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– ¡No! No quiero el mangostán. -Anderson Lake se inclina hacia delante y señala con el dedo-. Quiero eso de ahí. Kaw pollamai nee khap. Lo que tiene la piel rojiza recubierta de pelos verdes.

La campesina sonríe, dejando al descubierto unos dientes ennegrecidos por culpa de la nuez de areca, e indica una pirámide de frutas apilada a su espalda.

– ¿Un nee chai mai kha?

– Correcto. Esos. Khap. -Anderson asiente con la cabeza y se obliga a sonreír-. ¿Cómo se llaman?

Ngaw. -La mujer pronuncia la palabra despacio en atención a los oídos extranjeros de Anderson, y le ofrece una pieza que él acepta con el ceño fruncido.

– ¿Son nuevos?

Kha. -La mujer asiente para subrayar su afirmación.

Anderson le da vueltas a la fruta que sostiene en la mano, estudiándola. Parece más bien una extravagante anémona de mar o un pez globo peludo que un fruto. Los ásperos filamentos verdes que sobresalen por toda su superficie le hacen cosquillas en la palma. La piel presenta el tono rojizo oxidado propio de la roya, pero al olisquearlo no percibe el tufo característico a fruta podrida. A pesar de su aspecto, parece en buen estado.

Ngaw -repite la campesina. A continuación, como si pudiera leerle el pensamiento, añade-: Nuevo. Sin roya.

Anderson asiente distraído. A su alrededor, el soi del mercado empieza a llenarse de vida con los compradores de Bangkok más madrugadores. El callejón está repleto de pestilentes montones de durios, y en los barreños chapotean peces con cabeza de serpiente y plaa de aletas rojas. Los toldos de polímero de aceite de palma se comban bajo los abrasadores embates del sol tropical y, con sus logotipos de navieras de clíperes y los retratos de la venerada Reina Niña, dan sombra al mercado. Un hombre se abre paso a empujones, sosteniendo en alto por las patas varias gallinas de cresta bermellón que aletean y cacarean ultrajadas de camino al matadero; las mujeres, vestidas con pha sin de colores vivos, regatean con los vendedores y sonríen mientras intentan rebajar el precio del arroz U-Tex pirateado y las nuevas variedades de tomates.

Anderson es ajeno a todo esto.

Ngaw -insiste la campesina, intentando establecer una conexión.

Los largos filamentos del fruto retan a Anderson para que adivine su origen mientras le hacen cosquillas en la palma de la mano. Otro éxito de la piratería genética tailandesa, igual que los tomates y las berenjenas y los pimientos que abundan en los puestos adyacentes. Es como si las profecías de la Biblia grahamita se estuvieran haciendo realidad. Como si el mismísimo san Francisco estuviera revolviéndose en su tumba, inquieto, preparándose para volver a pisar la tierra, cargado con el botín de las calorías perdidas de la historia.

«Y las trompetas anunciarán su llegada, y nos será devuelto el edén…»

Anderson vuelve a girar la extraña fruta peluda en su mano. No desprende el hedor propio de la cibiscosis. Ni rastro de pústulas de roya. Ningún graffiti del gorgojo pirata grabado en su piel. Aunque las flores, las hortalizas, los árboles y las frutas del mundo entero constituyen la geografía de la mente de Anderson Lake, sigue sin encontrar el letrero que podría ayudarle a identificar este fruto.

Ngaw. Un misterio.

Indica por señas que le gustaría probar la fruta y la campesina se la quita de las manos. Con el pulgar tostado rasga sin ninguna dificultad la corteza velluda y revela un corazón blanquecino. Translúcido y venoso, su parecido con las cebollitas en vinagre que acompañan a los vermuts en los clubes de investigación de Des Moines es asombroso.

La mujer se lo ofrece de nuevo. Anderson aspira con recelo y sus fosas nasales se inundan de una fragancia floral. Ngaw. No debería existir. Ayer no existía. Ayer, no había un solo puesto que vendiera esta fruta en todo Bangkok, y sin embargo ahora se amontonan en apretadas pirámides alrededor de esta mugrienta mujer acuclillada en el suelo bajo la sombra parcial de su lona. El mártir Phra Seub le guiña un ojo a Anderson desde el rutilante amuleto de oro que cuelga del cuello de la vendedora, un talismán frente a las plagas agrícolas de las fábricas de calorías.

Anderson desearía poder observar la fruta en su hábitat natural, colgando de un árbol o escondida tras las hojas de algún arbusto. Con algo más de información podría deducir el género y la familia, podría intuir algún eco del pasado genético que el reino de Tailandia se esfuerza por desenterrar, pero no dispone de más pistas. Se mete la viscosa pelota translúcida del ngaw en la boca.

Un puñetazo de sabor, preñado de azúcar y fecundidad. La pegajosa bomba floral le recubre la lengua. Es como si volviera a encontrarse en Iowa, en los campos de HiGro, donde un ingeniero agrónomo de Midwest Compact le ofreció su primer trocito de caramelo duro cuando él no era más que el hijo de un granjero, un crío descalzo entre los tallos de maíz. El impacto de una metralla de sabor, de auténtico sabor, tras toda una vida privado de él.

El sol cae a plomo. Los compradores se empujan y regatean, pero él permanece ajeno a todo. Con los ojos cerrados, deja que el ngaw ruede en su boca y paladea el pasado, saborea el momento en que esta fruta debió de haber florecido en todo su esplendor, antes de que la cibiscosis, el gorgojo pirata nipón, la roya y el hongo sarnoso asolaran los cultivos.

Bajo el calor aplastante del sol tropical, rodeado por los mugidos de los búfalos de agua y los chillidos de las gallinas sacrificadas, Anderson Lake es uno con el paraíso. Si creyera en las Escrituras grahamitas, caería de rodillas en ese mismo momento y daría gracias, extasiado por el sabor del regreso del edén.

Sonríe y escupe el carozo negro en su mano. Ha leído los diarios de viaje de botánicos y exploradores de tiempos históricos, hombres y mujeres que se adentraron en las mayores espesuras selváticas en pos de nuevas especies, pero ni todas sus hazañas juntas pueden compararse con esta simple fruta.

Aquellas personas esperaban descubrir algo nuevo. Él ha encontrado una resurrección.

La campesina sonríe de oreja a oreja, segura de su venta.

– ¿Ao gee kilo kha? -«¿Cuánto?»

– ¿Son de confianza? -pregunta Anderson.

La mujer indica los certificados del Ministerio de Medio Ambiente que hay encima de los adoquines, junto a ella, y subraya las fechas de inspección con un dedo.

– Última variedad -asegura-. Primera calidad.

Anderson estudia los timbres relucientes. Lo más probable es que la vendedora haya sobornado a los camisas blancas para conseguir esos sellos en vez de pasar por el exhaustivo proceso de inspección que garantizaría la inmunidad a la roya de octava generación además de la resistencia a la cibiscosis 111.mt7 y mt8. El cínico que hay en su interior le asegura que no tiene importancia. Los intrincados tampones que relucen al sol son más un talismán que algo real; para hacer creer a la gente que está segura en este mundo cuajado de peligros. Lo cierto es que estos certificados no tendrán el menor valor si se produce otro brote de cibiscosis. Será una variedad nueva y los antiguos ensayos se habrán quedado obsoletos; la gente rezará a los amuletos de Phra Seub y a las imágenes del rey Rama XII, dejará ofrendas ante las columnas del altar de la ciudad y escupirá los pulmones a pedazos sin importar cuántos sellos del Ministerio de Medio Ambiente adornen sus comestibles.

Anderson guarda el hueso de ngaw en un bolsillo.

– Me llevo un kilo. No. Que sean dos. Song.

