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– Quinientos, mil, cinco mil, siete mil quinientos…

Proteger el reino de todas las infecciones del mundo natural es como intentar capturar el océano con una red. Es inevitable que caigan unos cuantos peces, claro, pero el mar siempre seguirá estando allí, escurriéndose entre las mallas.

– Diez mil, doce mil quinientos, quince mil… veinticinco mil…

El capitán Jaidee Rojjanasukchai es perfectamente consciente de ello mientras aguarda bajo el inmenso vientre de un dirigible farang, arropado en el calor sofocante de la noche. Los turboventiladores del dirigible silban y resoplan sobre su cabeza. El cargamento yace esparcido, cajas de madera y de cartón reventadas, con sus contenidos desparramados por el amarradero como los juguetes de un chiquillo enrabietado. Los alrededores están salpicados de variopintas mercancías interceptadas.

– Treinta mil, treinta y cinco mil… cincuenta mil…

A su alrededor, el recién restaurado campo de aviación de Bangkok se extiende en todas direcciones, iluminado por lámparas de metano de alta intensidad montadas en torres de espejos: una gigantesca explanada de puntos de anclaje cubierta de vegetación, punteada con los enormes globos de los farang que flotan a gran altura, y ribeteada con los tupidos muros de bambú HiGro y alambre de espino que en teoría definen los límites internacionales del aeródromo.

– Sesenta mil, setenta mil, ochenta mil…

El reino thai está siendo devorado. Jaidee observa distraídamente el destrozo provocado por sus hombres, y piensa que es obvio. Están siendo devorados por el océano. Casi todas las cajas contienen algo sospechoso. Pero en realidad, las cajas son simbólicas. El problema es ubicuo: en el mercado de Chatachuk se venden tanques químicos de contrabando y los esquifes remontan el Chao Phraya al amparo de la noche, cargados de piñas de nueva generación. Las nubes de polen que barren la península en incesantes oleadas transportan las últimas reescrituras genéticas de AgriGen y PurCal, mientras los cheshires escarban en la basura de los sois y los lagartos jingjok2 devoran los huevos de los chotacabras y los pavos. Los cerambicidos asolan los bosques de Khao Yai mientras la cibiscosis, la roya y la pelusa de fa’gan asolan la vegetación y a la hacinada población de Krung Thep.

Ese es el océano en el que nadan todos. La misma cuna de la vida.

– Noventa… cien mil… ciento diez… ciento veinticinco…

Aunque algunas mentes privilegiadas, como Premwadee Srisati y Apichat Kunikorn, discutan sobre cuál es la mejor defensa o cuestionen la eficacia de las barreras de esterilización por rayos ultravioletas en las fronteras del reino frente a la conveniencia de la mutación genética preventiva, en opinión de Jaidee todos pecan de idealistas. No se pueden poner puertas al océano.

– Ciento veintiséis… ciento veintisiete… ciento veintiocho… ciento veintinueve…

Jaidee se inclina sobre el hombro de la teniente Kanya Chirathivat para ver cómo cuenta el dinero del soborno. A un lado, un par de estirados inspectores de aduanas espera que alguien les devuelva la autoridad.

– Ciento treinta… ciento cuarenta… ciento cincuenta… -entona Kanya, infatigable. Un canto de alabanza a la riqueza para allanar el camino a los nuevos negocios en un país antiguo. Su voz es clara y meticulosa. Con ella, el recuento siempre es correcto.

Jaidee sonríe. Las muestras de buena voluntad no tienen nada de malo.

En el amarradero más próximo, a doscientos metros de distancia, los megodontes barritan mientras extraen la carga del vientre de un dirigible y apilan las cajas para su selección y el visto bueno de aduanas. Los turboventiladores giran y aúllan, estabilizando la gigantesca aeronave anclada sobre sus cabezas. El globo se ladea y da vueltas. Los vientos furiosos y el estiércol de megodonte azotan a los camisas blancas desplegados de Jaidee. Kanya pone una mano encima de los baht que está contando. El resto de los hombres de Jaidee esperan, impasibles, acariciando los machetes mientras las corrientes de aire les fustigan.

Los soplidos de los turboventiladores amainan. Kanya reanuda su cantinela:

– Ciento sesenta… ciento setenta… ciento ochenta…

Los agentes de aduanas están sudando. Ni siquiera en la estación más calurosa hay motivo para sudar así. Jaidee no suda. Claro que no es él quien ha sido obligado a pagar el doble por una protección que seguramente ya era cara la primera vez.

Jaidee casi los compadece. Los pobres diablos no saben qué líneas de autoridad podrían haber cambiado: si se han redirigido los pagos; si Jaidee representa a una nueva potencia, o a una rival; no saben qué papel desempeña dentro de las distintas capas de burocracia e influencia del Ministerio de Medio Ambiente. De modo que pagan. Le sorprende que hayan logrado reunir el dinero, con tan poco margen de antelación. Casi tanto como debieron de sorprenderse ellos cuando sus camisas blancas derribaron las puertas de la oficina de aduanas y aseguraron el perímetro.

