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Lo malo de guardar el dinero en un banco es que este se puede volver contra uno en menos que parpadea un tigre: lo que es tuyo pasa a ser de ellos; lo que era tu sudor, tu esfuerzo y las porciones empeñadas de toda una vida termina en poder de un extraño. Este problema (el problema de los bancos) carcome los pensamientos de Hock Seng como un gorgojo modificado, imposible de extirpar y reducir a un amasijo de pus y restos de exoesqueleto.

Imaginado en términos de tiempo (el tiempo empleado trabajando para ganar un sueldo que a continuación se deposita en el banco), un banco puede ser dueño de más de la mitad de una persona. Bueno, al menos de una tercera parte, si se es un tailandés indolente. Y una persona a la que le falte una tercera parte de su vida, en realidad, no tiene vida ninguna.

¿De qué tercio de su ser podría desprenderse uno? ¿Desde el pecho hasta la calva? ¿Desde la cintura hasta las amarillentas uñas de los pies? ¿Las dos piernas y un brazo? ¿Los dos brazos y una cabeza? Uno todavía podría albergar alguna esperanza de sobrevivir si le arrancaran una cuarta parte de su ser, pero un tercio es intolerable.

Eso es lo malo de los bancos. En cuanto uno pone el dinero en su boca, resulta que el tigre ha cerrado las fauces alrededor de su cabeza. Una tercera parte, o la mitad, o una simple sesera cubierta de verrugas, lo mismo da.

Pero si los bancos no son de confianza, entonces, ¿qué? ¿La endeble cerradura de una puerta? ¿Un colchón piojoso, minuciosamente destripado? ¿Las maltrechas tejas de un tejado, levantadas y envueltas en hojas de plátano? ¿Un agujero en las vigas de bambú de una choza, ingeniosamente cortadas y ahuecadas para contener los gruesos rollos de billetes embutidos en ellas?

Hock Seng escarba en el bambú.

El hombre que le alquiló la habitación se refería a ella como «piso», y en cierto modo lo es. Tiene cuatro paredes; no es una simple tienda de lona de polímero de aceite de coco. Tiene un patio diminuto en la parte de atrás, donde se encuentra el retrete, compartido (igual que las paredes) con otras seis chozas. Para un refugiado tarjeta amarilla, no es un piso sino una mansión. Y sin embargo no deja de oír los lamentos y las protestas de la humanidad que le rodea.

Las paredes de madera WeatherAll son una extravagancia, la verdad, aunque no lleguen a tocar el suelo del todo, aunque las sandalias de yute de sus vecinos asomen por debajo, y aunque apesten a los aceites que impiden que se pudran con la humedad de los trópicos. Pero son necesarias, siquiera para proporcionarle un lugar en el que guardar el dinero aparte del fondo del barril para recoger el agua de lluvia envuelto en tres capas de piel de perro, las cuales ruega él que sigan siendo impermeables tras seis meses de inmersión.

Hock Seng hace un alto en su tarea y escucha.

De la habitación contigua llegan movimientos susurrados, pero nada indica que haya alguien atento a sus excavaciones, discretas como las de un ratón. Reanuda el proceso de aflojar un panel de bambú disimulado en la junta, reservando juiciosamente el serrín para más tarde.

Nada es seguro: esa es la primera lección. Los yang guizi diablos extranjeros aprendieron la lección durante la Contracción, cuando la pérdida del petróleo los envió corriendo de regreso a las costas que les habían visto partir. Él la aprendió en Malaca. Nada es seguro, nada dura eternamente. El rico se vuelve pobre. El bullicioso clan chino, bien alimentado y feliz durante el Festival de la Primavera, ahíto de tiras de cerdo, nasi goreng y pollo al estilo Hainan, se reduce a un solo tarjeta amarilla demacrado. Nada es para siempre. Eso, al menos, los budistas lo saben.

Hock Seng esboza una sonrisa pesarosa y continúa escarbando en silencio, trazando una línea de lado a lado en lo alto del panel, extrayendo más serrín prensado. Ahora vive rodeado de lujos, con su mosquitera remendada y el hornillo en el que puede quemar metano verde dos veces al día, siempre y cuando esté dispuesto a pagar al gran hermano pi lien de la zona para que pinche ilegalmente las tuberías de suministro de las farolas de la ciudad. Posee su propio juego de urnas de arcilla para recoger el agua de lluvia en el patio diminuto, un lujo extraordinario de por sí, protegidas por el honor y la integridad de sus vecinos, desesperadamente pobres, quienes saben que debe haber un límite para todo, hasta para la miseria y la estrechez, y por eso tiene barriles repletos de viscosos huevos de mosquito verdes que puede estar seguro que no tocará nadie, aunque eso no significa que no puedan asesinarlo al otro lado de su misma puerta, ni que la mujer del vecino no pueda ser violada por el primer nak leng que se encapriche de ella.

