– Hemos encontrado otro.
Kanya se sobresalta. Se trata de Pai, que está de pie en el umbral. Kanya se frota la cara. Estaba sentada en su mesa, intentando redactar otro informe, aguardando noticias de Ratana. Y ahora tiene hilillos de saliva en el dorso de la mano y manchas de tinta por todas partes. Dormida. Y soñando con Jaidee, sentado junto a ella y riéndose de todas sus justificaciones.
– ¿Estabas durmiendo? -pregunta Pai.
Kanya se restriega los ojos.
– ¿Qué hora es?
– La segunda de la mañana. El sol lleva un rato en el cielo. -Pai, un hombre con la cara picada que debería ser su superior pero ha sido adelantado por Kanya, espera pacientemente a que esta termine de despabilarse. Pertenece a la vieja escuela. Adoraba a Jaidee y su forma de actuar, y recuerda cuando el Ministerio de Medio Ambiente era respetado en vez de ridiculizado. Un buen hombre. Un hombre cuyos sobornos Kanya conoce perfectamente. Aunque Pai sea un agente corrupto, Kanya sabe quién posee qué, y por eso confía en él.
– Hemos encontrado otro -repite.
Kanya endereza la espalda.
– ¿Quién más lo sabe?
Pai menea la cabeza.
– ¿Se lo has llevado a Ratana?
Pai asiente.
– El fallecimiento no se había calificado de sospechoso. Nos costó descubrirlo. Es como buscar un pececillo plateado en un arrozal.
– ¿A nadie le pareció extraño? -Kanya respira hondo y deja escapar el aliento en un siseo irritado-. Hatajo de incompetentes. Nadie recuerda cómo llega siempre. Qué rápido se olvida todo.
Pai escucha la perorata de la capitana asintiendo ligeramente con la cabeza. Las cicatrices y los cráteres de su rostro miran fijamente a Kanya. Otra enfermedad insidiosa. Kanya no recuerda si fue un gorgojo pirata o alguna variedad de la bacteria phii.
– Entonces, ¿con este ya van dos?
– Tres. -Kanya se queda pensativa-. ¿Nombre? ¿Tenía nombre la víctima?
Pai niega con la cabeza.
– Fueron meticulosos.
Kanya asiente contrariada.
– Quiero que recorras los distritos y mires a ver si alguien ha denunciado la desaparición de algún pariente. Tres personas. Pide que les hagan fotos.
Pai se encoge de hombros.
– ¿Se te ocurre alguna idea mejor?
– A lo mejor la autopsia desvela algún rasgo en común -sugiere Pai.
– Sí, vale. Eso también. ¿Dónde está Ratana?
– Ha mandado el cuerpo a las fosas. Dice que te reúnas con ella.
Kanya hace una mueca.
– Cómo no. -Ordena los papeles y deja a Pai enfrascado en sus fútiles pesquisas.
Mientras sale del edificio de administración se pregunta qué haría Jaidee en su lugar. A él nunca le faltaba la inspiración. Jaidee podía pararse de repente en mitad de la calle, asaltado de pronto por un golpe de genio, y acto seguido estaban cruzando la ciudad a toda velocidad, buscando el origen de la infección, e invariablemente, siempre acertaba. A Kanya le revuelve el estómago pensar que ahora el reino depende de ella.
«Soy una vendida. Me han comprado. Soy una vendida», piensa.
Cuando llegó al Ministerio de Medio Ambiente en calidad de topo de Akkarat, le sorprendió descubrir que los contados privilegios del ministerio siempre eran suficientes. El tributo semanal de los puestos callejeros para quemar algo que no fuera el costoso metano legal. La satisfacción de una noche de patrulla pasada en la cama. Era una existencia cómoda. Incluso a las órdenes de Jaidee. Y ahora el destino ha querido que tenga que esforzarse por hacer bien su trabajo, y que este sea importante, y que lleve tanto tiempo sirviendo a dos amos que ya no logra recordar a quién debería darle prioridad.
«Tendría que haberte reemplazado otro, Jaidee. Alguien digno. El reino se tambalea porque no somos fuertes. No somos virtuosos, no seguimos la senda de las ocho bifurcaciones y la enfermedad se ha desatado otra vez.»
Y es ella la que debe hacerle frente, como Phra Seub, pero sin su fortaleza ni su sentido de la integridad.
Kanya cruza los patios saludando a los demás agentes con la cabeza, ceñuda. «Jaidee, ¿por qué quiso tu kamma que yo fuera tu segunda al mando? ¿Que tu vida estuviera en mis manos? ¿A qué bromista se le ocurrió algo así? ¿Fue obra de Phii Oun, el espíritu cheshire, encantado de esparcir más sangre y carroña por el mundo? ¿De ver cómo crecen las montañas de cadáveres?»
Frente a ella, unos hombres con la cara cubierta con máscaras de gas se ponen firmes cuando la ven abriendo las puertas del crematorio. Pide que le entreguen una mascarilla, pero la deja colgando del cuello. Un oficial no debería mostrar miedo, y sabe que la máscara no la salvaría. Un amuleto de Phra Seub le inspiraría más confianza.
La explanada de tierra de las fosas se extiende ante ella, enormes agujeros practicados en el suelo rojo, revestidos para evitar las filtraciones de una capa freática poco profunda. La tierra está empapada, y sin embargo la superficie se cuece al calor. La estación seca no tiene fin. ¿Llegará alguna vez el monzón este año? ¿Será su salvación o los ahogará? Hay personas que no juegan a otra cosa, las apuestas cambian a diario. Pero con el clima tan alterado, ni siquiera los simuladores informáticos del Ministerio de Medio Ambiente son capaces de precisar la llegada del monzón de un año para otro.
