¿Cuántas noches hace que no duerme? ¿Una? ¿Diez? ¿Diez mil? Jaidee ya ha perdido la cuenta. Las lunas se han sucedido en vela y los soles parecen un sueño mientras todo se añade al recuento, a las cifras que se aglomeran en un sucesión imparable de días y esperanzas marchitas. Ruegos y ofrendas sin respuesta. Los adivinos con sus predicciones. Los generales con sus promesas. Mañana. Dentro de tres días, seguro. Hay indicios de ablandamiento, circulan rumores sobre el paradero de una mujer.
Paciencia.
Jai yen.
Corazón frío.
Nada.
Disculpas y humillaciones en los periódicos. Una autocrítica, de su puño y letra. Más admisiones falsas de codicia y corrupción. doscientos mil baht que no puede restituir. Editoriales y censuras en las circulares. Historias propagadas por sus detractores, según los cuales se gastó el dinero en putas, en hacer acopio para su uso particular del arroz U-Tex destinado a combatir las hambrunas, requisado en provecho propio. El Tigre no era más que otro camisa blanca corrupto.
Se imponen las multas. Se confiscan los restos de sus propiedades. El hogar de su familia es incendiado, una pira funeraria, mientras su suegra aúlla de dolor y sus hijos, despojados ya de su apellido, son somnolientos testigos de todo.
Se ha decidido que no cumplirá la pena en ningún monasterio cercano. En vez de eso será exiliado a los bosques de Phra Kritipong, donde el cerambicido ha convertido la tierra en un páramo y las mutaciones de la roya cruzan la frontera procedentes de Birmania. Desterrado al desierto para contemplar el damma. Le han afeitado las cejas, igual que el resto de la cabeza. Si quiere el destino que vuelva con vida de su penitencia, le espera una vida de vigilar tarjetas amarillas en los internados del sur: la más vil de las tareas, para el camisa blanca más vil.
Y a pesar de todo, sigue sin tener noticias de Chaya.
¿Está viva? ¿Muerta? ¿Fue Comercio? ¿Fue otro? ¿Un jao por, espoleado por la audacia de Jaidee? ¿Alguien dentro del Ministerio de Medio Ambiente? ¿Bhirombhakdi, irritado por la falta de protocolo de Jaidee? ¿Se pretendía que fuera un secuestro, o un asesinato? ¿Falleció luchando por escapar? ¿Continúa encerrada en la habitación de cemento de la fotografía, en algún rincón de la ciudad, sudando en alguna torre abandonada, esperando que él la rescate? ¿Alimenta su cadáver a los cheshires en cualquier callejón? ¿O flota acaso Chao Phraya abajo, pasto de las carpas boddhi rev 2.3 que con tanto éxito ha criado el ministerio? Solo tiene preguntas. Se asoma al abismo y grita, pero no obtiene ni siquiera la respuesta del eco.
De modo que ahora está sentado en un estéril kuti monacal, sito en los jardines del templo de Wat Bowonniwet, esperando a oír si el monasterio de Phra Kritipong piensa aceptar la tarea de redimirlo. Luce el blanco propio de los novicios. No puede vestirse de naranja. Ni ahora ni nunca. Él no es ningún monje. Cumple una penitencia especial. Sus ojos se fijan en las manchas de humedad rojizas de la pared, en los indicios de moho y podredumbre.
En una pared hay un árbol bo pintado. Sentado a su sombra, Buda busca la sabiduría.
Sufrimiento. Todo es sufrimiento. Jaidee contempla fijamente el árbol bo. Otra reliquia histórica. El ministerio ha preservado unos pocos por medios artificiales, los que no quedaron reducidos a astillas por la presión de los cerambicidos que procreaban en su interior; los escarabajos se entierran y eclosionan en los retorcidos troncos del bo hasta que surgen en desbandada, volando, y saltan a su siguiente víctima, y después a otra, y a otra…
Todo es transitorio. Ni siquiera los árboles bo son para siempre.
Jaidee se acaricia las cejas, tantea las pálidas medialunas sobre sus ojos, allí donde una vez tuvo pelo. Todavía no se ha acostumbrado a llevarlas rasuradas. Todo cambia. Levanta la cabeza hacia el bo y Buda.
«Estaba dormido. Todo este tiempo. Estaba dormido y no sabía nada.»
Pero ahora, mientras contempla la reliquia del árbol bo, algo cambia.
Nada dura eternamente. Un kuti es una celda. Esta celda es una prisión. Está sentado en la cárcel mientras los que se llevaron a Chaya continúan viviendo, bebiendo, riendo y acostándose con prostitutas. Nada es permanente. Esta es la principal enseñanza de Buda. Ni una carrera, ni una institución, ni una esposa, ni un árbol… Todo cambia; el cambio es la única verdad.
