Las instalaciones principales de Mishimoto & Co. se encuentran al otro lado del agua, en Thonburi. La barca se adentra en un khlong, con la mano de Kanya atenta al timón. Incluso aquí, lejos de la ciudad de Bangkok propiamente dicha, las circulares critican a Pracha y a la asesina mecánica.
– ¿Crees que habrá sido buena idea venir sola? -pregunta Jaidee.
– Te tengo a ti. No podría pedir mejor compañía.
– En mi estado el muay thai no se me da tan bien como antes.
– Lástima.
Las puertas de hierro y los embarcaderos de la empresa señorean sobre las olas. El sol del atardecer cae a plomo sobre ellos. Un comerciante fluvial se acerca remando, pero aunque Kanya tiene hambre, no se atreve a perder ni un momento. El sol parece a punto de desplomarse del cielo. La lancha choca contra el embarcadero y la capitana rodea un listón con el cabo.
– Creo que no van a dejarte entrar -dice Jaidee.
Kanya no se molesta en contestar. Resulta extraño que la haya acompañado durante toda la travesía. Al principio su phii se interesaba en ella tan solo durante breves espacios de tiempo, antes de ir a ocuparse de otros asuntos y otras personas. Quizá visitaba a sus hijos. Se disculpaba con la madre de Chaya. Pero ahora está con ella todo el rato.
– Tampoco te creas que va a impresionarles ese uniforme blanco -añade Jaidee-. Tienen demasiados contactos en el Ministerio de Comercio y en la policía.
Kanya no dice nada, pero, cómo no, un destacamento de agentes de la policía de Thonburi vigila la entrada principal del complejo. A su alrededor, el mar y los khlongs van y vienen. Los japoneses tienen visión de futuro y se han instalado por completo sobre las aguas, en balsas de bambú flotantes cuyo grosor supuestamente alcanza el metro y medio, creando un complejo prácticamente inmune a las inundaciones y a las mareas del río Chao Phraya.
– Tengo que hablar con el señor Yashimoto.
– No está disponible.
– Está relacionado con una propiedad suya que resultó dañada durante las desafortunadas redadas en los amarraderos. El papeleo de las indemnizaciones.
El guardia esboza una sonrisa titubeante. Se mete en la garita.
Jaidee se ríe por lo bajo.
– Muy ingeniosa.
Kanya le hace una mueca.
– Por lo menos así servirás para algo.
– Aunque esté muerto.
Instantes después son conducidos a los pasillos del complejo. El paseo no es largo. Las altas paredes ocultan cualquier posible rastro de actividad industrial. El Sindicato de Megodontes se queja de que es imposible que haya trabajo sin una fuente de energía, y sin embargo los japoneses no importan sus propios megodontes ni emplean al sindicato. Apesta a tecnología ilegal. No obstante, los japoneses han proporcionado una valiosa asistencia técnica al reino. A cambio de los avances en bancos de semillas de los tailandeses, los japoneses comparten lo mejor de sus tecnologías de navegación. De modo que todo el mundo tiene muchísimo cuidado de no hacer demasiadas preguntas sobre el proceso de fabricación del casco de los barcos, o sobre la legalidad del proceso de desarrollo.
Se abre una puerta. Una atractiva joven sonríe y hace una reverencia. Kanya está a punto de desenfundar la pistola de resortes. La criatura que tiene delante es un neoser. Sin embargo, la muchacha no parece percatarse del nerviosismo de Kanya y le indica que pase con un ademán sincopado. Una vez dentro, la habitación está escrupulosamente decorada con tatamis y cuadros de Sumi-e. Un hombre que Kanya supone que debe de ser el señor Yashimoto está de rodillas, pintando. La chica mecánica le indica a la capitana que se siente.
Jaidee contempla el arte de las paredes.
– Son todas suyas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Vine a ver si es cierto que tenían diez manos en la fábrica. Justo después de morir.
– ¿Y?
Jaidee se encoge de hombros.
– Compruébalo por ti misma.
El señor Yashimoto moja el pincel y completa el cuadro con un movimiento exquisitamente fluido. Se incorpora y saluda a Kanya con una reverencia. Empieza a hablar en japonés. La voz de la chica mecánica suena un segundo más tarde, traduciendo al thai.
