8

– He perdido treinta mil.

– Yo cincuenta -murmura Otto.

Lucy Nguyen fija la mirada en el techo.

– ¿Uno ochenta y cinco? ¿Seis?

– Cuatrocientos. -Quoile Napier deja el vaso de sato caliente encima de la mesita-. El puñetero dirigible de Carlyle me ha costado cuatrocientos mil billetes azules.

La mesa entera enmudece, asombrada.

– Jesús. -Lucy, embotada por el alcohol a media tarde, endereza la espalda en la silla-. ¿Qué querías introducir, semillas resistentes a la cibiscosis?

Los contertulios están repantigados en la galería de sir Francis Drake, los cinco juntos, la «Falange Farang», como los ha bautizado Lucy, con la mirada perdida en la abrasadora sauna de la estación seca, aletargados por la bebida.

Anderson se recuesta con ellos, escuchando a medias sus protestas formuladas con voz pastosa mientras da vueltas en la cabeza al problema de los orígenes del ngaw. Hay otra bolsa de fruta entre sus pies, y no puede por menos de pensar que la solución del misterio está cerca; tan solo necesita una pizca de ingenio para dar con ella.

Ngaw: aparentemente inmune a la roya y la cibiscosis, incluso después de sufrir una exposición directa; evidentemente resistente al gorgojo modificado nipón y a la abolladura, de lo contrario jamás se hubiera desarrollado. Un producto perfecto. Fruto del acceso a un material genético distinto del que utilizan para sus experimentos AgriGen y los demás fabricantes de calorías.

En algún rincón de este país hay un banco de semillas oculto. Miles, quizá cientos de miles, de simientes cuidadosamente conservadas, un cofre del tesoro repleto de diversidad biológica. Cadenas de ADN infinitas, cada una de ellas con su propia aplicación potencial. Y de esta mina de oro, los tailandeses están extrayendo respuestas a los principales obstáculos para su supervivencia. Con acceso al banco de semillas thai, Des Moines podría producir códigos genéticos durante generaciones, detener las mutaciones epidémicas. Seguir con vida un poco más.

Anderson se revuelve en el asiento, reprimiendo la irritación, enjugándose el sudor. Está tan cerca. Primero resucitan las solanáceas, y ahora el ngaw. Y Gibbons anda suelto por el sudeste asiático. Si no fuera por esa chica mecánica ilegal, él ni siquiera sabría que Gibbons había sobrevivido. El reino ha cosechado un éxito singular a la hora de conservar su seguridad operativa. Si pudiera estar seguro de la ubicación del banco de semillas, quizá fuera posible incluso realizar una redada… Han aprendido muchas cosas desde lo que pasó en Finlandia.

Al otro lado de la galería no se mueve ningún ser inteligente. Rutilantes perlas de sudor caen por el cuello de Lucy y le mojan la camisa mientras lamenta el estado de la guerra del carbón con los vietnamitas. No puede buscar jade si el ejército está ocupado disparando contra todo lo que se mueva. Quoile tiene las patillas empapadas. No se agita ni un soplo de aire.

La precaria estructura del bar está adosada como una costra al exterior de una torre de la Expansión desahuciada. Un cartel pintado a mano se apoya en una de las escaleras que conduce a la galería, con las palabras garabateadas: SIR FRANCIS DRAKE. El letrero es un añadido reciente, un homenaje a la decrepitud y el deterioro que lo rodean, obra de un puñado de farang empeñados en poner nombre a su entorno. Los desgraciados artífices del nombre desaparecieron en el interior del país hace mucho, devorados por la selva infestada de reescrituras de la roya o descuartizados en la maraña de frentes de la guerra por el carbón y el jade. El cartel persiste, no obstante, bien por parecerle gracioso al dueño, que ha adoptado el apelativo como sobrenombre, o bien porque nadie es capaz de reunir las fuerzas necesarias para darle una mano de pintura. Mientras tanto, se desconcha bajo el calor.

Con independencia de su origen, Drake se encuentra perfectamente situado entre los muelles de descarga del rompeolas y las fábricas. Sus destartalados escombros dan al hotel Victoria, al otro lado de la calle, por lo que la Falange Farang puede beber hasta perder el sentido y ver si arriba algún extranjero interesante a sus costas.

Hay otros abrevaderos más humildes a disposición de los marineros que consiguen superar la aduana, la cuarentena y la limpieza a fondo, pero es aquí, con los ondeantes manteles blancos del Victoria a un lado de la avenida empedrada y las ruinas de bambú del sir Francis al otro, donde terminan recalando todos los extranjeros que se instalan en Bangkok, sea por el tiempo que sea.

– ¿Qué querías introducir? -insiste Lucy, alentando a Quoile a explayarse sobre sus pérdidas.

Quoile se inclina hacia delante y baja la voz, animándolos a todos a desperezarse.

– Azafrán. De la India.

Tras un momento de silencio, Cobb se echa a reír.

– La mercancía ideal para el transporte por aire. Se me tendría que haber ocurrido antes.

– Ideal para los dirigibles. Pesa poco. Más rentable que el opio y en alza -dice Quoile-. El reino todavía no ha descubierto cómo copiar las semillas, y todos los políticos y generales lo quieren en sus cocinas. Da mucho prestigio, si consiguen echarle el guante. Tenía importantes pedidos por adelantado. Iba a hacerme rico. Increíblemente rico.

– Entonces, ¿te has arruinado?