Alarga una mano hacia el dibujo y acaricia la pintura desportillada, preguntándose si el artista se habría valido de un árbol bo auténtico como modelo, si habría tenido la suerte de vivir cuando aún existían, o si habría tenido que recurrir a alguna foto. La copia de una copia.
Dentro de mil años, ¿sabrán siquiera que alguna vez hubo árboles bo? ¿Sabrán los bisnietos de Niwat y Surat que había otras higueras, todas ellas ya extintas? ¿Sabrán que había muchos, muchísimos árboles, de distintas variedades? No solo la teca de Gates o el plátano modificado de PurCal, sino también muchos otros.
«¿Entenderán que no fuimos lo bastante rápidos ni lo bastante inteligentes para salvarlos a todos? ¿Que tuvimos que elegir?»
Los grahamitas que predican en las calles de Bangkok hablan de la Santa Biblia y de las historias de salvación contenidas en ella. La historia del bodhisattva Noé, que salvó a todos los animales, árboles y flores en su gigantesca balsa de bambú y les ayudó a cruzar las aguas, con todos los restos del mundo apilados en su embarcación mientras buscaba una orilla. Pero ahora no hay ningún bodhisattva Noé. Solo está Phra Seub, que siente el dolor de la pérdida pero no puede hacer nada por detenerla, y los budas de barro blancos del Ministerio de Medio Ambiente, que contienen el crecimiento de las aguas por puro milagro.
El árbol bo se desdibuja. Jaidee nota las mejillas empapadas de lágrimas. Continúa mirándolo fijamente, igual que a Buda, en su postura de meditación. ¿Quién se iba a imaginar que los fabricantes de calorías atacarían a las higueras? ¿Quién se iba a imaginar que los árboles bo también sucumbirían? Los farang solo respetan el dinero. Se seca la cara. Pensar que algo puede durar eternamente es una estupidez. Quizá incluso el budismo sea transitorio.
Se pone en pie y se arrebuja en su hábito blanco de novicio. Hace un wai frente a la pintura desconchada de Buda bajo su árbol desaparecido.
La luna resplandece en la calle. Brillan unas pocas lámparas de metano verde, iluminando apenas los senderos que discurren entre los árboles de teca modificados hasta las puertas del monasterio. Anhelar lo irrecuperable es absurdo. Todo muere. Ha perdido a Chaya. Así es el cambio.
Nadie vigila las puertas. Su sumisión es algo que se da por sentado. Se espera de él que rece y se aferre a la esperanza del regreso de Chaya. Que se dejará someter. Ni siquiera sabe a ciencia cierta si hay alguien a quien le interese su suerte. Ya ha cumplido con su función. Un mazazo para el general Pracha, la ignominia para todo el Ministerio de Medio Ambiente. Si se queda o se va, ¿qué más da?
Sale a las calles anochecidas de la Ciudad de los Seres Divinos y encamina sus pasos hacia el sur, hacia el río, hacia el Palacio Real y las rutilantes luces de la metrópoli, por avenidas medio desiertas. Hacia los diques que impiden que la ciudad perezca ahogada por la maldición de los farang.
La Sagrada Columna de la Ciudad se yergue ante él con sus resplandecientes tejados, imágenes de Buda iluminadas por las ofrendas, rebosantes de dulce incienso. Fue aquí donde Rama XII declaró que la ciudad de Krung Thep no sería abandonada. Que no sucumbiría ante los farang, como había sucumbido Ayutthaya ante los birmanos tantos siglos atrás.
Imponiéndose a los cánticos de novecientos noventa y nueve monjes ataviados con mantos naranjas, el rey declaró que la ciudad se salvaría, y desde ese momento encargó su defensa al Ministerio de Medio Ambiente. Le encomendó la construcción de las grandes presas y los embalses que habrían de proteger la ciudad frente a las crecidas monzónicas y las olas gigantes de los tifones. Krung Thep se mantendría en pie.
Jaidee sigue caminando, escuchando las monótonas voces de los monjes que oran cada minuto del día, invocando el poder de los mundos espirituales en auxilio de Bangkok. Hubo ocasiones en que él mismo se arrodilló en el frío mármol del altar, postrado ante la columna central de la ciudad, para rogar por la ayuda del rey, de los espíritus y de cualquiera que fuese la fuerza vital que impulsaba a la ciudad antes de salir a hacer su trabajo. La columna de la ciudad era un talismán. Alimentaba su fe.
Ahora pasa por delante de ella con su hábito blanco sin dirigirle siquiera la mirada.
«Todo es transitorio.»