Hock Seng tira del diminuto panel de la caña de bambú, aguantando la respiración, intentando no hacer el menor ruido. Eligió este punto por las vigas expuestas y las tejas que se entrevén desde abajo en el techo oscuro. Por los huecos, las rendijas y las oportunidades. A su alrededor, los habitantes del arrabal despiertan, gimen, protestan y encienden cigarrillos mientras él suda por la tensión de abrir el escondrijo. Es una locura guardar tanto dinero aquí. ¿Y si se incendian las chozas? ¿Y si la WeatherAll prende por culpa de la vela caída de algún imbécil? ¿Y si la turba viene e intenta dejarle atrapado dentro?

Hock Seng hace una pausa, se enjuga el sudor de la frente. «Estoy loco. No va a venir nadie a por mí. Los pañuelos verdes están al otro lado de la frontera, en Malasia, y los ejércitos del reino se encargarán de mantenerlos a raya.

»Y aunque vengan, dispongo de un archipiélago de distancia para prepararme para su llegada. Días de viaje a bordo de un tren de muelles percutores, siempre y cuando los generales del ejército de la reina no vuelen las vías. Por lo menos veinticuatro horas, aunque usen carbón para el ataque. ¿Y si no? Semanas de marcha. Tiempo de sobra. Estoy a salvo.»

El panel cae en su mano temblorosa, revelando el interior hueco del bambú. La caña es impermeable, perfeccionada por la naturaleza. Introduce un brazo esquelético en el boquete, tanteando como los ciegos.

Por un momento le parece que alguien se lo ha llevado, que le han robado aprovechando su ausencia, pero entonces sus dedos rozan el papel y saca los rollos de billetes uno a uno.

En la habitación contigua, Sunan y Mali hablan del tío de ella, que quiere que trafiquen con piñas cibi.11.s.8, trayéndolas en un esquife desde Koh Angrit, la isla farang de la cuarentena. Dinero rápido, si están dispuestos a correr el riesgo de importar alimentos prohibidos de los monopolios de las calorías.

Hock Seng escucha sus murmullos mientras guarda el dinero en un sobre que a continuación esconde dentro de la camisa. Diamantes, baht y jade trufan las paredes que le rodean, pero aun así, le duele sacar este dinero ahora. Va en contra de su instinto acumulador.

Vuelve a cerrar el panel de bambú. Se moja los dedos con saliva, la mezcla con los escasos restos de serrín e introduce el compuesto en las grietas más llamativas. Se sienta encima de los talones y examina la caña de bambú. Es prácticamente invisible. Si no supiera que debe contar cuatro juntas hacia arriba, no se le ocurriría dónde mirar, ni qué buscar.

Lo malo de los bancos es que uno no se puede fiar de ellos. Lo malo de los escondites secretos es que son difíciles de proteger. Lo malo de una habitación en un poblado de chabolas es que cualquiera podría llevarse el dinero aprovechando su ausencia. Necesita otros escondrijos, lugares seguros donde ocultar el opio, las joyas y el dinero en efectivo conseguidos con tanto esfuerzo. Necesita un lugar seguro para todo. También para su persona, y eso no tiene precio.

Todo es pasajero. Así lo asegura Buda, y Hock Seng, que no creía ni tenía tiempo para pensar en el karma ni en las verdades del dharma cuando era joven, con los años ha aprendido a entender la religión de su abuela y sus dolorosas verdades. Su sino es sufrir. El apego es el origen de su sufrimiento. Y pese a todo sigue sin poder dejar de ahorrar, de prepararse y de luchar por perpetuar esta vida colmada de sinsabores.

«¿De qué forma pequé para merecer este amargo destino? ¿Para ver a mi clan despedazado bajo machetes pintados de rojo? ¿Para ver mis negocios reducidos a cenizas y mis clíperes hundidos en el fondo del mar?» Cierra los ojos, obligándose a enterrar los recuerdos. Lamentarse es sufrir.