Se desprende de una bolsita de cáñamo llena de dinero sin molestarse en regatear. Pidiera lo que pidiese la mujer, siempre sería demasiado poco. Los milagros no tienen precio. Basta un solo gen resistente a las plagas calóricas o capaz de aprovechar el nitrógeno con más eficacia para que los beneficios se disparen. Pasear la mirada por el mercado sería suficiente para ver que esa es una verdad que se respira en el ambiente. Los callejones son un hervidero de thais que lo compran todo, desde versiones modificadas de arroz U-Tex hasta gallinas de la variedad bermellón. Pero todos esos avances son cosa del pasado, basados en los antiguos trabajos de piratería genética de AgriGen, PurCal y Total Nutrient Holdings. Frutos de la ciencia de antaño, manufacturados en las entrañas de los laboratorios de investigación de Midwest Compact.

El ngaw es distinto. El ngaw no proviene del Medio Oeste. El reino de Tailandia ha demostrado ser más listo que muchos de sus competidores y prospera mientras países como la India, Birmania y Vietnam se derrumban como fichas de dominó, muriéndose de hambre y mendigando las sobras de los avances científicos de los monopolios calóricos.

Unos pocos curiosos se detienen a examinar la compra de Anderson, pero aunque él crea haber encontrado una ganga, al parecer los demás consideran el precio desorbitado y pasan de largo.

A Anderson le cuesta reprimir una carcajada de entusiasmo cuando la mujer le entrega por fin los ngaw. No debería existir ni una sola de estas bolitas peludas; lo mismo podría estar sopesando una bolsa llena de trilobites. Si sus suposiciones sobre el origen del ngaw son correctas, la mera presencia de este fruto representa un desafío a la extinción tan fabuloso que solo se podría comparar con ver un tiranosaurio paseándose entre los coches por Thanon Sukhumvit. Claro que lo mismo se puede decir de las patatas, los tomates y los pimientos que llenan el mercado, apilados en esplendorosa abundancia, un despliegue de solanáceas fecundas como hacía generaciones que no se veía. En esta ciudad asfixiada, todo parece posible. Las frutas y las verduras vuelven de la tumba, en las avenidas se abren flores extintas y, detrás de todo ello, el Ministerio de Medio Ambiente obra milagros con el material genético de generaciones perdidas.

Cargando con su bolsa de fruta, Anderson se abre paso hasta la calle principal en la que desemboca el soi. Allí lo recibe un tráfico torrencial, los madrugadores que se dirigen a sus lugares de trabajo convierten Thanon Rama IX en un Mekong crecido. Bicicletas y rickshaws, búfalos de color negro azulado y gigantescos megodontes de paso bamboleante.

Ante la llegada de Anderson, Lao Gu emerge de la sombra de una destartalada torre de oficinas, pellizcando con cuidado la punta de un cigarro para apagarlo. Más solanáceas. Están en todas partes. En el resto del mundo brillan por su ausencia, pero aquí su abundancia es inconmensurable. Lao Gu guarda el resto del tabaco en un bolsillo de su camisa raída mientras se adelanta a Anderson, trotando camino de su rickshaw de pedales.

El anciano chino no es más que un espantapájaros cubierto de harapos, pero aun así puede considerarse afortunado. Sigue con vida, cuando la mayoría de su pueblo está muerto. Tiene un empleo, mientras que otros camaradas malayos, refugiados igual que él, se hacinan como pollos de sacrificio en las sofocantes torres de la Expansión. El esqueleto de Lao Gu está recubierto de músculos fibrosos y su dinero le permite fumar cigarrillos Singha. Para el resto de los expatriados tarjetas amarillas, es afortunado como un rey.

Lao Gu monta a horcajadas en el sillín y espera pacientemente mientras Anderson trepa hasta el asiento del pasajero a su espalda.

– Al despacho -dice Anderson-. Bai khap. -Y en chino, a continuación-: Zou ba.

El anciano se pone de pie en los pedales, y se sumergen en el tráfico. A su alrededor, los timbres de las bicicletas suenan como alarmas de cibiscosis, irritados por la obstrucción. Lao Gu hace oídos sordos y se adentra más aún en la marea de tráfico.

Anderson hace ademán de coger otro ngaw, pero se contiene. Debería dosificarlos. Son demasiado valiosos para engullirlos como un chiquillo glotón. Los thais han descubierto otra manera de desenterrar el pasado, y a él solo se le ocurre ponerse a devorar las pruebas. Tamborilea con los dedos en la bolsa de fruta, esforzándose por controlar el impulso.

Con ánimo de distraerse, saca su cajetilla de tabaco y enciende un cigarro. Da una chupada y paladea la tibieza del humo mientras rememora la sorpresa que lo asaltó al enterarse por primera vez del éxito cosechado por el reino de Tailandia, de lo extendidas que estaban las solanáceas. Fumar hace que se acuerde también de Yates, y de la desilusión pintada en su rostro mientras una nube de historia resucitada enturbiaba la distancia que los separaba.

– Solanáceas.

La cerilla llameó en la penumbra de las oficinas de SpringLife, tiñendo de rojo los rasgos de Yates mientras este acercaba el fuego a un cigarrillo y aspiraba con fuerza. El papel de arroz crepitó. La punta refulgió y Yates exhaló una estela de humo hacia el techo, donde los ventiladores de manivela jadeaban en su batalla contra el calor que convertía el despacho en una sauna.

– Berenjenas. Tomates. Pimientos. Patatas. Jazmines. Nicocianas. -Levantó el esbelto cilindro y enarcó una ceja-. Tabaco.

Con los párpados entornados frente al resplandor del cigarrillo, inhaló de nuevo. A su alrededor, las mesas en sombra y los ordenadores a pedales de la empresa guardaban silencio. Por la noche, cuando la fábrica cerraba sus puertas, cabía al menos la posibilidad de tomar los escritorios desiertos por algo más que la topografía de un fracaso. Los obreros podrían haber vuelto a sus hogares para recuperar fuerzas con las que afrontar otra jornada de intenso trabajo. Las sillas cubiertas de polvo y los ordenadores a pedales desmentían esa teoría, pero en la penumbra, con el mobiliario envuelto en sombras y la luz de la luna filtrándose con delicadeza entre los postigos de caoba, aún cabía imaginar lo que podría haber sido.

Los ventiladores de manivela seguían girando despacio sobre sus cabezas; las correas laosianas engranadas en el techo emitían chirridos acompasados mientras extraían un reguero constante de energía cinética de los muelles percutores centrales de la fábrica.

– Los thais han tenido suerte en los laboratorios -dijo Yates-, y ahora tú. Si fuera supersticioso, pensaría que te conjuraron con sus tomates. Según tengo entendido, todos los organismos necesitan un depredador.

– Deberías haber informado de los avances que estaban haciendo -dijo Anderson-. Esta fábrica no era tu única responsabilidad.

Yates hizo una mueca. Su rostro era un muestrario de los estragos del trópico. Los vasos capilares rotos dibujaban un mapa de afluentes rosados en las mejillas y surcaban la nariz de patata. Sin apartarse de Anderson, los acuosos ojos azules pestañearon, tan empañados como el aire cargado de estiércol de la ciudad.

– Sabía que terminarías robándome el puesto.

– No es nada personal.

– No, tan solo el trabajo de toda una vida. -Se echó a reír con un cascabeleo seco que recordaba los primeros síntomas de la cibiscosis. Aquel sonido habría bastado para que Anderson buscara cualquier excusa para salir de la habitación si no hubiese sabido que Yates, como todos los empleados de AgriGen, estaba vacunado contra las nuevas variedades-. Construir esto me ha llevado años -dijo Yates-, y tú me vienes con que no es nada personal.

Indicó las ventanas de observación del despacho, que daban a la planta de manufacturación.

– Puedo enseñarte muelles percutores del tamaño de un puño que contienen un gigajulio de energía. La relación entre el peso y la capacidad es cuatro veces superior a la de cualquier otro muelle del mercado. Estoy a punto de revolucionar el concepto de almacenamiento de energía, y tú quieres tirarlo todo a la basura. -Se inclinó hacia delante-. Es la forma de energía más portátil desde la gasolina.

– Pero solo si puedes producirla.

– Estamos muy cerca -insistió Yates-. Los tanques de algas, nada más. Esa es la única pega.

