32

El humo se arremolina alrededor de Kanya. Cuatro cuerpos más descubiertos, además de los encontrados en los hospitales. La plaga está mutando más deprisa de lo esperado. Gi Bu Sen había sugerido esa posibilidad, pero aun así la cifra de muertos resulta sobrecogedora.

Pai recorre los bordes de una charca donde han vertido cloro y sosa caústica, bidones enormes. Las nubes de olor acre envuelven a todo el mundo, provocando toses. Es el hedor del miedo.

Recuerda otros estanques esterilizados, otras personas agolpadas mientras los camisas blancas recorrían la aldea, incendiándolo todo. Cierra los ojos. Cómo odiaba a los camisas blancas entonces. Y así, cuando el jao por de la zona descubrió inteligencia y motivación en ella, la envió ante el capitán con instrucciones: enrolarse como voluntaria en los camisas blancas, trabajar para ellos, ganarse su confianza. Un padrino rural al servicio de los enemigos de los camisas blancas. Buscando venganza por la usurpación de su poder.

Docenas de niños fueron enviados al sur para implorar a las puertas del ministerio, todos ellos con las mismas instrucciones. De los que llegaron con Kanya, solo ella ascendió tan alto, pero sabe que hay más, otros como ella, diseminados por toda la organización. Más niños resentidos, leales.

– Te perdono -murmura Jaidee.

Kanya sacude la cabeza y hace oídos sordos. Le indica a Pai que las charcas están listas para ser enterradas. Con suerte, el poblado dejará de existir por completo. Sus hombres trabajan con ahínco, ansiosos por salir de allí. Todos portan máscaras y trajes, pero el calor implacable los convierte en instrumentos de tortura más que de protección.

Más nubes de humo acre. Los aldeanos lloran. La pequeña Mai observa fijamente a Kanya, hierática. Se trata de un momento revelador para la niña. Este recuerdo se incrustará como una espina de pescado en su garganta; jamás conseguirá librarse de él.

Kanya simpatiza con ella. «Ojalá pudieras entenderlo.» Pero es imposible que alguien tan joven comprenda las grises brutalidades de la vida.

«Ojalá yo hubiera podido entenderlo.»

– ¡Capitana Kanya!

Se gira. Un muchacho está cruzando los diques, tropezando en el fango de los arrozales, trastabillando entre los tallos de arroz verde esmeralda. Pai levanta la cabeza con interés, pero Kanya le indica que se aleje. El mensajero llega sin aliento, jadea.

– Que Buda te sonría, y al ministerio. -Aguarda expectante.

– ¿Ahora? -Kanya se queda mirándolo fijamente. Vuelve a contemplar la aldea en llamas-. ¿Me llamas ahora?

El joven mira a su alrededor con nerviosismo, sorprendido por la respuesta. Kanya hace un ademán de impaciencia.

– Repítelo. ¿Ahora?

– Que Buda te sonría. Y al ministerio. Todos los caminos empiezan en el corazón de Krung Thep. Todos.

Kanya arruga la frente y llama a su teniente:

– ¡Pai! Tengo que irme.

– ¿Ahora? -Pai se esfuerza por disimular su sorpresa mientras se acerca.

Kanya asiente con la cabeza.

– Es inevitable. -Abarca las llameantes casas de bambú con un gesto-. Termina tú aquí.

– ¿Qué hacemos con los aldeanos?

– Que no salgan de aquí. Pide comida. Si nadie enferma a lo largo de la semana, seguramente habremos terminado.

– ¿Crees que podríamos tener tanta suerte?

Kanya se obliga a sonreír, pensando en lo antinatural que resulta tranquilizar a alguien con la experiencia de Pai.

– Esperemos que sí. -Agita la mano en dirección al muchacho-. Te sigo. -Mira a Pai de reojo-. Reúnete conmigo en el ministerio cuando hayáis terminado aquí. Nos queda por encender otro fuego.

– ¿La fábrica farang?

Kanya debe contenerse para no sonreír ante su entusiasmo.

– No podemos dejar la fuente sin purificar. ¿Acaso no es ese nuestro trabajo?

– ¡Eres la nueva Tigresa! -exclama Pai. Le da una palmada en la espalda. Entonces recuerda cuál es su sitio, se disculpa por el atrevimiento con un wai y regresa corriendo a la devastación de la aldea.

– La nueva Tigresa -murmura Jaidee junto a Kanya-. Me alegro por ti.