– Doscientos mil. -Kanya le mira a la cara-. Está todo.

Jaidee sonríe.

– Te dije que pagarían.

Kanya no le devuelve la sonrisa, pero Jaidee no deja que eso empañe su satisfacción. Es una noche plácida y calurosa, han conseguido un montón de dinero y, de propina, han visto sudar al servicio de aduanas. A Kanya siempre le ha costado aceptar la buena suerte cuando esta se cruza en su camino. En algún momento de su corta vida debió de perder la capacidad de deleitarse. La hambruna del nordeste. La pérdida de sus padres y hermanos. Las complicadas peregrinaciones a Krung Thep. En algún momento perdió el don de la alegría. Tampoco sabe apreciar el sanuk, la diversión, ni siquiera una diversión tan intensa, el sanuk mak de sacudir con éxito los cimientos del Ministerio de Comercio o la celebración del Songkran. Por eso, cuando Kanya acepta los doscientos mil baht del Ministerio de Comercio y no pestañea salvo para protegerse del azote del polvo de los puntos de anclaje, por supuesto sin sonreír, Jaidee no permite que eso hiera sus sentimientos. Kanya no sabe divertirse, es su kamma.

Aun así, Jaidee se compadece de ella. Incluso las personas más desfavorecidas sonríen de vez en cuando. Kanya, prácticamente nunca. No sonríe cuando se siente azorada, ni cuando se irrita, ni cuando se enfada, ni cuando se alegra. Eso incomoda a los demás, su absoluta falta de decoro, y es el motivo de que terminara aterrizando en la unidad de Jaidee. Nadie más la soporta. Forman una pareja curiosa. Jaidee, que siempre encuentra algún motivo para sonreír, y Kanya, cuyo semblante es tan frío que parece tallado en jade. Jaidee sonríe otra vez, enviando una dosis de buena voluntad a su teniente.

– En tal caso, nos lo llevamos.

– Te has excedido en tus funciones -murmura uno de los agentes de aduanas.

Jaidee se encoge de hombros, complaciente.

– La jurisdicción del Ministerio de Medio Ambiente se extiende a todos los rincones donde el reino thai se vea amenazado. Así lo quiere Su Majestad la Reina.

Los ojos del hombre son fríos, aunque se obliga a esbozar una sonrisa conciliadora.

– Ya sabes a qué me refiero.

Jaidee sonríe a su vez, exorcizando la mala fe de su interlocutor.

– No pongas esa cara tan larga. Podría haber pedido el doble, y hubierais tenido que pagar de todas maneras.

Kanya empieza a guardar el dinero mientras Jaidee remueve los restos de una caja con la punta del machete.

– ¡Fijaos en las mercancías tan importantes que hay que proteger! -Da la vuelta a un montón de quimonos. Enviados probablemente a la esposa de algún ejecutivo japonés. La desordenada lencería vale más que su sueldo de un mes-. No estaría bien que algún agente manoseara todo esto con sus dedos mugrientos, ¿verdad? -Sonríe y mira a Kanya de reojo-. ¿Te apetece algo? Es seda auténtica. Los japoneses todavía tienen gusanos de seda, ¿lo sabías?

Kanya, atareada con el dinero, ni siquiera levanta la cabeza.

– No es de mi talla. Todas esas mujeres de directivos japoneses engordan a base de calorías modificadas gracias a los acuerdos con AgriGen.

– ¿Estarías dispuesto a robar? -El rostro del agente de aduanas es una máscara de rabia controlada tras una forzada sonrisa de cortesía.

– Por lo visto no. -Jaidee se encoge de hombros-. Parece que mi teniente tiene mejor gusto que los japoneses. En cualquier caso, estoy seguro de que recuperaréis los beneficios. Esto no será más que un pequeño inconveniente.

– ¿Y qué hay del daño? ¿Cómo vamos a explicar eso? -El otro agente de aduanas hace un gesto con el que abarca un biombo de estilo Sony que yace tirado en el suelo, medio destrozado.

Jaidee estudia el artefacto. Muestra lo que supone que debe de ser el equivalente de una familia samurái de finales del siglo XX: un directivo de Mishimoto Fluid Dynamics supervisando a un grupo de peones mecánicos en el campo y… ¿Son diez manos en cada trabajador lo que ven sus ojos? Jaidee se estremece ante la estrafalaria blasfemia. La pequeña familia natural retratada al filo del campo no parece inmutarse, claro que… son japoneses: incluso consienten que sus hijos se diviertan con monos mecánicos.

Jaidee hace una mueca.

– Seguro que se os ocurre alguna excusa. Podríais decir que se produjo una estampida entre los megodontes de carga. -Da sendas palmaditas en la espalda a los agentes de aduanas-. ¡Animad esas caras! ¡Utilizad la imaginación! Deberíais tomároslo como una oportunidad para hacer méritos.