– Puede que no. Estoy negociando con Seguros Sri Ghanesa; quizá cubran una parte. -Quoile se encoge de hombros-. Bueno, el ochenta por ciento. Pero ¿qué pasa con todos los sobornos que hicieron falta para introducirlo en el país? ¿Con todas las propinas a los agentes de aduanas? -Arruga la frente-. Eso está completamente perdido. Aun así, espero salvar el pellejo.

»Hasta cierto punto, he tenido suerte. El cargamento entra dentro de las cláusulas del seguro porque todavía estaba a bordo del dirigible de Carlyle, nada más. Tendría que brindar porque ese condenado piloto se ahogara en el océano. Si hubieran descargado la mercancía y los camisas blancas la hubieran quemado en tierra firme, se podría calificar de contrabando, en cuyo caso me vería en la calle con los mendigos fa’gan y los tarjetas amarillas.

Otto frunce el ceño.

– Es lo único bueno que se puede decir de Carlyle. Si no estuviera tan empeñado en meterse en política, esto no habría pasado.

Quoile se encoge de hombros.

– No hay forma de saberlo.

– Pues yo estoy convencida -tercia Lucy-. Carlyle dedica la mitad de sus energías a quejarse de los camisas blancas y la otra mitad a congeniar con Akkarat. Es un mensaje del general Pracha a Carlyle y el Ministerio de Comercio. Nosotros solo somos las palomas mensajeras.

– Las palomas mensajeras están extinguidas.

– ¿Te crees que nosotros no lo estaremos? El general Pracha estaría encantado de encerrarnos a todos y cada uno de nosotros en la prisión de Khlong Prem si creyera que así podría enviarle el mensaje adecuado a Akkarat. -La mirada de Lucy se posa en Anderson-. Qué callado estás, Lake. ¿Es que tú no has perdido nada?

Anderson sale de su ensimismamiento.

– Materiales de fabricación. Recambios para la línea. Ciento cincuenta mil billetes azules, probablemente. Mi secretario todavía está calculando los daños. -Mira a Quoile de soslayo-. Nuestras cosas estaban en tierra. No hay seguro que valga.

El recuerdo de su conversación con Hock Seng sigue siendo reciente. Hock Seng había jugado a la contra al principio, lamentándose por la incompetencia de los amarraderos, y terminó reconociendo que lo habían perdido todo, y que ni siquiera habían pagado todos los sobornos, para empezar. La confesión había sido dramática, casi histérica; al anciano le aterraba la posibilidad de quedarse sin trabajo y Anderson no había dejado de escarbar en sus miedos, humillándolo y gritándole, acobardándolo, recreándose en su incomodidad. Aun así, no puede evitar preguntarse si Hock Seng habrá aprendido la lección, o si volverá a las andadas. Anderson hace una mueca. Si no fuera porque el anciano le deja tanto tiempo libre para ocuparse de tareas más importantes, Anderson enviaría al viejo malnacido de regreso a las torres de los tarjetas amarillas.

– Te advertí que montar una fábrica ahí era absurdo -observa Lucy.

– Díselo a los japoneses.

– Eso es porque tienen acuerdos especiales con el palacio.

– A los chinos chaozhou tampoco les va mal.

Lucy tuerce el gesto.

– Llevan generaciones aquí. A estas alturas son prácticamente tailandeses. Puestos a comparar, nosotros seríamos más tarjetas amarillas que chaozhou. Los farang inteligentes saben que no conviene invertir demasiado en este lugar. La situación es demasiado volátil. Una reforma legislativa podría dar al traste con todo. U otro golpe de Estado.

– Todos jugamos con las cartas que nos tocan. -Anderson se encoge de hombros-. En cualquier caso, el sitio lo eligió Yates.

– A él también le advertí que era absurdo.

Anderson recuerda de qué modo se le iluminaba la mirada a Yates cuando imaginaba el potencial de una nueva economía internacional.

– Absurdo, no lo sé. Idealista, sin duda. -Apura la copa. No hay ni rastro del dueño del bar. Hace señas a los camareros, que deciden ignorarle. Al menos uno de ellos está durmiendo de pie.

– ¿No te preocupa que te saquen de aquí como hicieron con Yates? -pregunta Lucy.

Anderson se encoge de hombros.

– Se me ocurren alternativas peores. El calor es asqueroso. -Se toca la nariz quemada por el sol-. Prefiero los páramos septentrionales.

Nguyen y Quoile, de tez morena, se ríen, pero Otto se limita a asentir con gesto fúnebre; la nariz pelada atestigua su incapacidad para adaptarse al abrasador sol ecuatorial.

Lucy saca una pipa y aparta un par de moscas antes de colocar sus artículos de fumador y una bolita de opio. Las moscas se alejan saltando, sin levantar el vuelo. Hasta los insectos parecen atontados por el calor. Al fondo de un callejón, junto a los escombros de una antigua torre de la Expansión, unos niños juegan cerca de una bomba de agua dulce. Lucy los observa mientras carga la pipa.

– Dios, cómo me gustaría volver a ser una cría.

Es como si todo el mundo se hubiera quedado sin fuerzas para mantener la conversación. Anderson saca la bolsa de ngaw de entre los pies. Coge uno y lo pela. Extrae el fruto translúcido del interior del ngaw y tira la cáscara velluda encima de la mesa. Se mete la fruta en la boca.

Otto ladea la cabeza, intrigado.

– ¿Qué tienes ahí?

Anderson saca más ngaw de la bolsa y empieza a repartirlos.

– No estoy seguro. Los thais los llaman ngaw.

Lucy deja de prensar la pipa.

– Los he visto. Están por todo el mercado. ¿No tienen la roya?

Anderson niega con la cabeza.

– De momento no. La señora que los vendía me dijo que estaban limpios. Me enseñó los certificados.