– La culpa es toda tuya. Les enseñaste a necesitar un líder radical.

– ¿Y te han elegido a ti?

Kanya exhala un suspiro.

– Al parecer basta con enarbolar una antorcha encendida.

Sus palabras hacen reír a Jaidee.

Un ciclomotor de muelles percutores la espera al otro lado del terraplén. El muchacho monta, le indica que se siente a su espalda y recorren las calles de la ciudad zigzagueando entre bicicletas y megodontes. La pequeña bocina berrea sin parar. La ciudad se convierte en una mancha borrosa a los lados. Vendedores de pescado, de telas, de amuletos con la imagen de Phra Seub que tanta gracia le hacían a Jaidee aunque Kanya guarda uno en secreto, colgado de una cadenita cerca del corazón.

«Tratas de ganarte el favor de demasiadas deidades», observó Jaidee cuando Kanya acarició el amuleto antes de salir del poblado. Pero ella pasó por alto sus burlas y musitó de todos modos una plegaria para Phra Seub, implorando una protección que sabe que no se merece.

El ciclomotor aminora hasta detenerse y Kanya se apea de un salto. Las filigranas doradas de la Sagrada Columna de la Ciudad resplandecen al sol del amanecer. Por todas partes hay vendedoras de guirnaldas de flores para las ofrendas. El cántico de los monjes y la música de los bailes khon resuenan al otro lado de las paredes encaladas. El muchacho desaparece antes de que Kanya tenga ocasión de darle las gracias. Otro más de los muchos que le deben algún favor a Akkarat. Probablemente el ciclomotor sea regalo suyo, y la lealtad del joven el precio a pagar por él.

– ¿Y tú qué recibes a cambio, estimada Kanya? -pregunta Jaidee.

– Ya lo sabes -musita la capitana-. Recibo lo que juré que conseguiría.

– ¿Y aún lo deseas?

Sin responder, Kanya cruza la puerta que oculta el interior de la capilla. Pese a ser tan temprano, el edificio está abarrotado de fieles arrodillados ante las estatuas de Buda y el altar de Phra Seub, el más importante después del que hay en el ministerio. Los jardines son un hervidero de personas que realizan ofrendas de flores y frutas, mientras otras consultan la fortuna con varitas adivinadoras; y por encima de todos ellos cantan los monjes, protegiendo la ciudad con sus plegarias y sus amuletos, con el saisin que se extiende desde la capilla hasta los diques y las bombas. El hilo sagrado oscila a la luz gris, sostenido con pértigas allí donde cruza las calzadas, estirándose durante kilómetros desde este eje sagrado hasta las bombas y rodeando los rompeolas. El cántico de los monjes es un runrún incesante que impide que la Ciudad de los Seres Divinos sea devorada por las olas.

Kanya compra incienso y comida y se adentra en los fríos confines de la capilla de la columna, descendiendo los escalones de mármol. Se arrodilla ante la antigua columna de la saqueada Ayutthaya, la más grande de Bangkok. El lugar desde donde se miden todas las distancias. El corazón de Krung Thep, y el hogar de los espíritus que la protegen. Si se pusiera en pie en el umbral de la capilla y mirara en dirección a los diques, vería la elevación de las presas. Es evidente que están en el fondo de una bañera, expuestos desde todas direcciones. Esta capilla… Enciende el incienso y presenta sus respetos.

– ¿No te sientes como una hipócrita viniendo precisamente aquí, a las órdenes de Comercio?

– Cierra el pico, Jaidee.

Jaidee se arrodilla a su lado.

– Bueno, por lo menos la fruta de tu ofrenda tiene buena pinta.

– Silencio.

Intenta rezar, pero con Jaidee molestándola, es inútil. Al cabo, desiste de su empeño y regresa al exterior, al calor y la luz crecientes de la mañana. Allí está Narong, apoyado en un poste, contemplando las danzas khon. Los tambores resuenan mientras los bailarines realizan sus estilizadas piruetas; sus voces, roncas y potentes, compiten con el monótono zumbido de las filas de monjes repartidas por el patio. Kanya se dirige hacia él.

Narong levanta una mano.

– Espera hasta que hayan terminado.

Kanya controla la irritación, busca un asiento y observa mientras se representa la historia de Rama. Al cabo, Narong asiente con la cabeza, complacido.

– Es buena, ¿verdad? -Inclina la cabeza en dirección a la capilla de la columna-. ¿Has hecho tus ofrendas?