Kanya termina de guardar el dinero. Cierra la bolsa de tela y se la cuelga al hombro.

– Hemos terminado.

Campo abajo, un nuevo dirigible desciende lentamente. Sus gigantescos ventiladores accionados por muelles percutores agotan los últimos julios maniobrando a la bestia sobre los anclajes. Unos cables se desenrollan de su vientre, arrastrados por plomadas. Los operarios del amarradero esperan con las manos en alto para enganchar el monstruo volador a sus tiros de megodontes, como si estuvieran rezando a un dios colosal. Jaidee observa con interés.

– En cualquier caso, la Benévola Asociación de Jubilados del Real Ministerio de Medio Ambiente os lo agradece. Al menos con ellos ya habéis hecho méritos.

Empuña el machete y se vuelve hacia sus hombres.

– ¡Khun oficiales! -exclama por encima del zumbido de los ventiladores de los dirigibles y el barrito de los megodontes de carga-. ¡Os propongo un reto! -Apunta el machete en dirección al dirigible que desciende-. ¡Ofrezco doscientos mil baht al primero que registre una caja de esa aeronave de ahí! ¡Vamos! ¡Esa de ahí! ¡Deprisa!

Los agentes de aduanas se lo quedan mirando, perplejos. Intentan decir algo, pero el rugido de los ventiladores de los dirigibles ahoga sus voces. Protestan de forma inaudible: «¡Mai tum! ¡Mai tum! ¡Mai tawng tum! ¡No no nonono! », mientras agitan los brazos y objetan, pero Jaidee ya está cruzando el aeródromo a la carrera, blandiendo el machete y aullando tras esta nueva presa.

A su espalda, los camisas blancas lo siguen como una oleada. Sortean cajas y trabajadores, saltan por encima de las amarras, pasan por debajo de los vientres de los megodontes. Sus hombres. Sus leales adeptos. Sus hijos. Quienes responden a su llamada son locos seguidores de ideales y de la reina, insobornables, con todo el honor del Ministerio de Medio Ambiente alojado en sus corazones.

– ¡Esa! ¡Esa de ahí!

Galopan por la pista de aterrizaje como tigres albinos, dejando los restos de los contenedores japoneses desperdigados tras ellos como la estela de un tifón. Las voces de los agentes de aduanas se apagan con la distancia. Jaidee está ya muy lejos de ellos, sintiendo la fuerza de las piernas que lo impulsan, el placer de la caza limpia y honorable, corriendo cada vez más deprisa, seguido por sus hombres, que devoran la distancia con el paso cargado de adrenalina del propósito puro de un guerrero, que blanden sus machetes y sus hachas contra la gigantesca máquina que desciende del cielo, cerniéndose sobre ellos como el rey demonio Tosacan, de tres mil metros de alto, abatiéndose sobre ellos. El megodonte de todos los megodontes, y en su costado, en caracteres farang, las palabras: CARLYLE E HIJOS.

Jaidee no es consciente del alarido de júbilo que ha escapado de sus labios. Carlyle e Hijos. El irritante farang que con tanta desfachatez habla de cambiar los sistemas de créditos de contaminación, de eliminar las inspecciones de cuarentena, de racionalizar todo lo que ha mantenido al reino con vida mientras otros países sucumbían, el extranjero que goza de tanto favor con el ministro de Comercio Akkarat y el somdet chaopraya, el protector de la Corona. Esto es un verdadero trofeo. Jaidee se entrega a la persecución. Extiende los brazos hacia los cables de amarre mientras los hombres pasan corriendo por su lado, más jóvenes, rápidos y devotos, todos ellos empeñados en inmovilizar a su presa.

Pero este dirigible es más listo que el último.

Al ver el enjambre de camisas blancas que convergen sobre su posición de aterrizaje, el piloto reorienta los turboventiladores. La ráfaga de aire baña a Jaidee. Las aspas crujen y chirrían cuando el piloto dilapida gigajulios en un intento por alejarse del suelo. Los cabos del dirigible se retraen como serpientes, enroscándose en las bobinas como los brazos de un pulpo asustado. Los turboventiladores aplastan a Jaidee contra el suelo cuando alcanzan el límite de su potencia.

El dirigible se eleva.

Jaidee se incorpora y entorna los párpados frente al viento caliente mientras el dirigible disminuye de tamaño en la negrura de la noche. Se pregunta si la monstruosidad desaparecida habría sido alertada por las torres de control o el servicio de aduanas, o si el piloto sería sencillamente lo bastante listo como para comprender que a sus empleadores no les haría gracia recibir una inspección de los camisas blancas.

Jaidee frunce la expresión. Richard Carlyle. Ese sí que es más listo que el hambre. Siempre reunido con Akkarat, siempre presente en las galas benéficas celebradas en honor de las víctimas de la cibiscosis, repartiendo dinero a espuertas, sin dejar de hablar de las virtudes del libre comercio. Uno más de las docenas de farang que han regresado a las costas como medusas tras una virulenta epidemia del agua, solo que Carlyle es el más visible. El que más irrita a Jaidee con su sempiterna sonrisa.