Ratana está de pie al filo de una de las fosas. De los cuerpos calcinados a sus pies se elevan viscosas columnas de humo. Los buitres y los cuervos vuelan en círculos sobre su cabeza. Un perro que se ha colado en el complejo se pasea furtivo contra las paredes, en busca de restos.
– ¿Cómo ha entrado? -pregunta Kanya.
Ratana levanta la cabeza y observa al perro.
– La naturaleza siempre encuentra un resquicio por el que abrirse camino -comenta lacónica-. Si dejamos comida abandonada, irá a por ella.
– ¿Habéis encontrado otro cadáver?
– Los mismos síntomas.
Ratana tiene el cuerpo encorvado, los hombros hundidos. El fuego crepita a sus pies. Uno de los buitres desciende. Un agente uniformado dispara un cañón y la explosión envía al buitre chillando de regreso a las alturas. Reanuda sus círculos. Ratana cierra los ojos brevemente. Las lágrimas amenazan con desbordar las comisuras de sus ojos. Sacude la cabeza como si quisiera armarse de valor. Kanya la contempla entristecida, preguntándose si alguna de las dos seguirá con vida al final de esta nueva plaga.
– Deberíamos avisar a todo el mundo. Informar al general Pracha. Y al palacio -añade Ratana.
– ¿Ya estás segura?
Ratana exhala un suspiro.
– Fue en otro hospital. En la otra punta de la ciudad. Una clínica callejera. Asumieron que se trataba de una sobredosis de yaba. Pai los encontró por casualidad. Una conversación anodina camino del Bangkok Mercy en busca de pruebas.
– Por casualidad. -Kanya sacude la cabeza-. No me había dicho nada. ¿Cuántos podría haber ahí fuera? ¿Cientos ya? ¿Miles?
– No lo sé. Lo único positivo es que no hemos detectado ningún indicio de que sean contagiosos de por sí.
– Todavía.
– Tienes que pedirle consejo a Gi Bu Sen. Es el único que sabe a qué clase de monstruo nos enfrentamos. Estos son sus hijos, que vienen para atormentarnos. Los reconocerá. He ordenado que preparen las muestras. Entre las tres, lo sabrá.
– ¿No hay otra manera?
– Nuestra única alternativa sería declarar la cuarentena en toda la ciudad, y entonces empezarían los disturbios y no nos quedaría nada que salvar.
Los arrozales se extienden en todas direcciones, verde esmeralda, radiantes como luces de neón al sol tropical. Kanya lleva tanto tiempo encerrada en el pozo de Krung Thep que ver esta faceta del mundo resulta un alivio. Hace que se imagine que aún hay esperanza. Que los tallos de arroz no enrojecerán y se marchitarán agostados por la última variedad de la roya. Que no habrá ninguna espora que llegue flotando desde Birmania para echar aquí sus raíces. Que los campos inundados se mantendrán fértiles, que los diques resistirán, y que las bombas de Su Majestad el rey Rama XII seguirán achicando el agua.
Unos granjeros cubiertos de tatuajes saludan a Kanya con wais de respeto al paso de su bicicleta. A juzgar por los sellos de sus brazos, la mayoría de ellos han realizado ya los trabajos de corvea del año. Unos pocos están marcados para el comienzo de la estación de lluvias, cuando se les pedirá que acudan a la ciudad y preparen los diques para resistir el diluvio. Kanya luce sus propios tatuajes, recuerdo de sus días en el campo, antes de que los agentes de Akkarat le encomendaran la tarea de enterrarse en el corazón mismo del Ministerio de Medio Ambiente.
Tras una hora de pedalear infatigablemente por pasarelas elevadas, el complejo se materializa ante sus ojos. Primero las vallas de tela metálica. Después los guardias con sus perros. A continuación los muros rematados con trozos de vidrio, alambre de espino y largas estacas de bambú. Kanya se atiene a la carretera para evitar las minas. Técnicamente, se trata tan solo del hogar de un hombre adinerado, emplazado en lo alto de una colina de cemento y cascotes de las torres de la Expansión.
Después de tantas vidas perdidas a lo largo del último siglo, cuando las presas necesitan tantas reparaciones, cuando hay tantos campos que cultivar y tantas guerras que librar, no deja de resultar impresionante que se haya dedicado tanta mano de obra a algo tan insignificante como la construcción de una montaña artificial. El refugio de un millonario. En su origen perteneció a Rama XII, y oficialmente sigue siendo propiedad del palacio. Desde un dirigible que lo sobrevolara no sería nada. Otro complejo más. La extravagancia de algún miembro de la realeza. Y sin embargo, un muro siempre es un muro, un foso lleno de tigres siempre es un foso lleno de tigres, y los hombres que pasean con sus perros miran en todas direcciones.
Kanya enseña sus documentos a los guardias mientras los mastines gruñen y tensan sus cadenas. Las bestias son más grandes que cualquier perro natural. Neoseres. Voraces, letales y perfectamente diseñados para realizar su trabajo. Pesan el doble que ella, todo músculos y dientes. El horror nacido en la imaginación de Gi Bu Sen, y encarnado.
