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El sol se asoma sobre el borde de la tierra, bañando a Bangkok con su resplandor. Como un manto de lava, recorre los esqueletos de las torres de la antigua Expansión y las chedi recubiertas de oro de los templos de la ciudad, vistiéndolas de luz y calor. Enciende los altos y afilados tejados del Palacio Real, donde la Reina Niña vive enclaustrada con sus sirvientes, y arranca llamaradas de las filigranas de la Sagrada Columna de la Ciudad, donde los monjes entonan sus cánticos veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, rezando por los rompeolas y los diques de la metrópoli. El océano, cálido como la sangre, rutila cuajado de brillantes olas azules mientras el sol continúa trazando su estela incandescente.

El sol aporrea el balcón de la sexta planta de Anderson Lake y entra a raudales en el piso. Los jazmines enroscados en el pasamanos de la barandilla se mecen con la brisa caliente. Anderson levanta la cabeza, entornados los ojos azules frente al fulgor. Gemas de sudor se forman y centellean en su piel blanca. Al otro lado de la veranda, la ciudad se extiende como un océano de magma, proyectando destellos dorados allí donde las agujas y el cristal capturan el sol en todo su esplendor.

Está desnudo para sobrellevar el bochorno, sentado en el suelo, rodeado de libros abiertos: catálogos de flora y fauna, apuntes de viaje, una historia completa del sudeste de la península asiática desparramada sobre la teca. Tomos mohosos, quebradizos. Jirones de papel. Diarios medio destrozados. Memorias rescatadas de una época en la que decenas de miles de plantas disparaban polen, esporas y semillas al aire. Se ha pasado toda la noche trabajando, y aun así apenas recuerda las numerosas variedades que ha examinado. En vez de eso, su mente regresa a la piel expuesta: un pha sin deslizándose por unas piernas femeninas, la evocación de pavos reales sobre un brillante tejido morado menguante, separados los muslos tersos.

A lo lejos, las torres de Ploenchit se yerguen majestuosas, recortadas contra la luz. Tres sombras rectas como dedos extendidos hacia el firmamento en medio de la húmeda bruma amarilla. A la luz del día su aspecto se asemeja más al de simples edificios desahuciados de la era de la Expansión, sin nada que insinúe las febriles adicciones contenidas en su interior.

Una chica mecánica.

Sus dedos sobre su piel. Sus ojos oscuros, solemnes, y sus palabras: «Puedes tocar».

Anderson aspira una temblorosa bocanada de aire y se obliga a arrinconar los recuerdos. Ella es el polo opuesto de las plagas invasoras que debe combatir a diario. Una flor de invernadero, abandonada en un mundo demasiado cruel para su delicada herencia. Es poco probable que sobreviva por mucho tiempo. No en este clima. No con estas personas. Quizá fuera esa vulnerabilidad lo que le conmovió, su fortaleza fingida cuando no tenía absolutamente nada. Ver cómo luchaba por un asomo de orgullo mientras se subía la falda a una orden de Raleigh.

«¿Por eso le hablaste de las aldeas? ¿Porque te compadecías de ella? ¿No porque su piel es tan suave como el mango? ¿No porque apenas si podías respirar cuando la tocaste?»

Hace una mueca y vuelve a concentrarse en los libros abiertos, obligándose a atender el verdadero problema, el enigma que lo ha llevado al fin del mundo a bordo de clíperes y dirigibles: Gi Bu Sen. La chica mecánica había dicho Gi Bu Sen.

Anderson revuelve los libros y las hojas sueltas; encuentra una fotografía. Un hombre obeso, sentado junto a otros científicos del Medio Oeste en una conferencia sobre la mutación de la roya patrocinada por AgriGen. Su mirada rehúye la cámara, parece aburrido, le cuelga la papada.

«¿Sigues estando igual de gordo?», se pregunta Anderson. «¿Te dan de comer los thais tan bien como nosotros?»

