayudaremos a decidir quién saldrá victorioso.
– Suena caro.
– Para tu gente no. Un poco de oro y de jade. Un poco de opio. -Baja la voz-. Podría saliros hasta barato, para lo que estáis acostumbrados a pagar.
– Deja de venderme la moto. ¿Voy a entrevistarme con Akkarat o no?
Carlyle le da una palmada en la espalda y se ríe.
– Dios, me encanta hacer negocios con los farang. Por lo menos vas directo al grano. No te preocupes. Dalo por hecho. -Dicho esto, se dirige a la delegación japonesa con paso vivo, llamando a Akkarat por señas. Akkarat mira a Anderson con ojos brillantes y calculadores. Anderson saluda con un wai. Akkarat, como corresponde a su rango, responde con un cabeceo prácticamente imperceptible.
Frente a la puerta de hierro del Ministerio de Medio Ambiente, cuando Anderson se dispone a llamar a Lao Gu para pedirle que lo lleve de regreso a la fábrica, dos thais aparecen de la nada y le flanquean.
– Por aquí, khun.
Agarran a Anderson por los codos y lo conducen calle abajo. Por un momento, Anderson cree que quienes le han aprehendido son camisas blancas, hasta que ve una limusina de diésel de carbón. Se esfuerza por combatir un ataque de paranoia mientras lo guían al interior.
«Si quisieran matarte, podrían elegir mil ocasiones más propicias.»
La puerta se cierra de un portazo. El ministro de Comercio Akkarat está sentado frente a él.
– Khun Anderson. -Akkarat sonríe-. Gracias por reunirse conmigo.
Anderson pasea la mirada por el vehículo, preguntándose si podría escapar o si las cerraduras estarán operadas desde la cabina. La peor parte de todos los trabajos es el momento de la exposición, cuando de repente hay demasiadas personas que saben demasiado. Eso fue lo que ocurrió en Finlandia: Peters y Lei, con la soga al cuello y dando patadas al aire mientras los izaban sobre las cabezas del gentío.
– Khun Richard me ha dicho que quería usted proponerme algo -dice Akkarat sin rodeos.
Anderson titubea.
– Creo que tenemos intereses en común.
– No. -Akkarat niega con la cabeza-. Su pueblo lleva quinientos años intentando destruir al mío. No tenemos nada en común.
Anderson esboza una sonrisa vacilante.
– Es normal que nuestros puntos de vista difieran.
El coche se pone en movimiento.
– No es cuestión de perspectiva -dice Akkarat-. Desde que sus misionarios desembarcaron por primera vez en nuestras costas, siempre han querido destruirnos. Durante la antigua Expansión, los suyos intentaron descuartizarnos. Amputar los brazos y las piernas de nuestro país. Si evitamos lo peor fue solo gracias a la sabiduría y el liderazgo de nuestro monarca. Sin embargo, siguen sin dejarnos en paz. Con la Contracción, su adorada economía global nos dejó muertos de hambre y con un exceso de especialización. -Acusa a Anderson con la mirada-. Y luego llegaron sus plagas calóricas. Prácticamente nos dejaron sin arroz.
– No sabía que el ministro de Comercio fuera un teórico de la conspiración.
– ¿Para quién trabaja? -Akkarat lo estudia-. ¿AgriGen? ¿PurCal? ¿Total Nutrient Holdings?
Anderson extiende las manos.
– Tengo entendido que no le vendría mal una mano para organizar un gobierno más estable. Puedo ofrecerle recursos, siempre y cuando consigamos llegar a un acuerdo.
– ¿Qué quiere?
Anderson se pone serio y le mira a los ojos.
– Acceso a su banco de semillas.
Akkarat se echa atrás de golpe.
– Imposible. -El vehículo gira y empieza a acelerar por Thanon Rama XII. Bangkok se desliza por las ventanillas, convertido en un torrente de imágenes, mientras la escolta de Akkarat despeja la avenida ante ellos.
– No lo quiero todo. -Anderson levanta una mano con gesto conciliador-. Tan solo una muestra.