Jaidee se yergue del todo y se sacude la tela de cáñamo blanca del uniforme. Da igual; el dirigible volverá. Repeler a los farang es tan imposible como alejar el mar de la playa. La tierra y el océano deben tocarse. Estos hombres en cuyo corazón solo hay sitio para los beneficios deben entrar en el país a cualquier precio, y Jaidee siempre estará allí para recibirlos.

Kamma.

Jaidee regresa despacio a los destrozados contenidos de las cajas inspeccionadas, enjugándose el sudor de la cara, resollando a causa del esfuerzo de la carrera. Por señas, indica a sus hombres que continúen con la tarea.

– ¡Ahí! ¡Abrid esas de ahí! No quiero que dejéis ni una sola caja sin registrar.

Los agentes de aduanas están esperándole. Remueve los trozos de una caja nueva con la punta del machete mientras se acercan dos hombres. Son como perros. Es imposible librarse de ellos a menos que se les dé algo de comer. Uno de ellos intenta evitar que Jaidee incruste el machete en otra caja.

– ¡Hemos pagado! Daremos parte. Se abrirá una investigación. ¡Esto es suelo internacional!

Jaidee hace una mueca.

– ¿Qué hacéis aquí todavía?

– ¡Hemos pagado una buena suma por tu protección!

– Más que buena. -Jaidee se abre paso entre los hombres-. Pero no he venido para debatir sobre eso. Vuestro damma es protestar. El mío es defender nuestras fronteras, y si eso significa que debo invadir vuestro «suelo internacional» para salvar nuestro país, que así sea. -Descarga un machetazo y otra caja se abre como una nuez en medio de una lluvia de astillas de madera de WeatherAll.

– ¡Te has excedido!

– Es probable. Pero tendréis que enviar a alguien del Ministerio de Comercio para que me lo diga personalmente. -Traza un círculo en el aire con el machete, contemplativo-. A menos que queráis rebatirlo ahora, con mis hombres.

Los dos dan un respingo. A Jaidee le parece atisbar el aleteo de una sonrisa en los labios de Kanya. Mira de soslayo, sorprendido, pero el rostro de su teniente vuelve a ser una máscara de profesionalidad. Es agradable verla sonreír. Jaidee se pregunta por un momento si hay algo más que puede hacer para incitar un segundo destello de dientes de su taciturna subordinada.

Por desgracia, los agentes de aduanas parecen estar reconsiderando su posición; retroceden ante el machete.

– No creas que puedes insultarnos de esta manera sin que haya consecuencias.

– Por supuesto que no. -Jaidee descarga un nuevo tajo sobre la caja, terminando de destrozarla-. Cuando elevéis vuestras quejas, aseguraos de decir que el responsable fui yo, Jaidee Rojjanasukchai. -Sonríe de nuevo-. Y también que intentasteis sobornar al Tigre de Bangkok.

A su alrededor, todos los hombres se ríen del chiste. Los agentes de aduanas retroceden, sorprendidos por esta nueva revelación, comprendiendo por fin quién es su oponente.

Jaidee pasea la mirada sobre la devastación que le rodea. Por todas partes yacen desperdigadas astillas de madera de balsa. Las cajas están diseñadas para combinar robustez y liviandad, y su entramado es idóneo para contener mercancías. Siempre y cuando nadie le aplique un machete.

La tarea se lleva a cabo deprisa. Los materiales son extraídos de las cajas y colocados en meticulosas hileras. Los responsables de aduanas insisten en revolotear por los alrededores, preguntando los nombres de los camisas blancas hasta que sus hombres por fin levantan los machetes y los ahuyentan. Los oficiales se retiran, luego se detienen y se quedan observando desde una distancia segura. La escena le recuerda a Jaidee a unos animales que estuvieran disputándose un cadáver. Sus hombres se alimentan de las entrañas de tierras extranjeras mientras los carroñeros les provocan y les molestan, cuervos, cheshires y perros a la espera de una oportunidad para converger sobre los despojos. La idea es un poco deprimente.

Los agentes de aduanas remolonean a cierta distancia, expectantes.

Jaidee inspecciona la hilera de contenidos seleccionados. Kanya lo sigue de cerca.

– ¿Qué tenemos aquí, teniente? -pregunta Jaidee.

– Soluciones de agar. Cultivos de nutrientes. Algún tipo de tanques de cría. Canela PurCal. Una variedad de papaya desconocida. Una nueva iteración de U-Tex seguramente capaz de esterilizar cualquier tipo de arroz que se cruce en su camino. -Se encoge de hombros-. Más o menos lo que cabía esperar.