Los guardias resuelven encriptaciones con sus descodificadores de manivela. Lucen el uniforme negro de la reina, y su seriedad y su eficiencia infunden respeto. Al cabo, le indican que pase junto a las aterradoras fauces de los perros. Kanya pedalea hacia la puerta con el vello erizado, sabiendo que jamás podría correr más deprisa que esos animales.
Una vez en la puerta, otra pareja de guardias vuelve a confirmar sus salvoconductos antes de conducirla al interior de una terraza de baldosas donde una piscina emite destellos azulados como una gema.
Un trío de ladyboys se ríen tontamente, tendidos a la sombra de un platanero. Kanya sonríe a su vez. Son guapos. Pero también idiotas, si están enamorados de un farang.
– Me llamo Kip -dice uno de ellos-. El doctor se está dando su masaje. -Inclina la cabeza hacia el agua azul-. Puedes esperarlo en la piscina.
La fragancia del océano es penetrante. Kanya se acerca al borde de la terraza. A sus pies, las olas salpican y se rizan, bañando de espuma las playas de arena. Una brisa limpia y refrescante la envuelve, asombrosamente optimista después del hedor claustrofóbico de Bangkok tras sus gigantescos rompeolas.
Respira hondo, disfrutando del salitre y del viento. Una mariposa revolotea hasta posarse en la barandilla de la terraza. Cierra las alas enjoyadas. Vuelve a abrirlas con delicadeza. Repite la misma acción una y otra vez, resplandeciente, oro y negro cobalto.
Kanya la observa fijamente, conmovida por su hermosura, la prueba en tecnicolor de que existe un mundo más allá del suyo. Se pregunta qué apetitos la habrán impulsado a aterrizar en esta mansión extranjera, con su extravagante prisionero farang. De todas las verdades de la belleza, he aquí una innegable. La naturaleza se ha vuelto loca.
Kanya se agacha para mirarla más de cerca, posada en la balaustrada. Una mano despistada podría aplastarla y reducirla a polvo sin percatarse siquiera de la destrucción.
Estira un dedo, con cuidado. La mariposa se sobresalta, y luego permite que la recoja en su palma ahuecada. Ha viajado mucho. Debe de estar cansada. Tanto como Kanya. Ha cruzado continentes enteros. Ha recorrido altiplanos y selvas esmeraldas hasta aterrizar aquí, entre hibiscos y losas, para que Kanya pueda tomarla en su mano y admirar su belleza. Ha llegado muy lejos.
Kanya cierra el puño sobre sus aleteos. Abre la mano y deja caer el polvillo encima de las baldosas. Fragmentos de alas y pulpa carnosa. Un polinizador artificial, fabricado seguramente en cualquiera de los laboratorios de PurCal.
Los neoseres no tienen alma. Pero son bonitos.
Le llama la atención un chapoteo a su espalda. Kip se ha puesto un traje de baño. Su silueta ondula bajo el agua, se eleva, se aparta la larga cabellera morena de la cara y sonríe antes de dar media vuelta y comenzar otro largo. Kanya ve cómo nada, la grácil combinación de tela azul y piel bronceada. Resulta guapa como muchacha. Una criatura agradable a la vista.
Por fin, el demonio se acerca al borde de la piscina en su silla de ruedas. Está mucho peor que la última vez que lo vio. Las cicatrices de fa’gan que le cubren la garganta se extienden hasta sus orejas. Una infección oportunista que superó pese a todos los pronósticos médicos. Un sirviente empuja la silla. Se tapa las piernas enflaquecidas con una fina manta.
De modo que es cierto que su enfermedad sigue avanzando. Durante mucho tiempo pensó que se trataba de una simple leyenda, pero ahora puede comprobarlo con sus propios ojos. El tipo es horrendo. Su enfermedad y su intensidad abrasadora son espantosas. Kanya se estremece. Se alegrará cuando este demonio pase por fin a su próxima vida. Cuando se convierta en un cadáver que puedan poner en cuarentena e incinerar. Hasta entonces, espera que las medicinas sigan conteniendo el contagio. Es un hombre malhumorado y piloso de cejas pobladas, con la nariz carnosa y unos labios gruesos y correosos en los que se dibuja la sonrisa de una hiena cuando ve a Kanya.
– Ah. Mi carcelera.
– Lo que faltaba.
Gibbons mira de reojo a Kip, que continúa nadando.
– Que me procuréis chicas guapas de boca bonita no significa que no esté encerrado. -Levanta la cabeza-. Bueno, Kanya, hacía tiempo que no te veía. ¿Dónde está tu santo amo y señor, mi carcelero predilecto? ¿Dónde está nuestro combativo capitán Jaidee? No trato con subordinados… -Se interrumpe, contemplando los galones del cuello de Kanya. Entrecierra los ojos-. Ah. Ya veo. -Se inclina hacia atrás, observando a Kanya-. Solo era cuestión de tiempo que alguien se librara de él. Felicidades por el ascenso, capitana.
Kanya se obliga a permanecer impasible. En anteriores visitas fue Jaidee el encargado de tratar con el demonio. Se encerraban en un despacho y dejaban a Kanya esperando junto a la piscina en compañía de la última criatura que el doctor hubiera elegido para su placer. Cuando Jaidee regresaba, lo hacía siempre en silencio y con los labios apretados.
En cierta ocasión, mientras salían del complejo, Jaidee había estado a punto de decir algo, de poner voz a lo que le rondaba por la cabeza. Abrió la boca y musitó: «Pero…», una protesta que se quedó a medias, muerta antes de terminar de salir de sus labios.
