Emiko despierta inmersa en el bochorno del atardecer. Se despereza, respirando entrecortadamente en el horno de su ratonera.
Hay un lugar para los neoseres. La certeza cosquillea en su interior. Una razón para vivir.
Aprieta una mano hacia arriba, contra las tablas de WeatherAll que separan el cajón que le sirve de dormitorio del que queda encima. Tocando los nudos. Pensando en la última vez que se sintió así de contenta. Acordándose de Japón y de los lujos con que la colmaba Gendo-sama: su propio piso; aparatos de aire acondicionado que llenaban de frescor los húmedos días de verano; peces dangan que brillaban y cambiaban de color como camaleones, tonos iridiscentes y mutables en función de su velocidad, azul para los más lentos, rojo para los más veloces. Le gustaba dar golpecitos en el cristal de su tanque y ver cómo dejaban estelas carmesí en las aguas oscuras, exhibiendo su naturaleza mecánica en todo su esplendor.
Ella también brillaba antes. Estaba bien construida. Bien adiestrada. Estaba versada en las artes de la compañera de almohada, la secretaria, la traductora y la observadora, servicios que había desempeñado tan admirablemente para su amo que este la mimaba como a una paloma, soltándola al resplandeciente arco azul del cielo. Tal era el honor que le dispensaba.
Los nudos de WeatherAll la contemplan fijamente, la única decoración del panel que separa su dormitorio del de arriba e impide que la lluvia de desperdicios de sus vecinos caiga encima de ella. El hedor a linaza que emana de la madera resulta nauseabundo en los sofocantes confines de la ratonera. En Japón había leyes que regulaban el uso de ese tipo de madera en las viviendas. Aquí, en las torres del arrabal, eso a nadie le importa.
Emiko siente los pulmones en llamas. Respira entrecortadamente, escuchando los gruñidos y los ronquidos de los otros cuerpos. Ningún sonido se filtra desde la ratonera de arriba. Puenthai no habrá vuelto todavía. De lo contrario, ya habría sufrido, ya habría sido golpeada o follada. Raro es el día que pasa sin recibir algún tipo de abuso. Puenthai aún no está en casa. Quizá esté muerto. La pelusa de fa’gan de su cuello sin duda era tupida la última vez que lo vio.
Sale contorsionándose del cajón y se endereza en el angosto espacio que media entre la ratonera y la puerta. Vuelve a estirarse, alarga una mano y tantea en busca de su botella de agua, amarillenta y rancia. Bebe el líquido, cálido como la sangre. Traga convulsivamente, deseando que fuera hielo.
Dos plantas más arriba, una puerta astillada cede y Emiko sale al tejado. La luz y el calor la envuelven. A pesar del sol implacable, hace más fresco que en la ratonera.
A su alrededor, los tendales repletos de pha sin y pantalones susurrantes se mecen con la brisa marina. El sol, que ya ha iniciado el descenso, arranca destellos de las puntas de wats y chedi. El agua de los khlongs y del Chao Phraya rutila. Los esquifes de muelles percutores y los catamaranes de vela se deslizan sobre espejos escarlatas.
Al norte, la distancia se pierde en medio de la neblina anaranjada del estiércol quemado y la humedad, pero en alguna parte, si el farang de la cicatriz es de fiar, habitan los neoseres. En algún lugar más allá de las guerras por los beneficios del carbón, el jade y el opio, la aguarda su tribu perdida. Jamás fue japonesa; lo único que ha sido siempre es una chica mecánica. Y ahora sus verdaderos congéneres la esperan; solo tiene que encontrar el camino que la conduzca hasta ellos.
Se queda mirando fijamente hacia el norte un instante más, anhelante, y a continuación se dirige al cubo que escondió la noche anterior. No hay agua en los pisos altos, no hay presión que la lleve tan arriba, y no puede correr el riesgo de lavarse en las bombas públicas; así que todas las noches sube trabajosamente la escalera con su cubo de agua y lo deja aquí para utilizarlo por la mañana.
En la intimidad del aire libre y el sol poniente, se baña. Se trata de un proceso de purificación ritual y escrupuloso. El cubo de agua, un trocito de jabón. Se acuclilla junto al cubo y se echa el agua recalentada por encima con ayuda de un cazo. Es algo preciso, un acto escrito de antemano, meticuloso como el jo no mai, donde todos los movimientos están coreografiados, un tributo a la carestía.