– Me honra con su visita.
Yashimoto guarda silencio un momento y la chica mecánica se queda callada a su vez. Es muy bonita, supone Kanya. A su manera. Parece que esté hecha de porcelana. Su chaquetilla está abierta en el cuello, revelando el hoyuelo de su garganta, y la falda de color claro le ciñe las caderas. Sería preciosa si no se tratara de una aberración.
– ¿Sabe por qué he venido?
Yashimoto asiente con la cabeza, parco.
– Hemos oído rumores de un lamentable incidente. Sus periódicos y circulares hablan de nuestro país. -Le dirige una mirada elocuente-. Muchas voces se alzan contra nosotros. Observaciones sumamente injustas y cargadas de inexactitudes.
Kanya asiente con la cabeza.
– Tenemos preguntas…
– Quiero asegurarle que somos amigos de los thais. Desde tiempos muy lejanos, cuando cooperamos en la gran guerra, hasta ahora. Siempre hemos sido amigos de Tailandia.
– Me gustaría saber cómo…
– ¿Té? -vuelve a interrumpirla Yashimoto.
Kanya se obliga a seguir mostrándose educada.
– Es usted muy amable.
Yashimoto hace una seña a la chica mecánica, que se pone en pie y sale de la habitación. Kanya se relaja de forma automática. La criatura es… perturbadora. Y sin embargo, ahora que se ha ido, el silencio se extiende entre ellos mientras aguardan el regreso de la intérprete. Kanya siente cómo se desgranan los segundos, minutos desperdiciados. El tiempo pasa, corre, vuela. Las nubes de tormenta se acumulan y aquí está ella, sentada, esperando que le traigan un té.
Cuando regresa, la chica mecánica se arrodilla junto a ellos a un lado de la mesita. Kanya se obliga a no decir nada, a no interrumpir a la muchacha mientras esta prepara y sirve el té con absoluta precisión, pero para ello debe realizar un esfuerzo considerable. La chica mecánica llena las tazas, y cuando Kanya observa los extraños movimientos de la criatura, le parece detectar un atisbo de lo que deseaban los japoneses para sus criados mecánicos. La chica es perfecta, exacta como un reloj, y contextualizados por la ceremonia del té, todos sus movimientos adoptan una gracia ritual.
El neoser tiene cuidado de no mirar a Kanya a su vez. No dice nada de su condición de camisa blanca. No observa que, en otras circunstancias, la capitana estaría encantada de fundirla. Ignora por completo el uniforme del Ministerio de Medio Ambiente de Kanya. Exquisitamente educada.
Yashimoto espera a que Kanya pruebe el té antes de imitarla. Muy despacio, deja la taza encima de la mesa.
– Nuestros países siempre han sido aliados -dice-. Desde que nuestro emperador regaló aquellas tilapias al reino en tiempos del gran monarca y científico Bhumibol. Siempre hemos sido leales. -Le dirige otra mirada cargada de significado-. Espero que podamos ayudarla en este asunto, pero me gustaría subrayar que somos amigos de su nación.
– Hábleme de los neoseres.
Yashimoto asiente con la cabeza.
– ¿Qué quiere saber? -Sonríe, indica a la muchacha arrodillada entre ellos-. Puede inspeccionar este por sí misma.
Kanya se mantiene impasible. Con esfuerzo. La criatura que está a su lado es hermosa. Tiene la piel tersa y sus movimientos resultan asombrosamente elegantes. Y le pone el vello de punta.
– Dígame para qué los necesitan.
Yashimoto encoge los hombros.
– Somos una nación vieja, hay pocos jóvenes. Las muchachas como Hiroko cubren esa carencia. No somos como los thais. Disponemos de calorías pero nos falta mano de obra. Necesitamos sirvientes. Obreros.
Kanya se contiene para no componer una mueca de repugnancia.
– Sí. Los japoneses son muy distintos. Y a excepción hecha de su país, no hemos permitido nunca este tipo de nicho…
– De crimen -la corrige Jaidee.