El silencio de Anderson animó a Yates a continuar:

– El concepto básico es sólido. Cuando los tanques empiecen a producir en cantidades suficientes…

– Deberías habernos informado en cuanto viste las primeras solanáceas en el mercado. Los thais llevan al menos cinco temporadas cultivando patatas con éxito. Es evidente que disponen de un banco de semillas, y sin embargo no nos dijiste nada.

– No compete a mi departamento. Me encargo del almacenamiento de energía, no de la producción.

Anderson resopló.

– ¿De dónde piensas sacar las calorías necesarias para activar tus cacareados muelles percutores si se malogra una cosecha? La roya ha empezado a mutar cada tres temporadas. Los piratas genéticos se divierten accediendo a nuestros diseños para TotalNutrient Wheat y SoyPRO. Solo el sesenta por ciento de la última variedad de HiGro Corn que produjimos ha sobrevivido al gorgojo, y ahora resulta que estás sentado encima del equivalente genético a una mina de oro. La gente se muere de hambre…

Yates se echó a reír.

– No me hables de salvar vidas, que ya vi lo que pasó con el banco de semillas en Finlandia.

– No fuimos los únicos que volamos las cámaras acorazadas. Nadie se imaginaba que los fineses pudieran ser tan fanáticos.

– Cualquier memo a pie de calle podría haberlo previsto. La fama de las fábricas de calorías las precede.

– No era mi operación.

Yates volvió a carcajearse.

– Qué excusa más socorrida, ¿verdad? La empresa se mete donde le da la gana y todos nos quedamos al margen, nos lavamos las manos y hacemos como si no fuéramos responsables de nada. La empresa saca SoyPRO del mercado birmano y todos miramos para otro lado, alegando que dirimir disputas derivadas de la propiedad intelectual no es competencia de nuestro departamento. -Dio una calada al cigarrillo, expulsó el humo-. La verdad, no me explico cómo los tipos como tú conseguís dormir por las noches.

– Muy sencillo. Antes de acostarme rezo a Noé y a san Francisco de Asís, y doy gracias a Dios por seguir estando un paso por delante de la roya.

– Bueno, entonces, ¿qué? ¿Vais a cerrar la fábrica?

– No. Claro que no. La producción de muelles percutores está asegurada.

– ¿Sí? -Yates se inclinó hacia delante, esperanzado.

Anderson se encogió de hombros.

– Como cortina de humo no tiene precio.

La brasa del cigarrillo llega a los dedos de Anderson, que deja caer la colilla en medio del tráfico y frota el pulgar chamuscado contra el dedo índice mientras Lao Gu sigue pedaleando por las calles congestionadas. Bangkok, la Ciudad de los Seres Divinos, fluye por su lado.

Los monjes se defienden del sol con paraguas negros mientras pasean sus hábitos azafranados por las aceras. Por todas partes revolotean enjambres de niños que se empujan, ríen y gritan camino de los colegios religiosos. Los vendedores ambulantes extienden los brazos cargados de las guirnaldas de damasquinas que constituyen la ofrenda de moda en los templos, y las manos llenas de amuletos tan rutilantes como venerables son los monjes que los han bendecido, talismanes cuyo efecto protector abarca desde la infecundidad hasta el hongo sarnoso. Los puestos de comida humean y sisean envueltos en los vapores del aceite de freír y el pescado fermentado, mientras los cheshires enmadejan sus siluetas titilantes alrededor de los tobillos de los clientes y maúllan con la esperanza de que les caiga algún despojo.

En lo alto se ciernen las torres de la antigua Expansión de Bangkok, embozadas en mantos de hiedra y moho, con las ventanas rotas por las explosiones tiempo ha, roídos a conciencia sus gigantescos esqueletos. Sin aire acondicionado ni ascensores que las vuelvan habitables, se yerguen ampollándose al sol. Por sus poros escapan las características humaredas negras que produce el fuego alimentado con estiércol ilegal, delatando el emplazamiento de refugiados malayos que se apresuran a escaldar los chapatis y hervir el kopi antes de que los camisas blancas tengan ocasión de irrumpir en las sofocantes alturas y los vapuleen como castigo por la infracción.

Los refugiados de la guerra del carbón, llegados del norte, se postran con las manos elevadas al cielo en medio del tráfico y proclaman con asombrosa elegancia la necesidad que los acucia. La marea de bicicletas, rickshaws y megodontes se abre a su alrededor como el agua en torno a las piedras de un río. El fa’ gan ha dejado la boca y la nariz de los mendigos infestadas de pústulas como cabezas de coliflor. La nuez de areca les tiñe los dientes de negro. Anderson mete una mano en el bolsillo, arroja un puñado de monedas a sus pies y acepta los correspondientes wais de gratitud con un delicado ademán mientras pasa por su lado sin detenerse.

Poco después divisa las paredes y las callejuelas encaladas del polígono industrial farang. Los almacenes y las fábricas se agolpan como el olor a salitre y pescado podrido. A lo largo de los callejones se distribuye una costra de vendedores ambulantes con jirones de lonas y mantas extendidos sobre las cabezas para resguardarse del abrasador asalto del sol. Tras ellos se yergue el sistema de diques y compuertas del rompeolas del rey Rama XII, encargado de contener las embestidas del océano azul.

Es difícil no tener presente en todo momento la presencia de esas altas paredes y la presión del agua que acecha al otro lado. Tanto como imaginar que la Ciudad de los Seres Divinos pueda ser algo más que una catástrofe capaz de desatarse de un momento a otro. Pero los thais son obstinados y siempre han luchado por impedir que la reverenciada ciudad de Krung Thep sea pasto de las olas. Las bombas de carbón, los diques y la confianza ciega que profesan al visionario liderazgo de la dinastía Chakri les han ayudado a mantener a raya hasta la fecha lo que ya ha devorado Nueva York y Rangún, Bombay y Nueva Orleans.

Lao Gu se adentra en una callejuela sin aminorar la marcha y toca el timbre con impaciencia para ahuyentar a los culis que obstruyen la arteria. Sobre sus espaldas marrones se mecen cajas de WeatherAll. El rítmico vaivén de los logotipos de muelles percutores chinos de Chaozhou, mangos antibacterianos de Matsushita y filtros de cerámica para el agua de Bo Lok compone una melodía hipnótica. Las imágenes de las enseñanzas de Buda y los retratos de la venerada Reina Niña conviven en las paredes de las fábricas con carteles pintados a mano en los que se anuncian combates de muay thai ya librados.

El edificio de SpringLife se zafa de la presa del tráfico para elevarse como una fortaleza de altas murallas salpimentadas de gigantescas aspas que giran con parsimonia en los conductos de ventilación de la planta alta. Una fábrica de bicicletas de Chaozhou la imita al otro lado del soi, y entre ambas, tan apretada como una acreción de percebes, se extiende la inevitable aglomeración de tenderetes que no puede faltar a la entrada de ninguna fábrica, donde los trabajadores del interior se dan cita para picar entre horas o durante el almuerzo.

Lao Gu frena en el patio de SpringLife y deposita a Anderson ante las puertas de la entrada principal. Anderson se apea del rickshaw, coge su saco de ngaw y se queda quieto un momento, con la mirada fija en las puertas de ocho metros de ancho que facilitan el acceso de los megodontes. La fábrica tendría que haberse llamado la Locura de Yates. Aquel hombre era un optimista incorregible. Anderson todavía puede oírle defendiendo las bondades de las algas pirateadas, escarbando en los cajones de su escritorio en busca de gráficos y apuntes garabateados mientras protesta:

«Que el proyecto Tesoro Sumergido fuera un fracaso no les da ningún derecho a prejuzgar mi trabajo. Las algas, debidamente curadas, proporcionan un aumento exponencial en la absorción del momento de torsión. Olvídate de su potencial calórico. Concéntrate en las aplicaciones industriales. Si me das un poco más de tiempo, puedo ofrecerte el mercado de almacenamiento de energía en bandeja. Prueba al menos uno de los muelles de muestra antes de tomar ninguna decisión…»

El clamor de los distintos procesos de producción envuelve a Anderson cuando entra en la fábrica y ahoga los desesperados estertores del optimismo de Yates.