Todos se ríen, pero Anderson combate su cinismo con un encogimiento de hombros.

– Los dejé reposar durante una semana. Nada. Están más limpios que el U-Tex.

Los demás siguen su ejemplo y comen la fruta. Ojos como platos. Sonrisas. Anderson abre bien la bolsa y la deja encima de la mesa.

– Adelante. Yo ya he comido demasiados.

Saquean la bolsa entre todos. En el centro de la mesa se forma una montaña de cáscaras. Quoile mastica, pensativo.

– Me recuerda un poco a los lichis.

– ¿Sí? -Anderson refrena la curiosidad-. No había oído nada.

– Pues sí. He bebido algo que sabía parecido. La última vez fue en la India. En Calcuta. Un representante de ventas de PurCal me llevó a uno de sus restaurantes cuando empecé a interesarme por el contrabando de azafrán.

– Entonces, ¿crees que es un… lichi?

– Podría ser. Lichi se llamaba la bebida, según él. A lo mejor no tenía nada que ver con la fruta.

– Si se trata de un producto de PurCal, no entiendo cómo ha llegado hasta aquí -se extraña Lucy-. Deberían estar todos en Koh Angrit, en cuarentena mientras el Ministerio de Medio Ambiente busca diez mil impuestos diferentes que aplicarles. -Escupe el carozo en la palma de la mano y lo tira a la calle por el balcón-. Estoy aburrida de verlos por ahí. Tienen que ser productos locales. -Mete una mano en la bolsa y saca otro-. Aunque, ¿sabes a quién podrían interesarle? -Se reclina y, dirigiéndose a la penumbra del local, grita-: ¡Hagg! ¿Sigues ahí? ¿Estás despierto?

Ante el nombre que sale de sus labios, los demás se desperezan e intentan enderezarse, como niños pillados en falta por un padre estricto. Anderson reprime un escalofrío instintivo.

– Preferiría que no hubieras hecho eso -murmura.

Otto hace una mueca.

– Le daba por muerto.

– La roya no afecta a los elegidos, ¿no lo sabías?

Todo el mundo contiene una risita cuando una figura emerge de las sombras con paso pesado. Hagg tiene la cara colorada y perlada de sudor. Observa a la Falange con gesto solemne.

– Hola a todos. -Saluda a Lucy con la cabeza-. Así que sigues relacionándote con estos.

Lucy se encoge de hombros.

– Qué remedio. -Indica una silla con un ademán-. No te quedes ahí plantado. Tómate algo con nosotros. Cuéntanos alguna de tus historias. -Lucy enciende la pipa de opio y aspira el humo mientras el recién llegado coloca una silla a su lado y se sienta en ella, derrengado.

Hagg es un tipo robusto, metido en carnes. No por primera vez, Anderson piensa cuán interesante resulta que los sacerdotes grahamitas, de entre todos los de su especie, sean los únicos cuyos talles desbordan su perímetro natural. Hagg pide whisky con un gesto y sorprende a todos cuando un camarero aparece junto a él casi de inmediato.

– No hay hielo -anuncia el camarero a su llegada.

– No hay hielo, claro. Faltaría más. -Hagg sacude la cabeza con énfasis-. De todas formas, sería una lástima desperdiciar las calorías.

Cuando regresa el camarero, Hagg coge el vaso y se lo bebe de un solo trago. Encarga otro.

– Es agradable haber vuelto del campo -suspira-. Uno empieza a echar de menos los placeres de la civilización. -Brinda con ellos con la segunda copa y se la toma también de un trago.

– ¿Hasta dónde has llegado? -pregunta Lucy con la pipa sujeta entre los dientes. Los efectos de la bolita quemada empiezan a vidriarle los ojos.

– Cerca de la antigua frontera con Birmania, en el paso de Tres Pagodas. -Hagg les dedica a todos una mirada severa, como si fueran culpables de los pecados que investiga-. Indagando en la propagación de los cerambicidos.

– Esa zona no es segura, por lo que tengo entendido -dice Otto-. ¿Quién es el jao por?

– Un tipo llamado Chanarong. No me dio ningún problema. Resulta mucho más fácil trabajar con él que con el Señor del Estiércol o con cualquiera de los pequeños jao por de la ciudad. No todos los padrinos están tan obsesionados con el dinero y el poder. -Hagg lanza una mirada mordaz por encima del hombro-. Para los que no estamos interesados en saquear el carbón, el jade o el opio del reino, el campo es un lugar perfectamente seguro. -Se encoge de hombros-. En cualquier caso, Phra Kritipong me invitó a visitar su monasterio. Para observar los cambios operados en la conducta del cerambicido. -Menea la cabeza-. La devastación es asombrosa. Bosques enteros en los que no queda ni una sola hoja. Kudzu, nada más. Los árboles más altos han desaparecido, hay troncos caídos por todas partes.

Eso despierta el interés de Otto.

– ¿Se podría rescatar algo?

Lucy le mira asqueada.

– Estamos hablando de cerambicidos, idiota. Nadie quiere algo así aquí.

– ¿Dices que te invitaron al monasterio? -pregunta Anderson-. ¿Pese a ser grahamita?

– Phra Kritipong es lo bastante sabio como para comprender que ni Jesucristo ni las Enseñanzas del Nicho son anatema para los de su clase. Los valores budistas y los grahamitas coinciden en muchos aspectos. Noé y el mártir Phra Seub son figuras totalmente complementarias.

Anderson reprime una risita.

– Si tu monje supiera cómo actúan los grahamitas en casa, lo vería de otra manera.

Hagg adopta una expresión agraviada.