– ¿Te importa?

Hay más grupos de camisas blancas en el complejo, realizando ofrendas a su vez. Rogando para que los asciendan a un puesto mejor remunerado. Implorando el éxito en sus investigaciones. Pidiendo protección contra las enfermedades a las que deben enfrentarse a diario. Por su propia naturaleza, este es un templo del Ministerio de Medio Ambiente, casi tan importante como el de Phra Seub, mártir de la biodiversidad. Kanya se siente incómoda hablando con Narong delante de todos, pero él no parece preocupado en absoluto.

– Todos amamos la ciudad -dice-. Ni siquiera Akkarat se negaría a defenderla.

Kanya pone cara larga.

– ¿Qué quieres de mí?

– Qué impaciente. Demos un paseo.

Kanya frunce el ceño. Narong no parece tener ninguna prisa, y sin embargo la ha convocado como si se tratara de una emergencia. Reprime la furia y masculla:

– ¿Sabes lo que has interrumpido?

– Cuéntamelo sobre la marcha.

– Tengo un poblado con cinco cadáveres y todavía no hemos aislado la causa.

Narong la mira de soslayo, con interés.

– ¿Otro brote de cibiscosis? -La conduce fuera del complejo. Dejan atrás a las vendedoras de guirnaldas y siguen caminando.

– No lo sabemos. -Kanya se esfuerza por disimular su frustración-. Pero me estás distrayendo de mi trabajo, y aunque te guste hacerme correr como un perro cada vez que me llamas…

– Tenemos un problema -la interrumpe Narong-. Y aunque creas que tu poblado es importante, te aseguro que no es nada comparado con esto. Se ha producido una muerte. Alguien muy influyente. Necesitamos tu ayuda en la investigación.

– No soy policía. -Kanya se ríe.

– El caso no está en manos de la policía. Hay un neoser implicado.

Kanya se detiene de golpe.

– ¿Qué?

– La asesina. Creemos que es una invasora. Un neoser militar. Heechy-keechy.

– ¿Cómo es posible?

– Eso es algo que estamos intentando averiguar. -Narong la mira con expresión grave-. Pero no podemos hacer preguntas porque el general Pracha ha asumido el mando de la operación, alegando que tiene jurisdicción porque el neoser es una criatura prohibida. Como si se tratara de un cheshire o de un tarjeta amarilla. -Suelta una carcajada amarga-. Estamos atados de pies y manos. Debes investigar por nosotros.

– Será complicado. El caso no es mío. Pracha no…

– Confía en ti.

– Confiar en que haga bien mi trabajo y permitir que me inmiscuya son dos cosas distintas. -Kanya se encoge de hombros y empieza a darse la vuelta-. Es imposible.

– ¡No! -Narong la retiene y tira de ella-. ¡Esto es crucial! ¡Tenemos que conocer los detalles!

Kanya gira sobre los talones y se quita la mano de Narong de encima del hombro.

– ¿Por qué? ¿Por qué es tan importante? La gente muere en Bangkok todos los días, en todas partes. Encontramos cadáveres más deprisa de lo que podemos meterlos en las calderas de metano. ¿Por qué es tan importante este para que me pidas que moleste al general?

Narong la atrae hacia él.

– Es el somdet chaopraya. Hemos perdido al protector de Su Majestad la Reina.

Kanya siente cómo se le doblan las rodillas. Narong la sostiene en pie mientras sigue hablando, con intensa ferocidad:

– La política se ha vuelto más desagradable desde que empecé en este juego. -Su sonrisa no consigue ocultar la rabia que hierve tras ella-. Eres una buena chica, Kanya. Siempre hemos respetado nuestra parte del trato. Pero esta es tu razón de ser. Sé que es difícil. También eres leal a tus superiores en el Ministerio de Medio Ambiente. Rezas a Phra Seub. Eso está bien. Te honra. Pero necesitamos que nos ayudes. Aunque ya no sientas la menor simpatía por Akkarat, el palacio te necesita.

– ¿Qué queréis?

– Saber si esto es obra de Pracha. Se ha dado mucha prisa en asumir el mando de la operación. Es imprescindible que sepamos si fue él quien hundió el cuchillo. Tu líder y la seguridad del palacio dependen de ello. Es posible que Pracha oculte algo. Creemos que algunos de los artífices del doce de diciembre podrían estar conspirando contra nosotros.