Respira hondo y se pone en pie con esfuerzo, recorre la estancia con la mirada para cerciorarse de que todo esté en su sitio, se vuelve y empuja la puerta, raspar de madera contra arenilla, y sale a la angosta calleja que es la avenida principal del arrabal. Asegura la puerta con un trozo de correa de cuero. Un nudo y nada más. Ya han entrado una vez en la habitación. Volverán a hacerlo. Lo espera. Un candado robusto llamaría la atención de las personas equivocadas, un triste pedazo de cuero resulta menos tentador.

El camino que conduce fuera del barrio pobre de Yaowarat está sembrado de sombras y cuerpos acuclillados. El calor de la estación seca pesa como una losa sobre él, tan intenso que parece que nadie puede respirar, aun con la colosal presencia de los diques de Chao Phraya. No se puede escapar del calor. Si el rompeolas cediera, el poblado entero se ahogaría en unas aguas casi frescas, pero hasta entonces, Hock Seng suda y callejea arrastrando los pies por el laberinto de pasadizos, restregándose contra paredes de hojalata rescatadas de la basura.

Sortea zanjas abiertas llenas de mierda. Hace equilibrios sobre tablones y esquiva a mujeres que sudan la gota gorda entre humeantes ollas de fideos U-Tex y pestilentes pescados secados al sol. Un puñado de carros de comida, los que han sobornado a los camisas blancas o al pi lien del arrabal, encienden pequeñas fogatas de estiércol a la vista de todos, anegando los callejones con densas humaredas mezcladas con el aceite de pimiento para freír.

Esquiva bicicletas cargadas de candados, pisando con cuidado. Por debajo de las paredes de lona asoman prendas de vestir, cazos y desperdicios, que invaden el espacio público. Las tiendas se agitan con el movimiento de sus ocupantes: un hombre tose con los pulmones encharcados, en las últimas; una mujer lamenta la adicción al vino de arroz lao-lao de su hijo; una niña amenaza con agredir a su hermano lactante. La intimidad no está hecha para el arrabal, pero las paredes de lona proporcionan un educado espejismo. Y sin duda es mejor que las torres de la Expansión donde se hacinan los tarjetas amarillas. Este poblado es un lujo para Hock Seng. Y rodeado de tailandeses autóctonos, se siente a cubierto. Más protegido de lo que estuvo jamás en Malasia. Aquí, si no abre la boca y lo traiciona su acento extranjero, puede confundirse con los nativos.

Aun así, añora el lugar donde su familia y él consiguieron labrarse un porvenir a pesar de ser extranjeros. Añora los salones con suelos de mármol y las columnas laqueadas de rojo de su hogar ancestral, donde resonaban las voces de sus hijos, sus nietos y sus criados. Añora el pollo de Hainan, el laksa asam, el delicioso kopi dulce y el roti canai.

Añora su flota de barcos de vela y a los marineros (¿no es cierto acaso que contrataba incluso a morenos?, ¿que había llegado a nombrar capitanes a algunos de ellos?) que tripulaban sus clíperes Mishimoto hasta el fin del mundo, llegando incluso hasta Europa, transportando variedades de té resistentes al gorgojo modificado y volviendo con caros coñacs como no han vuelto a verse desde la Expansión. Y por las noches, regresaba junto a sus mujeres y cenaba bien, sin más preocupación que la indolencia de alguno de sus hijos o las perspectivas de encontrar un buen marido para alguna de sus hijas.

Qué bobo e ignorante había sido. Se las daba de comerciante marino, cuando ni siquiera se imaginaba la facilidad con que pueden cambiar las mareas.

Una muchacha sale de debajo de una lona. Le sonríe, demasiado joven para tomarlo por un desconocido y demasiado inocente para darle importancia. Está viva, rebosante de la vitalidad que un anciano solo puede envidiar con sus huesos doloridos. Le sonríe.

Podría ser su hija.

La noche malaca era negra y viscosa, una selva poblada de los chillidos de las aves nocturnas y el palpitante zumbido de los insectos. En el puerto, las aguas oscuras batían suavemente ante ellos. Él y Cuarta Hija, esa perra callejera que no servía para nada, la única que había podido mantener, se escondieron entre los embarcaderos y los botes que se mecían, y cuando la oscuridad se hizo soberana de todo, la condujo hasta el agua, donde las olas corrían al encuentro de la playa en avalanchas acompasadas y las estrellas eran alfileres de oro prendidos en la negrura sobre sus cabezas.

– Mira, Ba. Oro -susurró la niña.