Vierte un cazo sobre su cabeza. El agua se escurre por su rostro, se derrama sobre sus pechos, sus costillas y sus muslos, forma regueros en el cemento caliente. Otro cazo, empapando su cabello negro, bañándole el espinazo y enroscándose en sus nalgas. Más agua, recubriéndole la piel como una pátina de mercurio. Y después el jabón, que restriega primero en su pelo y después en su piel, purgándose de las afrentas de la noche anterior hasta producir una fina película de espuma. De nuevo el cubo y el cazo, aclarándose con tanto cuidado como al principio.
El agua arrastra el jabón y la suciedad, incluso una parte de la vergüenza. Aunque restregara durante mil años seguiría sin estar limpia, pero está demasiado cansada como para que eso le importe y ya se ha acostumbrado a las cicatrices que no puede borrar. El sudor, el alcohol, la salobre viscosidad del semen y la degradación son cosas que puede limpiar. Con eso le basta. Está demasiado cansada como para frotar con más brío. El agotamiento y el calor son excesivos.
Cuando termina de aclararse le alegra ver que queda un poco de agua en el cubo. Hunde el cazo y bebe de él, con ansia. A continuación, en un irrefrenable gesto de despilfarro, vuelca el cubo sobre su cabeza para recibir una ducha gloriosa y catártica. En ese momento, acariciada por el agua que salpica y se acumula en charcos a sus pies, se siente limpia.
Una vez en la calle, intenta mimetizarse con el ajetreo de la vida diurna. Mizumi-sensei le enseñó a caminar de una forma especial para acentuar y embellecer los sincopados movimientos de su cuerpo. Pero si Emiko pone mucho cuidado y se rebela contra su naturaleza y su adiestramiento, si se pone pha sin y no balancea los brazos, casi consigue pasar inadvertida.
En las aceras, las costureras matan el tiempo junto a sus máquinas de coser, esperando a la clientela nocturna. Los vendedores de comida para llevar amontonan el resto de su mercancía en pilas ordenadas, a la espera de los últimos clientes de la jornada. Los puestos ambulantes del mercado nocturno empiezan a colocar pequeños taburetes y mesas de bambú en la calle, el asentamiento ritual en las avenidas que señala el final del día y el comienzo de la vida en cualquier ciudad tropical.
Emiko procura no mirar con demasiada fijeza; hace mucho tiempo desde la última vez que se atrevió a transitar las aceras a la luz del día. Cuando Raleigh adquirió su ratonera, le dio instrucciones exactas. No podía alojarla en Ploenchit (hasta las putas, los chulos y los drogadictos tienen sus límites), de modo que la instaló en un arrabal donde los sobornos eran más baratos y los vecinos menos remilgados con la escoria vecina. Pero sus instrucciones fueron estrictas: pasea solo de noche, atente a las sombras, acude directamente al club, y vuelve directamente a casa. El menor cambio en esa rutina reduciría sus ya de por sí escasas esperanzas de sobrevivir.
El vello se eriza sobre su nuca mientras callejea entre el gentío iluminado por el sol. La mayoría de estas personas jamás la mirarían dos veces. La ventaja de esta actividad diurna es que la gente está demasiado atareada con su vida como para preocuparse por una criatura como ella, aunque sus extravagantes movimientos despertaran alguna sospecha. En la noche iluminada por las oscilantes llamas de metano verde hay menos ojos, pero son ojos ociosos, cargados de yaba o lao-lao, ojos con tiempo de sobra para fijarse en ella.
Una vendedora de brochetas de papaya con el sello del Ministerio de Medio Ambiente la observa con suspicacia. Emiko se obliga a no sucumbir al pánico. Sigue caminando con pasitos cortos, intentando convencerse de que su apariencia es excéntrica, más que genéticamente transgresora. El corazón martillea contra sus costillas.
«Demasiado rápido. Aminora. Tienes tiempo. No tanto como te gustaría, pero aun así, suficiente para hacer algunas preguntas. Despacio. Con paciencia. No te delates. No te recalientes.»
El sudor le empapa las palmas de las manos, la única parte de su cuerpo que parece estar realmente fresca a veces. Las mantiene extendidas como abanicos abiertos, intentando absorber la brisa. Se detiene junto a una bomba pública de agua para salpicarse la piel y beber a grandes sorbos, alegrándose de que los neoseres tengan poco que temer en cuestión de infecciones bacterianas o parasitarias. Su cuerpo constituye un huésped inhóspito. Al menos tiene esa ventaja.