– No predico el incendio de los cultivos. Soy un científico.

– No pretendía ofenderte. -Anderson coge un ngaw y se lo ofrece a Hagg-. Quizá te interese esto. Acabamos de descubrirlos en el mercado.

Hagg observa la fruta, sorprendido.

– ¿El mercado? ¿Cuál?

– Están por todas partes -interviene Lucy.

– Aparecieron durante tu ausencia -explica Anderson-. Pruébalo, no están mal.

Hagg estudia atentamente la fruta.

– Extraordinario.

– ¿Sabes qué son? -pregunta Otto.

Anderson pela otro ngaw para él, pero mientras lo hace, mantiene los oídos bien atentos. Jamás se le ocurriría preguntarle nada directamente a un grahamita, pero no le importa en absoluto que lo haga otro.

– Quoile cree que podría ser un lichi -explica Lucy-. ¿Tiene razón?

– No, no es un lichi. Eso seguro. -Hagg le da vueltas en la mano-. Creo que podría ser algo que los textos antiguos llamaban rambután. -Se queda pensativo-. Aunque, si no me falla la memoria, están emparentados de alguna manera.

– ¿Rambután? -Anderson mantiene la expresión cordial y neutra-. Qué nombre más raro. Todos los thais lo llaman ngaw.

Hagg se come la carne y escupe el grueso carozo en la palma de la mano. Examina la semilla negra, mojada de saliva.

– Me pregunto si se reproducirá bien.

– Podrías ponerlo en una maceta, a ver qué pasa.

Hagg le lanza una mirada de irritación.

– Si no proviene de una fábrica de calorías, se reproducirá. Los thais no se dedican a la piratería estéril.

Anderson se ríe.

– No sabía que las fábricas de calorías desarrollaran frutas tropicales.

– Las piñas son suyas.

– Cierto. Se me había olvidado. -Anderson deja pasar un momento-. ¿Cómo sabes tanto de frutas?

– Estudié biosistemas y ecología en la nueva universidad de Alabama.

– Esa es la universidad grahamita, ¿verdad? Creía que ahí solo enseñaban a incendiar cultivos.

Los demás contienen el aliento ante la provocación, pero Hagg se limita a mirar fríamente a Anderson.

– No me pinches. No soy de esos. Si queremos restaurar el edén, necesitaremos los conocimientos del pasado para conseguirlo. Antes de venir aquí, pasé un año inmerso en el estudio de los ecosistemas del sudeste asiático anteriores a la Contracción. -Estira el brazo y coge otra fruta-. Esto debe de mortificar a las fábricas de calorías.

Lucy alarga una mano temblorosa hacia otro ngaw.

– ¿Crees que podríamos llenar un clíper con estas bolitas y enviarlas al otro lado del charco? Ya sabes, como las fábricas de calorías pero al revés. Apuesto a que la gente pagaría una fortuna por ellas. Sabores nuevos y todo eso. Las venderíamos como artículos de lujo.

Otto niega con la cabeza.

– Tendrías que convencerles de que no están contaminadas de roya, la piel roja pondría nerviosa a la gente.

Hagg asiente.

– Mejor no seguir por ese camino.

– Pero las fábricas de calorías lo hacen -insiste Lucy-. Envían semillas y comida a donde les da la gana. Su ámbito es internacional. ¿Por qué no deberíamos intentar lo mismo?

– Porque contraviene las Enseñanzas del Nicho -le recuerda plácidamente Hagg-. Las fábricas de calorías ya tienen un lugar reservado en el infierno. No hay motivo para que quieras reunirte con ellas.

Anderson se carcajea.

– Venga ya, Hagg. Es imposible que estés tan en contra de la iniciativa empresarial. Lucy ha dado en el clavo. Incluso podríamos poner tu cara en los costados de las cajas. -Hace un signo de bendición grahamita-. Ya sabes, aprobado por la Santa Iglesia y todo eso. Tan seguro como SoyPRO. -Sonríe con malicia-. ¿Qué te parece?

– Jamás formaría parte de semejante blasfemia. -Hagg adopta una expresión iracunda-. La comida debería provenir de su lugar de origen y quedarse allí en vez de volar interminablemente de una punta a otra del planeta para conseguir un beneficio económico. Ya anduvimos por ese camino una vez, y nos llevó a la ruina.

– Más Enseñanzas del Nicho. -Anderson pela otro ngaw-. En alguna parte debe de haber un nicho para el dinero en la ortodoxia grahamita. A vuestros cardenales no se les marcan los huesos, precisamente.

– Aunque las ovejas se extravíen, las enseñanzas siguen siendo válidas. -Hagg se pone en pie de repente-. Gracias por la compañía. -Frunce el ceño en dirección a Anderson, pero estira el brazo por encima de la mesa y agarra otra fruta antes de irse.

En cuanto se pierde de vista, todo el mundo se relaja.

– Dios, Lucy, ¿por qué has hecho eso? -pregunta Otto-. Ese tipo me pone los pelos de punta. Dejé el Pacto para no tener que soportar a más sacerdotes grahamitas husmeando por encima del hombro. Y tú vas y le invitas a sentarse.

Quoile asiente, taciturno.

– He oído que hay otro sacerdote en la embajada común.

– Son una plaga. Como las lombrices. -Lucy le hace señas con una mano-. Pásame otra fruta.