– El banco de semillas es lo único que garantiza nuestra independencia. Cuando la roya y el gorgojo pirata barrieron el planeta, tan solo gracias al banco de semillas conseguimos sobrevivir a lo peor de las plagas, y aun así nuestros compatriotas murieron en masa. Cuando la India, Birmania y Vietnam sucumbieron por su culpa, nosotros resistimos. Y ahora tienes la desfachatez de pedirme que te entreguemos nuestra mejor arma. -Akkarat se ríe-. Reconozco que no me importaría ver al general Pracha con la cabeza y las cejas afeitadas, recluido en un monasterio en el bosque y repudiado por todos, pero al menos en esto estamos de acuerdo. Ningún farang debería llegar nunca hasta nuestro corazón. Podéis arrancarle los brazos y las piernas a nuestro país, pero no la cabeza, y mucho menos el corazón.
– Necesitamos material genético nuevo -insiste Anderson-. Hemos agotado casi todas las opciones y las plagas siguen mutando. No nos importaría compartir el resultado de nuestras investigaciones. O los beneficios, incluso.
– Seguro que les hicisteis la misma oferta a los finlandeses.
Anderson se inclina hacia delante.
– Lo que ocurrió en Finlandia fue una catástrofe, y no solo para nosotros. Si queremos que el mundo siga teniendo algo que llevarse a la boca, será preciso que nos adelantemos a la cibiscosis, a la roya y al gorgojo modificado nipón. Es la única solución.
– Insinúas que después de colocar al mundo el yugo de vuestros cereales y semillas patentadas, después de esclavizarnos a todos… por fin os habéis percatado de que nos estáis arrastrando al infierno.
– Eso es lo que les gusta decir a los grahamitas. -Anderson se encoge de hombros-. Lo cierto es que los gorgojos y la roya no esperan a nadie. Y nosotros somos los únicos que disponemos de los recursos científicos necesarios para salir de este embrollo, aunque sea abriéndonos paso a machetazos. Esperamos encontrar alguna pista en vuestros bancos de semillas.
– ¿Y de lo contrario?
– De lo contrario, poco importará quién dirige el reino, porque la próxima mutación de la cibiscosis nos dejará a todos escupiendo sangre.
– Eso es imposible. El Ministerio de Medio Ambiente regula la utilización de las semillas.
– Creía que se avecinaba un cambio en la administración.
Akkarat frunce el ceño.
– ¿Solo quieres muestras? Ofreces armas, equipo, sobornos… ¿y eso es lo único que pides?
Anderson asiente con la cabeza.
– Y una cosa más. Un hombre. Gibbons. -Observa atentamente la reacción de Akkarat.
– ¿Gibbons? -Akkarat se encoge de hombros-. Es la primera vez que oigo ese nombre.
– Se trata de un farang. Uno de los nuestros. Nos gustaría recuperarlo. Ha estado aprovechándose indebidamente de nuestra propiedad intelectual.
– Y eso os saca de quicio, estoy seguro. -Akkarat se carcajea-. Qué interesante es hablar en persona con uno de vosotros. Claro que circulan rumores sobre los fabricantes de calorías agazapados al acecho en Koh Angrit, como demonios o phii krasue, conspirando para devorar el reino, pero tú… -Estudia a Anderson-. Podría ordenar que te ejecutaran si lo deseara, descuartizado por megodontes y convertido en pasto de milanos y cuervos. Nadie movería ni un dedo. En el pasado, bastaba con murmurar que había un fabricante de calorías escondido entre nosotros para que los manifestantes y los alborotadores tomaran las calles. Y ahora mírate, ahí plantado. Tan tranquilo.
– Los tiempos han cambiado.
– No tanto como pretendes dar a entender. ¿De verdad eres tan valiente, o sencillamente eres estúpido?
– Podría hacerle la misma pregunta -replica Anderson-. Pocas personas contradicen a los camisas blancas y esperan salir indemnes.
Akkarat sonríe.
– Si hubieras acudido a mí la semana pasada con tus ofertas de dinero y equipo, me habría mostrado agradecido en grado sumo. -Se encoge de hombros-. Esta semana, a tenor de las presentes circunstancias y de los éxitos cosechados recientemente, me limitaré a tener en consideración tu propuesta.
Da unos golpecitos en la ventanilla para indicarle al chófer que aparque.
– Tienes suerte de que esté de tan buen humor. Cualquier otro día, nada me complacería más que ver a un fabricante de calorías convertido en un montón de despojos sanguinolentos. -Por señas ordena a Anderson que baje del vehículo-. Pensaré en lo que me has dicho.