A veces él le contaba que todas las estrellas eran pepitas de oro que estaban a su disposición, porque era china y prosperaría si ponía empeño en el trabajo y respetaba a sus antepasados y las tradiciones. Y ahora, aquí estaban, bajo una manta de polvo de oro, la Vía Láctea extendida sobre sus cabezas como una gigantesca sábana ondeante, tan apretadas entre sí las estrellas que, si fuera lo bastante alto, podría cogerlas, exprimirlas y dejar que se derramaran por sus brazos formando regueros.

Oro por todas partes, inalcanzable.

Entre los barcos de pesca y la pequeña lancha impulsada por muelles, encontró un bote de remos y puso rumbo a alta mar, dirigiéndose a la bahía, siguiendo las corrientes, una mota negra perdida entre los fluctuantes reflejos del océano.

Preferiría que la noche estuviera nublada, pero al menos no había luna. Remaba y remaba mientras las carpas marinas rompían la superficie y rodaban a su alrededor, enseñando las gordas barrigas blancas que los miembros de su clan habían diseñado para alimentar a una nación hambrienta. Remaba y las carpas los rodeaban, mostrando unos vientres pálidos abultados ahora con la sangre y los tendones de sus creadores.

Por fin la pequeña embarcación llegó al objeto de su búsqueda, un trimarán anclado en alta mar. El lugar donde dormían los marineros de Hafiz. Subió a bordo y caminó entre ellos sin hacer ruido. Estudiándolos a todos mientras dormían a pierna suelta, protegidos por su religión. Con vida y a salvo cuando a él ya no le quedaba nada.

Los remos le habían dejado doloridos los brazos, los hombros y la espalda. Achaques de anciano. El entumecimiento de la debilidad.

Caminó entre ellos de puntillas, rastreando, demasiado viejo para la supervivencia pueril, y sin embargo incapaz de renunciar a ella. Quizá lograra sobrevivir todavía. Quizá lo consiguiera la única boca que le quedaba por alimentar. Aunque solo fuera una niña. Aunque no pudiera hacer nada por sus antepasados, al menos era de su clan. Una viruta de ADN que aún podría salvarse. Cuando por fin encontró el cuerpo que buscaba, se agachó y lo tocó con delicadeza, tapó la boca del hombre.

– Viejo amigo -susurró.

Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente cuando despertó.

– ¿Encik Tan? -Hizo ademán de saludar con gesto marcial, pese a estar medio desnudo y tendido de espaldas. A continuación, como si recordara el cambio que se había operado en sus respectivas suertes, bajó la mano y se dirigió a Hock Seng como jamás hubiera osado hacer en la vida real-: ¿Hock Seng? ¿Todavía estás vivo?

Hock Seng frunció los labios.

– Esta inútil boca que alimentar y yo tenemos que ir al norte. Necesito tu ayuda.

Hafiz se sentó, frotándose los ojos. Echó una mirada furtiva al resto del clan, que seguía durmiendo.

– Si te delatara, me embolsaría una fortuna -susurró-. El líder de Tres Prosperidades. Sería rico.

– No eras pobre cuando trabajabas conmigo.

– Tu cabeza vale más que todos los cráneos chinos apilados en las calles de Penang. Y estaría a salvo.

A Hock Seng le dieron ganas de responder en tono airado, pero Hafiz levantó una mano, indicando silencio. Condujo a Hock Seng hasta el borde de la cubierta, contra la barandilla. Se arrimó a él hasta que sus labios rozaron casi el oído de Hock Seng.

– ¿Sabes en qué aprieto me pones? Tengo parientes que ahora se ponen pañuelos verdes en la cabeza. ¡Mis propios hijos! Este no es un lugar seguro.

– ¿Crees que eso me pilla de nuevas?

Hafiz tuvo el decoro de apartar la mirada, azorado.

– No puedo ayudarte.

Hock Seng puso mala cara.

– ¿Esto es lo que me merezco por portarme bien contigo? ¿Acaso no estuve en tu boda? ¿No os cubrí de regalos a Rana y a ti? ¿No os agasajé durante diez días? ¿No pagué el ingreso de Mohammed en la Universidad de Koneru Lakshmaiah?

– Hiciste eso y más. Es mucho lo que te debo. -Hafiz inclinó la cabeza-. Pero ya no somos las mismas personas de antes. Los pañuelos verdes están por todas partes entre nosotros, y los que sentíamos afecto por la plaga amarilla solo podemos salir malparados. Tu cabeza compraría la seguridad de mi familia. Lo siento. Es así. No sé por qué no te capturo ahora mismo.

– Tengo diamantes, jade.

