21

Al filo del precipicio de la torre en ruinas, Emiko mira fijamente hacia el norte.

Lo hace todos los días desde que Raleigh confirmó la existencia del refugio de los neoseres. Desde que Anderson-sama sugirió la posibilidad. No puede evitarlo. Incluso cuando yace en los brazos de Anderson-sama, incluso cuando la invita a quedarse con él, pagando las multas del bar durante días seguidos, no puede evitar soñar con ese lugar donde no existen los amos.

El norte.

Respira hondo, aspirando el olor del mar, del estiércol quemado y de las orquídeas en flor. A sus pies, el amplio delta del Chao Phraya acaricia las compuertas y los diques de Bangkok. En la orilla lejana, Thonburi flota como puede sobre balsas de bambú y casas elevadas. El prang del Templo del Amanecer sobresale de las aguas, rodeado por los cascotes de la ciudad sumergida.

El norte.

Unas voces procedentes de abajo ponen fin a sus ensoñaciones. Su cerebro tarda unos instantes en traducir el ruido que se filtra hasta ella, pero su mente cambia del japonés al tailandés y los sonidos se transforman en palabras. Palabras que se convierten en gritos.

– ¡Silencio!

– ¡Mai ao! ¡No! ¡No nonono!

– ¡Túmbate! ¡Map lohng dieow nee! ¡Boca abajo!

– ¡Por favor porfavorporfavor!

– ¡Que te tumbes!

Emiko ladea la cabeza, escuchando el altercado. Tiene buen oído, otra cosa que le dieron los científicos, junto con la piel tersa y el instinto canino de obedecer. Escucha. Más gritos. El golpeteo de pisadas y algo que se rompe. Se le eriza el vello de la nuca. Lo único que lleva puesto es un tanga y un sujetador con tirantes. El resto de su atuendo está abajo, esperando el momento de ponerse la ropa de calle.

Continúan filtrándose los gritos. Un alarido de dolor. Un dolor animal, primigenio.

Camisas blancas. Una redada. Un torrente de adrenalina recorre todo su ser. Tiene que escapar del tejado antes de que lleguen. Emiko se vuelve y encamina sus pasos hacia la puerta, pero se detiene en seco al llegar al hueco de la escalera, donde resuenan pasos.

– Escuadrón Tres. ¡Despejado!

– ¿Y el ala?

– ¡Despejada!

Emiko cierra la puerta de un empujón y apoya la espalda en ella, atrapada. Ya han empezado a obstruir la escalera. Mira alrededor del tejado, buscando otra vía de escape.

– ¡Registrad la azotea!

Emiko corre hacia la cornisa de la torre. El primer balcón se extiende diez metros más abajo, adosado a un ático que recuerda la época de mayor esplendor del edificio. Contempla fijamente el diminuto balcón, mareada. Más abajo no hay nada salvo la caída hasta la calle y las personas que la pueblan como termitas negras.

Las rachas de viento tiran de ella hacia el borde. Emiko se tambalea y recupera el equilibrio a duras penas. Es como si los espíritus del aire estuvieran intentando matarla. Vuelve a fijar la mirada en el balcón. No. Es imposible.

Se da la vuelta y regresa corriendo a la puerta, buscando algo con lo que atrancarla. La azotea está sembrada de fragmentos de ladrillos y tejas, además de la ropa colgada en los tendales, pero nada… Encuentra los restos de una escoba vieja. Se apresura a agarrarla y la afianza contra el marco de la puerta.

Los goznes están tan oxidados que la presión ejercida basta para combar la hoja. Empuja el palo de la escoba con más fuerza, haciendo una mueca. El WeatherAll de la escoba es más robusto que el metal de la puerta.

Emiko mira a su alrededor en busca de otra solución. Ya ha empezado a recalentarse de tanto correr de un lado para otro como una rata asustada. El sol es una gran pelota roja que se hunde en el horizonte. Sombras alargadas se estiran sobre la deteriorada superficie del tejado del edificio. Gira hasta trazar un círculo completo, aterrada. Su mirada se posa en la colada y en los tendales. Tal vez podría utilizar las cuerdas para descender. Corre hasta una de ellas e intenta arrancarla, pero es recia y está bien sujeta. No quiere soltarse. Tira de nuevo.

La puerta se estremece a su espalda. Una voz maldice al otro lado.

– ¡Abran! -La puerta salta en el marco cuando alguien la embiste, intentando derribar el improvisado puntal de Emiko.