Los megodontes empujan las ruedas de transmisión entre gruñidos de esfuerzo, con las enormes cabezas agachadas, puliendo el suelo con sus trompas prensiles mientras trazan lentos círculos alrededor de los tambores de bobinado. Los animales modificados constituyen el corazón del sistema motriz de la fábrica y proporcionan energía a las cintas transportadoras, los ventiladores y la maquinaria de producción. Sus arneses emiten un tintineo rítmico al compás de cada trabajoso paso adelante. Los cuidadores sindicales caminan junto a las bestias vestidos de rojo y dorado, dándoles órdenes, relevándolas de vez en cuando, animando a los animales derivados del elefante para que persistan en su empeño.

En la otra punta de la fábrica, la cadena de producción excreta muelles percutores recién empaquetados, que envía primero a Control de Calidad y después a Embalaje, donde se montan en palés en previsión del hipotético momento en que estarán listos para ser exportados. Ante la aparición de Anderson en la planta, los trabajadores interrumpen la actividad y se deshacen en wais, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente en una oleada de deferencia que se propaga por toda la línea.

Banyat, el encargado de Control de Calidad, se acerca corriendo y ensaya una reverencia.

Anderson le corresponde con un wai sucinto.

– ¿Qué tal es la calidad?

Banyat sonríe.

Dee khap. Buena. Mejor. Venga, mire. -Hace un gesto y Num, el capataz de día, toca la campana de advertencia que anuncia el alto de toda la cadena. Por señas, Banyat le indica a Anderson que lo siga-. Algo interesante. Le gustará.

Anderson esboza una sonrisa forzada, dudando que Banyat tenga algo realmente agradable que contarle. Saca un ngaw de la bolsa y se lo ofrece al encargado de Control de Calidad.

– ¿Progresos? ¿En serio?

Banyat asiente con la cabeza mientras acepta la fruta. Le echa un somero vistazo y empieza a pelarla. Se mete el corazón translúcido en la boca. No da muestras de sorpresa. No reacciona de forma especial. Se limita a comerse la condenada cosa sin darle mayor importancia. Anderson tuerce el gesto. Los farang siempre son los últimos en enterarse de cualquier novedad que se produzca en el país, circunstancia en la que a Hock Seng le gusta hacer hincapié cuando su mente paranoica comienza a sospechar que Anderson se propone despedirlo. Lo más probable es que Hock Seng también esté ya al corriente de la existencia de esta fruta, o fingirá estarlo cuando le pregunte.

Banyat tira el carozo a un bidón lleno de comida para megodontes y guía a Anderson cadena abajo.

– Arreglamos un problema con la troqueladora -informa.

Num vuelve a tocar la campana de advertencia y los trabajadores regresan a sus puestos. Al tercer tañido, el mahout del sindicato golpea a los animales que están a su cuidado con un látigo de fibras de bambú y los megodontes aminoran el paso hasta detenerse pesadamente. La cadena de producción se ralentiza. En la otra punta de la fábrica, los tambores de los muelles percutores industriales chasquean y chirrían cuando los volantes de inercia de la fábrica vierten en su interior la energía almacenada, la sustancia que reactivará la cadena cuando Anderson haya terminado la inspección.

Banyat conduce a Anderson por la línea silenciada, pasa junto a más trabajadores uniformados de verde y blanco, que le dedican más wais, y aparta las cortinas de polímero de aceite de palma que señalan la entrada de la sala de refinado. Aquí, el hallazgo industrial de Yates es rociado con glorioso abandono para cubrir los muelles percutores con el residuo de serendipia genética. Las mujeres y los niños allí presentes, con el rostro cubierto por mascarillas de triple filtro, levantan la cabeza y se quitan la protección respiratoria para saludar con profundos wais al hombre que les da de comer. Regueros de sudor y polvillo blanco surcan sus caras. Tan solo la piel alrededor de la boca y la nariz permanece oscura, allí donde los filtros la han resguardado.

Banyat y él cruzan el extremo más alejado y se adentran en el infierno sofocante de las salas de troquelado. Las lámparas térmicas resplandecen de energía y el hedor a marisma de las algas de cría impregna el aire. Hileras de paneles de secado se extienden hasta el techo, embadurnadas de ristras de algas modificadas que gotean, se marchitan y se convierten en una pasta negruzca con el calor. Los sudorosos técnicos de la cadena han reducido su atuendo a lo más imprescindible: pantalón corto, camiseta de tirantes y casco de protección. Es un auténtico horno, pese al silbido de los ventiladores de manivela y los generosos sistemas de ventilación. El cuello de Anderson se cubre de regueros de sudor. Su camisa queda empapada al instante.

Banyat señala.

– Ahí. Mire. -Pasa el dedo por una barra de corte desmontada y tendida junto a la cadena principal. Anderson se arrodilla para examinar la superficie-. Óxido -murmura Banyat.

– Creía que eso ya lo habíamos comprobado.

– Agua salada. -La sonrisa de Banyat es incómoda-. El océano está cerca.

Anderson contempla con una mueca las hileras de algas que gotean sobre su cabeza.

– Los tanques de algas y las gradas de secado no ayudan. El que tuvo la idea de usar calor residual para curar esas cosas era un imbécil. «Ahorro de energía», y un cuerno.

Banyat vuelve a sonreír con expresión azorada, pero guarda silencio.

– ¿Habéis reemplazado las herramientas de corte?

– Ahora la fiabilidad es del veinticinco por ciento.

– ¿Tanto? -Anderson asiente con desgana. Apunta con el dedo al encargado de la maquinaria y este llama a gritos a Num, que está al otro lado de la sala de refinado.

La campana de advertencia suena otra vez, y las prensas y las lámparas térmicas empiezan a refulgir cuando la electricidad irrumpe en el sistema. Anderson se aparta del repentino aumento de calor. Las prensas y las lámparas térmicas consumen carbono por valor de quince mil baht cada vez que se encienden, una parte del presupuesto de carbono total del reino que a este no le importa compartir con SpringLife por un nada módico precio. La manipulación del sistema por parte de Yates fue ingeniosa y permite que la fábrica emplee la cantidad de carbono asignada al país, pero el gasto que representan los inevitables sobornos sigue siendo exorbitante.

Los volantes de inercia principales comienzan a girar y la fábrica se estremece cuando los engranajes subterráneos entran en acción. Las tablas del suelo vibran. La energía cinética se propaga por todo el sistema como una inyección de adrenalina, un cosquilleo que anticipa la electricidad que está a punto de verterse en la cadena de producción. Un megodonte da barritos en señal de protesta y es obligado a callar a latigazos. El chirrido de los volantes de inercia se convierte en aullido antes de cesar de golpe cuando los julios irrumpen en tromba en el sistema motriz.

La campana del encargado de la línea vuelve a tañer. Los trabajadores dan un paso al frente para alinear las herramientas de corte. Están produciendo muelles percutores de dos gigajulios, y lo reducido de su tamaño requiere manipular las máquinas con más cuidado de lo habitual. Cadena abajo se inicia el proceso de bobinado, y la troqueladora, con sus hojas de precisión recién reparadas, sisea al elevarse sobre los pistones hidráulicos.

Khun, por favor. -Banyat le indica a Anderson que se sitúe detrás de una reja de protección.

La campana de Num suena por última vez. Los engranajes de la cadena se ensamblan con un chasquido. Anderson siente una punzada de ansiedad cuando el sistema se pone en funcionamiento. Los trabajadores se agazapan tras los escudos. El filamento de los muelles percutores se desliza con un silbido entre las pestañas de alineamiento y se trenza en forma de hilo al pasar por una serie de rodillos calentados. Una ducha de reactivo maloliente empapa el filamento rojizo y lo reviste con la película viscosa que se encargará de dar una distribución uniforme al polvo de algas de Yates.