Hafiz suspiró y se dio la vuelta, exhibiendo los hombros anchos y musculosos.

– Si aceptara tus joyas, con la misma facilidad me sentiría tentado de quitarte la vida. Si hablamos de dinero, tu cabeza será siempre el trofeo más valioso. Será mejor rehuir las tentaciones de la fortuna.

– Entonces, ¿vamos a despedirnos así?

Hafiz volvió a encararse con Hock Seng, implorante.

– Mañana les entregaré tu clíper, el Lucero del alba, y renegaré de ti por completo. Si fuera más listo te entregaría también a ti. Todos los que han ayudado a la plaga amarilla son sospechosos ahora. Los que engordamos gracias a la industria china y prosperamos gracias a vuestra generosidad somos los más odiados de la nueva Malasia. El país ha cambiado. La gente tiene hambre. Está furiosa. Nos llaman piratas de calorías, especuladores y perros amarillos. Nada consigue apaciguarlos. Vuestra sangre se ha derramado ya, pero aún tienen que decidir qué hacer con nosotros. No puedo poner en peligro a mi familia por ti.

– Podrías venir al norte con nosotros. Navegaríamos juntos.

Hafiz exhaló un suspiro.

– Los pañuelos verdes patrullan las costas en busca de refugiados. Sus redes son amplias y llegan a todas partes. Y quienes caen en ellas son ejecutados.

– Pero nosotros somos astutos. Más que ellos. Podríamos eludirlos.

– No, eso es imposible.

– ¿Cómo lo sabes?

Hafiz desvió la mirada, avergonzado.

– Mis hijos alardean delante de mí.

Hock Seng frunció el ceño con amargura, sin soltar la mano de su hija.

– Lo siento -dijo Hafiz-. La vergüenza me acompañará hasta que muera. -Giró sobre los talones de repente y corrió hacia la despensa. Regresó con unos mangos y papayas de aspecto lozano. Un paquete de U-Tex. Un melón cibi de PurCal-. Ten, acéptalo. Lamento no poder hacer más. Lo siento. Debo pensar también en mi propia supervivencia. -Y tras pronunciar esas palabras, vio a Hock Seng desembarcar y perderse de vista entre las olas.

Un mes más tarde, Hock Seng cruzó la frontera en solitario, arrastrándose por la selva infestada de sanguijuelas tras haber sido abandonado por los cabezas de serpiente que les habían traicionado.

Hock Seng ha oído que quienes ayudaron al pueblo amarillo después murieron en masa, arrojándose al mar desde los acantilados para nadar como podían hasta aplastarse contra las rocas de la costa o ser abatidos a tiros mientras flotaban. A menudo se pregunta si Hafiz sería una de aquellas víctimas, o si su regalo, el último clíper sin vías de agua de las Tres Prosperidades, habría sido suficiente para salvar a su familia, si sus hijos pañuelos verdes intercedieron por él, o si se quedaron mirando fríamente mientras su padre sufría por sus numerosos pecados.

– ¿Abuelo? ¿Estás bien?

La pequeña toca con suavidad la muñeca de Hock Seng, observándolo con sus grandes ojos negros.

– Mi madre puede traerte agua hervida si necesitas beber.

Hock Seng empieza a hablar, pero a continuación asiente con la cabeza y se da la vuelta. Si habla con ella, la niña sabrá que es un refugiado. No le conviene llamar la atención. No le conviene revelar que vive entre ellos a merced de los camisas blancas, del Señor del Estiércol y de un puñado de sellos falsificados en su tarjeta amarilla. No le conviene confiar en nadie, por amables que parezcan. La niña sonriente de hoy puede ser mañana la misma que machaca los sesos de un bebé armada con una piedra. Esa es la única verdad. Uno puede imaginarse que existen conceptos como la lealtad, la confianza y la bondad, pero se trata de meros gatos demonio. Al final, jirones de humo y nada más, imposibles de aprehender.

Otros diez minutos de tortuosas callejuelas lo dejan cerca de los rompeolas de la ciudad, donde las casuchas se pegan como lapas a las murallas del plan del venerable rey Rama XII para la supervivencia de su ciudad. Hock Seng encuentra a Chan el Risueño sentado junto a un carro jok, degustando un humeante cuenco de pasta de arroz U-Tex salpicada de inidentificables trocitos de carne.