Reanudan el festín. Anderson se fija en ellos, curioso por ver si a estos trotamundos se les ocurre cualquier otra idea sobre la posible procedencia del ngaw. La teoría del rambután es interesante, sin embargo. Pese a la mala noticia de los tanques de algas y los cultivos de nutrientes destruidos, el día está yendo mejor de lo esperado. Rambután. Una palabra que enviar a los investigadores de Des Moines. Una pista sobre el origen de este misterioso rompecabezas botánico. En alguna parte debe de haber un registro histórico. Tendrá que volver a consultar los libros y ver si puede encontrar…

– Mira quién aparece -murmura Quoile.

Todo el mundo se da la vuelta. Richard Carlyle, con un traje de lino impecablemente planchado, está subiendo las escaleras. Se quita el sombrero al llegar a la sombra, y se abanica con él.

– Cómo odio a ese cabrón -masculla Lucy. Enciende otra pipa y chupa con fuerza.

– ¿Por qué sonríe? -pregunta Otto.

– Que me aspen si lo sé. Perdió un dirigible, ¿no?

Desde la sombra, Carlyle pasea la mirada por los clientes de la sala y saluda a todos con la cabeza.

– Cómo aprieta el calor -resopla.

Otto se queda mirándolo fijamente, con las mejillas encendidas y los ojos entrecerrados.

– Si no fuera por sus putos politiqueos, hoy sería rico -sisea.

– No dramatices. -Anderson se mete otro ngaw en la boca-. Lucy, ofrécele una calada. No me apetece que sir Francis nos saque a la calle a patadas por armar bronca.

Lucy tiene la mirada nublada por el opio, pero agita la pipa en dirección a Otto. Anderson se estira, se la quita de entre los dedos y se la da a Otto, antes de levantarse y recoger el vaso vacío.

– ¿Alguien más quiere algo? -Todo el mundo niega apáticamente con la cabeza.

Carlyle sonríe cuando llega a la barra.

– ¿Poniendo a tono al bueno de Otto?

Anderson mira atrás de reojo.

– Lucy le da al opio con ganas. Dudo que Otto sea capaz de salir de aquí por su propio pie, y no digamos liarse a puñetazos con nadie.

– Droga del demonio.

Anderson brinda con él con el vaso vacío.

– Por eso, y por el alcohol. -Se asoma al otro lado del mostrador-. ¿Dónde diablos se ha metido sir Francis?

– Pensaba que venías a responder a esa pregunta.

– Me temo que no -dice Anderson-. ¿Perdiste mucho?

– Un poco.

– ¿En serio? No pareces muy afectado. -Anderson hace un gesto en dirección al resto de la Falange-. Todos los demás se rasgan las vestiduras porque no dejas de mezclarte en política, tratando de quedar bien con Akkarat y el Ministerio de Comercio. Pero aquí estás, sonriendo de oreja a oreja. Podrías ser tailandés.

Carlyle se encoge de hombros. Sir Francis, elegantemente vestido, peinado con esmero, sale de la trastienda. Carlyle pide whisky y Anderson levanta el vaso vacío.

– No hay hielo -informa sir Francis-. Los tipos de los bueyes quieren más dinero para accionar la bomba.

– Pues págales.

Sir Francis niega con la cabeza mientras coge el vaso de Anderson.

– Si uno cede cuando lo agarran por las pelotas, lo único que harán será apretar con más fuerza. Y yo no puedo sobornar al Ministerio de Medio Ambiente para que me dé acceso a la red de carbón como hacéis vosotros los farang.

Se da la vuelta, baja una botella de whisky jemer y sirve un trago inmaculado. Anderson se pregunta si serán ciertos los rumores que circulan sobre él.

Otto, que ahora está farfullando incoherencias sobre «puddos drigribles», asegura que sir Francis era un antiguo chaopraya, uno de los principales defensores de la Corona, expulsado del palacio como resultado de una maniobra política. Esta teoría tiene tanto peso como la de que en realidad se trata de un esbirro ya jubilado del Señor del Estiércol, o un príncipe jemer, desterrado y viviendo de incógnito desde que el reino de Tailandia creció hasta engullir el este. Todo el mundo coincide en que alguna vez debió de ocupar un puesto importante; es lo único que explica el desdén que profesa a todos sus clientes.

– Pagad ahora -dice mientras deja los chupitos encima de la barra.

Carlyle se ríe.

– Sabes que somos de fiar.

Sir Francis sacude la cabeza.

– Los dos habéis perdido un montón en los amarraderos. Todo el mundo lo sabe. Pagad ahora.

Carlyle y Anderson se desprenden de las monedas necesarias.

– Creía que nuestra relación era mejor -se lamenta Anderson.

– Esto es política. -Sir Francis sonríe-. Puede que volváis mañana. Puede que desaparezcáis como el plástico de la Expansión de la playa. En todas las esquinas hay circulares que proponen al capitán Jaidee como consejero chaopraya del palacio. Como ascienda, todos los farang -barre el aire con una mano- os esfumaréis. -Se encoge de hombros-. Las emisoras de radio del general Pracha llaman tigre y héroe a Jaidee, y las asociaciones de estudiantes reclaman desde hace tiempo que sean los camisas blancas quienes dirijan el Ministerio de Comercio. El ministerio ha perdido prestigio. Los farang y Comercio siempre van de la mano, como los farang y las pulgas.

– Qué bonito.

Sir Francis vuelve a encogerse de hombros.

– Oléis mal.

Carlyle frunce el ceño.

– Todo el mundo huele mal. Es la puñetera estación cálida.

Anderson decide interceder.

– Supongo que Comercio estará que echa humo, habiendo perdido prestigio de esa manera. -Bebe un sorbo de whisky caliente y arruga la nariz. Antes de venir aquí le gustaba el licor del tiempo.

Sir Francis cuenta las monedas antes de meterlas en la caja registradora.