Jaidee abre la tapa de un contenedor y se asoma al interior. Comprueba la dirección. Una empresa ubicada en el polígono industrial farang. Intenta descifrar los caracteres extranjeros, pero lo deja por imposible. Se esfuerza por recordar si ha visto ese logotipo antes, pero le parece que no. Remueve el interior con los dedos, sacos de algún tipo de proteínas en polvo.

– En tal caso, nada fuera de lo común. Ninguna versión nueva de la roya agazapada en una caja de AgriGen o PurCal.

– No.

– Lástima que no pudiéramos capturar el último dirigible. Se largaron a toda prisa. Me hubiera gustado echar un vistazo al cargamento de khun Carlyle.

Kanya se encoge de hombros.

– Volverán.

– Siempre lo hacen.

– Como perros a un cadáver -sentencia la teniente.

Jaidee sigue la mirada de Kanya hasta los agentes de aduanas, que observan desde su distancia segura. Le entristece que su forma de ver el mundo sea tan parecida. ¿Influye él a Kanya? ¿O es al revés? Antes se divertía mucho más con su trabajo. Claro que este solía ser mucho más fácil. No está acostumbrado a recorrer los grises territorios que son el dominio de Kanya. Pero al menos él se lo pasa mejor.

La llegada de uno de sus hombres interrumpe sus cavilaciones. Somchai se acerca pavoneándose, agitando el machete con desparpajo. Es uno de los rápidos, tan veterano como Jaidee pero curtido por las pérdidas cuando la roya barrió el norte por tercera vez en la misma temporada de crecimiento. Buena persona, y leal. Y listo.

– Nos está espiando alguien -musita Somchai cuando llega junto a los dos.

– ¿Dónde?

Somchai ladea sutilmente la cabeza. Jaidee deja que sus ojos vaguen por el bullicio de las pistas de aterrizaje. Junto a él, Kanya se pone tensa.

Somchai tuerce el cuello.

– ¿Lo has visto?

Kha. -La teniente subraya la afirmación asintiendo con la cabeza.

Jaidee detecta por fin al intruso, de pie a lo lejos, atento a los movimientos de los camisas blancas y de los agentes de aduanas. Va vestido con un sencillo sarong naranja y una camisa de lino púrpura, como si se tratara de un peón, pero no lleva nada en las manos. No está haciendo nada. Y parece bien alimentado. No presenta las costillas protuberantes y las mejillas chupadas que caracterizan a la mayoría de los peones. Se limita a observar, apoyado con indolencia en un gancho de amarre.

– ¿Comercio? -pregunta Jaidee.

– ¿El ejército? -aventura Kanya-. Parece muy confiado.

Como si sintiera el escrutinio de Jaidee, el hombre se vuelve. Sus ojos sostienen la mirada de Jaidee por un momento.

– Mierda. -Somchai frunce el ceño-. Nos ha visto.

Kanya y él se unen a Jaidee en un descarado examen del hombre. Este, sin inmutarse, escupe un chorro de areca escarlata, da media vuelta y se aleja caminando tranquilamente hasta perderse de vista entre el ajetreo de traslado de contenedores.

– ¿Quieres que vaya detrás de él? -pregunta Somchai-. ¿Que lo interrogue?

Jaidee estira el cuello en un intento por volver a divisar al intruso, engullido ya por el frenesí de actividad.

– ¿Tú qué opinas, Kanya?

La teniente vacila.

– ¿No hemos provocado a bastantes cobras por una noche?

Jaidee esboza una ligera sonrisa.

– Habla la voz de la sabiduría y la prudencia.

Somchai asiente con la cabeza.

– Comercio se pondrá furioso de todas maneras.

– Eso espero. -Jaidee indica a Somchai que reanude las inspecciones.

– Creo que esta vez nos hemos excedido -observa Kanya mientras el hombre se aleja.

– Querrás decir que yo me he excedido. -Jaidee sonríe-. ¿Te traicionan los nervios?

– No son los nervios. -La mirada de Kanya regresa al punto donde ha desaparecido el espía-. Hay peces más gordos que nosotros, khun Jaidee. Los amarraderos… -Kanya deja la frase flotando en el aire. Al cabo, tras esforzarse visiblemente por elegir las palabras, añade-: Es un movimiento agresivo.

– ¿Seguro que no tienes miedo? -bromea Jaidee.

– ¡No! -La teniente se muerde la lengua, contiene su genio, recupera la compostura.

En secreto, Jaidee admira la habilidad de la mujer para hablar con el corazón frío. Él nunca ha sido tan cuidadoso con sus palabras, ni con sus actos. Siempre ha sido de los que embisten como un megodonte y después intentan enderezar el arroz pisoteado. Jai rawn, en vez de jai yen. Corazón caliente, en vez de frío. Kanya, sin embargo…

– Quizá este no haya sido el campo de batalla más adecuado -concluye Kanya.