En su vida anterior, Chan el Risueño era el capataz de una plantación donde se pinchaba el tronco de los árboles del caucho para recoger la savia viscosa, con ciento cincuenta peones a su cargo. En esta vida, su talento organizativo ha encontrado una nueva utilidad: dirigir a los encargados de descargar megodontes y clíperes en los muelles y amarraderos cuando los thais se muestran demasiado holgazanes o estúpidos, o lentos, o cuando consigue sobornar a alguien influyente para dejar que su equipo de tarjetas amarillas se lleve el arroz. Y a veces, también realiza otros trabajos. Transporta opio y yaba de anfetaminas desde el río hasta las torres del Señor del Estiércol. Introduce Soy PRO de AgriGen desde Koh Angrit, pese a los bloqueos del Ministerio de Medio Ambiente.

Le faltan una oreja y cuatro dientes, pero eso no le impide sonreír. Se sienta y sonríe como un pasmarote, y enseña los huecos de su dentadura, y en todo momento sus ojos recorren el tráfico de peatones que pasa ante él. Hock Seng se sienta y depositan ante él otro cuenco de jok humeante, y ambos comen el engrudo U-Tex con un café casi tan delicioso como el que acostumbraban a tomar en el sur, y mientras tanto observan a las personas que les rodean como cheshires atentos a los movimientos de las aves, siguiendo con la mirada a las mujeres que les sirven de la olla, a los hombres encorvados sobre las otras mesas del callejón, a los ciclistas que se dirigen al trabajo. Después de todo, los dos son tarjetas amarillas. Lo llevan en la sangre.

– ¿Estás listo? -pregunta Chan el Risueño.

– Un poco más de tiempo. No quiero que vean a tus hombres.

– No te preocupes. Ya casi hablamos como los thais. -Sonríe y enseña las mellas-. Nos estamos aclimatando.

– ¿Sabes quién es Follaperros?

Chan el Risueño asiente, de forma sucinta, y su sonrisa desaparece.

– Y Sukrit sabe quién soy yo. Estaré debajo del rompeolas, del lado de las casas. Escondido. Ah Ping y Peter Siew montarán guardia.

– Bien. -Hock Seng termina el jok y paga también la cuenta de Chan el Risueño.

Con Chan y sus hombres cerca, Hock Seng se siente un poco mejor. Aun así, es arriesgado. Si esto sale mal, Chan el Risueño estará demasiado lejos como para hacer algo más que vengarse. Y la verdad sea dicha, si Hock Seng se para a pensarlo, no está seguro de que lo que ha pagado baste para cubrir eso.

Chan el Risueño se aleja pavoneándose, deslizándose entre las estructuras de lona. Hock Seng reanuda la marcha en medio del calor asfixiante hasta el abrupto y empinado sendero que discurre paralelo al rompeolas. Camina entre las chabolas, sintiendo una nueva punzada de dolor en la rodilla a cada paso, hasta llegar al amplio terraplén elevado de las defensas costeras de la ciudad.

Tras el hedor comprimido del arrabal, la brisa marina que lo envuelve y le agita la ropa supone un alivio. El océano azul, tan brillante, parece un espejo. Hay más gente en el paseo marítimo del terraplén, disfrutando del aire fresco. A lo lejos, una de las bombas de carbón del rey Rama XII se agazapa como un sapo gigante al borde del desnivel. El símbolo de Korakot, el cangrejo, resulta visible en su piel metálica. Sus chimeneas escupen nubes de humo y vapor a intervalos regulares.

En alguna parte, enterradas a gran profundidad, organizadas por el ingenio del monarca, las bombas estiran sus tentáculos y absorben el agua subterránea para que la ciudad no se inunde. Incluso durante la estación cálida funcionan constantemente siete bombas que impiden que Bangkok sea engullida. En la estación lluviosa, los doce signos del zodíaco se activan mientras cae agua a cántaros y todo el mundo transita las calles de la ciudad a bordo de sus esquifes, calados hasta los huesos, agradecidos porque el monzón haya llegado puntual y los diques no se hayan roto.

Hock Seng baja por el otro lado y se dirige a uno de los muelles. Un campesino con un esquife repleto de cocos le ofrece uno, cortando la cabeza verde de un tajo para que beba. Al otro lado de las aguas, los edificios hundidos de Thonburi asoman entre las olas. El agua es un ir y venir de esquifes, redes de pesca y clíperes. Hock Seng respira hondo, aspirando el olor a salitre, pescado y algas hasta el fondo de los pulmones. La vida del océano.