– No es posible…

– Es perfectamente plausible. Hemos sido bloqueados por completo porque la asesina es un neoser. -La voz de Narong restalla con inesperada intensidad-. Debemos averiguar si el neoser es un topo del ministerio. -Entrega un fajo de billetes a Kanya, que se queda mirando la cantidad fijamente, asombrada-. Soborna a todo el que se interponga en tu camino.

La capitana se recupera de su parálisis, acepta el dinero y se lo guarda en los bolsillos. Narong le da un delicado apretón en el brazo.

– Lo siento muchísimo, Kanya. Eres mi única esperanza. Dependo de ti para descubrir a nuestros enemigos y sacarlos a la luz.

El calor de una torre de Ploenchit a medio día es sofocante. Los investigadores abarrotan las lóbregas habitaciones del club, contribuyendo al bochorno. Es un lugar asqueroso para morir. Un lugar de ansia, desesperación y apetitos insatisfechos. Los agentes del palacio se amontonan en los pasillos. Observándolo todo, consultando, preparándose para recoger el cadáver del somdet chaopraya antes de introducirlo en la urna funeraria, aguardando mientras los hombres de Pracha realizan sus pesquisas. La preocupación y la rabia flotan en el aire, afilada al máximo la cortesía en este momento de humillación y temor extremos. En las habitaciones se respira el ambiente de un monzón a punto de estallar, cargado de energía, preñado con la ominosa oscuridad de las nubes de tormenta.

El primer cuerpo yace en el exterior, un farang de avanzada edad, exótico y surrealista. Se aprecian escasos daños físicos en él, salvo la magulladura que indica el lugar donde le han aplastado la garganta, la lívida tortura practicada sobre su tráquea. Está tendido junto a la barra con el aspecto jaspeado de los cadáveres rescatados del río. La comida para peces de los gángsteres. El anciano mira fijamente a Kanya con grandes ojos azules, dos mares muertos. La capitana inspecciona el daño en silencio antes de dejar que el secretario del general Pracha la conduzca a las habitaciones interiores.

Se le corta el aliento.

Todo está cubierto de sangre, grandes remolinos carmesíes salpican las paredes y se escurren por el suelo. Los cadáveres se amontonan en marañas deformes. Y entre ellos yace el somdet chaopraya, con la garganta no aplastada como la del viejo farang, sino arrancada de cuajo, como si un tigre se hubiera cebado con él. Sus guardaespaldas yacen inertes: uno de ellos con una pistola de resortes incrustada en la cuenca de un ojo, el otro empuñando aún la suya pero erizado de cuchillas.

Kot rai -murmura Kanya. Titubea sin saber cómo actuar en presencia del macabro espectáculo. La espuma sanguinolenta está infestada de cerambicidos que se arrastran y reptan por todas partes, trazando estelas coaguladas.

Pracha está presente en la sala, conversando con sus subordinados. Levanta la cabeza al oír el jadeo contenido de Kanya. Los demás lucen sus expresiones particulares de pasmo, ansiedad y vergüenza, reflejándose por turnos en sus semblantes. A Kanya se le revuelve el estómago al contemplar la posibilidad de que Pracha pudiera haber orquestado semejante carnicería. El somdet chaopraya no era amigo del Ministerio de Medio Ambiente, pero la enormidad de esta acción la pone enferma. Una cosa es urdir golpes y contragolpes de Estado, y otra muy distinta sabotear los cimientos del palacio. Se siente como una hoja de bambú arrastrada por una riada.

«Así sucumbimos todos. Hasta los más ricos y poderosos no son más que comida para cheshires al final. Somos meros cadáveres ambulantes y no tiene sentido intentar olvidarlo. Meditar sobre la naturaleza de la muerte nos enseña esta lección», se dice.

Lo que no impide que se sienta sobrecogida, aterrorizada casi por la imagen de la mortalidad de un semidiós. «General, ¿qué has hecho?» La idea es demasiado espantosa. Las aguas embravecidas amenazan con arrastrarla a las profundidades.

– ¿Kanya? -Pracha le indica que se acerque. La capitana escruta el rostro del general en busca de algo que sugiera que carga con la culpa de este acto, pero Pracha parece sencillamente perplejo-. ¿Qué haces aquí?

– Me… -Había preparado un discurso. Pretextos. Pero con el protector de la Corona y su séquito diseminados por toda la habitación, se queda en blanco. Los ojos de Pracha siguen su mirada hasta el cadáver del somdet chaopraya. La toma del brazo con delicadeza.