Continúa callejeando y se adentra en los bulliciosos barrios que respaldan el Charoen Khlong. Las aguas se mecen tranquilas. Ninguna pértiga perturba la oscura superficie a estas horas de la noche. Pero al frente, en uno de los porches cubiertos con paneles, titila la llama de una vela. Jaidee se acerca con sigilo.
– ¡Kanya!
Su antigua teniente se da la vuelta, sorprendida. Recobra la compostura, pero no antes de que Jaidee tenga ocasión de ver su consternación ante lo que tiene delante: este hombre olvidado sin un solo cabello en la cabeza, ni siquiera en las cejas, sonriéndole como un loco desde el pie de la escalera. Jaidee se quita las sandalias y empieza a subir los escalones como un espectro. Es consciente del aspecto que ofrece, no puede por menos de sonreír mientras abre los paneles y entra en silencio.
– Pensaba que ya estarías en el bosque -dice Kanya.
Jaidee se sienta junto a ella, ordenando el hábito a su alrededor. Contempla las pestilentes aguas del khlong. Las ramas de un mango se reflejan en la superficie plateada, iluminada por la luna.
– No es fácil encontrar un monasterio que esté dispuesto a ensuciarse con alguien de mi calaña. Hasta Phra Kritipong parece tener reparos en lo que a enemigos del Estado respecta.
Kanya hace una mueca.
– Todo el mundo habla de su creciente influencia. Akkarat habla en público de permitir las importaciones de neoseres.
Jaidee da un respingo.
– No sabía nada. Unos cuantos farang lo han sugerido, pero…
La expresión de Kanya refleja la repugnancia que siente.
– Todos respetan a la reina, pero los neoseres no se rebelan. -Hunde un pulgar en la dura piel de un mangostán y desgaja la piel morada, casi negra en la oscuridad-. Torapee midiendo las pisadas de su padre.
Jaidee se encoge de hombros.
– Todo cambia.
Kanya tuerce el gesto.
– ¿Cómo se puede luchar contra su dinero? Ahí radica su poder. ¿Quién se acuerda de sus jefes? ¿Quién se acuerda de sus obligaciones cuando el dinero fluye con la fuerza del océano contra los rompeolas? -Hace una mueca-. No nos enfrentamos a la crecida de las aguas. Nos enfrentamos al dinero.
– El dinero es atractivo.
El rictus de Kanya se torna amargo.
– Para ti no. Te comportabas como un monje mucho antes de que te enviaran al kuti.
– A lo mejor es por eso que dejo tanto que desear como novicio.
– ¿No tendrías que estar allí ahora?
Jaidee esboza una sonrisa.
– Estaba empezando a anquilosarme.
Kanya se queda quieta y observa fijamente a Jaidee.
– ¿No van a ordenarte?
– Soy un luchador, no un monje. -Jaidee se encoge de hombros-. Quedarse sentado en un kuti, meditando, no servirá de nada. Me dejé confundir en ese sentido. Perder a Chaya me confundió.
– Volverá. Estoy segura.
Jaidee sonríe con tristeza a su protegida, tan llena de fe y esperanza. Es asombroso que una mujer tan seria, que ve tanta melancolía en el mundo, pueda creer que en este caso, en estas circunstancias tan extraordinarias, el mundo vaya a dar un giro en la dirección adecuada.
– No. No va a volver.
– ¡Volverá!
Jaidee sacude la cabeza.
– Siempre había pensado que tú eras la escéptica.
La angustia se refleja en los rasgos de Kanya.
– Has dado todos los pasos necesarios para indicar que te rindes. ¡No te queda más prestigio que perder! ¡Tienen que liberarla!
– No lo harán. Creo que no sobrevivió al primer día. Si me aferro a esa esperanza es solo porque estaba loco por ella.
– No sabes si ha muerto. Quizá la tengan secuestrada todavía.
– Como tú misma has dicho, ya no tengo ningún prestigio. Si quisieran darme una lección, la habrían soltado ya. El mensaje que pretendían transmitirme no es el que nos imaginábamos. -Jaidee contempla las tranquilas aguas del khlong-. Necesito que me hagas un favor.
– Lo que sea.
– Préstame una pistola de resortes.
Kanya pone los ojos como platos.
– Khun…
– No te preocupes. Te la devolveré. No hace falta que vengas conmigo. Lo único que necesito es un arma fiable.
– Pero…
Jaidee sonríe.
– No te preocupes. No me pasará nada. Y tampoco hay motivo para arruinar dos carreras.
– Quieres ir tras Comercio.
– Akkarat debe darse cuenta de que el Tigre aún tiene dientes.
– Ni siquiera sabes si fueron los de Comercio quienes la secuestraron.
– ¿Quién si no? -Jaidee se encoge de hombros-. Me he ganado muchos enemigos, pero al final, en realidad solo cuenta uno. -Sonríe-. Está Comercio y estoy yo. Dejar que me convencieran de lo contrario fue una tontería.