– El ministro Akkarat sonríe todavía, pero los japoneses exigen indemnizaciones por sus pérdidas y los camisas blancas no se las darán jamás. Así que, o bien Akkarat paga para compensar lo que ha hecho el Tigre de Bangkok, o quedará desprestigiado también ante los japoneses.

– ¿Crees que los japoneses se marcharían?

Sir Francis pone cara de repugnancia.

– Los japoneses son como las fábricas de calorías: siempre buscan una vía de entrada. No se irán nunca. -Se dirige al otro extremo de la barra, dejándolos a solas de nuevo.

Anderson saca un ngaw y se lo ofrece a Carlyle.

– ¿Quieres uno?

Carlyle coge la fruta y la observa con detenimiento.

– ¿Qué diablos es esto?

Ngaw.

– Me recuerda a las cucarachas. -Hace una mueca-. Eres el rey de los experimentos, cabrón, eso hay que reconocerlo. -Empuja el ngaw en dirección a Anderson y se limpia remilgadamente la mano en el pantalón.

– ¿Asustado? -bromea Anderson.

– A mi mujer también le gustaba comer cosas nuevas. No podía evitarlo. Le chiflaban los sabores. Todos los platos nuevos le parecían irresistibles. -Carlyle se encoge de hombros-. Esperaré a ver si la semana que viene estás vomitando sangre.

Se reclinan en los taburetes y sus miradas traspasan el velo de polvo y calor hasta donde el hotel Victoria se yergue resplandeciente. Al fondo de un callejón, una lavandera ha colocado bandejas de colada junto a los escombros de un promontorio. Otra está aseándose, restregando el cuerpo con fruición bajo el sarong, cuya tela se adhiere a su piel. Los niños corretean desnudos por la tierra, saltando por encima de cascotes de cemento tendidos hace más de cien años, durante la antigua Expansión. A lo lejos, calle abajo, se elevan los diques que contienen el mar.

– ¿Cuánto has perdido? -pregunta Carlyle, al cabo.

– Mucho. Gracias a ti.

Carlyle no pica el anzuelo. Apura el whisky y pide otro con un ademán.

– ¿De verdad que no hay hielo? -le pregunta a sir Francis-. ¿O todo esto es solo porque crees que no volveremos mañana?

– Pregúntamelo mañana.

– Si vuelvo mañana, ¿tendrás hielo?

La sonrisa de sir Francis es deslumbrante.

– Depende de hasta cuándo sigas pagando para que los bueyes y los megodontes descarguen tus mercancías. Todo el mundo habla de enriquecerse quemando calorías para los farang… así que no hay hielo para sir Francis.

– Pero si nos vamos, no beberá nadie. Aunque sir Francis tenga todo el hielo del mundo.

Sir Francis se encoge de hombros.

– Lo que tú digas.

El thai se da la vuelta y Carlyle frunce el ceño.

– Sindicatos de megodontes, camisas blancas, sir Francis. Mires donde mires, solo verás manos tendidas.

– Hacer negocios tiene un precio -reflexiona Anderson-. Aun así, por la forma en que sonreías al entrar, pensé que no habías perdido nada.

Carlyle coge el nuevo vaso de whisky.

– Es solo que me hizo gracia veros a todos en la galería, con caras de perros enfermos de cibiscosis. En cualquier caso, aunque hayamos sufrido pérdidas, nadie nos ha encerrado cargados de cadenas en una celda de torturas de Khlong Prem. No hay ningún motivo para no sonreír por eso. -Se arrima a Anderson-. Este no es el final de la historia. Ni de lejos. Akkarat todavía guarda un as en la manga.

– Si uno aprieta demasiado a los camisas blancas, estos siempre terminan rebelándose -advierte Anderson-. Akkarat y tú habéis armado mucho revuelo hablando de cambiar las tarifas y los créditos de contaminación. De neoseres, incluso. Y ahora mi ayudante me dice lo mismo que acaba de decir sir Francis: todos los periódicos tailandeses llaman a nuestro amigo Jaidee el Tigre de la Reina. Lo adoran.

– ¿Tu ayudante? ¿Te refieres a esa sabandija paranoica tarjeta amarilla que tienes en la oficina? -Carlyle suelta una carcajada-. Ese es vuestro problema. Os pasáis el día sentados, lamentándoos y soñando, mientras yo cambio las reglas del juego. Sois un puñado de teóricos de la Contracción.

– No soy yo el que ha perdido un dirigible.

– Hacer negocios tiene un precio.

– Cualquiera diría que perder una quinta parte de tu flota es un precio elevado.

Carlyle pone cara de circunstancias. Se acerca más aún y baja la voz.

– Venga ya, Anderson. El asunto ese de los camisas blancas no es lo que parece. Hay personas que están esperando a que se pasen de listos. -Hace una pausa, asegurándose de que el significado de sus palabras quede bien claro-. Algunos de nosotros incluso estamos echándoles una mano en ese sentido. Precisamente ahora vengo de hablar con Akkarat en persona, y puedo asegurarte que el viento está a punto de empezar a soplar a favor nuestro.

Anderson empieza a reírse, pero Carlyle levanta un dedo con gesto admonitorio.

– Adelante, sacude la cabeza cuanto quieras, pero antes de que termine de hacerlo estarás lamiéndome el culo y dándome las gracias por las nuevas estructuras de tarifas mientras nuestras cuentas se llenan de compensaciones.

– Los camisas blancas jamás pagan ninguna compensación. Ni cuando incendian una granja, ni cuando confiscan un cargamento. Jamás.