– Ven. Esto es demasiado.

La conduce afuera.

– Me…

Pracha sacude la cabeza.

– Ya te has enterado. -Suspira-. Antes de que acabe el día, lo sabrá toda la ciudad.

Kanya recupera por fin la voz y escupe la mentira, representando el papel que le ha otorgado Narong.

– No pensé que pudiera ser cierto.

– Peor que eso. -Pracha mueve la cabeza con gesto fúnebre-. Ha sido un neoser.

Kanya se obliga a fingir sorpresa. Observa de reojo el baño de sangre.

– ¿Un neoser? ¿Solo uno? -Sus ojos recorren la colección de cuchillas de resortes clavadas en las paredes. En uno de los cadáveres reconoce a un agente del Ministerio de Comercio, el hijo de un patriarca de segunda fila. En otro, a un miembro de un clan de empresarios chaozhou que empezaba a abrirse camino en la prensa del sector. Todos ellos rostros habituales de las circulares. Todos ellos tigres importantes-. Es horrible.

– Parece imposible, ¿verdad? Seis guardaespaldas. Tres víctimas adicionales. Y un solo neoser, según los testigos. -Pracha menea la cabeza-. Hasta la cibiscosis mata más limpiamente.

El cuello de su eminencia el somdet chaopraya ha sido desgarrado con una fuerza descomunal, partido, fragmentado y triturado de modo que, aunque la columna aún sigue estando en su sitio, actúa más como una bisagra que como sostén.

– Es como si un demonio se hubiera ensañado con él.

– Una bestia salvaje, en cualquier caso. Es lo que cabría esperar de una modificación genética militar. He visto este tipo de actividad en el norte, donde operan los vietnamitas. Utilizan los neoseres japoneses como exploradores y tropas de asalto. Es una suerte que tengan tan pocos. -Observa a Kanya con gesto serio-. Esto nos costará caro. Comercio dirá que hemos fracasado. Que permitimos que esta bestia entrara en el país. Intentarán sacarle partido. Usarlo como excusa para obtener más poder. -Su expresión se ensombrece aún más-. Debemos averiguar qué hacía aquí ese neoser. Es posible que Akkarat nos haya tendido una trampa, que haya usado al protector como si de un simple peón se tratara.

– Él nunca…

Pracha compone un gesto de escepticismo.

– La política es desagradable. No subestimes lo que cualquiera sería capaz de hacer con tal de conseguir más poder. Creemos que Akkarat ha estado aquí antes. Algunos de los empleados dicen reconocer su cara, parece que recuerdan… -Se encoge de hombros-. Por otra parte, todos están asustados. Nadie quiere hablar más de la cuenta. Pero todo apunta a que Akkarat y algunos de sus amigos comerciantes farang condujeron al somdet chaopraya hasta la heechy-keechy.

«¿Está jugando conmigo? ¿Sabe que trabajo para Akkarat?» Kanya acalla sus temores. «Si lo sospechara, jamás me habría ascendido al puesto de Jaidee.»

– Nunca lo sabrás -le susurra este al oído-. Una serpiente en su nido es mejor que una serpiente reptando entre la maleza. Así sabe dónde estás en todo momento.

– Necesito que vayas al departamento de archivos -dice Pracha-. No queremos que desaparezca ninguna información por casualidad, ¿entendido? Comercio tiene agentes entre nosotros. Saca todo lo que puedas y tráemelo. Averigua cómo vivía aquí el neoser, cómo sobrevivía. En cuanto salte la noticia, se levantará una cortina de humo. Los hombres mentirán. Se extraviarán archivos. Alguien estaba permitiendo que el neoser existiera en contra de todas nuestras leyes. El ministerio es vulnerable. Alguien ha aceptado sobornos. Alguien sabía que el neoser se alojaba en esta ciudad. Quiero saber quién, y quiero saber si está en la nómina de Akkarat.

– ¿Por qué yo?

Pracha esboza una sonrisa triste.

– Únicamente en Jaidee confiaría más.

– Es una encerrona -observa Jaidee-. Si quiere echar la culpa de esto a Comercio, serás la herramienta perfecta. El topo dentro del ministerio.

Los rasgos de Pracha no denotan ninguna malicia, pero es astuto. «¿Cuánto sabe realmente?»

– Averigua esa información -dice Pracha-. Tráemela. Y no hables de esto con nadie.