– … excepcional -concluye la capitana-. Nadie más tiene permiso para importar criaturas como esta. -Inclina la cabeza en dirección a la intérprete, esforzándose por disimular el rechazo que amenaza con plasmarse en su voz-. Ningún otro país. Ninguna otra fábrica.
– Somos conscientes de ese privilegio.
– Y sin embargo abusan de él trayendo un neoser militar…
Las palabras de Hiroko se superponen al discurso de Kanya mientras esta sigue hablando. La chica mecánica reproduce la respuesta vehemente de su amo.
– ¡No! Eso es imposible. No tenemos ningún contacto con esa clase de tecnología. ¡Es ridículo!
Yashimoto ha enrojecido, y Kanya se pregunta a qué se debe este inesperado ataque de rabia. ¿En qué clase de afrenta cultural ha incurrido sin proponérselo? La chica mecánica continúa traduciendo sin que sus rasgos delaten la menor emoción mientras reproduce el discurso de su amo.
– Trabajamos con neojaponeses como Hiroko. Es fiel, atenta y dotada. Y una herramienta necesaria. Tan necesaria como la azada de un campesino o la espada de un samurái.
– Es curioso que mencione una espada…
– Hiroko no es una criatura bélica. Esa tecnología no está en nuestras manos.
Kanya busca en un bolsillo y deja la foto de la asesina mecánica encima de la mesa.
– Sin embargo, uno de los suyos, importado por usted, registrado a nombre de su equipo, ha asesinado al somdet chaopraya y a otras ocho personas, y se ha esfumado como si de un phii enfurecido se tratara. ¡Y a pesar de eso se atreve a sentarse ante mí y a decirme que la presencia aquí de un neoser militar es imposible! -Levanta la voz hasta convertirla en un grito, y la traducción de la chica mecánica concluye en un remedo de su intensidad.
Yashimoto compone el semblante. Coge la fotografía y la estudia.
– Tendremos que consultar los archivos.
Asiente con la cabeza para Hiroko, que toma la foto y sale del cuarto. Kanya inspecciona el rostro de Yashimoto en busca de indicios de preocupación o nerviosismo, pero no encuentra nada. Ve irritación, pero no temor. Lamenta no poder hablar directamente con él. Mientras escucha el eco de sus palabras en japonés, Kanya se pregunta hasta qué punto pierden el elemento sorpresa tras pasar por el filtro de la chica mecánica. Hasta qué punto amortigua Hiroko la turbación de su amo.
Esperan. En silencio, Yashimoto le ofrece más té. Kanya lo rechaza. Yashimoto tampoco sigue bebiendo. La estancia está tan cargada de tensión que a la capitana no le extrañaría que el hombre se levantara de un salto y la partiera en dos con la espada antigua que engalana la pared a su espalda.
Hiroko regresa minutos más tarde. Devuelve la fotografía a Kanya con una reverencia. Se dirige a Yashimoto. Sus expresiones no delatan la menor emoción. Hiroko vuelve a arrodillarse entre ellos. Yashimoto asiente con la cabeza en dirección a la foto.
– ¿Seguro que es ella?
Kanya asiente con un ademán.
– No hay ninguna duda.
– Y este atentado explica la creciente indignación en la ciudad. La gente empieza a congregarse alrededor de la fábrica. Pescadores. La policía los ha ahuyentado, pero empiezan a regresar con antorchas.
La capitana reprime la inquietud que le provoca la noticia del aumento del frenesí. Los acontecimientos se suceden demasiado rápido. Tarde o temprano, Akkarat y Pracha serán incapaces de retractarse sin cubrirse de humillación y ya no será posible dar marcha atrás.
– El pueblo está furioso.
– Equivocan el blanco de su ira. Este neoser no es militar. -Cuando Kanya intenta contradecirle, Yashimoto la acalla con una mirada iracunda-. Mishimoto no sabe nada de neoseres bélicos. Nada. Estas criaturas están sometidas a un control estricto. Únicamente las emplea nuestro Ministerio de Defensa. Yo jamás podría poseer una. -La mira fijamente a los ojos-. Jamás.