Solo había tres posibilidades: Bowman, Gibbons y Chaudhuri. Bowman, que desapareció justo antes de que el monopolio de SoyPRO se viniera abajo. Chaudhuri, que bajó de un dirigible y se perdió de vista en los estados indios, secuestrado por PurCal o fugitivo. O muerto. Y Gibbons. Gi Bu Sen. El más listo de todos ellos, y el menos probable. Después de todo, se le había dado por fallecido. Sus hijos habían rescatado sus restos calcinados de entre las cenizas de su hogar… y a continuación los habían incinerado antes de que la empresa pudiera solicitar una autopsia. Pero se le había dado por fallecido. Y cuando los hijos fueron interrogados con detectores de mentiras y sueros de la verdad, lo único que acertaron a decir fue que su padre siempre había insistido en que no quería que le practicaran ninguna autopsia, que no soportaba la idea de que alguien troceara su cadáver y lo llenara de conservantes. Pero el ADN coincidía. Era él. Todos estaban seguros de que era él.

Solo que es fácil dudar cuando no se dispone más que de un puñado de recortes genéticos del supuesto cadáver del mejor pirata genético del mundo.

Anderson baraja más papeles en pos de las transcripciones de los últimos días del fabricante de calorías, recogidas por los instrumentos de escucha ocultos en los laboratorios. Nada. Ni el menor indicio de sus planes. Y de repente, murió. Y a ellos no les quedó más remedio que creer que era verdad.

De esa manera, los ngaw casi tienen sentido. Igual que las solanáceas. A Gibbons siempre le había gustado alardear de sus logros. Era un egotista. Todos sus colegas lo decían. Gibbons disfrutaría jugando con todas las posibilidades de un banco de semillas completo. Un género entero resucitado y unas gotitas de tradición local para aderezar la mezcla. Ngaw. Al menos, Anderson supone que la fruta es autóctona. Pero ¿quién sabe? Quizá se trate de una creación completamente nueva. Algo surgido en exclusiva de la mente de Gibbons, como Eva de la costilla de Adán.

Distraído, Anderson acaricia los libros y los apuntes que tiene delante. En ninguna parte se mencionan los ngaw. Las únicas pistas de las que dispone son el término thai y la singular apariencia del fruto. Ni siquiera sabe si ngaw es la denominación tradicional del fruto verde y rojo o una palabra de nuevo cuño. Albergaba la esperanza de que Raleigh recordara algo, pero el tipo está muy mayor, y deteriorado por el opio; si conocía algún término angrit para esta fruta histórica, ya lo ha olvidado. En cualquier caso, no existe ninguna traducción evidente. Habrá de pasar al menos un mes antes de que Des Moines pueda analizar las muestras. Y ni siquiera así hay forma de saber si estará en sus catálogos. Basta con que haya sufrido suficientes alteraciones para que su ADN continúe eludiéndolos.

Una cosa es segura: el ngaw es nuevo. Hace un año, ninguno de los encargados de los inventarios describió nada parecido en sus informes del ecosistema. Los ngaw han surgido de un año a otro. Como si el suelo del reino hubiera tenido el antojo de recuperar el pasado y depositarlo en los mercados de Bangkok.

Anderson hojea otro libro, rastreando. Desde su llegada, se ha esforzado por crear una biblioteca, una ventana histórica a la Ciudad de los Seres Divinos, tomos que datan de antes de las guerras calóricas y las plagas, antes de la Contracción. Sus incursiones lo han llevado desde las librerías de viejo hasta los escombros de las torres de la Expansión. Casi todo el papel de esa época está ya quemado o podrido por culpa de la humedad tropical, pero a pesar de todo ha descubierto yacimientos de saber, familias que valoraban sus libros más que como una forma rápida de encender una fogata. La acumulación de conocimientos reviste ahora sus paredes, volumen tras volumen de información ribeteada de moho. Es deprimente. Le recuerda a Yates, su desesperado afán por exhumar el cadáver del pasado y resucitarlo.