La prensa cae como un mazazo. Anderson siente la fuerza del impacto en los dientes. El alambre de los muelles percutores sufre un corte limpio y el filamento cercenado pasa por unas cortinas a la sala de refinado. Emerge de allí treinta segundos después, grisáceo y recubierto del polvillo derivado de las algas. Pasa por una nueva serie de rodillos calentados antes de someterse al martirio que habrá de conferirle la estructura definitiva, enroscándose sobre sí mismo, comprimiéndose en una bobina cada vez más apretada, infringiendo todas las leyes de su composición molecular conforme el muelle se tensa cada vez más. El metal torturado profiere un alarido ensordecedor. Una lluvia de lubricantes y polvo de algas se desprende del revestimiento y salpica a los trabajadores y el equipo a medida que el muelle continúa encogiéndose, y por fin el muelle percutor comprimido se retira listo para instalarse en el estuche dentro del que partirá con rumbo a Control de Calidad.

El parpadeo de un piloto amarillo indica que todo está en orden. Los trabajadores salen corriendo de las jaulas para reiniciar la prensa mientras de las entrañas de las salas de fundición brota siseante un nuevo reguero de metal rojizo. Los rodillos tabalean, vacíos. Los pulverizadores de lubricante se tapan y una fina neblina se condensa en el aire mientras dura el proceso de autolimpiado previo a la siguiente aplicación. Los trabajadores terminan de alinear las prensas y se apresuran a agacharse de nuevo tras los parapetos. Si el sistema falla, el filamento de los muelles percutores se convertirá en un filo cargado de energía cuyos latigazos incontrolados barrerán toda la sala de producción. Anderson ha visto cabezas abiertas como mangos maduros, miembros amputados y las rociaduras de sangre a la manera de un cuadro de Pollock resultantes del fallo de los sistemas industriales.

La prensa guillotina otro muelle percutor de los cuarenta por hora que, al parecer, ahora tendrán una probabilidad de tan solo el setenta y cinco por ciento de terminar en uno de los pozos de eliminación de residuos controlados del Ministerio de Medio Ambiente. Están gastando millones en producir basura que costará más millones destruir, un arma de doble filo que no deja de cortar. Yates fastidió algo, ya fuera por accidente o en un último acto de sabotaje motivado por el despecho, y ha sido necesario más de un año para darse cuenta de la magnitud del problema, para examinar los tanques de algas que producen el revolucionario revestimiento de los muelles percutores, para recalibrar las resinas de maíz que recubren la interfaz operativa de los muelles, para cambiar las prácticas de Control de Calidad, para comprender lo que supone un nivel de humedad que roza el ciento por ciento durante todo el año para un proceso de producción concebido para climas más secos.

Un penacho de polvo filtrado blanquecino se cuela en la estancia cuando uno de los obreros cruza las cortinas de la sala de refinado con paso tambaleante. Una combinación de arenilla y gotitas de aceite de palma le oculta el rostro veteado de sudor. El ondear de las cortinas revela un atisbo fugaz de la polvareda que envuelve a sus colegas, sombras inmersas en una tormenta de nieve mientras el filamento de los muelles percutores se recubre con el polvo que impide que los muelles se agarroten bajo la intensa compresión. Todo ese sudor, todas esas calorías, toda esa cuota de carbono, tan solo para que Anderson pueda disfrutar de una tapadera convincente mientras investiga el misterio de las solanáceas y el ngaw.

Cualquier empresa en su sano juicio hubiera cerrado la fábrica. Incluso Anderson lo hubiese hecho, pese a sus limitados conocimientos sobre los procesos implicados en esta producción de muelles percutores de última generación. Pero si quiere que los trabajadores, los sindicatos, los camisas blancas y los numerosos e indiscretos oídos del reino se crean que no es más que otro empresario con ambiciones, la fábrica debe producir, y al máximo.

Anderson estrecha la mano de Banyat y lo felicita por el trabajo bien hecho.

La verdad, es una lástima. El potencial para alcanzar el éxito está ahí. Cada vez que Anderson ve uno de los muelles de Yates en acción, se le forma un nudo en la garganta. Yates estaba loco, pero no era ningún estúpido. Anderson ha visto cómo los julios salen a raudales de diminutos estuches de muelles percutores capaces de pasarse horas dando chasquidos sin cesar cuando otros no podrían contener ni una cuarta parte de esa energía aunque pesaran el doble, o se reducirían a un amasijo informe sin más cohesión que la molecular bajo la tremenda presión de los julios inyectados en ellos. A veces, Anderson siente la tentación de dejarse seducir por el sueño de Yates.

Anderson respira hondo y, encorvado, cruza la sala de refinado volviendo sobre sus pasos. Sale al otro lado en medio de una nube de polvo de algas y humo. Aspira el aire cargado de estiércol de megodonte pisoteado y sube por la escalera que conduce a su despacho. Detrás de él, uno de los megodontes chilla otra vez, el sonido de un animal maltratado. Anderson se vuelve, pasea la mirada por la planta de la fábrica y toma nota del mahout. Rueda Número Cuatro. Otro problema que añadir a la larga lista que representa SpringLife. Abre la puerta de las oficinas de administración.

Dentro, el despacho sigue estando casi igual que la primera vez que lo vio. Aún mal iluminado, aún cavernoso, con un puñado de mesas y ordenadores a pedales mudos e inertes en las sombras. Entre los postigos de teca de las ventanas se filtran finos cuchillos de sol que iluminan las ofrendas humeantes a cualesquiera que fuesen los dioses que no consiguieron salvar al clan chino de Tan Hock Seng en Malasia. El incienso de sándalo enrarece la atmósfera de la estancia, y otras volutas sedosas se elevan de un altar emplazado en la esquina donde unas risueñas figuras doradas se acuclillan ante platos de arroz U-Tex y pegajosos mangos cubiertos de moscas.

Hock Seng ya está sentado delante del ordenador. Una pierna huesuda le da infatigablemente al pedal, alimentando los microprocesadores y el fulgor del monitor de doce centímetros. A la luz cenicienta, Anderson detecta el parpadeo de Hock Seng, el tic de quien teme la visita de un nuevo baño de sangre cada vez que se abre una puerta. El gesto del anciano es tan alucinógeno como el desvanecimiento de un cheshire (ora está ahí, ora se esfuma como si jamás hubiera existido), pero Anderson ha tratado a suficientes refugiados tarjetas amarillas como para reconocer el terror reprimido. Cierra la puerta, apagando así el clamor de la producción, y el anciano se tranquiliza.

Anderson tose y agita una mano ante los remolinos de humo de incienso.

– Creía que habías dejado de quemar esa asquerosidad.

Hock Seng se encoge de hombros, pero no deja de pedalear ni teclear.

– ¿Quieres que abra las ventanas? -Su susurro es como una vara de bambú arrastrada por la arena.

– Dios, no. -Con una mueca, Anderson contempla el resplandor tropical que acecha tras los postigos-. Limítate a quemarlo en casa. No quiero verlo aquí. Que sea la última vez.

– Sí. Por supuesto.

– Te lo digo en serio.

Hock Seng levanta la mirada un momento antes de volver a concentrarse en la pantalla. La prominencia de sus pómulos y las cuencas de sus ojos resaltan en altorrelieve al resplandor del monitor. Continúa oprimiendo las teclas con unos dedos que recuerdan a patas de araña.

– Da buena suerte -murmura. Una risita sibilante sigue a sus palabras-. Hasta los diablos extranjeros necesitan tener suerte. Con todos los problemas que hay en la fábrica, creo que no te vendría mal que Hotei te echara una mano.

– Aquí no. -Anderson deja el ngaw recién adquirido encima de la mesa y se repantiga en la silla. Se seca la frente-. Quémalo en casa.

Hock Seng inclina la cabeza en señal de aquiescencia. En el techo, las hileras de ventiladores de manivela rotan con desgana; las aspas de bambú jadean frente al bochorno que impera en el despacho. Los dos se sientan como náufragos en una isla desierta, rodeados por el mapa del plan maestro de Yates. En la planta que debería haber albergado a agentes de ventas, encargados de logística, empleados de Recursos Humanos y secretarias solo hay filas de mesas y bancos de trabajo desiertos, rendidos al silencio.

