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El proyectil de un carro blindado detona, descargando una lluvia de tierra y astillas sobre la cabeza de Kanya. Han abandonado los edificios del ministerio («ceder terreno» es como lo llamó Kanya, pero en realidad es una estampida), huyendo tan deprisa como les es posible de la inminente carga de tanques y megodontes.

Lo único que les ha salvado hasta ahora es el hecho de que el ejército parece empeñado en incomunicar el campus principal del ministerio, por lo que es allí donde permanece reunido el grueso de sus fuerzas. Aun así, la capitana y sus hombres se han encontrado con tres comandos procedentes de los muros del sur del complejo, y la brigada de Kanya se ha partido en dos. Y ahora otro tanque, justo cuando se disponían a tomar una salida secundaria. El tanque arrolló la puerta de hierro y bloqueó su vía de escape.

Ha ordenado a sus hombres que se adentren en los bosquecillos próximos al templo de Phra Seub, reducido a escombros. Los megodontes de guerra han pisoteado el jardín, tan primorosamente arreglado. Las columnas principales han quedado calcinadas por un ataque con bombas incendiarias; el fuego se propagó por la teca seca del bosque como un demonio enfurecido, chillando y rugiendo, por lo que ahora su refugio es una colección de cenizas, troncos mutilados y humo.

Otro proyectil impacta en su posición en la ladera. Más comandos avanzan alrededor del tanque, se dividen en equipos y cruzan el complejo a la carrera. Parece que su objetivo son los laboratorios biológicos. Kanya se pregunta si Ratana estará trabajando allí, si sabrá siquiera que se está librando una guerra en la superficie. Un árbol salta en pedazos junto a ella, víctima de otro cañonazo.

– Aunque no puedan vernos, saben que estamos aquí arriba -dice Pai.

Para subrayar sus palabras, una granizada de discos silba sobre sus cabezas; los proyectiles se incrustan en los árboles calcinados, tachonando la madera negra de reflejos de plata. Kanya indica a sus hombres que se replieguen. Los otros camisas blancas, ahora con los uniformes escrupulosamente embadurnados de hollín y ceniza, se adentran en el bosque devastado.

Otro misil cae a sus pies. Las astillas de teca quemada vuelan en todas direcciones.

– Estamos demasiado cerca. -Kanya se incorpora y emprende la carrera, con Pai pisándole los talones. Hiroko los adelanta como una exhalación, se pone a cubierto detrás de un tronco ennegrecido, cruzado en el suelo, y espera a que lleguen a su altura.

– ¿Te imaginas enfrentarse a algo así? -Pai jadea.

Kanya sacude la cabeza. El neoser ya les ha salvado dos veces. La primera al detectar los sigilosos movimientos de unos comandos que les seguían la pista, y la segunda empujando a Kanya al suelo justo antes de que una lluvia de discos de resortes hendiera el aire sobre su cabeza. La vista del neoser es más aguda que la de la capitana, y su velocidad es espectacular. Sin embargo, ya está sofocada; seca y abrasadora su piel al contacto. Hiroko no está diseñada para esta ofensiva tropical, y aunque derraman agua sobre ella y procuran controlar su temperatura, empieza a flaquear.

Cuando Kanya llega a su altura, Hiroko levanta la cabeza y dirige una mirada febril hacia ella.

– Tendré que beber algo pronto. Hielo.

– No tenemos.

– Pues el río. Lo que sea. Debo regresar con Yashimoto-sama.

– La orilla es un campo de batalla. -Kanya ha oído que el general Pracha se encuentra en los diques, intentando repeler el desembarco de la armada. Enfrentándose a su antiguo aliado, el almirante Noi.

Hiroko le tiende una mano abrasadora.

– No puedo aguantarlo.

Kanya mira a su alrededor, buscando una solución. Hay cadáveres por todas partes. Es peor que cualquier plaga, hombres y mujeres descuartizados por los explosivos. La carnicería es inmensa. Brazos y piernas, un pie arrancado de cuajo cuelga de una rama. Las montañas de cuerpos arden. El napalm sisea. El estruendo de los tanques resuena en las fachadas de los edificios, nubes de gases de escape.

– Necesito la radio -dice.

– La tenía Pichai.

Pero Pichai está muerto y nadie sabe adónde ha ido a parar la radio.

«No estamos preparados para algo así. Se suponía que debíamos contener la roya y la gripe, no tanques y megodontes.»

Cuando por fin encuentra una radio, está en la mano de un cadáver. Acciona la manivela del aparato. Utiliza los códigos empleados por el ministerio para hablar de plagas, no de escaramuzas. Nada. Por último, decide probar en abierto.

– Al habla la capitana Kanya. ¿Hay alguien ahí fuera? Cambio.

Una pausa eterna. Chasquidos y estática. Repite el mensaje. Otra vez. Nada.

De pronto:

– ¿Capitana? Al habla el teniente Apichart.

Reconoce la voz del ayudante.

– ¿Sí? ¿Dónde está el general Pracha?

Más silencio.

– No lo sabemos.

– ¿No estáis con él?

Otra pausa.

– Creemos que está muerto. -Tose-. Han usado gas.

– ¿Quién es el oficial al mando?

Después de un momento:

– Creo que usted, señora.

Kanya se queda muda de asombro.

– No puede ser. ¿Dónde está el quinto?

– No hemos vuelto a saber nada.

– ¿El general Som?

– Lo encontraron en su casa, asesinado. Igual que Karmatha, y Phailin.

– No es posible.

– Es un rumor. Pero nadie los ha visto, y el general Pracha se lo creyó cuando recibió la noticia.

– ¿No hay más capitanes?

– Bhirombhakdi estaba en los amarraderos, pero desde aquí solo se ven llamaradas.

– ¿Dónde estáis?

– En una torre de la Expansión, cerca de la carretera de Pharam.

– ¿Cuántos sois?

– Alrededor de treinta.

Kanya echa un vistazo a su grupo, abatida. Hombres y mujeres heridos. Hiroko reclinada contra un bananero destrozado, encendida como un farolillo chino, con los ojos cerrados. Tal vez muerta ya. Por un instante fugaz se pregunta si le importa la criatura o… Sus hombres la rodean, pendientes de ella. Kanya piensa en sus patéticas reservas de munición. Sus heridas. Son tan pocos…

La radio emite un chasquido.

– ¿Qué quiere que hagamos, capitana? -pregunta el teniente Apichart-. Nuestras armas no sirven de nada frente a los tanques. No podemos… -El canal se inunda de estática.

Una explosión retumba, ensordecedora, procedente del río.

El soldado Sarawut baja del árbol al que se había encaramado.

– Han dejado de bombardear los muelles.

– Nos hemos quedado solos -murmura Pai.

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