«¡Imagina!», le gustaba exclamar a Yates con voz ronca. «¡Una nueva Expansión! Dirigibles, muelles percutores de última generación, vientos de comercio justo…»

Yates tenía sus propios libros. Tomos polvorientos que había robado de las bibliotecas y de las escuelas de toda Norteamérica, los conocimientos olvidados del pasado; un concienzudo saqueo de Alejandría que había pasado completamente inadvertido porque todo el mundo sabía que el comercio internacional estaba muerto.

Cuando llegó Anderson, los libros atestaban las oficinas de SpringLife y cubrían la mesa de Yates a montones: La dirección global llevada a la práctica, Relaciones comerciales interculturales, La mentalidad asiática, Los tigres de Asia, Cadenas de abastecimiento y logística, Thai pop, La nueva economía internacional, Consideraciones de la tasa de cambio de las cadenas de suministro, Hacer negocios en Tailandia, Competencia internacional y regulación. Cualquier cosa relacionada con la historia de la antigua Expansión.

En los últimos momentos de desesperación, Yates los señalaba con el dedo y decía: «¡Podríamos recuperarlo todo! ¡Absolutamente todo!». Después rompía a llorar, y Anderson sentía lástima por él. Yates había consagrado su vida a un imposible.

Anderson pasa las páginas de otro libro, examinando viejas fotografías una a una. Pimientos. Montones de ellos, exhibidos ante algún fotógrafo fallecido hace mucho. Pimientos. Berenjenas. Tomates. Otra vez todas esas solanáceas prodigiosas. De no ser por ellas, la sede jamás hubiera enviado a Anderson al reino, y Yates podría haber tenido una oportunidad.

Anderson busca la cajetilla de cigarros Singha liados a mano, enciende uno y se tumba de espaldas, contemplativo, estudiando el humo de la antigüedad. Tiene gracia que los thais, aun muriéndose de hambre, hayan sacado tiempo y energías para resucitar la adicción a la nicotina. Reflexiona sobre la inmutabilidad de la naturaleza humana.

El sol lo aporrea con su fulgor, bañándolo de luz. En medio de la humedad y el humo del estiércol quemado se distingue tenuemente el polígono industrial a lo lejos, con sus estructuras espaciadas a intervalos regulares, tan distinto del amasijo de baldosas y óxido de la antigua ciudad. Y detrás de las fábricas, el borde del rompeolas se yergue con el colosal sistema de compuertas que permite la salida de las mercancías al mar. El cambio está cerca. El regreso al verdadero comercio internacional. Líneas de suministro que den la vuelta al mundo. Todo ello está cerca, aunque les esté costando volver a aprender la lección. A Yates le encantaban los muelles percutores, pero el concepto de la historia resucitada le gustaba todavía más.

– Aquí no eres miembro de AgriGen, ¿sabes? Tan solo otro mugriento empresario farang intentando ganarse la vida con los buscadores de jade y los tripulantes de los clíperes. Esto no es la India, donde uno puede pasearse por ahí enseñando el símbolo del trigo de AgriGen y requisando lo que le apetezca. Los thais no se ponen panza arriba tan fácilmente. Te cortarán en pedazos y te mandarán de vuelta a casa convertido en carne picada si descubren quién eres.

– Te irás en el próximo dirigible -dijo Anderson-. Agradece que la sede aprobara eso al menos.

Pero entonces Yates había sacado la pistola de resortes.

Anderson da otra calada al cigarrillo, irritado. Vuelve a acordarse del calor. Sobre su cabeza, el ventilador de manivela de la habitación se ha detenido. El tensador que debía presentarse todos los días a las cuatro de la tarde aparentemente no había cargado julios suficientes. Anderson arruga el entrecejo y se levanta para correr las persianas y bloquear así el resplandor. El edificio es nuevo, construido según los principios térmicos que permiten que el aire fresco circule libremente por todo el inmueble, pero aun así sigue resultando difícil soportar el brillo directo del sol ecuatorial.