Anderson rebusca entre los ngaw. Le enseña una de las frutas verdes y peludas a Hock Seng.

– ¿Habías visto antes uno de estos?

Hock Seng lo mira de reojo.

– Los thais los llaman ngaw. -Vuelve a enfrascarse en el trabajo, pedaleando entre hojas de cálculo que nunca arrojarán la cifra deseada y números rojos que jamás serán denunciados.

– Ya sé cómo los llaman los thais. -Anderson se levanta y se dirige a la mesa del anciano. Hock Seng se encoge cuando Anderson deja el ngaw al lado de su ordenador y observa la fruta de hito en hito, como si de un escorpión se tratara-. Los granjeros del mercado supieron decirme el nombre tailandés. ¿Los has visto también en Malasia?

– Me… -Hock Seng empieza a hablar, pero se interrumpe. El esfuerzo por controlarse es palpable, las emociones se suceden a una velocidad de vértigo en sus rasgos-. Me… -Vuelve a dejar la frase en el aire.

Anderson ve cómo el miedo cincela y malea las facciones de Hock Seng. Menos del uno por ciento de los chinos malayos escaparon del Incidente. Es indudable que Hock Seng puede considerarse afortunado, pero Anderson lo compadece. Una simple pregunta, una mera fruta, y es como si el anciano se dispusiera a huir de la fábrica.

Con la respiración entrecortada, Hock Seng contempla fijamente el ngaw. Al cabo, murmura:

– En Malasia, ninguno. Solo a los thais se les dan bien estas cosas. -Y acto seguido retoma el trabajo, con los ojos clavados en la pequeña pantalla del ordenador y sus recuerdos a buen recaudo.

Anderson espera a ver si Hock Seng revela algo más, pero el anciano no vuelve a levantar la cabeza. El enigma de los ngaw tendrá que esperar.

Anderson regresa a su mesa y empieza a revisar el correo. Los recibos y los documentos fiscales que Hock Seng ha preparado se apilan en una esquina del escritorio, exigiendo atención. Comienza a examinar el montón, añadiendo su firma a los cheques del Sindicato de Megodontes y el sello de SpringLife a las aprobaciones de eliminación de residuos. Se tira de la camisa mientras se abanica frente al calor y la humedad crecientes.

Un rato después, Hock Seng levanta la cabeza.

– Banyat te estaba buscando.

Anderson asiente con la cabeza, distraído con los formularios.

– Han encontrado óxido en la troqueladora. El recambio ha mejorado la fiabilidad en un cinco por ciento.

– ¿Veinticinco por ciento, entonces?

Anderson se encoge de hombros, pasa más hojas, estampa su sello en un informe de evaluación de carbono del Ministerio de Medio Ambiente.

– Eso dice. -Dobla el documento y vuelve a guardarlo en su sobre.

– Sigue sin ser una estadística rentable. Esos muelles tuyos están tan apretados que no sueltan nada. Custodian los julios igual que el somdet chaopraya custodia a la Reina Niña.

Anderson pone cara de irritación pero no se molesta en salir en defensa de la errática calidad.

– ¿Te ha hablado Banyat también de los tanques de nutrientes? -pregunta Hock Seng-. ¿De las algas?

– No. Solo del óxido. ¿Por qué?

– Se han contaminado. Algunas de las algas no producen la… -Hock Seng titubea-. La espuma. No son eficientes.

– No me ha dicho nada.

Hock Seng vacila de nuevo antes de responder:

– Seguro que lo intentó.

– ¿Ha mencionado si es grave?

Hock Seng se encoge de hombros.

– No, solo que la espuma no cumple los requisitos.

Anderson frunce el ceño.

– Está despedido. Un encargado de Control de Calidad que no es capaz de darme las malas noticias no me sirve de nada.

– A lo mejor es que no estabas prestando atención.

Anderson tiene muchos apelativos para la gente que intenta sacar un tema y no lo consigue, pero lo interrumpe un alarido del megodonte de la planta baja. El estruendo es tal que las ventanas tiemblan. Anderson guarda silencio, atento a cualquier posible sonido en respuesta.

– Es el tambor de bobinado Número Cuatro -señala-. Ese mahout es un incompetente.

Hock Seng no aparta la mirada del teclado.

– Son thais. Todos son unos incompetentes.

Anderson intenta no reírse del comentario del tarjeta amarilla.

– Ya, pero ese es peor. -Vuelve a concentrarse en el correo-. Quiero que lo reemplaces. Tambor Número Cuatro. Acuérdate.

La cadencia del pedaleo de Hock Seng se tambalea.

– Será problemático, me parece. Hasta el Señor del Estiércol debe inclinarse ante el Sindicato de Megodontes. Sin el trabajo físico de los animales, uno debe recurrir a los julios de los hombres. Es difícil negociar desde esa posición.

– Me da igual. Lo quiero en la calle. No podemos arriesgarnos a que se produzca una estampida. Busca la forma más diplomática de librarte de él. -Anderson coge otro montón de cheques que aguardan su firma.

Hock Seng vuelve a la carga.

Khun, negociar con el sindicato es complicado.

– Para eso te pago. Se llama delegar. -Anderson continúa ojeando los papeles.

– Sí, desde luego. -Hock Seng lo observa con expresión adusta-. Gracias por la clase de dirección empresarial.

– Eres tú el que no para de decirme que no entiendo la cultura de aquí -replica Anderson-. Pues demuestra lo que sabes. Líbrate de ese. Me importa un bledo si eres discreto o si todo el mundo queda en mal lugar, pero encuentra la manera de darle puerta. Es un peligro tener a alguien así en la fuente de suministro.

Hock Seng frunce los labios, pero desiste de seguir protestando. Anderson decide asumir que el anciano atenderá su petición, tuerce el gesto y pasa las páginas de otra carta de autorización del Ministerio de Medio Ambiente. Solo los thais podrían dedicar tanto tiempo a intentar que un soborno parezca un acuerdo de servicios. Nunca pierden las formas, ni siquiera cuando lo extorsionan a uno. O cuando hay un problema con los tanques de algas. Banyat…

Anderson rebusca entre los formularios que cubren la mesa.

– ¿Hock Seng?

El anciano no levanta la cabeza.

– Me encargaré del mahout -promete mientras sigue tecleando-. Lo haré, aunque lo pagarás caro la próxima vez que vengan a negociar las bonificaciones.

– Bueno es saberlo, pero la pregunta no es esa. -Anderson da un golpecito encima de la mesa-. Has dicho que Banyat se había quejado de la espuma de las algas. ¿Qué tanques son los que dan problemas, los nuevos o los viejos?

– Pues… No lo especificó.

– ¿No me dijiste que íbamos a recibir equipo de los amarraderos la semana pasada? ¿Tanques y cultivos de nutrientes nuevos?

Los dedos de Hock Seng vacilan sobre el teclado por un momento. La perplejidad de Anderson es fingida mientras vuelve a barajar los papeles, convencido ya de que los recibos y los formularios de cuarentena no se encuentran allí.

– Tendría que haber una lista por alguna parte. Estoy seguro de que me avisaste de su llegada. -Levanta la cabeza-. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que no deberíamos tener ningún problema de contaminación. No si el equipo nuevo pasó el control de aduanas y ya está instalado.

Hock Seng no responde. Sigue tecleando como si no hubiera oído nada.

– ¿Hock Seng? ¿Se te olvidó contarme algo?

Los ojos de Hock Seng permanecen fijos en el fulgor ceniciento del monitor. Anderson espera. Solo el rítmico chirrido de los ventiladores de manivela y el tabaleo del pedal de Hock Seng rompen el silencio.

– No hay ningún manifiesto -reconoce por fin el anciano-. El cargamento todavía está en la aduana.

– Se supone que debía salir la semana pasada.

– Siempre se producen retrasos.

– Me dijiste que esta vez no habría ningún problema -insiste Anderson-. Estabas seguro de ello. Me dijiste que te encargarías de acelerar el proceso personalmente. Te di dinero de sobra para ello.