A Kanya le dio la impresión de que Jaidee todavía estaba manteniendo una conversación, un duelo verbal en el que los contendientes se turnaban como en un partido de takraw. Un combate donde las palabras volaban y rebotaban en todas direcciones, con la cabeza de Jaidee como campo de batalla. En otra ocasión, Jaidee se había limitado a abandonar el complejo con el ceño fruncido, mascullando: «Es demasiado peligroso para mantenerlo con vida». A lo que Kanya había respondido, desconcertada: «Pero si ya no trabaja para AgriGen», y Jaidee la había mirado sorprendido, comprendiendo solo entonces que había hablado en voz alta.
El doctor era una leyenda. Un demonio con el que se atemorizaba a los niños. Cuando Kanya lo vio por primera vez, esperaba encontrarlo cargado de cadenas, no sentado tranquilamente mientras extraía a cucharadas la carne de una papaya de Koh Angrit, satisfecho y risueño, con la barbilla surcada de hilillos de zumo.
Kanya no sabía si era la culpa u otro extraño impulso lo que había llevado al doctor al reino. Si se trataba de la tentación de los ladyboys y de la amenaza de muerte que se cernía sobre él, o si la explicación radicaba en la rivalidad con sus colegas. El doctor no parecía arrepentirse de nada. No lamentaba el daño que había infligido al mundo. Hablaba en tono jocoso de cómo había desbaratado los planes de Ravaita y Domingo. Cómo había frustrado diez años de investigación del doctor Michael Ping.
Un cheshire cruza el patio sigilosamente, interrumpiendo las cavilaciones de Kanya. Se encarama de un salto al regazo del doctor. Kanya da un paso atrás, asqueada, mientras el hombre rasca al cheshire detrás de las orejas. El animal parpadea, sus patas y su cuerpo cambian de color y adoptan los de la manta de cuadros del anciano.
Gibbons sonríe.
– No te aferres tanto a lo natural, capitana. Mira, fíjate. -Se agacha, haciendo gorgoritos. El cheshire parpadeante estira el cuello hacia su rostro con un ronroneo. Su pelaje pardo reluce. Le da un tímido lametón en la barbilla-. Esta criaturita siempre tiene hambre. Eso está bien. Si tiene suficiente hambre, nos devorará a todos, a menos que diseñemos un depredador mejor. Algo que, a su vez, tenga hambre de él.
– Ya hemos realizado ese análisis -replica Kanya-. La cadena alimentaria solo se enredaría más aún. El daño que ya está hecho no se arreglará con otro superdepredador.
Gibbons suelta un bufido.
– El ecosistema se enredó la primera vez que el hombre se echó a la mar. Cuando se encendieron las primeras fogatas en la sabana africana. Nosotros nos hemos limitado a acelerar el proceso. La cadena alimentaria de la que hablas es pura nostalgia, nada más. Naturaleza. -Compone un gesto de repugnancia-. Nosotros somos la naturaleza. Todas nuestras intromisiones forman parte de ella, nuestros avances biológicos. Somos lo que somos, y el mundo nos pertenece. Somos sus dioses. El único problema es la reticencia de algunos a desatar todo su potencial sobre él.
– ¿Como AgriGen? ¿Como U Texas? ¿Como RedStar HiGro? -Kanya sacude la cabeza-. ¿Cuántos de los nuestros han muerto por culpa de ese potencial desatado? Vuestros fabricantes de calorías nos enseñaron lo que puede pasar. La gente muere.
– Todo el mundo muere. -El doctor hace un ademán desdeñoso-. Pero ahora morimos por aferrarnos al pasado. Todos deberíamos ser neoseres a estas alturas. Es más fácil diseñar una persona inmune a la roya que proteger a un modelo anterior de la criatura humana. Dentro de una generación, podríamos estar perfectamente adaptados a nuestro nuevo entorno. Tus hijos se beneficiarían de ello. Pero tu pueblo se niega a evolucionar. Os aferráis a un ideal de la humanidad evolucionada en consonancia con el entorno a lo largo de milenios, una evolución a la que ahora, inexplicablemente, os empeñáis en poner freno.
»La roya forma parte de nuestro entorno. La cibiscosis. El gorgojo modificado. Los cheshires. Ellos han sabido adaptarse. Especula cuanto quieras sobre si lo hicieron de forma natural o no. Nuestro entorno ha cambiado. Si queremos seguir en lo alto de la cadena alimentaria, tendremos que evolucionar. O podemos negarnos y correr la misma suerte que los dinosaurios y el Felis domesticus. Evolucionar o morir. Ese ha sido siempre el principio fundamental de la naturaleza, y sin embargo los camisas blancas os obstináis en poner trabas a lo inevitable. -Gibbons se inclina hacia delante-. A veces me dan ganas de sacudiros para que abráis los ojos. Si me dejarais, sería vuestro Dios y os prepararía para el edén que nos aguarda.
– Soy budista.
– Y todos sabemos que los neoseres carecen de alma. -Gibbons sonríe-. Nada de reencarnación para ellos. Tendrán que buscarse otros dioses que les protejan. Dioses a los que rezar por sus muertos. -Su sonrisa se ensancha-. Puede que ese dios sea yo, y que los hijos de vuestros neoseres me rueguen que los salve. -Un destello le ilumina los ojos-. Reconozco que no me importaría tener unos cuantos adoradores más. Jaidee era igual que tú. Siempre tan incrédulo. No tanto como los grahamitas, pero aun así, poco satisfactorio para una deidad.