Ya en la sombra, Anderson vuelve con sus libros. Pasa páginas. Ojea tomos amarillentos y lomos agrietados. El papel se desmenuza, maltratado por la humedad y la edad. Abre otro libro. Aprieta el cigarrillo entre los labios, con los ojos entrecerrados frente al humo, y se detiene.

Ngaw.

Montones de ellos. Los pequeños frutos rojos con sus extraños pelos verdes se alzan ante él, provocándole desde la fotografía de un farang que regatea con un campesino tailandés ya olvidado. Les rodean las brillantes estelas de taxis impulsados por combustión de gasolina, pero justo a su lado, una gigantesca pirámide de ngaw devuelve la mirada al espectador, desafiante.

Anderson ha pasado tanto tiempo rastreando fotos antiguas que rara vez consiguen impresionarle. Por lo general le cuesta poco trabajo perdonar la ridícula confianza del pasado (el desperdicio, la arrogancia, la absurda abundancia), pero esta vez le irrita: los rollos de grasa que cuelgan del farang, el asombroso excedente de calorías que queda en segundo plano frente al colorido y el atractivo de un mercado que ofrece treinta variedades de fruta: mangostanes, piñas, cocos, desde luego… pero ya no hay naranjas. Ya no existen estas… estas… pitayas, ni esos pomelos, ni esas pelotas amarillas… los «limones». No queda ni uno. Muchas de esas cosas se han ido para no regresar jamás.

Pero eso los protagonistas de la fotografía lo ignoran. Estas personas ya muertas no se imaginan que lo que tienen delante es el tesoro del tiempo, que viven en el edén de la Biblia grahamita, donde las almas puras van a parar a la derecha de Dios. Donde todos los sabores del mundo reciben los tiernos cuidados de Noé y san Francisco, y donde nadie pasa hambre.

Anderson escanea la imagen. Esos gordinflones complacidos no tienen ni idea de la mina de oro genética que se encuentra a su lado. El libro ni siquiera se molesta en identificar el ngaw. Solo es una muestra más de la fecundidad de la naturaleza, algo que dan por sentado porque les sobra.

Anderson desea por un instante ser capaz de sacar a rastras de la fotografía al obeso farang y al anciano campesino thai y traerlos al presente, para poder descargar la rabia directamente sobre ellos antes de tirarlos por el balcón, como sin duda tiraban ellos la fruta que tuviera la menor imperfección.

Pasa rápidamente las páginas del libro pero no encuentra más imágenes, ni tampoco ninguna mención de los tipos de fruta disponibles. Se levanta, agitado, y regresa al balcón. Sale al sol abrasador y contempla la ciudad que se extiende a sus pies. Abajo resuenan los reclamos de los vendedores de agua y los barritos de los megodontes. El sonido de los timbres de las bicicletas ensordece las calles. Al mediodía, la ciudad se quedará aletargada, esperando a que el sol comience el descenso.

En algún rincón de esta ciudad hay un pirata genético jugando como un niño con las piezas del rompecabezas de la vida. Rediseñando ADN extintos hace tiempo para adecuarlos a las circunstancias de la post-Contracción, para sobrevivir a pesar de los asaltos de la roya, del gorgojo modificado nipón y de la cibiscosis.

Gi Bu Sen. La chica mecánica estaba segura del nombre. Tiene que tratarse de Gibbons.

Anderson se acoda en la barandilla del balcón, con los ojos entrecerrados por el resplandor, y pasea la mirada por la enmarañada ciudad. Gibbons está ahí fuera, escondido. Trabajando en su próximo descubrimiento. Y dondequiera que se oculte, habrá un banco de semillas cerca.

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