Si no fuera un neoser, se limitaría a entrar tranquilamente en la estación de ferrocarril de Hualamphong, compraría el billete que le permitiría montar en un tren de muelles percutores y viajaría en él hasta los páramos de Chiang Mai, desde donde se adentraría en la espesura. Sería lo más fácil del mundo. En vez de eso, debe recurrir a la astucia. Las carreteras estarán vigiladas. Cualquier ruta que conduzca al nordeste y al Mekong estará atestada de soldados en tránsito entre la frontera oriental y la capital. Un neoser llamaría la atención, sobre todo porque algunos de ellos son modelos militares que a veces combaten a favor de los vietnamitas.
Pero hay otra manera. De su época con Gendo-sama recuerda que gran parte de las mercancías del reino viajan por el río.
Emiko camina por Thanon Mongkut, en dirección a los muelles y los diques, cuando se detiene en seco. Camisas blancas. Se pega a una pared mientras la pareja pasa de largo. Ni siquiera reparan en ella (su aspecto no tiene nada de extraordinario cuando no se mueve), pero aun así, en cuanto se pierden de vista, la asalta el impulso de correr a refugiarse en la torre. Allí, casi todos los camisas blancas están sobornados. Aquí… Se estremece.
Por fin se elevan frente a ella los almacenes y las plataformas de operaciones gaijin, los bloques comerciales de reciente construcción. Asciende por el rompeolas. Una vez en lo alto, el océano se extiende ante ella, un hervidero de clíperes que están siendo descargados, estibadores y culis cargados de cajas, mahouts que azuzan a sus megodontes para que redoblen sus esfuerzos mientras los palés que salen de los veleros se cargan en los enormes vagones con neumáticos de Laos que habrán de llevarlos a los almacenes. La escena está cuajada de recordatorios de la antigua vida de Emiko.
Una mancha en el horizonte señala la zona de cuarentena de Koh Angrit, donde los comerciantes gaijin y los empresarios agricultores se acuclillan entre montañas de calorías, todos ellos aguardando pacientemente a que se malogre alguna cosecha o surja alguna plaga para arrollar las barreras comerciales del reino. Gendo-sama la llevó una vez a esa isla flotante de balsas y almacenes de bambú. De pie en las cubiertas que se mecían suavemente le pidió a Emiko que tradujera mientras él enumeraba confiadamente para los extranjeros las virtudes de las nuevas tecnologías marítimas que habrían de acelerar la distribución de SoyPRO patentada alrededor del mundo.
Emiko suspira y se agacha para esquivar las cuerdas envueltas de saisin que coronan el rompeolas. El hilo sagrado se extiende sobre el muro en ambas direcciones, hasta perderse de vista en la distancia. Todas las mañanas, los monjes de un templo distinto bendicen el hilo, añadiendo apoyo espiritual a las defensas físicas que contienen la voracidad del mar.
En su vida anterior, cuando Gendo-sama le proporcionaba los permisos y las autorizaciones necesarias para ir de un lado a otro de la ciudad con impunidad, Emiko tuvo ocasión de presenciar las ceremonias de bendición anuales de los diques, las bombas y el saisin que lo conecta todo. Mientras las primeras lluvias del monzón caían a cántaros sobre los asistentes, Emiko vio cómo Su Venerable Majestad la Reina Niña accionaba las palancas que animaron las bombas divinas con un rugido, empequeñecida su delicada figura por la maquinaria que habían creado sus antepasados. Los monjes cantaron y extendieron un nuevo saisin desde la columna de la ciudad, el corazón espiritual de Krung Thep, hasta las doce bombas de carbón que rodeaban la ciudad, y a continuación todos oraron por la perpetuación de su frágil ciudad.
Ahora, en la estación seca, el saisin ofrece un aspecto raído y las bombas guardan silencio la mayor parte del tiempo. Los muelles flotantes, las barcazas y los esquifes se mecen suavemente bajo el sol anaranjado.
Emiko desciende y se adentra en el bullicio de personas, atenta a los rostros, esperando distinguir a alguien con aspecto caritativo. Ve pasar a la gente, imponiendo inmovilidad a su cuerpo para que este no traicione su naturaleza. Al cabo, se arma de valor y se dirige a un trabajador que pasa junto a ella:
– Kathorh kha. Por favor, khun. ¿Puedes decirme dónde podría conseguir un billete de transbordador para el norte?
El hombre está cubierto del polvo y el sudor propios de su profesión, pero su sonrisa es cordial.