– Te acompaño.
– No. Quédate aquí. Cuida de Niwat y Surat. Es lo único que te pido, teniente.
– Por favor, no lo hagas. Apelaré a Pracha, iré a…
Jaidee la interrumpe antes de que diga algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde. Hubo un tiempo en que habría dejado que se humillara ante él, que sus disculpas brotaran torrenciales como una catarata durante el monzón, pero ya no.
– No deseo nada más -le asegura-. Me doy por satisfecho. Iré tras Comercio y les haré pagar. Todo esto es kamma. No estaba escrito que conservara a Chaya eternamente, o viceversa. Pero creo que aún podemos hacer algo si nos aferramos al damma. Todos tenemos responsabilidades, Kanya. Para con nuestros superiores, para con nuestros hombres. -Se encoge de hombros-. He tenido muchas vidas distintas. Fui niño, y campeón de muay thai, y padre, y camisa blanca. -Baja la mirada a los pliegues de su hábito de novicio-. Hasta monje. -Sonríe-. No te preocupes por mí. Aún me quedan algunas etapas por atravesar antes de renunciar a esta vida y acudir al encuentro de Chaya. -Jaidee deja que su voz se endurezca-. Tengo asuntos pendientes, y no pararé hasta terminarlos.
Kanya lo observa, angustiada.
– No puedes ir solo.
– No. Iré con Somchai.
Comercio: el ministerio que opera con impunidad, que con tanta facilidad se burla de él, que le roba a su esposa y deja en él un vacío del tamaño de un durio.
«Chaya.»
Jaidee estudia el edificio. Frente a las luces cegadoras, se siente como un salvaje en la espesura, como un chamán de las montañas contemplando el avance de un ejército de megodontes. Por un momento, el sentido de su misión se tambalea.
«Debería ver a los chicos. Podría ir a casa», se dice.
Y sin embargo aquí está, en la oscuridad, vigilando las luces del Ministerio de Comercio, donde queman su asignación de carbón como si la Contracción jamás hubiera existido, como si no hicieran falta diques para contener el océano.
Ahí dentro, en alguna parte, hay un hombre agazapado, trazando planes. El hombre que lo espiaba en los amarraderos, hace una eternidad. El hombre que escupió un salivazo teñido de areca y se alejó contoneándose, como si Jaidee no fuera nada más que una cucaracha esperando a ser aplastada. El hombre que estaba sentado junto a Akkarat y asistió en silencio a la caída de Jaidee. Ese hombre le conducirá al lugar de descanso de Chaya. Ese hombre es la clave. Ahí dentro, en alguna parte, detrás de esas ventanas iluminadas.
Jaidee regresa al amparo de las tinieblas. Somchai y él se han vestido con ropas de calle oscuras, sin distintivos, para mimetizarse mejor con la noche. Somchai es rápido. Uno de los mejores. Peligroso cuerpo a cuerpo, y discreto. No hay cerradura que se le resista y, al igual que Jaidee, está motivado.
Somchai observa el edificio con gesto serio. Casi tanto como el de Kanya, si Jaidee se para a pensarlo. Es como si ese estado de ánimo terminara por apoderarse de todos, tarde o temprano. Como si fuera un gaje más del oficio. Jaidee se pregunta si será cierto que los tailandeses sonrieron alguna vez, como afirman las leyendas. Cada vez que oye reír a sus hijos, es como si una orquídea floreciera en el bosque.
– Qué baratos se venden -murmura Somchai.
Jaidee asiente con la cabeza, sucinto.
– Todavía recuerdo cuando Comercio no era más que una pequeña cartera dependiente de Agricultura, y fíjate ahora.
– Se te notan los años. Comercio siempre fue un gran ministerio.
– No. Era un departamento diminuto. Un chiste. -Jaidee hace un gesto que abarca el moderno complejo, con sus sistemas de ventilación de alta tecnología, sus toldos y sus pórticos-. El mundo ha vuelto a cambiar.
Como si quisieran provocarle, una pareja de cheshires se encaraman a una balaustrada de un salto para acicalarse y atusarse los bigotes. Aparecen y se esfuman de nuevo, sin importarles que alguien los descubra. Jaidee desenfunda la pistola de resortes y apunta.
– Eso es lo que nos ha dejado Comercio. Deberían poner un cheshire en su emblema.
– No lo hagas, por favor.
Jaidee mira a Somchai.
– No cuestan ningún karma. Carecen de alma.
– Sangran igual que cualquier otro animal.
– Se podría decir lo mismo de los cerambicidos.
