Un desfile de empleados de AgriGen abandona los muelles. Kanya y sus hombres, en posición de firmes, forman la guardia de honor de los demonios. Los farang entornan los párpados frente al sol tropical, contemplando una tierra que no han visto nunca. Apuntan groseramente con el dedo a las chicas que pasean por la calle, hablan a gritos y se ríen a carcajadas. Son unos salvajes sin modales. Tan confiados.
– Se les ve muy ufanos -rezonga Pai.
Kanya se sobresalta al oír sus propios pensamientos expresados en voz alta, pero no dice nada. Se limita a esperar mientras Akkarat sale al encuentro de estas nuevas criaturas. Encabeza la comitiva una rubia malhumorada que responde al nombre de Elizabeth Boudry, acólita de AgriGen hasta la médula.
Luce una capa negra larga y vaporosa, igual que otros agentes de AgriGen, cuyos logotipos de trigo rojo resplandecen al sol. Lo único satisfactorio de ver a estas personas con sus aborrecibles uniformes es que el calor tropical debe de ser espantoso para ellas. Sus caras brillan de sudor.
Akkarat se dirige a Kanya.
– Estos son los que irán al banco de semillas.
– ¿Estás seguro de lo que haces?
Akkarat se encoge de hombros.
– Solo quieren muestras. Diversidad genética para sus experimentos. El reino también saldrá beneficiado.
Kanya estudia a las personas que solían tildarse de «demonios de las calorías» y que ahora se pasean con tanta desfachatez por Krung Thep, la Ciudad de los Seres Divinos. Las cajas de cereales que salen de las bodegas de los barcos se amontonan en carros tirados por megodontes, todas ellas con el logotipo de AgriGen bien visible.
– Atrás ha quedado el momento en que podíamos escondernos detrás de nuestros muros y esperar sobrevivir. Debemos relacionarnos con el mundo exterior -dice Akkarat, como si pudiera leerle el pensamiento.
– Pero se trata del banco de semillas -protesta en voz baja Kanya-. El legado del rey Rama.
Akkarat asiente con la cabeza, conciso.
– Se llevarán solo unas muestras. No te preocupes.
Se vuelve hacia otro farang y le estrecha la mano según la costumbre extranjera. Cruza unas palabras en angrit con él y deja que siga su camino.
– Richard Carlyle -comenta cuando vuelve a reunirse con Kanya-. Por fin obtendremos las bombas. Va a enviar un dirigible esta misma tarde. Con suerte, nos adelantaremos a la estación de las lluvias. -Le dirige una elocuente mirada de soslayo-. ¿Comprendes todo esto? ¿Comprendes lo que estoy haciendo aquí? Es mejor perder una parte del reino que perderlo todo. Hay un momento para luchar y un momento para negociar. No podemos sobrevivir completamente aislados. La historia nos enseña que debemos abrirnos al resto del mundo.
Kanya asiente secamente con la cabeza.
Jaidee se inclina sobre su hombro.
– Por lo menos no se han llevado a Gi Bu Sen.
– Preferiría entregarles a Gi Bu Sen antes que el banco de semillas -masculla Kanya.
– Sí, pero creo que perder a ese hombre ha sido más irritante para ellos. -Inclina la cabeza en dirección a Boudry-. Se puso como una furia. Llegó a levantar la voz, incluso. Perdió toda la dignidad. No dejaba de andar de un lado para otro, agitando los brazos. -Hace una demostración.
Kanya arruga la frente.
– Akkarat también estaba enfadado. Se pasó el día entero detrás de mí, preguntándome cómo era posible que hubiéramos dejado escapar al viejo.
– Tipo listo.
Kanya se ríe.
– ¿Akkarat?
– El pirata genético.
Antes de que Kanya pueda seguir sondeando los pensamientos de Jaidee, Boudry y sus científicos agrícolas se acercan. Un anciano chino tarjeta amarilla los acompaña. Con la espalda recta como el palo de una escoba, saluda a Kanya con una inclinación de cabeza.
– Soy el intérprete de khun Elizabeth Boudry.
Kanya se obliga a componer una sonrisa educada mientras inspecciona a las personas que tiene delante. A esto se ha llegado. Tarjetas amarillas y farang.
– Todo cambia -suspira Jaidee-. Harías bien en recordarlo. Aferrarse al pasado, preocuparse por el futuro… -Se encoge de hombros-. Es sufrir en vano.
Los farang la están esperando. Impacientes. Los guía a través de las calles destrozadas por el conflicto. A lo lejos, cerca de los amarraderos, retumba el disparo de un tanque. Tal vez se trate de una célula de estudiantes rebeldes, personas que no están bajo su control. Personas sujetas a un código de honor distinto del suyo. Llama con un ademán a dos de sus nuevos subordinados, Malivalaya y Yuthakon, si no le falla la memoria.
– General -empieza a hablar uno de ellos, pero Kanya lo acalla frunciendo el ceño.
– Ya os lo he dicho, nada de generales. Basta de tonterías. Soy capitana. Si ese título era lo bastante bueno para Jaidee, no soy nadie para situarme por encima.
Malivalaya se disculpa con un wai. Kanya conduce a los farang al confortable interior de un coche diésel de carbón que, con un silbido, los transporta por las calles como una exhalación. Es un lujo que no había experimentado nunca, pero se obliga a disimular su sorpresa ante la inesperada exhibición de riqueza de Akkarat. El vehículo se desliza por las avenidas desiertas en dirección a la Sagrada Columna de la Ciudad.