– Sin embargo…
– Conozco al neoser que describe -continúa traduciendo Hiroko-. Había cumplido con su cometido…
La voz de la chica mecánica se interrumpe mientras el anciano continúa hablando. Hiroko endereza los hombros y mira de soslayo a Yashimoto, que frunce el ceño en señal de censura por su falta de decoro. Le dice algo a la chica mecánica y esta agacha la cabeza.
– Hai.
Otra pausa.
Yashimoto le indica que prosiga con un ademán. Hiroko recupera la compostura y termina de traducir.
– Fue destruida en vez de repatriada, tal y como se nos solicitó. -Los ojos negros del neoser no se separan de Kanya, firmes, sin pestañear, despojados del atisbo de sorpresa reflejado en ellos hace tan solo un instante.
Kanya observa fijamente a la chica y al anciano, dos seres extraños.
– Sin embargo, aparentemente sobrevivió -dice, al cabo.
– No era director por aquel entonces -responde Yashimoto-. Solo sé lo que pone en los informes.
– Los informes mienten, por lo visto.
– Tiene razón. Es inexcusable. Me avergüenza lo sucedido, pero no sé nada de este asunto.
Kanya se inclina hacia delante.
– Ya que no puede explicarme cómo sobrevivió, le ruego que me explique entonces cómo es que esta chica, capaz de matar a tantos hombres en cuestión de segundos, logró entrar en el país. Usted asegura que no se trata de un modelo militar, pero sinceramente, me cuesta creer lo contrario. Es un flagrante incumplimiento de los acuerdos con nuestra nación.
De forma inesperada, el hombre sonríe, y se le forman unas arruguitas en las comisuras de los ojos. Coge la taza de té y prueba un sorbo, sopesando la pregunta, pero el brillo de diversión no abandona su mirada mientras apura la bebida.
– Para eso sí tengo respuesta.
Sin previo aviso, arroja la taza contra la cara de Hiroko. Un grito de alarma se forma en la garganta de la capitana. Pero la mano del neoser se transforma en una mancha borrosa. La taza se estrella contra su palma. La muchacha se queda mirándola, boquiabierta, aparentemente igual de sorprendida que Kanya.
El japonés alisa los pliegues de su quimono.
– Todos los neojaponeses son rápidos. Ha formulado la pregunta equivocada. Cómo emplean sus habilidades innatas depende de su educación, no de sus aptitudes físicas. Hiroko ha sido adiestrada desde que nació para comportarse debidamente, con decoro.
Indica la piel de la chica mecánica con un ademán.
– La epidermis de porcelana y los poros reducidos son marcas de fábrica, y significan que es propensa a recalentarse. Los neoseres bélicos no se recalientan, sino que están diseñados para consumir grandes cantidades de energía sin acusar el impacto. La pobre Hiroko aquí presente moriría si se esforzara de esa manera durante un período prolongado de tiempo. Pero todos los neoseres son potencialmente veloces, lo llevan en los genes. -Adopta un tono más serio-. Lo que me sorprende, no obstante, es que uno de ellos haya olvidado su adiestramiento. Mala noticia. Los neoseres viven para servir. No debería suceder algo así.
– Entonces, ¿su Hiroko podría hacer lo mismo? ¿Matar a ocho personas? ¿Armadas?
Hiroko da un respingo y mira a Yashimoto, abriendo mucho los ojos. El anciano asiente. Dice algo. Su tono es delicado.
– Hai. -La chica mecánica se olvida de traducir; encuentra las palabras-. Sí. Es posible. Poco probable, pero posible. -Continúa-: Pero para ello haría falta un estímulo extraordinario. Los neoseres valoran la disciplina. El orden. La obediencia. Tenemos un dicho en Japón: «Los neoseres son más japoneses que los propios japoneses».
Yashimoto apoya una mano en el hombro de Hiroko.
– Tendrían que darse unas circunstancias extraordinarias para que Hiroko se convirtiera en una asesina. -Sonríe con confianza-. El neoser que buscan ha olvidado el lugar que le corresponde. Deberían destruirla antes de que cause más daños. Podemos ayudarles. -Hace una pausa-. Hiroko puede ayudarles.