Un clíper japonés pasa ante él con su casco de polímero de aceite de palma y sus velas blancas como una gaviota. El conjunto de hidroalas todavía queda oculto a la vista, por debajo de la línea de flotación, pero cuando salga a alta mar usará el cañón de muelles para desplegar las velas altas, momento en el que la embarcación saltará del agua como un pez.

Hock Seng recuerda cuando estaba de pie en la cubierta de su primer clíper, sus velas altas al viento, surcando el océano como una piedra arrojada por un chiquillo, riendo mientras hendían las olas, con la espuma salpicando a su alrededor. Se había vuelto hacia su primera esposa y le había dicho que todo era posible, que el futuro era suyo.

Se acomoda en la orilla y bebe el resto del agua de coco verde mientras un niño pordiosero lo observa. Hock Seng le hace señas para que se acerque. «Este es lo bastante listo», supone. Le gusta recompensar a los listos, a los que tienen la paciencia necesaria para esperar a ver qué hace con la cáscara. Se la da al chiquillo, que la acepta con un wai y va a romperla contra las piedras de mortero de lo alto del dique. A continuación se pone en cuclillas y utiliza una concha de ostra para raspar la carne tierna y pringosa del interior, famélico.

Follaperros se hace esperar. Su nombre real es Sukrit Kamsing, pero Hock Seng rara vez lo oye en labios de los tarjetas amarillas. Hay demasiada bilis e historia de por medio. En vez de eso, es siempre Follaperros, una palabra que rezuma odio y temor. Es un tipo achaparrado, rebosante de calorías y músculos. Tan perfecto para su trabajo como un megodonte para transformar calorías en julios. Tiene las manos y los brazos cubiertos de cicatrices pálidas. Las rendijas que indican el lugar donde alguna vez hubo una nariz apuntan directamente a Hock Seng, dos tajos verticales oscuros que le confieren una apariencia porcina.

Entre los tarjetas amarillas hay cierto debate sobre si Follaperros dejó que el fa’gan se propagara en exceso, permitiendo que sus brotes de coliflor hundieran tantas raíces en su carne que los médicos se vieron obligados a amputarlo todo para salvarle la vida, o si sencillamente el Señor del Estiércol le cortó la nariz para darle una lección.

Follaperros se acuclilla junto a Hock Seng. Ojos negros, implacables.

– La doctora Chan vino a verme. Con una carta.

Hock Seng asiente.

– Quiero ver a tu jefe.

Follaperros suelta una risita.

– Le rompí los dedos y la maté a polvos por interrumpir mi siesta.

Hock Seng se mantiene impasible. Puede que Follaperros esté mintiendo. Puede que diga la verdad. Es imposible saberlo. En cualquier caso, se trata de una provocación. Para ver si Hock Seng se acobarda. Para ver si está dispuesto a negociar. Puede que la doctora Chan haya desaparecido. Otro nombre que pesará sobre él como una losa cuando se reencarne.

– Creo que a tu jefe le agradará la oferta -aventura Hock Seng.

Follaperros se rasca distraídamente el filo de una rendija nasal.

– ¿Por qué no querías que nos reuniéramos en mi despacho?

– Me gustan los espacios abiertos.

– ¿Has venido con alguien? ¿Más tarjetas amarillas? ¿Crees que con ellos estarás a salvo?

Hock Seng se encoge de hombros. Contempla los barcos y las velas. El amplio mundo, lleno de promesas.

– Quiero ofreceros un trato a tu jefe y a ti. Una montaña de beneficios.

– Dime de qué se trata.

Hock Seng niega con la cabeza.

– No. Debo hablar con él en persona. Solo con él.

– Él no habla con tarjetas amarillas. A lo mejor te echa a los plaa de aletas rojas de ahí fuera. Como hicieron los pañuelos verdes con los de tu clase en el sur.

– Sabes quién soy.

– Sé quién dice tu carta que eras. -Follaperros se acaricia los bordes de las rendijas nasales, estudiando a Hock Seng-. Nada más que otro tarjeta amarilla.

Hock Seng no responde. Ofrece la bolsa de cáñamo llena de dinero a Follaperros, que se queda mirándola con suspicacia, sin cogerla.

– ¿Qué es eso?

– Un regalo. Mira y averígualo.

Follaperros es curioso. Pero también precavido. Bueno es saberlo. No es de los que mete la mano a ciegas en cualquier bolsa y la saca con un escorpión. En vez de eso, abre el saquito y le da la vuelta. Caen fajos de billetes que ruedan entre las conchas y la suciedad de la marea baja. Follaperros pone los ojos como platos. Hock Seng reprime una sonrisa.