– No seas tan pesimista. Los amarraderos son el lugar idóneo. Esos dos gorgojos de ahí han aflojado doscientos mil baht sin poner ninguna pega. Demasiado dinero para provenir de algo legítimo. -Jaidee sonríe-. Tendría que haber venido aquí hace tiempo para darles una lección a estos heeya. Es mejor que vagar por el río a bordo de un esquife de muelles percutores, arrestando a niños por transportar productos modificados de contrabando. Al menos este trabajo es honrado.

– Pero Comercio intervendrá de seguro. Por ley, este es su terreno.

– Si las leyes tuvieran un ápice de sensatez, no importaríamos nada de esto. -Jaidee agita una mano, desdeñoso-. Las leyes son un montón de documentos confusos que solo obstruyen la justicia.

– Por lo que a Comercio respecta, las leyes siempre llevan las de perder.

– Eso es algo que ambos sabemos perfectamente. En cualquier caso, es mi cabeza. A ti no te tocarán ni un pelo. Aunque hubieras sabido adónde íbamos esta noche, no habrías podido detenerme.

– Yo no… -empieza Kanya.

– No te preocupes. Va siendo hora de que tanto Comercio como sus mascotas farang reciban un toque de atención. Se han vuelto complacientes y necesitan algo que les recuerde que todavía deben realizar algún que otro khrab al concepto de nuestras leyes. -Jaidee hace una pausa y vuelve a pasear la mirada por los destrozos-. ¿De verdad que no hay nada más en las listas negras?

Kanya se encoge de hombros.

– Solo el arroz. Todo lo demás es completamente inocuo, sobre el papel. Ni especímenes de cría. Ni genes en suspensión.

– ¿Pero?

– A casi todo se le podría dar un mal uso. Los cultivos de nutrientes no pueden tener ninguna utilidad legítima. -Kanya ha recuperado su habitual expresión hierática y deprimida-. ¿Quieres que volvamos a embalarlo todo?

Jaidee hace una mueca y termina sacudiendo la cabeza.

– No. Quemadlo.

– ¿Perdona?

– Quemadlo. Los dos sabemos qué está pasando aquí. Démosles a los farang algo que reclamar a sus agencias de seguros. Que sepan que sus actividades tienen un precio. -Jaidee sonríe-. Quemadlo todo. Hasta la última caja.

Por segunda vez esa noche, mientras los embalajes crepitan devorados por el fuego y el aceite WeatherAll se derrama, se incendia y eleva chispas al aire como oraciones dirigidas al cielo, Jaidee obtiene la satisfacción de ver otra sonrisa en los labios de Kanya.

Ya es casi de día cuando Jaidee llega a casa. El ji ji ji de los lagartos jingjok se mezcla con el canto de las cigarras y el zumbido atiplado de los mosquitos. Se descalza y sube los escalones; la teca cruje bajo sus pies mientras entra con sigilo en su casa elevada sobre pilares, sintiendo la suave madera en las plantas, tersa y pulida contra su piel.

Abre la mosquitera y se desliza dentro, cerrando la puerta enseguida a su paso. Están cerca del khlong, a escasos metros, y el agua fluye espesa y rojiza. Los enjambres de mosquitos revolotean muy próximos.

En el interior arde una vela solitaria que ilumina a Chaya allí donde está tendida en un diván, dormida, esperándolo. Jaidee sonríe con ternura y se dirige al cuarto de baño para desnudarse rápidamente y echarse agua por encima de los hombros. Intenta lavarse deprisa y sin hacer ruido, pero las salpicaduras resuenan al chocar con el suelo. Hunde de nuevo las manos en el agua y la vierte sobre su espalda. Aun de madrugada el aire es tan caliente que no le molesta que el agua esté ligeramente helada. En la estación cálida, todo el frescor es poco.

Cuando sale del baño con un sarong enrollado a la cintura, Chaya está despierta, mirándolo con una sombra de inquietud en sus ojos castaños.

– Es muy tarde -susurra-. Estaba preocupada.

Jaidee sonríe.

– Sabes que no tienes por qué preocuparte. Soy un tigre. -La abraza con fuerza. La besa con delicadeza.

Chaya arruga la nariz y lo aparta de un empujón.

– No te creas todo lo que dicen los periódicos. Un tigre. -Hace una mueca-. Hueles a humo.

– Acabo de bañarme.

– Es el pelo.

Jaidee se mece sobre los talones.

– Ha sido una noche fabulosa.

Chaya sonríe en la oscuridad y sus dientes blancos destellan; la piel de caoba recorta su silueta sobre el fondo negro.

– ¿Has dado un golpe por nuestra reina?

– He dado un golpe contra Comercio.

Chaya se encoge.

– Ah.

Jaidee le acaricia el brazo.

– Antes siempre te alegrabas cuando hacía enfadar a la gente importante.

Chaya se aparta de él y se pone en pie; empieza a ordenar los cojines. Sus gestos son bruscos, irritados.

– Eso era antes. Ahora me preocupo por ti.