Kanya hace una mueca.
– Cuando mueras, te incineraremos, cubriremos tus cenizas con cloro y sosa cáustica, y nadie se acordará de ti.
El doctor se encoge de hombros, despreocupado.
– Todos los dioses deben sufrir. -Se reclina en la silla, sonriendo cínicamente-. En fin, ¿quieres quemarme ahora en la hoguera? ¿O prefieres postrarte ante mí y adorar mi inteligencia una vez más?
Kanya disimula la repugnancia que le inspira este hombre. Saca un fajo de papeles y se los ofrece. El doctor los coge, pero no hace nada más. No los abre. Ni siquiera les echa un vistazo.
– ¿Sí?
– Ahí está todo.
– Todavía no te has puesto de rodillas. A tu padre le muestras más respeto, seguro. Y a la columna de la ciudad, sin duda.
– Mi padre está muerto.
– Y Bangkok quedará sumergida. Eso no significa que debas ser irrespetuosa.
Kanya reprime el impulso de desenfundar la porra y darle una paliza.
Gibbons sonríe ante su resistencia.
– ¿Será que te apetece charlar un poco primero? A Jaidee siempre le gusta hablar. ¿No? Veo en tu expresión que me desprecias. ¿Crees que soy un monstruo, tal vez? ¿Un asesino de niños? ¿No quieres fumar la pipa de la paz conmigo?
– Es que eres un monstruo.
– Tu monstruo. Tu herramienta. ¿En qué te convierte eso a ti? -La observa, divertido. Kanya siente como si el hombre estuviera usando los ojos para diseccionarla minuciosamente, levantando y examinando sus órganos uno por uno: los pulmones, el estómago, el hígado, el corazón…
Gibbons esboza una leve sonrisa.
– Quieres verme muerto. -Una sonrisa de oreja a oreja divide sus pálidas facciones moteadas. En sus ojos brilla la luz intensa de la locura-. Deberías pegarme un tiro si tanto me odias. -Kanya no responde, y Gibbons levanta las manos, exasperado-. ¡Me cago en la puta, qué tímidos sois todos! Kip es el único de vosotros que vale la pena. -Su mirada se desliza hasta el ladyboy, que sigue nadando; se queda observándolo un momento, hipnotizado-. Adelante, mátame. Morir sería un placer para mí. Solo sigo con vida porque vosotros me obligáis.
– No por mucho tiempo.
El doctor baja la mirada a sus piernas paralizadas. Se ríe.
– No. No por mucho tiempo. Y después, ¿qué haréis cuando AgriGen y los suyos lancen otro asalto? ¿Cuando llegue la próxima nube de esporas flotando desde Birmania? ¿Cuando encallen en la orilla procedentes de la India? ¿Os moriréis de hambre, como les pasó a los hindúes? ¿Se os pudrirá la carne como pasó con los birmanos? Si vuestro país sigue estando un paso por delante de las plagas es gracias a mí, y a mi mente enferma. -Agita las piernas-. ¿Quieres pudrirte conmigo? -Levanta las mantas para revelar las llagas y las pústulas que recubren sus piernas blancas como el vientre de un pescado, cerosas a causa de la falta de riego, surcadas de verdugones supurantes-. ¿Quieres morir así? -Esboza una amarga sonrisa.
Kanya aparta la mirada.
– Te lo mereces. Es tu kamma. Tu muerte será dolorosa.
– ¿Karma? ¿Has dicho karma? -El doctor se inclina hacia ella. Los ojos castaños ruedan sin control en sus órbitas. Su lengua cuelga fuera de la boca-. ¿Qué clase de karma es ese que liga toda tu nación a mí, a los despojos putrefactos de mi cuerpo? ¿Qué clase de karma es ese que os obliga precisamente a vosotros a mantenerme con vida? -Sonríe-. Pienso mucho en vuestro karma. Es posible que comer de mi mano sea el precio que debéis pagar por vuestro orgullo desmesurado. O puede que seáis el vehículo de mi iluminación y mi salvación. ¿Quién sabe? Quizá renazca a la diestra de Buda gracias a los favores que os hago.
– No funciona así.
El doctor se encoge de hombros.
– Me trae sin cuidado. Seguid trayéndome chicos como Kip para follar. Seguid sacrificándome almas descarriadas y enfermas. Neoseres, incluso. Me da igual. Aceptaré toda la carne que me arrojéis. Pero no me incordiéis. Lo que ocurra con vuestro podrido país ha dejado de interesarme.
Tira los papeles a la piscina. Se esparcen por el agua. Kanya se queda sin aliento, horrorizada, y a punto está de abalanzarse tras ellos antes de recuperar la compostura y obligarse a permanecer en su sitio. No piensa permitir que Gibbons juegue con ella. Es típico de los fabricantes de calorías. Siempre manipulando. Siempre poniendo a prueba. Con esfuerzo, aparta la mirada del papel que se empapa lentamente en la piscina y clava los ojos en Gibbons.
El doctor sonríe ligeramente.
– ¿Y bien? ¿Vas a zambullirte a por ellos o no? -Ladea la cabeza en dirección a Kip-. Mi adorable ninfa te echará una mano. Me encantaría veros a las dos retozando juntas.
Kanya niega con la cabeza.
– Recógelos tú.