– Los thais miden el tiempo a su manera. Quizá llegue esta tarde. Quizá mañana. -Hock Seng compone un gesto que podría pasar por una sonrisa-. Son unos holgazanes, no como los chinos.

– ¿Pagaste los sobornos? Se supone que los del Ministerio de Comercio iban a recibir una parte para apaciguar al inspector camisa blanca que tienen a sueldo.

– Los pagué.

– ¿Todo?

Hock Seng levanta la cabeza con los párpados entornados.

– Pagué.

– ¿No les diste la mitad y te quedaste con el resto?

Hock Seng suelta una risita nerviosa.

– Por supuesto que lo pagué todo.

Anderson observa al tarjeta amarilla un momento más, intentando determinar su sinceridad, antes de rendirse y soltar los papeles. Ni siquiera está seguro de por qué se preocupa, pero le molesta que el viejo crea que puede engañarle con tanta facilidad. Contempla de reojo la bolsa de ngaw. Tal vez Hock Seng presienta que la fábrica desempeña un papel muy secundario… Se obliga a arrinconar esa idea y vuelve a presionar al anciano.

– Entonces, ¿mañana?

Hock Seng inclina la cabeza.

– Creo que es lo más probable.

– Esperaré sentado.

Hock Seng no reacciona ante el sarcasmo. Anderson se pregunta si lo habrá entendido siquiera. El hombre habla inglés con una facilidad asombrosa, pero de vez en cuando se topan con barreras lingüísticas cuyas raíces parecen estar más hundidas en la cultura que en el vocabulario.

Anderson vuelve a concentrarse en el papeleo. Formularios fiscales por aquí. Cheques por allá. Los trabajadores cuestan el doble de lo que deberían. Otro de los problemas de tratar con el reino. Mano de obra tailandesa para empleos tailandeses. Las calles están llenas de refugiados tarjetas amarillas que se mueren de hambre, pero no puede contratarlos. En teoría, Hock Seng debería estar en las colas del paro, tan acuciado por la inanición como los demás supervivientes del Incidente. Sin sus dotes especiales para los idiomas y la contabilidad, y sin la indulgencia de Yates, habría perecido ya.

Anderson se detiene al llegar a un sobre nuevo. Está dirigido a él, personalmente, pero como era de esperar, el lacre está roto. A Hock Seng le cuesta horrores respetar la inviolabilidad del correo ajeno. Es un problema que han discutido en repetidas ocasiones, pero aun así el anciano sigue cometiendo «errores».

Dentro del sobre, Anderson encuentra una pequeña tarjeta de invitación. Raleigh sugiere que se reúnan.

Anderson da unos golpecitos con la tarjeta encima de la mesa, contemplativo. Raleigh. Un resto del naufragio de la antigua Expansión. Un viejo pedazo de madera de deriva que llegó con la marea alta, cuando el petróleo era barato y se podía dar la vuelta al mundo en cuestión de horas en vez de semanas.

Cuando las ruedas del último jumbo se levantaron de las pistas inundadas de Suvarnabhumi, Raleigh lo vio partir hundido hasta las rodillas en las aguas marinas que no dejaban de subir. Se fue a vivir con sus novias, y cuando estas murieron buscó otras nuevas, forjando una vida de limoncillo, baht y opio de la mejor calidad. Si las historias que cuenta son ciertas, ha sobrevivido a golpes y contragolpes de Estado, a plagas de calorías y a hambrunas. En la actualidad, el viejo reposa como un sapo cubierto de verrugas en su «club» de Ploenchit, sonriendo complacido mientras instruye a los extranjeros recién llegados en las artes perdidas de la depravación pre-Contracción.

Anderson tira la tarjeta encima de la mesa. Sean cuales sean las intenciones del viejo, la invitación parece inofensiva. Raleigh no ha conseguido vivir tanto tiempo en el reino sin desarrollar cierto nivel de paranoia. Anderson observa de soslayo a Hock Seng y sonríe ligeramente. Los dos harían una pareja perfecta: dos almas expatriadas, dos hombres lejos del país que los vio nacer, supervivientes ambos gracias al ingenio y la paranoia…

– Si no vas a hacer nada aparte de ver cómo trabajo -refunfuña Hock Seng-, el Sindicato de Megodontes solicita una renegociación de las tarifas.

Anderson echa un vistazo a los gastos apilados encima del escritorio.

– Dudo que sean tan educados.

La pluma de Hock Seng se detiene en el aire.

– Los thais siempre son educados. Incluso cuando amenazan.

El megodonte de la planta de abajo vuelve a chillar.

La mirada que Anderson le dedica a Hock Seng habla por sí sola.

– Supongo que eso te da algo con lo que regatear cuando llegue la hora de despedir al mahout Número Cuatro. Diablos, a lo mejor dejo de pagarles hasta que se libren de ese cabrón.

– El sindicato es poderoso.

Anderson da un respingo cuando otro alarido sacude la fábrica.

– ¡E imbécil! -Echa un vistazo de reojo a las ventanas de observación-. ¿Qué demonios le están haciendo a ese animal? -Le hace una seña a Hock Seng-. Ve a mirar.

Hock Seng parece a punto de empezar a discutir, pero Anderson lo fulmina con la mirada. El anciano se pone de pie.

Un ensordecedor trompetazo de protesta interrumpe cualquiera que fuese la queja que el anciano se disponía a formular. Las ventanas de observación tiemblan violentamente.

– ¿Qué de…?

Otro barrito estremece el edificio, seguido de una estridencia mecánica: el tren de alimentación, sacudiéndose. Anderson se levanta de la silla de un salto y corre a la ventana, pero Hock Seng llega antes que él. El anciano se queda mirando fijamente al otro lado del cristal, boquiabierto.

Unos ojos amarillos del tamaño de bandejas se elevan al nivel de la ventana de observación. El megodonte se tambalea, erguido sobre las patas traseras. Los cuatro colmillos de la bestia han sido serrados por seguridad, pero sigue siendo un monstruo de cuatro metros y medio hasta la cruz, diez toneladas encabritadas de músculo y rabia. Tira de las cadenas que lo sujetan a la rueda de transmisión. Levanta la trompa, exponiendo unas fauces cavernosas. Anderson se tapa las orejas con las manos.

El grito del megodonte atraviesa el cristal como un mazazo. Anderson cae de rodillas, conmocionado.

– ¡Dios! -Le pitan los oídos-. ¿Dónde está ese mahout?

Hock Seng sacude la cabeza. Anderson ni siquiera está seguro de que el hombre le haya oído. Él mismo percibe los sonidos amortiguados y lejanos. Llega trastabillando a la puerta y la abre de golpe en el preciso instante en que el megodonte cae a plomo encima de la Rueda Cuatro. El tambor se hace pedazos. Una lluvia de fragmentos de teca sale disparada en todas direcciones. Anderson se encoge cuando las astillas pasan volando por su lado y los alfilerazos le encienden la piel.

Abajo, los mahouts se apresuran a desencadenar a las bestias para alejarlas a rastras del animal enloquecido, vociferando órdenes de aliento, imponiendo su voluntad a los descomunales paquidermos. Los megodontes zarandean la cabeza y protestan, rebelándose contra su adiestramiento, abrumados por el impulso instintivo de socorrer a su primo. El resto de los trabajadores thais huye en busca de la seguridad que ofrece la calle.

El megodonte desbocado lanza un nuevo ataque sobre el tambor de bobinado. Los radios saltan por los aires. El mahout que debería haber controlado a la bestia es una mancha de sangre y huesos en el suelo.

Anderson regresa agazapado al despacho. Sortea las mesas vacías y salta por encima de otra, deslizándose sobre la superficie hasta aterrizar ante las cajas fuertes de la empresa.

Se le enredan los dedos al girar las ruedas de la combinación. Se le cuela el sudor en los ojos. Veintitrés a la derecha. Ciento seis a la izquierda… Su mano salta al siguiente dial mientras reza para no fastidiar la serie y tener que empezar de nuevo. Los estallidos de la madera continúan en la planta de la fábrica, acompañados de los gritos de alguien que se ha acercado demasiado.