– No deberías. -Jaidee se aparta de su camino mientras Chaya termina con el diván-. Me sorprende que te molestes en esperar levantada. Si yo estuviera en tu lugar, me acostaría y tendría dulces sueños. Todo el mundo ha desistido de controlarme. Para ellos no soy más que un gasto accesorio. El pueblo me admira demasiado como para hacer nada al respecto. Han asignado espías para vigilarme, pero ya no se molestan en intentar detenerme.

– Un héroe para el pueblo y un incordio para el Ministerio de Comercio. Preferiría tener al ministro Akkarat como amigo y al pueblo como enemigo. Estaríamos más seguros.

– No pensabas lo mismo cuando te casaste conmigo. Te gustaba que fuera un luchador. Que obtuviera tantas victorias en el estadio Lumphini. ¿Te acuerdas?

Chaya no contesta. En vez de eso empieza a cambiar los cojines de sitio otra vez, negándose a darse la vuelta. Jaidee suspira y le apoya una mano en el hombro, la gira para poder mirarla a los ojos.

– De todas formas, ¿a qué viene esto ahora? ¿No estoy aquí? ¿Y estupendamente?

– Cuando te dispararon, no estabas tan estupendamente.

– Hace mucho de eso.

– Tan solo porque te pusieron detrás de una mesa, y porque el general Pracha pagó las indemnizaciones. -Levanta una mano para mostrarle los dedos ausentes-. No me digas que es seguro. Yo estaba allí. Sé de lo que son capaces.

Jaidee tuerce el gesto.

– No estaríamos a salvo de ninguna manera. Si no es Comercio, será la roya, o la cibiscosis, o cualquier otra cosa, algo peor. El mundo en el que vivimos ya no es perfecto. Esto no es la Expansión.

Chaya abre la boca para replicar, pero vuelve a cerrarla y le da la espalda. Jaidee espera, dándole tiempo para que se domine. Cuando ella se vuelve otra vez, sus emociones están de nuevo bajo control.

– No. Tienes razón. Ninguno de nosotros está a salvo. Aunque desearía que así fuera.

– Para lo que sirven los deseos, también podrías ir corriendo al mercado de Ta Prachan y comprar un amuleto.

– Ya lo hice. El de Phra Seub. Pero no te lo pones.

– Porque no son más que supersticiones. Lo que me pase será mi kamma. Ningún amuleto mágico va a cambiar eso.

– Aun así, no te hará daño. -Chaya deja pasar un momento-. Me sentiría mejor si te lo pusieras.

Jaidee sonríe, decidido a bromear al respecto, pero la expresión de Chaya consigue que cambie de opinión.

– Está bien. Si te hace feliz. Me pondré tu Phra Seub.

Un ruido despierta ecos en los dormitorios, una tos flemosa. Jaidee se crispa. Chaya se vuelve y mira por encima del hombro en dirección al sonido.

– Es Surat.

– ¿Has ido a que lo vea Ratana?

– Su trabajo no consiste en auscultar a niños enfermos. Tiene cosas más importantes que hacer. Auténticas modificaciones genéticas de las que preocuparse.

– ¿Lo has llevado o no?

Chaya exhala un suspiro.

– Opina que no se trata de ninguna versión mejorada. No hay de qué preocuparse.

Jaidee intenta disimular el alivio que le producen esas palabras.

– Bien. -Se reanudan las toses. Le recuerdan a Num, ya muerto y desaparecido. Se rebela contra la tristeza.

Chaya le toca la barbilla, reclamando toda su atención. Sonríe.

– ¿Y por qué hueles a humo, noble guerrero, defensor de Krung Thep? ¿Por qué estás tan contento?

Jaidee esboza una ligera sonrisa.

– Podrás leerlo mañana en las circulares.

Chaya frunce los labios.

– Me preocupas. En serio.

– Eso te pasa por tener tan buen corazón. Pero no hace falta que te preocupes tanto. Se han aburrido de dictar medidas drásticas contra mí. La última vez fue un desastre. La noticia salió en todos los periódicos y circulares. Y nuestra venerable reina ha dado el visto bueno a mis actos. Guardarán las distancias. Al menos Su Majestad la Reina todavía les infunde respeto.

– Tienes suerte de que consintieran que tu nombre llegase hasta sus oídos.

– Ni siquiera el protector de la Corona, ese heeya, puede vendarle los ojos.

Chaya se crispa ante sus palabras.

– Jaidee, por favor. Baja la voz. El somdet chaopraya tiene espías en todas partes.

Jaidee pone mala cara.

– ¿Lo ves? A esto hemos llegado. Un protector de la Corona que se pasa el día urdiendo la manera de instalarse en los aposentos interiores del Palacio Real. Un ministro de Comercio que conspira con los farang para destruir la economía y las leyes de cuarentena. Y mientras tanto, todo el mundo intenta no levantar demasiado la voz.