Carlyle se encoge de hombros. Dirige la mirada hacia el resplandor abrasador de la galería.

– Se aproximan los monzones -observa.

– Lo dudo. -Anderson contempla la claridad cegadora con expresión huraña-. Ya acumulan un retraso de dos meses.

– Llegarán, te lo aseguro. Si no es este mes, será el que viene, pero llegarán.

– ¿Y?

– El Ministerio de Medio Ambiente espera recibir recambios para las bombas de los diques de la ciudad. Piezas fundamentales. Para siete de ellas. -Hace una pausa-. Ahora bien, ¿dónde crees que están esas piezas?

– Sorpréndeme.

– Al otro lado del océano Índico. -Carlyle esboza una sonrisa de escualo-. En cierto hangar de Calcuta del que resulta que soy propietario.

Es como si el aire escapara del bar. Anderson mira discretamente a su alrededor, cerciorándose de que no haya nadie cerca.

– Jesús, serás hijo de perra. ¿Hablas en serio?

Ahora todo tiene sentido. La altanería de Carlyle, su confianza. El tipo siempre ha sido un filibustero dispuesto a correr cualquier riesgo. Pero con Carlyle es difícil distinguir la fanfarronería de la sinceridad. Cuando asegura que Akkarat le hace caso, es posible que solo hable con sus secretarios. Pura palabrería. Pero esto…

Anderson empieza a decir algo pero ve a sir Francis acercándose y opta por darse la vuelta, arrugando la nariz. Una chispa de picardía ilumina los ojos de Carlyle. Sir Francis deja otro vaso junto a su mano, pero a Anderson ya no le interesa la bebida. Se inclina hacia delante en cuanto sir Francis se retira.

– ¿Te propones convertir en rehén a toda la ciudad?

– Los camisas blancas parecen haber olvidado que necesitan a los extranjeros. Nos encontramos en plena nueva Expansión y todos los hilos están conectados entre sí, a pesar de lo cual siguen pensando como un ministerio de la Contracción. No se dan cuenta de hasta qué extremos se han vuelto dependientes de los farang. -Se encoge de hombros-. Llegados a este punto, son meros peones en un tablero de ajedrez. No se imaginan siquiera quién los mueve, y no podrían detenernos aunque lo intentaran.

Engulle otro chupito de whisky de un solo trago, hace una mueca y planta el vaso encima de la barra.

– Deberíamos mandarle flores a ese malnacido camisa blanca de Jaidee. Ha cumplido su papel a la perfección. Con la mitad de las bombas de carbón de la ciudad fuera de servicio… -Se encoge de hombros-. Lo mejor de hacer tratos con los thais es que están dotados de una enorme sensibilidad. Ni siquiera tendré que amenazarles. Atarán todos los cabos ellos solitos, y harán lo que tengan que hacer.

– Es una apuesta arriesgada.

– ¿No lo son todas? -Carlyle sonríe a Anderson con cinismo-. Puede que mañana hayamos muerto todos por culpa de una reescritura de la roya. O puede que seamos las personas más ricas del reino. Es cuestión de azar. Los thais se toman el juego muy en serio. Deberíamos hacer lo mismo.

– Podría ponerte una pistola de resortes en la cabeza y ofrecer tus sesos a cambio de las bombas.

– ¡Así se habla! -Carlyle se ríe-. Eso es pensar como un thai. Pero también eso lo tengo previsto.

– ¿Qué? ¿Con el Ministerio de Comercio? -Anderson hace una mueca-. Akkarat carece de los recursos necesarios para protegerte.

– Pero tiene algo mejor: generales.

– Estás borracho. El general Pracha tiene amigos en todos los escalafones del ejército. Si los camisas blancas no dirigen el país todavía es porque el antiguo monarca intervino antes de que Pracha pudiera aplastar a Akkarat la última vez.

– Los tiempos cambian. Los camisas blancas de Pracha y sus sobornos han enfadado a mucha gente. El pueblo exige un cambio.

– ¿Ahora me hablas de revolución?

– ¿Querría una revolución el palacio? -Con toda tranquilidad, Carlyle estira el brazo por encima del mostrador para agarrar la botella de whisky, la empina y consigue llenar algo menos de medio vaso. Arquea una ceja en dirección a Anderson-. Ah. Ahora me estás escuchando. -Señala el vaso de Anderson-. ¿Te vas a beber eso?

– ¿Qué alcance tiene esto?

– ¿Quieres formar parte del trato?

– ¿Por qué ibas a ofrecerme algo así?

– ¿Hace falta que lo preguntes? -Carlyle se encoge de hombros-. Cuando Yates montó la fábrica, triplicó el precio de los julios que pedía el Sindicato de Megodontes. Tiró el dinero a manos llenas. Era difícil que esa clase de recursos pasaran inadvertidos.

Indica con la cabeza a los demás expatriados, que ahora están echando una partida de póquer sin mucho entusiasmo, mientras esperan a que se reduzca el bochorno para poder seguir con su trabajo, o ir de putas, o aguardar aletargadamente a que llegue otro día.

– Los demás son todos unos chiquillos. Niños vestidos con ropas de adulto. Tú eres distinto.

– ¿Crees que somos ricos?

– Venga, deja de hacerte el tonto. Mis dirigibles transportan tus cargamentos. -Carlyle lo observa fijamente-. He visto de dónde salen los envíos -lanza una mirada elocuente a Anderson- antes de llegar a Calcuta.

Anderson aparenta indiferencia.

– ¿Y qué?

– Un montón de material procede de Des Moines.