Kanya intenta no retroceder, asqueada, pero su expresión la delata.
– Capitana Kanya, me parece que estás sonriendo.
El phii de Jaidee está con ella todavía, sentado en la proa del esquife mientras surca la amplia desembocadura del Chao Phraya impulsado por la fuerte brisa. Las salpicaduras de agua traspasan su figura, sin afectarle, aunque Kanya no deja de esperar que termine empapado. Le dirige una sonrisa, permitiendo que la sensación de bienestar que la embarga se proyecte hacia él.
– Hoy he hecho algo bien.
Jaidee sonríe.
– He escuchado los dos extremos de la conversación. Akkarat y Narong estaban muy impresionados contigo.
Kanya hace una pausa.
– ¿También estabas con ellos?
Jaidee se encoge de hombros.
– Puedo ir a donde me plazca, por lo visto.
– Menos a tu próxima vida.
El phii encoge los hombros de nuevo y sonríe.
– Tengo asuntos pendientes aquí.
– Como fastidiarme, por ejemplo. -Pero las palabras de la capitana no rezuman veneno.
A la cálida luz de la puesta de sol, con la ciudad abriéndose ante ella y las olas rompiendo contra el casco de su embarcación mientras surcan las aguas, Kanya no puede por menos de sentirse agradecida porque la conversación fuera tan bien. Mientras hablaba con Narong, sus hombres estaban recibiendo la orden de retirarse. Oyó el anuncio en la radio. Se reunirían con los partidarios del doce de diciembre. Era el comienzo de la tregua. Si los japoneses no hubieran estado tan dispuestos a asumir la responsabilidad por su neoser rebelde, podría haber sido distinto. Pero ya se han ofrecido las indemnizaciones pertinentes y Pracha ha sido exonerado gracias a la copiosa documentación facilitada por los japoneses, y por una vez, todas las cosas estaban saliendo bien.
Kanya no puede evitar sentir una punzada de orgullo. Cargar con el yugo de dos amos por fin ha merecido la pena. Se pregunta si es su kamma lo que la sitúa en posición de servir de puente entre el general Pracha y el ministro Akkarat por el bien de Krung Thep. Sin duda, nadie más podría haber traspasado las barricadas de honra y orgullo erigidas por los dos hombres y sus respectivas facciones.
Jaidee sigue sonriendo.
– Imagínate lo que podría conseguir nuestra nación si no estuviéramos peleando constantemente unos con otros.
– A lo mejor todo es posible -replica Kanya en un arranque de optimismo.
Jaidee se ríe.
– Todavía tienes un neoser que apresar.
Involuntariamente, los ojos de Kanya se posan en su propia chica mecánica. Hiroko ha doblado las piernas bajo el cuerpo y contempla la ciudad que se acerca rápidamente, observando con curiosidad mientras zigzaguean entre clíperes, esquifes de vela y patrulleras de muelles percutores. Como si presintiera el escrutinio de Kanya, se da la vuelta. Sus miradas se cruzan. Kanya se niega a ser la primera en torcer la cabeza.
– ¿Por qué odias a los neoseres? -pregunta la chica mecánica.
Jaidee suelta una carcajada.
– ¿Vas a darle un sermón sobre el nicho y la naturaleza?
Kanya aparta la mirada y la dirige hacia atrás, a las fábricas flotantes y a la sumergida Thonburi. El prang de Wat Arun se eleva recortado contra el cielo rojo como la sangre.
De nuevo la misma pregunta:
– ¿Por qué nos odias?
Kanya mira a la mujer.
– ¿Te fundirán cuando Yashimoto-sama vuelva a Japón?
Hiroko agacha la cabeza. Kanya se siente inexplicablemente azorada por haber lastimado los sentimientos de la muchacha, pero reprime la punzada de culpa. Es un simple neoser. Imita las características de la humanidad, pero solo es un experimento peligroso al que se le ha permitido llegar demasiado lejos. Un neoser. Movimientos sincopados y los espasmos delatores de una bestia modificada genéticamente. Inteligente. Y peligroso cuando está acorralado, al parecer. Kanya contempla las aguas mientras guía la embarcación sobre las olas, pero no pierde de vista al neoser por el rabillo del ojo, visceralmente consciente de que esta chica mecánica posee la misma velocidad letal de la otra. De que todos estos engendros son armas en potencia.