Hock Seng aparece a su lado, pegándose a él.

Anderson ahuyenta al anciano con un ademán.

– ¡Dile a la gente que salga de aquí! ¡Largo! ¡Quiero ver a todo el mundo fuera!

Hock Seng asiente, pero se queda ahí esperando mientras Anderson sigue peleándose con las combinaciones.

Anderson le lanza una mirada asesina.

– ¡Fuera!

Hock Seng se agacha, obediente, y corre hasta la puerta gritando, perdida su voz entre los alaridos de los trabajadores y los crujidos del duramen. Anderson gira la última rueda y abre de par en par la puerta de la caja fuerte: papeles, montones de billetes de varios colores, informes confidenciales, una escopeta de aire comprimido… una pistola de resortes.

«Yates.»

Tuerce el gesto. Es como si el viejo hijo de perra estuviera en todas partes hoy, como si su phii viajara sentado en el hombro de Anderson. Anderson tensa el resorte de la pistola y se la guarda en el cinturón. Saca la escopeta de aire comprimido. Comprueba el cargador mientras los ecos de otro barrito resuenan a su espalda. Al menos Yates estaba preparado para esto. El muy cabrón era ingenuo, pero no estúpido. Anderson amartilla la escopeta y se dirige a la puerta a grandes zancadas.

En la planta de producción, la sangre salpica los sistemas motrices y las líneas de Control de Calidad. Es difícil ver quién ha fallecido. El mahout en cuestión y alguien más. El tufo dulzón de las vísceras humanas impregna el aire. Ristras de tripas decoran la ruta del megodonte alrededor de su bobina. El animal se yergue de nuevo, una montaña de músculos genéticamente alterados, debatiéndose contra las últimas de sus ligaduras.

Anderson nivela la escopeta. En la periferia de su visión, otro megodonte se levanta sobre las patas traseras y barrita, solidario. Los mahouts están perdiendo el control. Se obliga a no hacer caso del caos en expansión y acerca el ojo a la mira telescópica.

La mirilla de la escopeta se pasea por una muralla rojiza de piel arrugada. Agrandada por el telescopio, la bestia es tan enorme que no puede fallar. Activa el modo automático de la escopeta, espira lentamente, y libera el cartucho de gas.

Un enjambre de dardos sale disparado de la escopeta. Una nube de puntos anaranjados clavetea la piel del megodonte, señalando los impactos. Las toxinas concentradas de la investigación de AgriGen con veneno de avispa se propagan por el cuerpo del animal, buscando el sistema nervioso central.

Anderson baja la escopeta. Sin el aumento de la mira telescópica, le cuesta distinguir los dardos dispersos por el pellejo de la bestia. Dentro de unos momentos estará muerta.

El megodonte gira en redondo y clava la mirada en Anderson; en sus ojos resplandece una llamarada de rabia surgida del Pleistoceno. Sin poder evitarlo, Anderson se siente impresionado por la inteligencia del animal. Es casi como si este supiera lo que acaba de hacer.

El megodonte coge impulso y tira de sus cadenas. Los eslabones de hierro se rompen y surcan el aire con un silbido, estampándose contra las cintas transportadoras. Un trabajador se desploma, truncada su huida. Anderson suelta la escopeta, ya inservible, y empuña la pistola de resortes. Es un juguete frente a diez toneladas de animal furioso, pero es lo único que le queda. El megodonte embiste y Anderson dispara, apretando el gatillo tan deprisa como es capaz de contraer el dedo. Unos inofensivos discos afilados se estrellan contra la avalancha.

El megodonte lo levanta por los aires con la trompa. El apéndice prensil se enrosca en su pierna como una pitón. Anderson araña el marco de la puerta en un intento por agarrarse a algo mientras patalea desesperado. La trompa aprieta. La sangre se agolpa en su cabeza. Se pregunta si el monstruo planea estrujarlo sin más, como si de un mosquito ahíto de sangre se tratara, pero la bestia lo arrastra fuera de la galería. Anderson pugna por encontrar un último asidero mientras la barandilla pasa volando por su lado, y acto seguido salta por los aires. En caída libre.

El barrito exultante del megodonte resuena en los oídos de Anderson mientras este surca el vacío. El suelo de la fábrica vuela a su encuentro. Golpea el cemento. Lo envuelven las tinieblas. «Túmbate y muere Anderson se debate con la inconsciencia. «Muere Intenta incorporarse, apartarse rodando, hacer cualquier cosa, pero no puede moverse.

Formas de colores confluyen ante sus ojos, intentando ensamblarse. El megodonte está cerca. Puede oler su aliento.

Los parches de color convergen. El megodonte se cierne sobre él, piel rojiza y rabia ancestral. Levanta una pata, dispuesto a pisotearlo. Anderson rueda de costado pero no logra que las piernas le obedezcan. Ni siquiera puede arrastrarse. Sus manos resbalan sobre el cemento como arañas sobre el hielo. No puede moverse con la suficiente rapidez. «Dios, no quiero morir así. Aquí no. Así no…» Es como una lagartija atrapada por la cola. No puede levantarse, no puede escapar, va a morir, triturado por la pata de un elefante hipertrofiado.

El megodonte suelta un gemido. Anderson mira por encima del hombro. La bestia ha bajado la pata. Se balancea como si estuviera borracha. Resuella con la trompa y entonces, de repente, las patas traseras se doblan. El monstruo se recuesta sobre las posaderas en un gesto ridículamente parecido al de un perro. Su expresión es casi de estupefacción, como si le causara perplejidad que el cuerpo haya dejado de obedecerle.

Despacio, las patas delanteras se estiran ante él y se hunde, gimiendo, en medio de la paja y el estiércol. Los ojos del megodonte descienden a la altura de Anderson. Fijos en los de él, casi humanos, parpadean llenos de confusión. La trompa se extiende buscándolo de nuevo, manoteando con torpeza, una pitón de músculos e instinto, despojada ya de toda coordinación. Las fauces se entreabren, jadea. Lo baña el calor apacible de un horno. La trompa le da un golpecito. Lo mece. No encuentra asidero.

Anderson se aleja lentamente de su alcance. Se pone de rodillas y se obliga a levantarse. Se tambalea, mareado, hasta que consigue plantar los pies con firmeza y se yergue cuan alto es. El megodonte sigue sus movimientos con un ojo amarillo. La rabia ha desaparecido. Los párpados abanican con sus largas pestañas a Anderson, que se pregunta qué estará pensando el animal. Si podrá sentir el caos neuronal que le desgarra el sistema. Si sabrá que su fin está cerca. O si solo se notará cansado.

De pie ante él, Anderson siente algo parecido a la lástima. Los cuatro óvalos de bordes irregulares que señalan la antigua ubicación de los colmillos forman unos parches de marfil de treinta centímetros de diámetro, serrados sin compasión. Tiene las rodillas cubiertas de llagas brillantes y los labios ribeteados de pústulas sarnosas. De cerca y moribundo, con los músculos paralizados y el costillar transformado en un fuelle roto, no es más que una criatura maltratada. Este monstruo jamás estuvo diseñado para luchar.

El megodonte exhala un último aliento huracanado. Su mole se asienta.

Los empleados de la fábrica se congregan alrededor de Anderson, gritando, tirando de él, intentando ayudar a los heridos y encontrar a los muertos. Hay gente por todas partes. Rojo y dorado, los colores del sindicato; el verde de los uniformes de SpringLife. Los mahouts trepan como hormigas por encima del gigantesco cadáver.

Durante un segundo, Anderson se imagina a Yates de pie junto a él, fumando uno de sus cigarrillos locales y deleitándose con la tragedia. «Y decías que dentro de un mes te habrías ido.» Quien aparece a su lado es Hock Seng, una voz susurrante, ojos negros rasgados, una mano huesuda que sube hasta su cuello y se retira empapada de rojo.

– Estás sangrando -murmura.

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