– Siempre es agradable que venga a verme una persona tan íntegra como tú. Una mujer de convicciones firmes. -Se inclina hacia delante, entornando los párpados-. Alguien realmente cualificada para juzgar mi trabajo.
– Eras un asesino.
– Desarrollé mi campo. Lo que hicieran con mis investigaciones no era asunto mío. Tú llevas encima una pistola de resortes. El fabricante no tiene la culpa de que seas poco fiable. De que puedas matar a la persona equivocada en cualquier momento. Diseñé instrumentos de vida. Si la gente los utiliza en interés propio, es su karma, no el mío.
– AgriGen te pagó bien para que pensaras así.
– AgriGen me pagó bien para enriquecerse a mi costa. Mis pensamientos son exclusivamente míos. -Estudia a Kanya-. Supongo que tienes la conciencia tranquila. Uno de esos agentes del ministerio. Tan pura como tu uniforme. Lo más limpio que se puede conseguir con esterilizantes. -Se inclina hacia delante-. Dime, ¿aceptas sobornos?
Kanya abre la boca para responder, pero le faltan las palabras. Casi puede sentir a Jaidee levitando cerca de ella. Escuchando. Se le pone la piel de gallina. Se obliga a no mirar por encima del hombro.
Gibbons sonríe.
– Por supuesto que sí. Todos los de tu clase sois iguales. Corruptos de la cabeza a los pies.
La mano de Kanya se desliza hacia su pistola. El doctor la observa, sonriendo.
– ¿Qué? ¿Amenazas con dispararme? ¿También de mí esperas sobornos? ¿Quieres que te coma el coño? ¿Que te ofrezca a mi medio niña? -Mira fijamente a Kanya con un brillo cruel en los ojos-. Ya os habéis llevado mi dinero. Mi vida se acaba y está llena de dolor. ¿Qué más quieres? ¿Por qué no robarme a la pequeña?
Kip levanta la cabeza, expectante, pedaleando para mantenerse a flote en la piscina. Su cuerpo reluce bajo las límpidas ondulaciones del agua. Kanya aparta la mirada. El doctor se ríe.
– Lo siento, Kip. No tenemos la clase de sobornos que le gustan a esta. -Tamborilea con los dedos en el brazo de la silla-. ¿Y qué tal un muchacho? Hay un jovencito de doce años encantador que trabaja en mi cocina. Estaría encantado de servirte. El placer de un camisa blanca siempre es lo primero.
Kanya lo fulmina con la mirada.
– Podría romperte todos los huesos.
– Adelante. Pero date prisa. Necesito un motivo para negarte mi ayuda.
– ¿Por qué trabajaste tanto tiempo para AgriGen?
El doctor entorna los párpados.
– Por el mismo motivo que tú corres como una perra para tus amos. Me pagaban con la moneda que más me gusta.
La bofetada resuena en toda la estancia. Los guardias dan un paso adelante, pero Kanya ya se ha apartado, sacudiendo la mano dolorida, indicándoles que se retiren.
– Está bien. No pasa nada.
Los guardias titubean, indecisos sobre cuál es su deber y dónde recae su lealtad. El doctor se palpa el labio partido y examina la sangre, pensativo. Levanta la cabeza.
– Parece que he tocado un nervio… ¿Hasta qué punto te has vendido ya? -Su sonrisa deja al descubierto unos dientes ribeteados de sangre por el golpe de Kanya-. ¿Trabajas para AgriGen? ¿Eres cómplice? -Mira a Kanya a los ojos-. ¿Has venido a matarme? ¿A sacarles esta espina molesta? -La observa atentamente, escudriñando su alma, alerta y curioso-. Solo es cuestión de tiempo. Deben de conocer mi paradero. Deben de saber que soy vuestro. El reino no podría haber salido adelante durante tanto tiempo sin mí. No podría haber producido solanáceas y ngaw sin mi ayuda. Todos sabemos que andan tras mi pista. ¿Eres tú mi cazadora, entonces? ¿Eres tú mi destino?
Kanya frunce el ceño.
– En absoluto. Todavía no hemos terminado contigo.
Gibbons deja caer los hombros.
– Ah, claro que no. Por otra parte, ese momento no llegará nunca. Esa es la naturaleza de nuestras bestias y nuestras plagas. No son máquinas sin voluntad que se puedan guiar en una dirección u otra. Poseen sus propios apetitos y necesidades. Sus propias exigencias evolutivas. Deben mutar y adaptarse, por eso no terminaréis nunca conmigo, pero ¿qué haréis cuando me muera? Hemos desatado demonios sobre el mundo, y vuestras barreras solo son tan eficaces como mi intelecto. La naturaleza se ha transformado en algo nuevo. Ahora somos sus creadores, literalmente. ¿No sería poético que nos devorara nuestra propia creación?
– Kamma -murmura la capitana.
– Ni más ni menos. -Gibbons se reclina en la silla, sonriendo-. Kip. Recoge las páginas. Veamos qué se puede sacar en claro de este enigma. -Tamborilea con los dedos en sus piernas inútiles, pensativo. Sonríe a Kanya con socarronería-. Veamos cuán cerca de la muerte se encuentra nuestro querido reino.
Kip recupera las hojas nadando, dibujando estelas en el agua mientras las reúne, sacándolas de la piscina lacias y chorreantes. Una sonrisa aletea en los labios de Gibbons mientras observa sus movimientos.
– Tienes suerte de que me guste Kip. De lo contrario, habría dejado que sucumbierais hace años.