– ¿Crees que vale la pena hablar conmigo porque tengo inversores en el Medio Oeste? ¿Acaso no buscan todos a sus inversores donde está el dinero? ¿Y qué si una viuda adinerada quiere experimentar con muelles percutores? Das demasiada importancia a los detalles más insignificantes.

– ¿Sí? -Carlyle mira alrededor del bar y se arrima a Anderson-. La gente habla de ti.

– ¿Y qué dice?

– Que te interesan mucho las semillas. -Echa un significativo vistazo de reojo a las cáscaras de ngaw que yacen entre ellos-. Hoy en día, todos somos ojeadores de genes. Pero tú eres el único que paga por la información. El único que pregunta por camisas blancas y piratas genéticos.

Anderson esboza una sonrisa glacial.

– Has hablado con Raleigh.

Carlyle inclina la cabeza.

– Si te sirve de consuelo, no fue fácil. No quería hablar de ti. En absoluto.

– Tendría que haberse esforzado un poco más.

– Sin mí no puede obtener sus tratamientos antienvejecimiento. -Carlyle se encoge de hombros-. Contamos con distribuidores en Japón. Tú no puedes ofrecerle otra década de vida fácil.

Anderson suelta una risa forzada.

– Por supuesto. -Sonríe, aunque hierva por dentro. Tendrá que ocuparse de Raleigh. Y ahora puede que también de Carlyle. Ha sido descuidado. Contempla los ngaw con repugnancia. Ha estado pregonando el último objeto de su interés a los cuatro vientos. Delante incluso de los grahamitas, y ahora esto. Resulta demasiado fácil acomodarse. Olvidar todos los frentes abiertos. Hasta que un buen día, en un bar cualquiera, alguien te cruza la cara de un guantazo.

Carlyle está hablando.

– Si pudiera hablar con ciertas personas. Discutir ciertas propuestas… -Deja la frase en el aire mientras sus ojos castaños escudriñan la expresión de Anderson en busca de cualquier indicio de acuerdo-. Me da igual para qué empresa trabajes. Si entiendo correctamente cuáles son tus intereses, podríamos descubrir que nuestros objetivos apuntan en direcciones parecidas.

Anderson tamborilea con los dedos encima de la barra, pensativo. Si Carlyle desapareciera del mapa, ¿levantaría alguna sospecha? A lo mejor podría culpar incluso al exceso de celo de los camisas blancas…

– ¿Crees que tienes alguna posibilidad? -pregunta Anderson.

– No sería la primera vez que los thais reforman su gobierno por la fuerza. El hotel Victoria no existiría si el primer ministro Surawong no hubiera perdido la cabeza y su mansión en el golpe del doce de diciembre. La historia de Tailandia está infestada de cambios en la administración.

– Me preocupa un poco que, igual que estás hablando conmigo, estés hablando con otros. Con demasiados, quizá.

– ¿Con quién quieres que hable? -Carlyle apunta con la cabeza al resto de la Falange Farang-. No son nadie. No les dedicaría ni un segundo de atención. Tu gente, en cambio… -Carlyle no termina la frase, calculando sus palabras, y se inclina hacia delante-. Mira, Akkarat tiene experiencia en esta clase de asuntos. Los camisas blancas se han creado muchos enemigos. Y no solo farang. Lo único que necesita nuestro proyecto es un empujoncito para ganar impulso.

Bebe un sorbo de whisky y lo paladea durante un momento antes de volver a posar el vaso.

– Las consecuencias serían sumamente favorables para nosotros si saliera bien. -Sostiene la mirada de Anderson-. Sumamente favorables para ti. Y para tus amigos del Medio Oeste.

– ¿Qué saldrías ganando tú?

– Comercio, naturalmente. -Carlyle sonríe-. Si los thais miran al mundo en vez de vivir en este ridículo ostracismo defensivo suyo, mi empresa se expandirá. Será bueno para el negocio. No creo que a tu gente le haga gracia pelarse de frío en Koh Angrit, suplicando para poder vender unas pocas toneladas de U-Tex o SoyPRO al reino cuando se malogran las cosechas. Podríais disfrutar del libre comercio, en vez de moriros de asco en esa isla de la cuarentena. Creo que debe de parecerte atractivo. A mí me beneficiaría, sin duda.

Anderson estudia a Carlyle, intentando decidir hasta dónde llega la confianza que le inspira ese hombre. Llevan dos años emborrachándose juntos, visitando prostíbulos ocasionalmente, han cerrado contratos mercantiles con un simple apretón de manos, pero Anderson sabe muy poco acerca de él. En la sede hay un portafolio, aunque delgado. Anderson reflexiona. El banco de semillas está ahí fuera, esperando. Con un gobierno maleable…

– ¿Qué generales te respaldan?

Carlyle se ríe.

– Si te lo dijera, me tomarías por un imbécil incapaz de guardar secretos.

Anderson decide que no es más que mera palabrería. Tendrá que asegurarse de que Carlyle desaparezca y pronto, discretamente, antes de que su tapadera salte por los aires.

– Parece interesante. Quizá deberíamos reunirnos para hablar un poco más de nuestros objetivos en común.

Carlyle abre la boca para responder pero se detiene, observando a Anderson. Sonríe y niega con la cabeza.

– No. No me crees. -Se encoge de hombros-. Pues nada. Espera y verás. Dentro de dos días, creo que te quedarás asombrado. Hablaremos entonces. -Lanza una mirada cargada de intención a Anderson-. Y lo haremos donde yo elija. -Apura el vaso.

– ¿Por qué esperar? ¿Qué va a cambiar desde ahora hasta entonces?

Carlyle se pone el sombrero y sonríe.

– Todo, mi querido farang. Todo.

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