– Dile al Señor del Estiércol que Tan Hock Seng, director de la empresa comercial Tres Prosperidades, tiene una oferta de negocios para él. Entrégale mi nota y tú también te beneficiarás enormemente.

Follaperros sonríe.

– A lo mejor lo que hago es quedarme con este dinero y ordenarles a mis hombres que te sacudan hasta que confieses dónde escondes el resto de tus ahorros de paranoico tarjeta amarilla.

Hock Seng, hierático, guarda silencio.

– Lo sé todo sobre la gente de Chan el Risueño -añade Follaperros-. Me debe una disculpa por irrespetuoso.

A Hock Seng le sorprende no sentir temor. Vive asustado de todo, pero no son los matones pi lien como Follaperros los que pueblan de terror sus noches. En el fondo, Follaperros es un simple empresario. No es un camisa blanca, henchido de orgullo nacional o hambriento de una migaja más de respeto. Follaperros trabaja a cambio de dinero. Actúa por dinero. Hock Seng y él son dos caras del mismo organismo económico, pero en el fondo son hermanos. Hock Seng sonríe ligeramente, más confiado.

– Esto no es más que un regalo, por las molestias. Lo que propongo nos reportará mucho más. A todos. -Saca los dos últimos artículos. Uno de ellos, una carta-. Dásela a tu jefe, sellada. -Extiende el otro: una cajita con el eje y las roscas tan familiares y universales, un polímero de aceite de palma de un tono amarillo apagado.

Follaperros coge el objeto, le da la vuelta.

– ¿Un muelle percutor? -Hace una mueca-. ¿A qué viene esto?

Hock Seng sonríe.

– Lo entenderá cuando lea la carta.

Se pone de pie y se da la vuelta sin aguardar la respuesta de Follaperros, sintiéndose más fuerte y seguro que nunca desde que los pañuelos verdes llegaron para incendiar sus almacenes y hundir su flota de clíperes en los abismos marinos. En este momento, Hock Seng se siente como un hombre. Camina más recto, olvidada su cojera.

Es imposible adivinar si la gente de Follaperros piensa seguirle, de modo que camina despacio, sabiéndose rodeado por los hombres de Follaperros y Chan el Risueño, un flotador de vigilancia que le acompaña mientras desciende por los callejones y se adentra en el arrabal, hasta que, al cabo, Chan el Risueño está allí, esperándole, sonriendo.

– Te dejaron marchar -dice.

Hock Seng saca más dinero.

– Lo hiciste bien. Pero sabe que eran tus hombres. -Da un rollo de baht extra a Chan el Risueño-. Aplácalo con esto.

Chan el Risueño sonríe al montón de dinero.

– Esto es el doble de lo que necesito para eso. Hasta a Follaperros le gusta usarnos cuando no quiere arriesgarse a traer SoyPRO desde Koh Angrit.

– Acéptalo de todas formas.

Chan el Risueño se encoge de hombros y guarda el fajo de billetes en un bolsillo.

– Eres muy generoso. Con los amarraderos cerrados, nos vendrán bien los baht extra.

Hock Seng se dispone a darse la vuelta, pero las palabras de Chan el Risueño lo detienen.

– ¿Qué has dicho de los amarraderos?

– Están cerrados. Los camisas blancas los registraron anoche. Todo está bajo llave.

– ¿Qué ocurrió?

Chan el Risueño se encoge de hombros.

– He oído que lo quemaron todo. Lo redujeron todo a cenizas.

Hock Seng no se para a preguntar nada más. Da media vuelta y corre, tan deprisa como sus viejos huesos se lo permiten. Maldiciéndose todo el camino. Maldiciéndose por idiota y por no habérselo olido, por haberse dejado distraer del objetivo de la simple supervivencia por el apremiante deseo de ir más allá, de adelantarse a los acontecimientos.

Cada vez que hace planes para el futuro, fracasa. Cada vez que intenta levantar la cabeza, el peso del mundo cae sobre él, aplastándolo contra el suelo.

En Thanon Sukhumvit, sudando al sol, encuentra un vendedor de periódicos. Su mirada sobrevuela los diarios y las circulares cargadas de rumores redactados a mano, las páginas de la fortuna donde se anuncian los mejores números a los que apostar y se predicen los nombres de los próximos campeones de muay thai.

Arranca una página tras otra, y su desesperación aumenta con cada nuevo ejemplar.

Todos ellos muestran el sonriente semblante de Jaidee Rojjanasukchai, el incorruptible Tigre de Bangkok.

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