Asiente con la cabeza en dirección a los guardias.
– La capitana debe de tener muestras en su bicicleta. Traedlas. Las llevaremos abajo, al laboratorio.
Kip sale de la piscina y deja el montón de papeles empapados en el regazo del doctor. Este hace un gesto y el ladyboy empieza a empujar la silla hacia la puerta de la mansión. El doctor le indica a Kanya que lo siga.
– Vamos. Será solo un momento.
El doctor examina uno de los portaobjetos con los ojos entrecerrados.
– Me sorprende que creáis que se trata de una mutación inerte.
– Solo se han dado tres casos.
Gibbons levanta la cabeza.
– Por ahora. -Sonríe-. La vida es un algoritmo. Dos se convierte en cuatro, cuatro en diez mil, diez mil en una epidemia. Puede que toda la población esté contagiada y no nos hayamos dado cuenta. Puede que esta sea la etapa final. Terminal sin síntomas, como el pobre Kip.
Kanya mira al ladyboy de reojo. Kip sonríe con delicadeza. En su piel no se aprecia nada. Su cuerpo no presenta ninguna señal. Si se está muriendo no es por culpa de la enfermedad del doctor. Y sin embargo… Kanya retrocede un paso involuntariamente.
El doctor sonríe.
– No pongas esa cara de preocupación. Tú padeces el mismo mal. Después de todo, la vida es mortal de necesidad. -Se asoma al microscopio-. No es un gorgojo independiente. Se trata de otra cosa. Tampoco es roya. No se aprecia la firma de AgriGen. -De pronto, pone cara de contrariedad-. Esto no me interesa. No es más que un error estúpido. Indigno de mi intelecto.
– ¿Y eso es bueno?
– Las plagas accidentales matan igual que las demás.
– ¿Hay alguna manera de ponerle freno?
El doctor coge una corteza de pan cubierta de moho verdoso y la observa con atención.
– Hay muchos hongos beneficiosos para la salud. Y otros tantos que resultan perjudiciales. -Le ofrece el trozo de pan a Kanya-. Pruébalo.
Kanya da un paso atrás. Gibbons sonríe de nuevo y da un bocado. Vuelve a ofrecérselo.
– Confía en mí.
Kanya se niega y se obliga a no sucumbir a la superstición y a musitar alguna plegaria implorando suerte y purificación a Phra Seub. Se imagina al hombre santo sentado encima de una flor de loto. Esforzándose por no responder a las provocaciones del doctor, acaricia sus amuletos.
El doctor pega otro mordisco. Sonríe mientras una miga rueda por su barbilla.
– Si lo pruebas, te garantizo que obtendrás una respuesta.
– Jamás aceptaría nada de tu mano.
El doctor se ríe.
– Ya lo has hecho. Todas las vacunas que te pusieron de pequeña. Todas las inoculaciones. Todas las dosis de refuerzo. -Vuelve a ofrecerle el pan-. Esto es más directo, nada más. Te alegrarás de haberme hecho caso.
Kanya inclina la cabeza en dirección al telescopio.
– ¿Qué es esa cosa? ¿Tienes que realizar más ensayos?
Gibbons niega con la cabeza.
– ¿Eso? No es nada. Una estúpida mutación. Un resultado estándar. Los veíamos a todas horas en nuestros laboratorios. Basura.
– Entonces, ¿por qué es la primera noticia que tenemos de ella?
Gibbons compone un gesto de impaciencia.
– Vosotros no cultiváis la muerte como hacemos nosotros. No jugáis con los rompecabezas de la naturaleza. -Un destello de pasión e interés ilumina fugazmente los ojos del doctor. Un destello travieso y voraz-. No os imagináis las cosas que conseguimos crear en nuestros laboratorios. Esto es una pérdida de tiempo. Esperaba que me presentaras un desafío. Algo de los doctores Ping y Raymond. O de Mahmoud Sonthalia, tal vez. Eso sí que sería un auténtico reto. -Por un momento, su mirada pierde el cinismo que la caracteriza. Es como si estuviera en trance-. Ah. Esos sí que son oponentes dignos.
«Estamos en manos de un ludópata.»
En un arranque de inspiración, Kanya ve al doctor desde un punto de vista completamente nuevo. Un intelecto feroz. Un hombre que llegó a la cumbre de su especialidad. Un hombre celoso y competitivo. Un hombre que se encontró sin competidores que le hicieran sombra, por lo que cambió de bando y se unió al reino de Tailandia en busca de nuevos estímulos. Un ejercicio intelectual. Como si Jaidee hubiera decidido librar un combate de muay thai con las manos atadas a la espalda para ver si era capaz de ganar dando solo patadas.
«Estamos a merced de un dios veleidoso. Juega a nuestro favor únicamente por diversión, y cerrará los ojos y se echará a dormir cuando empecemos a aburrirle.»
La idea es aterradora. Este hombre existe tan solo para competir, para jugar una partida de ajedrez con la evolución, una partida a escala mundial. Un ejercicio de ego, un gigante solitario repeliendo los ataques de docenas de otros, un gigante que los derriba al vuelo con las manos desnudas mientras se carcajea. Pero todos los gigantes caen tarde o temprano, ¿y qué le deparará entonces el destino al reino? Tan solo de pensarlo, la piel de Kanya se perla de sudor.
Gibbons está observándola.
– ¿Tienes más preguntas que hacerme?
Kanya se sacude el miedo de encima.