Hiroko habla una vez más.
– No todos somos como ese al que estáis persiguiendo.
Kanya vuelve a encararse con el neoser.
– Todos sois igual de antinaturales. Criados en tubos de ensayo. Sois una afrenta para el nicho. No tenéis alma ni kamma. Y ahora, uno de los vuestros ha… -se le trunca la voz, abrumada por la enormidad de lo que va a decir- destruido al protector de nuestra reina. Sois más que iguales, en mi opinión.
La mirada de Hiroko se endurece.
– En tal caso, déjame volver con Yashimoto.
Kanya sacude la cabeza.
– No. Eres útil. Sirves para demostrar, por lo menos, que todos los neoseres son peligrosos. Y que el que estamos persiguiendo no es un engendro militar. Por ese motivo, serás útil.
– No todos somos peligrosos -insiste Hiroko.
Kanya se encoge de hombros.
– El señor Yashimoto dice que nos serás de ayuda para encontrar a la asesina. Si es cierto, me vales. Si no, preferiría convertirte en esterilizante con el resto de la colección de estiércol diaria. Tu amo insiste en que nos serás útil, aunque no entiendo cómo.
Hiroko aparta la mirada y contempla las fábricas que se alzan en la lejana orilla.
– Me parece que has herido sus sentimientos -murmura Jaidee.
– ¿Son más reales sus sentimientos que su alma? -Kanya carga el peso del cuerpo sobre el timón para orientar el pequeño esquife hacia los embarcaderos. Todavía hay muchas cosas por hacer.
– Buscará un nuevo dueño -dice Hiroko de repente.
Kanya se da la vuelta, sorprendida.
– ¿A qué te refieres?
– Ha perdido a su amo japonés. Y también al hombre que regentaba el local donde trabajaba.
– Lo asesinó.
Hiroko se encoge de hombros.
– Da lo mismo. Se ha quedado sin amo. Debe encontrar uno nuevo.
– ¿Cómo lo sabes?
Hiroko le dirige una mirada glacial.
– Lo llevamos en los genes. Ansiamos obedecer. Que alguien nos dirija. Es una necesidad. Tan importante como el agua para los peces. Es nuestro elemento. Yashimoto-sama tiene razón. Somos más japoneses que los japoneses. Debemos servir dentro de una jerarquía. Tiene que buscar otro amo.
– ¿Y si ella es distinta? ¿Si no lo necesita?
– Lo necesita. No tiene elección.
– Igual que tú.
Los ojos negros de Hiroko se clavan en la capitana.
– Exactamente igual.
¿Hay un destello de rabia y desesperación en esos ojos? ¿O son simples imaginaciones de Kanya? ¿Se trata de algo que la capitana asume que debe de acechar bajo la superficie, el antropomorfismo de una criatura que no es humana ni lo será jamás? Bonito rompecabezas. Kanya vuelve a concentrarse en el agua y en su inminente llegada, inspecciona las olas que la rodean en busca de otras embarcaciones con las que deberá disputarse el espacio. Frunce el ceño.
– No me suenan esas barcazas.
Hiroko levanta la cabeza.
– ¿Vigiláis las aguas con tanto celo?
Kanya niega con un ademán.
– Me asignaron a los muelles cuando ingresé en el cuerpo. Redadas, control de importaciones. La paga era buena. -Estudia las barcazas-. Esas están diseñadas para el transporte pesado. Más que simple arroz. No veía…
Deja la frase inacabada. El corazón empieza a martillear en su pecho mientras contempla el avance de las máquinas, grandes bestias oscuras, implacables.
– ¿Qué sucede? -pregunta Hiroko.
– No son de muelles percutores.
– ¿Y?
Kanya maniobra la vela para dejar que la brisa fluvial tire bruscamente de la pequeña embarcación, alejándola así de la flota que está entrando en el puerto.
– Son militares. Todas son militares.