– ¿Hasta dónde?
Emiko aventura el nombre de una ciudad sin saber cuán cerca estará del lugar descrito por el gaijin.
– ¿Phitsanulok?
El hombre hace una mueca.
– Ningún transbordador llega tan lejos. Hay pocos destinos más allá de Ayutthaya. Los ríos tienen muy poco calado. Algunos usan tiros de mulís para dirigirse al norte, pero eso es todo. Algunos, esquifes de muelles percutores. Y la guerra… -Se encoge de hombros-. Si tienes que ir al norte, las carreteras seguirán estando secas una temporada.
Emiko enmascara su desilusión y se despide con un atento wai. Así que el río queda descartado. Por carretera o nada. Si pudiera viajar por el río, dispondría también de una forma de refrescarse. Por carretera… Se imagina el largo trayecto en medio del calor tropical de la estación seca. Tal vez lo mejor sería esperar a la estación lluviosa. Con el monzón, las temperaturas bajarán y crecerán los ríos…
Emiko emprende el regreso por el rompeolas y los arrabales donde moran las familias de los trabajadores portuarios y los marineros de permiso que han superado la cuarentena. Así que por carretera. No tendría que haberse molestado en ir hasta allí para preguntar. Si pudiera subir a bordo de un tren de muelles percutores… pero para eso harían falta permisos. Muchos, muchísimos permisos, tan solo para conseguir una plaza. Pero si pudiera sobornar a alguien, viajar de polizón… Tuerce el gesto. Todos los caminos conducen a Raleigh. Tendrá que hablar con él. Implorar al viejo cuervo por cosas que no tiene por qué concederle.
Un hombre con dragones tatuados en el estómago y una bola de takraw tatuada en el hombro se queda mirándola fijamente, boquiabierto, cuando Emiko pasa ante él.
– Heechy-keechy -murmura.
Emiko no aminora el paso ni se vuelve ante las palabras, pero un hormigueo recorre toda su piel.
El hombre empieza a seguirla.
– Heechy-keechy -repite.
Emiko mira de reojo por encima del hombro. El hombre tiene cara de pocos amigos. Además, descubre horrorizada que le falta una mano. El hombre estira el brazo y le toca el hombro con el muñón. Emiko lo evita con un movimiento brusco, una reacción espasmódica que traiciona su naturaleza. El hombre sonríe y revela unos dientes ennegrecidos por la nuez de areca.
Emiko se adentra en un soi con la esperanza de despistarlo. Pero el hombre insiste a su espalda:
– Heechy-keechy.
Emiko se cuela en otro callejón sinuoso y aprieta el paso. Su cuerpo se calienta. Sus manos se tornan viscosas a causa del sudor. Jadea rápidamente, intentando eliminar el exceso de temperatura. El hombre todavía la sigue. No ha vuelto a decir nada, pero Emiko puede oír sus pasos. Dobla otro recodo. Un grupo de cheshires se desbanda ante ella, destellos parpadeantes que se escabullen como cucarachas. Ojalá ella pudiera evaporarse de la misma manera, atravesar las paredes y dejar atrás a su perseguidor.
– ¿Adónde vas, chica mecánica? -pregunta el hombre-. Solo quiero verte mejor.
Si estuviera todavía con Gendo-sama, se encararía con este hombre. Se erguiría con confianza, amparada por sellos importantes, permisos de propiedad, consulados y la temible amenaza de la venganza de su amo. Una posesión, cierto, pero no menos respetable por ello. Podría acudir incluso a los camisas blancas o a la policía en busca de protección. Con los sellos y un pasaporte, no era una transgresión contra el nicho y la naturaleza, sino un objeto exquisito y preciado.
El callejón desemboca en otra calle repleta de almacenes y escaparates gaijin, pero el hombre le agarra un brazo antes de que pueda llegar hasta ella. Emiko tiene calor. El pánico creciente le sonrosa las mejillas. Contempla la calle con anhelo, pero solo hay chabolas, tiendas de ropa y unos pocos gaijin que no le serán de ninguna ayuda. Lo que menos desea es encontrarse con un grupo de grahamitas.
El hombre la arrastra de nuevo al interior del callejón.
– ¿Adónde crees que vas, chica mecánica?