»Me alegro de haber bajado a los amarraderos esta noche. Tendrías que haber visto la cantidad de dinero que iban a embolsarse esos agentes de aduanas tan solo por hacer la vista gorda y dejar que pasara cualquier cosa. La próxima mutación de cibiscosis podría estar contenida en las ampollas que tenían justo delante de las narices, y ellos se limitarían a estirar la mano esperando un soborno. A veces creo que estamos reviviendo los últimos días de la antigua Ayutthaya.

– No seas exagerado.

– La historia se repite. Tampoco nadie movió un dedo por defender Ayutthaya.

– ¿Y eso en qué te convierte? ¿En la reencarnación de algún aldeano de Bang Rajan? ¿Que contuvo la marea de farang? ¿Que luchó hasta que no quedó ni un hombre? ¿Algo así?

– ¡Por lo menos ellos pelearon! ¿Qué preferirías ser tú? ¿Los campesinos que repelieron al ejército birmano durante un mes, o los ministros del reino que salieron huyendo y dejaron su ciudad a merced de los saqueadores? -Hace una mueca-. Si fuera más listo, acudiría a los amarraderos todas las noches y les daría una lección de verdad a Akkarat y a los farang. Les enseñaría que todavía queda alguien dispuesto a luchar por Krung Thep.

Espera que Chaya intente acallarlo de nuevo, templar su apasionada soflama, pero en vez de eso, la mujer guarda silencio.

– ¿Crees que siempre renacemos aquí -pregunta por fin-, en este lugar? ¿Que debemos volver y enfrentarnos a todo esto una y otra vez, al margen de lo que hagamos?

– No lo sé -responde Jaidee-. Esa es la clase de duda que se plantearía Kanya.

– Qué seria es. Debería comprarle un amuleto a ella también. Algo que le haga sonreír por una vez.

– Es un poco rara.

– Creía que Ratana se quería declarar ante ella.

Jaidee guarda silencio mientras piensa en Kanya y en la guapa Ratana, con su mascarilla y su vida bajo tierra en los laboratorios de contención biológica del ministerio.

– No meto la nariz en su vida privada.

– Sonreiría más si fuera hombre.

– Si alguien de la talla de Ratana no es capaz de hacerla feliz, ningún hombre tiene la menor esperanza. -Jaidee esboza una sonrisa-. En cualquier caso, si fuera un hombre, se pasaría todo el día atormentado por los celos de los integrantes de la unidad que está bajo su mando. Todos esos muchachos, tan apuestos… -Se inclina hacia delante e intenta besar a Chaya, pero esta es demasiado rápida.

– Puaj. Y encima apestas a whisky.

– Whisky y humo. Así huelen los hombres de verdad.

– A la cama. Terminarás despertando a Niwat y a Surat. Y a madre.

Jaidee la atrae hacia él y acerca los labios a su oído.

– No le importaría tener otro nieto.

Chaya lo aparta de un empujón, riéndose.

– Le importará como la despiertes.

Las manos de Jaidee bajan por sus caderas.

– Seré muy discreto.

Chaya intenta zafarse de su abrazo, pero no pone demasiado empeño. Jaidee le coge la mano. Palpa los muñones de los dedos ausentes, acaricia los extremos. De repente, los dos vuelven a ponerse serios. Chaya aspira una bocanada entrecortada de aire.

– Todos hemos perdido demasiadas cosas. No soportaría perderte también a ti.

– Eso no pasará nunca. Soy un tigre. Y no soy idiota.

Chaya lo abraza con fuerza.

– Eso espero. De verdad que sí. -Su cuerpo cálido se pega al de él. Jaidee puede sentir su respiración, rítmica, cargada de preocupación por él. Chaya se aparta y le dirige una mirada solemne. Sus ojos oscuros rebosan ternura.

– No me pasará nada -repite Jaidee.

Chaya asiente con la cabeza pero es como si no estuviera escuchando. En vez de eso parece estar estudiándolo, siguiendo las arrugas de su frente, de sus sonrisas, de sus cicatrices y sus picaduras. El momento se prolonga, sus ojos oscuros fijos en él, memorizando, solemnes. Por fin asiente con la cabeza, como si escuchara algo que se hubiese dicho para sus adentros, y la expresión de preocupación se suaviza. Sonríe y lo atrae aún más hacia ella, pegándole los labios al oído.

– Eres un tigre -susurra, como si fuera una pitonisa pronunciándose, y su cuerpo se relaja contra el de él, abrazándolo por completo. Jaidee siente una oleada de alivio cuando se funden, por fin.

La abraza con más fuerza.

– Te he echado de menos -susurra.

– Ven conmigo. -Chaya se aparta y lo agarra de la mano. Lo conduce a la cama. Echa a un lado la mosquitera y se desliza bajo la tentadora telaraña. Susurro de ropas al caer. Una sombra femenina intuida, incitante-. Todavía hueles a humo.

Jaidee aparta la cortina de red.

– Y a whisky. No te olvides del whisky.

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