Somchai agacha la cabeza, pero no añade nada más. Jaidee frunce el ceño y vuelve a guardar la pistola. De todas formas, sería un despilfarro de munición. Siempre habrá más.
– Serví en las brigadas de envenenamiento de cheshires -declara Somchai, al cabo.
– Ahora eres tú al que se le notan los años.
Somchai se encoge de hombros.
– Por aquel entonces tenía familia.
– No sabía nada.
– Cibiscosis 118.Aa. Fue rápido.
– Lo recuerdo. También se llevó a mi padre. Una variedad fulminante.
Somchai asiente con la cabeza.
– Los echo de menos. Espero que se hayan reencarnado bien.
– Seguro que sí.
Somchai se encoge de hombros.
– La esperanza es lo último que se pierde. Me hice monje por ellos. Pasé un año entero en la orden. Rezando. Realicé muchas ofrendas. -Repite-: La esperanza es lo último que se pierde.
Los cheshires maúllan ante la atenta mirada de Somchai.
– He matado miles de ellos. Miles. He matado a seis hombres en toda mi vida y jamás me he arrepentido, pero he matado miles de cheshires y siempre he tenido remordimientos. -Hace una pausa y se rasca detrás de una oreja, donde se aprecia la costra de un brote de pelusa de fa’gan contenido-. A veces me pregunto si la cibiscosis de mi familia no sería la retribución kármica de todos aquellos cheshires.
– Imposible. No son naturales.
Somchai se encoge de hombros.
– Se aparean. Comen. Viven. Respiran. -Esboza una ligera sonrisa-. Ronronean si los acaricias.
Jaidee pone cara de asco.
– Es verdad. Los he tocado. Son reales. Como tú y yo.
– Son simples cascarones vacíos, sin alma.
Somchai encoge los hombros de nuevo.
– Quizá incluso las mayores aberraciones de los japoneses estén vivas, a su manera. Me preocupa que Noi, Chart, Malee y Prem hayan renacido dentro de los cuerpos de unos neoseres. No todos somos lo bastante buenos como para convertirnos en phii de la Contracción. Quizá algunos terminemos reencarnados en neoseres, ¿sabes?, trabajando sin descanso en las fábricas japonesas. Somos tan pocos en comparación con el pasado… ¿adónde han ido todas las almas? ¿A los japoneses, tal vez? ¿A los neoseres?
Jaidee disimula la incomodidad que le producen las palabras de Somchai.
– Eso es imposible.
Somchai se encoge otra vez de hombros.
– En cualquier caso, no soportaría tener que volver a cazar cheshires.
– Pues cacemos personas.
Una puerta se abre en la acera de enfrente, y un empleado del ministerio sale a la calle. Jaidee ya ha empezado a cruzar, corriendo para alcanzar al hombre. Su objetivo se acerca con paso largo hasta una hilera de bicicletas y se agacha para quitar el candado de una rueda. La porra de Jaidee se desliza fuera de su funda. El hombre levanta la cabeza cuando Jaidee se le echa encima, esgrimiendo el arma. Le da tiempo a interponer un brazo. Jaidee lo aparta de un manotazo, traspasa su defensa y le atiza un porrazo en la coronilla.
– Eres rápido para tu edad -suelta Somchai al llegar hasta ellos.
Jaidee sonríe.
– Coge los pies.
Cruzan la calle cargando con el cuerpo, adentrándose en la oscuridad salpicada de charcos entre las farolas de metano. Jaidee registra los bolsillos. Tintinean unas llaves. Sonríe y las levanta como si fueran un trofeo. Se apresura a maniatar al hombre, le coloca una venda en los ojos y lo amordaza. Un cheshire se materializa en las proximidades, expectante, un parpadeo de percal, sombra y piedra.
– ¿Crees que se lo comerán los cheshires? -pregunta Somchai.
– Si te importara, habrías dejado que los matara.
Somchai sopesa la respuesta, pero no dice nada. Jaidee termina de inmovilizar al hombre.
– Vamos. -Vuelven a cruzar la calle trotando, hasta la puerta. La llave se introduce con facilidad, y entran.
Ante el fulgor de las luces eléctricas, Jaidee reprime el impulso de buscar los interruptores y dejar el ministerio a oscuras.
– Es una estupidez que haya tantas personas trabajando hasta tan tarde. Consumiendo tanto carbón.
Somchai se encoge de hombros.
– Es posible que nuestro hombre esté en el edificio mientras hablamos.
– No si tiene suerte. -Pero Jaidee ha pensado lo mismo. Se pregunta si será capaz de contenerse si atrapa al asesino de Chaya. Se pregunta por qué tendría que hacerlo.