Un brillo cruel le ilumina los ojos. Está masticando algo, una rama de anfetaminas. Yaba. Los culis las consumen para seguir trabajando, para quemar las calorías que no tienen. Sus ojos relampaguean mientras le sujeta la muñeca. Se adentra aún más en el callejón, lejos de miradas indiscretas. Emiko tiene demasiado calor para correr. Aunque huyera, no tendría a donde ir.
– Contra la pared -dice el hombre-. No. -Le da la vuelta-. No me mires.
– Por favor.
Un cuchillo aparece en la mano sana del hombre, destellante.
– Cállate. No te muevas.
Su voz restalla con autoridad, y contra su voluntad, Emiko se descubre obedeciendo.
– Por favor. Suéltame -susurra.
– Me he enfrentado a los de tu calaña. En las selvas del norte. Había seres mecánicos por todas partes. Soldados heechy-keechy.
– Yo no soy así -jadea Emiko-. No pertenezco al ejército.
– Japoneses, como tú. Perdí una mano por culpa de los tuyos. Y un montón de buenos amigos. -Esgrime el muñón y lo aplasta contra la cara de Emiko. Su aliento le acaricia la nuca en ardientes vaharadas mientras pasa el brazo alrededor de su cuello, presionando el cuchillo contra la yugular. Lacerando la piel.
– Por favor. Suéltame. -Emiko empuja contra la entrepierna del hombre-. Haré todo lo que me pidas.
– ¿Crees que sería capaz de ensuciarme así? -La lanza contra la pared, arrancándole un chillido-. ¿Con un animal como tú? -Una pausa, y luego-: Ponte de rodillas.
En la calle, las ruedas de los rickshaws resuenan en el empedrado. La gente grita, preguntando el precio de la cuerda de cáñamo y si alguien sabe a qué hora empieza el combate de muay thai en el Lumphini. El cuchillo vuelve a acercarse a su cuello, encuentra su pulso con la punta.
– Vi morir a todos mis amigos en la espesura por culpa de los seres mecánicos japoneses.
Emiko traga saliva.
– Yo no soy como ellos -repite con un hilo de voz.
El hombre se ríe.
– Claro que no. Tú eres distinta. Otro de sus demonios, como los que tienen en los muelles al otro lado del río. Nuestro pueblo se muere de hambre, y los tuyos les roban el arroz.
La hoja presiona contra la garganta de Emiko. Va a matarla. Está segura de eso. Su odio es inmenso, ella no es más que basura. El hombre está colocado y furioso, es peligroso, y ella no es nada. Ni siquiera Gendo-sama podría haberla protegido de esto. Vuelve a tragar saliva, siente el filo de la hoja en la nuez.
«¿Es así como vas a morir? ¿Este es tu destino? ¿Desangrarte como un cerdo?»
Una chispa de rabia parpadea, un antídoto contra la desesperación.
«¿Ni siquiera vas a intentar sobrevivir? ¿Acaso los científicos te diseñaron demasiado estúpida como para contemplar la posibilidad de luchar por tu vida?»
Emiko cierra los ojos y reza a Mizuko Jizo Bodhisattva, primero, y después al espíritu cheshire bakeneko, por si acaso. Respira hondo y, con todas sus fuerzas, proyecta la mano contra el cuchillo. La hoja se aleja de su cuello, dejando un rastro abrasador.
– ¡¿Arai wa?! -exclama el hombre.
Emiko empuja violentamente contra él y se agacha bajo el cuchillo descontrolado. A su espalda, oye un gruñido y un golpe seco mientras corre hacia la calle. No mira atrás. Irrumpe en la avenida sin aminorar el paso, sin preocuparle que la vean como una chica mecánica, sin preocuparle que pueda recalentarse y morir. Corre, decidida tan solo a escapar del demonio que está a su espalda. Aunque arda, no piensa morir pasivamente, como un cerdo conducido al matadero.
Vuela calle abajo, esquivando pirámides de durios y saltando por encima de rollos de cuerda de cáñamo. Esta huida suicida es una locura, pero no se detiene. Aparta de un empujón a un gaijin que regatea el precio de unos sacos de arpillera de arroz U-Tex autóctono. El hombre da un respingo y chilla alarmado cuando Emiko pasa de largo como una exhalación.
A su alrededor, el tráfico de la calle parece haberse ralentizado hasta arrastrarse. Emiko zigzaguea bajo los andamios de bambú de una obra. Correr es extrañamente fácil. La gente se comporta como si estuviera sumergida en un tarro de miel. Solo ella se mueve. Cuando mira de reojo por encima del hombro, ve que su perseguidor se ha quedado muy rezagado. Es asombrosamente lento. Cuesta creer que pudiera tener miedo de él. Se ríe de lo absurdo de este mundo en suspensión…
Choca contra un albañil y se desploma de bruces, arrastrándolo en su caída.