– ¿Estás seguro? ¿Sabes ya lo que tenemos que hacer? ¿Te basta con echarle un vistazo?
El doctor se encoge de hombros.
– Si no me crees, podéis seguir los métodos habituales y hacer caso de los libros de texto hasta que muráis. O podéis reducir el distrito industrial a cenizas y atajar el problema de raíz. -Sonríe-. Esa sí que sería una solución contundente, de las que os gustan a los camisas blancas. El Ministerio de Medio Ambiente siempre ha sido muy aficionado a ellas. -Agita una mano-. Esta basura todavía no es especialmente viable. Muta rápidamente, sin duda, pero es frágil, y los huéspedes humanos no son ideales. Debe entrar en contacto con las membranas mucosas: las ventanas de la nariz, los ojos, el ano, algo próximo a la sangre y a la vida. Algo donde pueda reproducirse.
– Entonces estamos a salvo. No es peor que la hepatitis o el fa’gan.
– Pero sí mucho más propenso a mutar. -Vuelve a mirar a Kanya-. Deberías saber otra cosa. El responsable que buscas debe de tener baños químicos. Algún lugar donde se cultiven productos biológicos. Una planta de HiGro. Instalaciones de AgriGen. Una fábrica de neoseres. Algo por el estilo.
Kanya observa de soslayo a los mastines.
– ¿Los neoseres podrían ser portadores?
Gibbons se agacha y da unas palmaditas a uno de los perros guardianes, provocándola.
– En el caso de las aves y los mamíferos, sí. Yo miraría primero en algún sitio con tanques. Si estuviéramos en Japón, apostaría por alguna guardería de neoseres, pero la fuente original podría ser cualquiera relacionado con productos biológicos.
– ¿Qué clase de neoseres?
Gibbons resopla exasperado.
– No es cuestión de «clases», sino de exposición. Si se cultivaron en tanques contaminados, podrían ser portadores. Claro que, si permitís que esa basura siga mutando, pronto habrá llegado a las personas. Y descubrir su origen será irrelevante.
– ¿De cuánto tiempo disponemos?
Gibbons se encoge de hombros.
– No estamos hablando de la vida útil del uranio ni de la velocidad de un clíper. Esto no es predecible. Las bestias bien alimentadas aprenden a darse atracones. La enfermedad, cultivada en una ciudad húmeda y densamente poblada, prosperará rápidamente. Decide por ti misma cuánto quieres preocuparte.
Kanya da media vuelta, frustrada, y se encamina hacia la puerta.
– ¡Buena suerte! -exclama Gibbons a su espalda-. Siento curiosidad por saber cuál de tus muchos enemigos acaba contigo primero.
Kanya hace oídos sordos a la provocación y sale corriendo al aire libre.
Kip se acerca a ella, secándose el pelo con una toalla.
– ¿Ha colaborado el doctor?
– Lo suficiente.
La risa de Kip es un trino melodioso.
– Eso pensaba yo antes. Pero he descubierto que nunca lo revela todo de golpe. Omite detalles. Detalles importantes. Le gusta tener compañía. -Acaricia el brazo de Kanya, que se obliga a no dar un respingo. Pese a haber detectado su reacción, Kip se limita a sonreír delicadamente-. Le gustas. Querrá que vuelvas.
Kanya siente un escalofrío.
– Pues se llevará un chasco.
Kip la observa con sus grandes ojos acuosos.
– Espero que no mueras demasiado pronto. A mí también me gustas.
Mientras abandona el complejo, Kanya divisa a Jaidee, de pie al filo del océano, contemplando las olas. Como si presintiera su mirada, se vuelve y sonríe antes de titilar y desvanecerse. Otro espíritu que no tiene adónde ir. Kanya se pregunta si Jaidee conseguirá reaparecer alguna vez, o si seguirá persiguiéndola. Si el doctor tiene razón, quizá Jaidee esté aguardando a reencarnarse en algo que no tema a las plagas, alguna criatura que todavía no se ha concebido. Quizá la única esperanza de Jaidee sea renacer en el cascarón huero de un neoser.
Kanya silencia ese pensamiento. Es una idea perversa. En vez de eso, reza para que Jaidee se reencarne en un paraíso donde los neoseres y la roya no hayan existido jamás; para que, aunque no alcance nunca el nibbana, aunque no termine sus días como monje, aunque no encuentre la senda del budismo, se ahorre al menos la desesperación de ver el mundo que con tanto ahínco defendió, despellejado por la insaciable horda de nuevos éxitos de la naturaleza, estos neoseres que proliferan por todas partes.
Jaidee está muerto. Pero quizá sea eso lo mejor a lo que uno puede aspirar. Quizá Kanya sería más feliz si se metiera una pistola de resortes en la boca y apretase el gatillo. Quizá si no tuviera una casa tan lujosa y su kamma no estuviese teñido de traición…
Kanya menea la cabeza. Lo único que sabe a ciencia cierta es que debe cumplir con su deber. Está segura de que su alma será devuelta a este mundo, como un ser humano en el mejor de los casos, como otra cosa en el peor, como un perro o una cucaracha. Sea cual sea el desbarajuste que deje atrás, está segura de que regresará para enfrentarse a él una y otra vez. Así lo garantizan sus traiciones. Deberá librar esta batalla hasta que su kamma vuelva a estar limpio. Intentar huir ahora mediante el suicidio significaría enfrentarse a una forma más horrenda en el futuro. Para las personas como ella no hay escapatoria.