Cruzan sigilosamente más pasillos iluminados. Todavía quedan unas pocas personas en el edificio, pero nadie les presta atención. Los dos caminan con paso autoritario, con el aire de quienes están acostumbrados a ser tratados con respeto. Jaidee saluda con rápidas inclinaciones de cabeza, sin detenerse. Transcurrido un momento, encuentra el depósito de archivos que estaba buscando. Somchai y Jaidee se detienen ante las puertas de cristal. Jaidee levanta la porra.
– Cristal -observa Somchai.
– ¿Quieres intentarlo tú?
Somchai examina la cerradura, saca un juego de ganzúas y empieza a manipular la abertura, masajeando los pestillos. Jaidee, de pie junto a él, aguarda impacientemente. Todas las luces del pasillo están encendidas.
Somchai sigue bregando con la cerradura.
– Eh. Da igual. -Jaidee empuña la porra-. Hazte a un lado.
El estruendo es efímero; los ecos se desvanecen enseguida. Esperan por si suena algún paso, pero no se oye nada. Entran en la habitación y empiezan a registrar los cajones. Cuando Jaidee encuentra por fin los archivos personales, comienza un examen minucioso de fotografías de mala calidad, una selección de las que parecen más familiares, separando, cribando.
– Me conocía -murmura Jaidee-. Me miró directamente.
– Todo el mundo te conoce -replica Somchai-. Eres famoso.
Jaidee tuerce el gesto.
– ¿Crees que fue a los amarraderos para recoger algo? ¿O estaría allí por las inspecciones?
– Puede que quisieran lo que hubiese en las bodegas de carga de Carlyle. O en cualquier otro dirigible que abortó el aterrizaje y se posó en el Lanna Ocupado. Las opciones son infinitas, ¿no?
– ¡Aquí! -Jaidee señala con el dedo-. Es este.
– ¿Seguro? Me parece que tenía las mejillas más chupadas.
– Seguro.
Somchai frunce el ceño mientras analiza la carpeta por encima del hombro de Jaidee.
– Un tipo de segunda fila. Sin la menor importancia. Nadie influyente.
Jaidee menea la cabeza.
– No. Es poderoso. Vi cómo me miraba. Estaba presente en la ceremonia cuando me degradaron. -Arruga la frente-. No hay ninguna dirección. Solo Krung Thep.
Alguien arrastra los pies al otro lado de la puerta destrozada. Dos hombres aparecen en el umbral, empuñando sendas pistolas de resortes.
– ¡Alto!
Jaidee hace una mueca. Esconde la carpeta a la espalda.
– ¿Sí? ¿Algún problema?
Los guardias cruzan el umbral para inspeccionar el despacho.
– ¿Quiénes sois?
Jaidee mira a Somchai.
– ¿No decías que era famoso?
Somchai se encoge de hombros.
– No a todo el mundo le gusta el muay thai.
– Pero todo el mundo juega. Por lo menos habrán apostado dinero en mis combates.
Los guardias se acercan. Ordenan a Jaidee y a Somchai que se pongan de rodillas. Cuando se sitúan detrás de ellos para inmovilizarlos, Jaidee le propina un codazo en el vientre a uno de ellos. Gira levantando una rodilla que impacta contra la cabeza del hombre. Su compañero dispara una ráfaga de cuchillas antes de que Somchai le dé un golpe en la garganta. El hombre se desploma y suelta la pistola mientras de su tráquea rota escapa una serie de gorgoteos.
Jaidee agarra al guardia superviviente y tira de él hacia sí.
– ¿Conoces a este hombre?
Sostiene en alto la foto de su objetivo. El guardia mira con atención y sacude la cabeza; intenta arrastrarse en dirección a su pistola. Jaidee la aleja de una patada y golpea con otra al hombre en las costillas.
– ¡Dime todo lo que sepas de él! Trabaja para vosotros. Para Akkarat.
El guardia niega con la cabeza.
– ¡No!
Jaidee le pega un puntapié en la cara, abriéndole una herida. Se acuclilla junto al hombre gimoteante.
– Habla, o te reunirás con tu amigo.
Los dos dirigen la mirada al guardia, que jadea sin aire, estrangulado por su propia vía respiratoria aplastada.
– Habla -repite Jaidee.
– No hará falta.
En la puerta se yergue el objeto de deseo de Jaidee.
Un torrente de hombres irrumpe en la habitación ante él. Jaidee desenfunda la pistola, pero disparan y las cuchillas le hieren en el brazo. Suelta el arma. La sangre mana a borbotones. Se vuelve dispuesto a abalanzarse sobre las ventanas del despacho, pero lo derriban, resbalan por el mármol empapado. Todo el mundo rueda convertido en una maraña de brazos y piernas. En algún lugar, a lo lejos, Jaidee oye gritar a Somchai. Le colocan los brazos a la espalda, sin miramientos. Unas cintas corredizas hechas de tiras de juncos le inmovilizan las muñecas.