– ¡Arai wa! ¡Mira por dónde vas! -grita el hombre.
Emiko se obliga a ponerse de rodillas, con las manos entumecidas por la abrasión. Intenta erguirse pero el mundo se tambalea, borroso. Se cae. Vuelve a incorporarse, ebria, abrumada por el horno que ruge en su interior. El suelo gira y se balancea, pero ella consigue mantenerse erguida. Se apoya en una pared cocida por el sol mientras el hombre con el que ha tropezado le lanza una retahíla de improperios. Su enfado resbala sobre ella como una lluvia carente de sentido. El calor y las tinieblas estrechan su cerco. Está ardiendo.
En la calle, en medio de la maraña de carros tirados por mulís y bicicletas, distingue un rostro gaijin. Pestañea para ahuyentar la oscuridad que se cierne sobre ella, da un paso titubeante. ¿Se habrá vuelto loca? ¿Acaso está jugando con ella el cheshire bakeneko? Se aferra al hombre que no deja de gritar, con la mirada fija en el tráfico, aguardando la confirmación de que su cerebro derretido está alucinando. El albañil chilla y se suelta su mano, pero ella apenas si se da cuenta.
Otro atisbo del mismo semblante en medio del tráfico. Es el gaijin, el pálido con la cicatriz de la casa de Raleigh. El que le dijo que fuera al norte. Su rickshaw se deja entrever brevemente antes de desaparecer detrás de un megodonte. Y a continuación allí está de nuevo, al otro lado, mirando en su dirección. Sus ojos se encuentran. Es el mismo hombre. Está segura.
– ¡Agarradla! ¡No dejéis que esa heechy-keechy se escape!
Su agresor, desgañitándose y enarbolando el cuchillo mientras sortea los andamios de bambú. A Emiko le asombra que sea tan lento, mucho más de lo que jamás hubiera imaginado. Lo observa, perpleja. Quizá su estancia en el frente lo dejara tullido. Pero no, su paso es correcto, es solo que todo cuanto la rodea es muy lento: la gente, el tráfico. Qué raro. Lento y surrealista.
El albañil la sujeta. Emiko se deja arrastrar mientras escudriña el tráfico en busca de otro atisbo del gaijin. ¿Sería un espejismo?
¡Ahí! Otra vez el gaijin. Emiko se zafa de las garras del albañil y se zambulle en el tráfico. Con el último poso de energía que le queda, se agacha bajo el vientre de un megodonte, a punto de chocar con sus patas como columnas, y reaparece al otro lado, corriendo junto al rickshaw del gaijin, tendiéndole las manos como una mendiga…
El hombre la observa con ojos fríos, completamente desapasionado. Emiko trastabilla y se agarra al rickshaw para enderezarse, sabiendo que el hombre va a apartarla de una patada. No es más que una chica mecánica. Ha sido una estúpida. Era una locura esperar que el gaijin la considerara una persona, una mujer, algo más que escoria.
El hombre le coge la mano de repente y la aúpa de un tirón. Le grita al conductor que pedalee, que pedalee (¡Gan cui chi che, kuai kuai kuai!), más deprisa. Farfulla palabras en tres idiomas distintos y empiezan a acelerar, pero lentamente.
Su agresor se abalanza sobre el rickshaw. Le hace un corte en el hombro. Emiko ve que su sangre salpica el asiento. Gotitas como gemas suspendidas a la luz del sol. El hombre vuelve a levantar el cuchillo. Emiko intenta interponer una mano para defenderse, para repelerlo, pero está demasiado cansada. El agotamiento y el calor pesan sobre ella como una losa. El hombre ataca de nuevo, gritando.
Emiko ve bajar el cuchillo, un movimiento tan lento como la miel vertida en invierno. Tan lento. Tan lejos. Su piel se abre. El calor y el cansancio le nublan la vista. Está desmayándose. El cuchillo desciende otra vez.
De pronto, el gaijin aparece entre ellos. Una pistola de resortes reluce en su mano. Emiko lo observa, vagamente intrigada por el hecho de que el hombre esté armado, pero el combate entre el gaijin y el adicto al yaba es algo insignificante que ocurre muy lejos. Todo está tan oscuro… El calor cierra sus fauces sobre ella.