– Cuenta con ello -responde la capitana. Interiormente, no obstante, se pregunta si existirán siquiera todavía esos informes. Hay tantas maneras de sacarles partido. Quizá la cortina de humo se haya levantado ya. Si es cierto que existía una conspiración para asesinar al protector, los sobornos llegarán a todos los niveles. Con un escalofrío, se pregunta quién haría algo así. Los atentados políticos son una cosa, pero atacar a la familia real de esta manera… La rabia y la frustración amenazan con poseerla. Respira hondo-. ¿Qué sabemos del neoser, hasta ahora?

– Afirmaba ser un despojo japonés. Las chicas aseguran que llevaba años instalada aquí.

Kanya pone cara de asco.

– Cuesta creer que alguien sería capaz de mancillarse… -Se interrumpe, comprendiendo que ha estado a punto de criticar al somdet chaopraya. La confusión y la desolación le revuelven el estómago. Enmascara su turbación formulando otra pregunta-: ¿Cómo llegó el protector hasta aquí?

– Lo único que sabemos es que vino acompañado de hombres de Akkarat.

– ¿Quieres interrogarle?

– Si damos con él.

– ¿Ha desaparecido?

– ¿Te extraña? A Akkarat siempre se le ha dado bien defenderse. Por eso ha conseguido salvar el pellejo en tantas ocasiones. -Pracha hace una mueca-. Parece un cheshire. Nada es capaz de tocarlo. -La observa con expresión solemne-. Tenemos que descubrir quién ha permitido que ese neoser viviera aquí tanto tiempo. Cómo entró en la ciudad. Cómo se organizó el asesinato. Estamos ciegos en esto, y si estamos ciegos, seremos vulnerables. Esta noticia hará que todo se tambalee.

Kanya muestra su aquiescencia con un wai.

– Haré todo lo posible. -Aunque Jaidee fisgonee por encima de su hombro y se burle de ella-. Necesitaré más información. Para encontrar a los responsables.

– Tienes suficiente para empezar. Averigua de dónde ha salido ese neoser. Quién ha aceptado los sobornos. Eso es lo que necesito saber.

– ¿Y Akkarat y los farang que presentaron el neoser al protector?

Pracha esboza una leve sonrisa.

– Yo me ocupo de eso.

– Pero…

– Kanya, es comprensible que quieras hacer más. A todos nos preocupa la seguridad del palacio y el reino. Pero debemos asegurar y proteger la información que poseamos sobre esa chica mecánica.

Kanya controla su respuesta.

– Sí. Desde luego. Localizaré la información relacionada con los sobornos. -Tras una pausa, añade con tacto-: ¿Hará falta que alguien exprese sus condolencias?

Pracha arruga la frente.

– Un soborno inofensivo de vez en cuando es una cosa. El ministerio no nada en la abundancia este año. ¿Pero esto…? -Sacude la cabeza.

– Recuerdo cuando éramos respetados -murmura Kanya.

Pracha la observa de reojo.

– ¿Sí? Creía que esos tiempos habían quedado atrás antes de que te unieras a nosotros. -Suspira-. No te preocupes. No habrá ninguna cortina de humo. Se hará justicia. Me encargaré de ello personalmente. No dudes de mi compromiso con el reino o con Su Majestad la Reina. Los culpables recibirán el castigo que se merecen.

Kanya estudia el cadáver del protector y la lóbrega estancia donde han terminado sus días. Un neoser. Una furcia mecánica. Intenta reprimir el ataque de náusea que le provoca esa idea. Un neoser. Que alguien intentara… Sacude la cabeza. Un asunto desagradable. Un movimiento desestabilizador. Y ahora, algún joven deberá pagar por ello. Quienquiera que aceptase sobornos en Ploenchit, posiblemente alguien más.

Una vez en la calle, Kanya hace señas al conductor de una bicicleta con rickshaw. Por el rabillo del ojo atisba a un grupo de los panteras del palacio, en formación ante la puerta. Empieza a formarse un corrillo de curiosos, la gente observa con interés. Dentro de unas horas, los rumores y la noticia habrán llegado a todos los rincones de la ciudad.

– Al Ministerio de Medio Ambiente, tan deprisa como puedas.

Agita el dinero de los sobornos de Akkarat en dirección al conductor del rickshaw para motivar sus esfuerzos, pero mientras lo hace, se pregunta a quién beneficia su gesto.

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