– ¡Practicadle un torniquete! -ordena el hombre-. No quiero que muera desangrado.
Jaidee agacha la cabeza. La sangre brota a raudales de su brazo. Sus captores contienen la hemorragia. No sabe si el mareo que siente se debe a la pérdida de sangre o al repentino afán por asesinar a su adversario. Lo ponen en pie de un tirón. Somchai se reúne con él, con la nariz ensangrentada y un ojo cerrado. Tiene los dientes teñidos de rojo. Tras ellos, en el suelo, dos hombres yacen inertes.
El recién llegado los estudia. Jaidee le devuelve la mirada, negándose a girar la cabeza.
– Capitán Jaidee. Te hacía entregado a la vida monacal.
Jaidee intenta encoger los hombros.
– Mi kuti tenía muy poca luz. Se me ocurrió que sería más cómodo cumplir con mi penitencia aquí.
El hombre esboza una ligera sonrisa.
– Eso podemos arreglarlo. -Asiente con la cabeza hacia sus hombres-. Llevadlos arriba.
A rastras, sacan a Somchai y a Jaidee al pasillo. Llegan a un ascensor. Un genuino ascensor eléctrico, con diales luminosos e imágenes del Ramakin en las paredes. Cada uno de los botones es la boca de un demonio en miniatura, y un ribete de mujeres de senos generosos tocan saw duang y jakae alrededor de los bordes.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunta Jaidee al hombre, que se encoge de hombros.
– Eso no tiene importancia.
– Trabajas para Akkarat.
El hombre no responde.
Se abren las puertas. Salen al tejado. Quince plantas sobre el nivel del suelo. Empujan a Somchai y a Jaidee hacia la cornisa del edificio.
– Vamos -dice el hombre-. Esperad aquí arriba. Junto al borde, donde podamos veros.
Apuntan con las pistolas de resortes y les ordenan que avancen hasta que se sitúan en la cornisa, desde donde pueden apreciar la vista del tenue fulgor de las farolas de metano. Jaidee estudia la caída.
De modo que esto es lo que se siente al enfrentarse a la muerte. Fija la mirada en el abismo. La calle, lejos a sus pies. El aire, esperándolo.
– ¿Qué has hecho con Chaya? -pregunta.
El hombre sonríe.
– ¿Por eso estás aquí? ¿Porque no te la hemos devuelto lo suficientemente rápido?
Jaidee siente una punzada de esperanza. ¿Es posible que estuviera equivocado?
– Puedes hacer conmigo lo que te plazca. Pero a ella suéltala.
El hombre parece titubear. ¿Acaso le remuerde la conciencia? Jaidee no sabría decirlo. Está demasiado lejos. ¿Significa eso que Chaya ha muerto realmente?
– Suéltala. Haz conmigo lo que quieras.
El hombre no dice nada.
Jaidee se pregunta si debería haber hecho las cosas de otra forma. Acudir allí era una temeridad. Pero ya había dado a Chaya por perdida. Y el hombre no ha prometido nada, nada que sugiera que sigue con vida. ¿Habrá obrado mal?
– ¿Está viva o no? -pregunta.
El hombre sonríe ligeramente.
– Me imagino que la ignorancia debe de ser dolorosa.
– Suéltala.
– No era nada personal, Jaidee. Si hubiera habido otra salida… -El hombre se encoge de hombros.
Está muerta. A Jaidee no le cabe ninguna duda. Todo forma parte de algún tipo de plan. No debería haber permitido que Pracha le convenciera de lo contrario. Tendría que haber atacado inmediatamente, respaldado por todos sus hombres, haber enseñado a Comercio lo que significa la venganza. Se vuelve hacia Somchai.
– Lo siento.
Somchai se encoge de hombros.
– Siempre fuiste un tigre. Es tu naturaleza. Lo sabía cuando accedí a acompañarte.
– Aun así, Somchai, si morimos aquí…
Somchai sonríe.
– Entonces te reencarnarás en un cheshire.
Jaidee no puede reprimir una carcajada de sorpresa. El sonido es agradable, chispeante. Se descubre incapaz de parar. La risa crece en su interior, levantándole el ánimo. Incluso a los guardias se les escapa una risita. Jaidee ve de reojo la sonrisa de oreja a oreja de Somchai, y su gozo se multiplica.
Suenan pasos detrás de ellos. Una voz:
– Qué compañía más risueña. Vaya par de ladrones más graciosos.
Jaidee se domina con esfuerzo, sin aliento.
– Debe de tratarse de un error. Trabajamos aquí.
– Lo dudo. Daos la vuelta.