Quince minutos más tarde, desmontan del vehículo y salen al sol abrasador. Los monjes inclinan la cabeza en señal de reconocimiento ante la autoridad de Kanya, que les devuelve el gesto asqueada. Previendo quizá esta eventualidad, el rey Rama XII emplazó el Ministerio de Medio Ambiente por encima incluso de los monjes.
Estos abren las rejas de par en par y la conducen junto a su séquito escaleras abajo, a las frías profundidades. Unas puertas herméticas se abaten sobre sus goznes; la presión negativa expulsa una vaharada de aire filtrado, con el grado de humedad ideal, frío. Kanya contiene el impulso de encoger los brazos contra el pecho ante el brusco descenso de la temperatura. Se abren más compuertas que revelan pasillos interiores, accionadas por sistemas de combustión de carbón, con triples sistemas de seguridad.
Los monjes aguardan cortésmente con sus mantos azafranados, guardando las distancias para asegurarse de que Kanya no entre en contacto con ellos. Se vuelve hacia Boudry.
– No te acerques a los monjes. Han hecho voto de no tocar a ninguna mujer.
El tarjeta amarilla traduce al estridente idioma de los farang. Kanya oye un resoplido burlón a su espalda, pero se obliga a no reaccionar. Boudry y sus genetistas charlan animadamente mientras se adentran en el banco de semillas. El intérprete tarjeta amarilla no se molesta en reproducir sus exóticas exclamaciones, pero Kanya puede deducir la mayor parte a juzgar por sus expresiones de deleite.
Los conduce a las entrañas de la cripta, a las salas de catalogación, sin dejar de pensar en la naturaleza de la lealtad. Es mejor perder una extremidad que perder la cabeza. El reino sobrevive mientras otros países sucumben gracias al pragmatismo de los tailandeses.
Kanya observa de reojo a los farang. Sus codiciosos ojos claros escudriñan los estantes, los contenedores herméticos de miles de semillas, cada uno de ellos una potencial línea de defensa contra los suyos. El verdadero tesoro del reino, expuesto ante ellos. Despojos de guerra.
Cuando los birmanos ocuparon Ayutthaya, la ciudad se rindió sin presentar batalla. Y ahora, la historia se repite. Al final, después de tanta sangre, sudor, muertes y esfuerzo; tras tantos denuedos de mártires como Phra Seub, santo patrón de las semillas; después de tantos jóvenes como Kip, vendidos a Gi Bu Sen y a todos los demás, se reduce a esto. Los farang se yerguen triunfales en el corazón de un reino traicionado una vez más por ministros a los que la Corona les importa un bledo.
– No te lo tomes tan a pecho. -Jaidee le apoya una mano en el hombro-. Todos debemos reconciliarnos con nuestros fracasos, Kanya.
– Perdóname. Por todo.
– Te perdoné hace mucho. Todos tenemos nuestros propios amos y lealtades. Fue el kamma lo que te acercó a Akkarat antes de llevarte conmigo.
– Nunca pensé que llegaríamos a este punto.
– Es una gran pérdida -concuerda Jaidee. Se encoge de hombros-. Pero todavía no es tarde.
Kanya mira de reojo a los farang. Uno de los científicos se percata y le dice algo a la mujer. Kanya no sabe si se trata de una broma o de algo más serio. Las estilizadas espigas de trigo de sus logotipos resplandecen bajo el titilante alumbrado eléctrico.
Jaidee arquea las cejas.
– Siempre nos quedará Su Majestad la Reina, ¿verdad?
– ¿Y qué conseguimos con eso?
– ¿Qué preferirías, que te recordaran como a una aldeana de Bang Rajan que siguió luchando cuando ya todo estaba perdido y mantuvo a raya a los birmanos hasta el último momento, o como a una cobarde cortesana de Ayutthaya que sacrificó un reino?
– Es cuestión de ego -musita Kanya.
– Tal vez. -Jaidee se encoge de hombros-. Pero una cosa es cierta: Ayutthaya no significó nada para nuestra historia. ¿Acaso no sobrevivieron los thais a su saqueo? ¿No hemos sobrevivido a los birmanos? ¿A los jemeres? ¿A los franceses? ¿A los japoneses? ¿A los norteamericanos? ¿A los chinos? ¿A los fabricantes de calorías? ¿No los hemos mantenido a raya mientras los demás sucumbían? Es nuestro pueblo el que porta la savia vital de la nación, no esta ciudad. Nuestros compatriotas llevan los nombres que nos legó la dinastía Chakri, y ellos lo son todo. Este banco de semillas es lo que nos sustenta.
– Pero el rey declaró que defenderíamos siempre…
– Al rey Rama no le importaba Krung Thep, sino nosotros, y lo que nos encomendó fue la defensa de un símbolo. Pero lo que cuenta no es la ciudad, sino sus gentes. ¿De qué sirve una ciudad poblada por esclavos?
La respiración de Kanya se acelera. El aire helado circula a gran velocidad por sus pulmones. Boudry dice algo. Los genetistas cacarean en su espantoso idioma. Kanya se vuelve hacia Pai.
– Sigue mi ejemplo.
Desenfunda la pistola de resortes y dispara a bocajarro contra la cabeza de la farang.