Jaidee se vuelve. Ante él se yergue el ministro de Comercio. Akkarat en persona. Y a su lado… La hilaridad de Jaidee lo abandona como el hidrógeno a un dirigible desgarrado. Akkarat está flanqueado por guardaespaldas. Panteras negras. Soldados de élite reales, un ejemplo de la alta estima en que el palacio tiene a Akkarat. Un puño helado oprime el corazón de Jaidee. En el Ministerio de Medio Ambiente no hay nadie que goce de semejante protección. Ni siquiera el general Pracha.
La consternación de Jaidee dibuja una leve sonrisa en los labios de Akkarat. Contempla a Jaidee y a Somchai como si estuviera inspeccionando tilapias en el mercado, pero a Jaidee le da igual. Solo tiene ojos para el hombre anónimo que está a su espalda. El indiferente. El… Las piezas del rompecabezas encajan en su sitio de repente.
– No trabajas para Comercio -murmura-. Estás al servicio del palacio.
El hombre se encoge de hombros.
– Ya no eres tan valiente, ¿verdad, capitán Jaidee? -interviene Akkarat.
– Ahí lo tienes, te dije que eras famoso -susurra Somchai.
A Jaidee está a punto de escapársele la risa otra vez, aunque las implicaciones de este nuevo descubrimiento son preocupantes.
– ¿Es cierto que te respalda el palacio?
Akkarat encoge los hombros.
– Comercio está en auge. El somdet chaopraya favorece una política abierta.
Jaidee calcula la distancia que los separa. Demasiado lejos.
– Me sorprende que un heeya como tú se atreva a acercarse tanto a su trabajo sucio.
Akkarat sonríe.
– No me lo perdería por nada del mundo. Has sido una espina muy cara de sacar.
– ¿Piensas empujarnos con tus propias manos? -le provoca Jaidee-. ¿Quieres manchar tu kamma con mi muerte, heeya? -Hace un gesto con la cabeza para abarcar a los hombres que les rodean-. ¿O intentarás dejar esa lacra a tus hombres? ¿Dejarás que se reencarnen en cucarachas para que perezcan pisoteados mil veces antes de conseguir un renacimiento decente? ¿Que se manchen las manos de sangre con un asesinato a sangre fría? ¿Por dinero?
Los hombres se revuelven, nerviosos, y cruzan las miradas. Akkarat frunce el ceño.
– Serás tú el que se reencarne en una cucaracha.
Jaidee sonríe de oreja a oreja.
– En tal caso, adelante. Demuestra tu hombría. Empuja a un hombre indefenso.
Akkarat titubea.
– ¿Acaso eres un tigre de papel? -insiste Jaidee-. Venga ya. ¡Date prisa! Empiezo a marearme, tan cerca del borde.
Akkarat lo observa con detenimiento.
– Has ido demasiado lejos, camisa blanca. Esta vez has ido demasiado lejos. -Da una zancada al frente.
Jaidee gira en redondo, levanta una rodilla y la estampa en las costillas del ministro de Comercio. Los hombres empiezan a gritar. Jaidee salta de nuevo, moviéndose con más agilidad de la que exhibió nunca en los estadios. Es como si jamás hubiera salido del Lumphini. Como si jamás hubiera dejado atrás el clamor de los espectadores y el sonido de las apuestas. Su rodilla aplasta la pierna de Akkarat.
Una llamarada estalla en las articulaciones de Jaidee, desacostumbradas a estas contorsiones, pero aun con las manos atadas a la espalda, sus rodillas siguen volando con la eficacia de un campeón. Da otra patada. El ministro de Comercio suelta un gruñido y trastabilla hasta el borde del edificio.
Jaidee levanta un pie para arrojar a Akkarat por encima de la cornisa, pero siente un dolor en la espalda. Se tambalea. Una nube de gotas de sangre flota en el aire. Los discos de las pistolas de resortes le atraviesan el cuerpo. Jaidee pierde impulso. El borde del edificio vuela a su encuentro. Atisba a los panteras negras sosteniendo a su jefe, llevándoselo en volandas.
Jaidee lanza una última patada, entregándose a la suerte, pero las cuchillas continúan hendiendo el aire, las pistolas de resortes silban mientras escupen los discos contra su carne. Los fogonazos de dolor son abrasadores y profundos. Se derrumba contra la cornisa del edificio. Cae de rodillas. Intenta levantarse otra vez, pero el canto de las pistolas es incesante, los tiradores son muchos, ensordecedor el alarido estridente de la energía liberada. No consigue recuperar el equilibrio. Akkarat está limpiándose la sangre del rostro. Somchai forcejea con otra pareja de panteras.
Jaidee ni siquiera siente el empujón que lo manda al otro lado del borde.
La caída es más breve de lo que esperaba.