Inexplicablemente, oye la voz de Gendo-sama dentro de su cabeza, diciéndole que es perfecta. Óptima. Sublime. Hace una mueca ante las palabras del viejo malnacido mientras propina otro tirón a la cuerda, aborreciéndolo, aborreciendo a la vieja serpiente que la amaba y se deshizo de ella. La cuerda le corta las manos pero se niega a rendirse. Gendo-sama. Menudo traidor. Emiko morirá porque es óptima, pero no lo suficiente para obtener un billete de vuelta.

«Me estoy abrasando.»

Óptima.

Otro porrazo a su espalda. La puerta se astilla. Renuncia a la cuerda. Vuelve a girar sobre los talones, desesperada por encontrar una solución. A su alrededor solo hay cascotes y el cielo abierto. Lo mismo podría estar a mil kilómetros de altura. Una altura óptima.

Una bisagra salta de su sitio, proyectando en todas direcciones una lluvia de fragmentos metálicos. La puerta se comba. Tras echar un último vistazo atrás por encima del hombro, Emiko sale disparada hacia el borde del edificio, esperando aún que se produzca un milagro. Que haya una manera de descender.

Se detiene al llegar a la cornisa, haciendo molinetes con los brazos. El precipicio abre las fauces a sus pies. El viento tira de ella. No hay nada. Ningún asidero. Ninguna forma de bajar. Vuelve a mirar atrás, a los tendales. Si pudiera…

La puerta se libera de sus goznes. Una pareja de camisas blancas cruzan el umbral atropelladamente, a trompicones, pistolas de resortes en mano. Al verla, aprovechan el impulso para correr hacia ella.

– ¡Alto! ¡Ven aquí!

Emiko se asoma al filo de la cornisa. Los peatones son meros puntitos a sus pies; el balcón tiene el tamaño de un sello postal.

– ¡Alto! ¡Yoot dieow nee! ¡Detente!

Los camisas blancas corren tan deprisa como pueden, y sin embargo, por extraño que parezca, de repente parecen muy lentos. Tan lentos como la miel en un día frío.

Emiko los observa asombrada. Ya han cubierto la mitad del tejado, pero avanzan muy, muy despacio. Es como si corrieran entre gachas de arroz. Todos sus movimientos se ralentizan. Qué lentos. Tan lentos como el hombre que la persiguió por los callejones e intentó apuñalarla. Tan lentos…

Emiko sonríe. Óptima. Se yergue sobre la cornisa de la azotea.

Los camisas blancas abren la boca para gritar algo más. Sus pistolas de resortes se levantan, buscándola. Emiko ve que las bocas rasgadas de los cañones convergen sobre ella. Distraída, se pregunta si no será ella la lenta. O la gravedad misma.

El viento sopla a su alrededor, llamándola. Los espíritus del aire tiran de ella, agitan frente a sus ojos una red negra trenzada con sus propios cabellos. La aparta. Dedica una sonrisa serena a los camisas blancas que corren todavía, que siguen apuntando sus pistolas de resortes, y da un paso atrás hacia el vacío. Los ojos de los camisas blancas se abren desmesuradamente. Sus armas escupen fogonazos carmesíes, escupiendo discos en dirección a ella. Una, dos, tres… las cuenta al vuelo… cuatro, cinco…

La gravedad se apodera de ella. Los hombres y sus proyectiles se pierden de vista. Se estrella contra el balcón. Se pega con las rodillas en la barbilla. Se tuerce un tobillo, que emite un chirrido metálico. Rueda hasta chocar con la barandilla del balcón, que se hace añicos y se desintegra. Emiko se precipita en caída libre. Mientras desciende, estira el brazo hacia una desvencijada balaustrada de cobre. Se detiene en seco y se queda colgando sobre el abismo.

A su alrededor solo se abren las fauces del vacío, invitándola a seguir cayendo. Las ráfagas de aire caliente tiran de ella. Jadeando, Emiko se encarama al balcón inclinado. Tiembla de pies a cabeza, siente todo el cuerpo dolorido, y no obstante todavía le responden los brazos. No se ha roto ni un solo hueso en la caída. «Óptima.» Logra afianzar una pierna en el balcón y trepa hasta una posición segura. El metal protesta. El balcón se comba bajo su peso, los viejos pernos comienzan a soltarse. Está ardiendo. Le gustaría desmayarse. Deslizarse de su precario asidero y caer libremente…

Gritos procedentes de arriba.

Emiko alza la mirada. Los camisas blancas se asoman al borde y la apuntan con sus armas de resortes. Una lluvia plateada de discos cae sobre ella. Los proyectiles rebotan, le laceran la piel, arrancan chispas del metal. El miedo le da fuerzas. Se impulsa buscando el santuario de las puertas de cristal del balcón. «Óptima.» Las puertas se hacen añicos. Se corta las palmas de las manos con los fragmentos de cristal. Una nube de esquirlas rutilantes la envuelve antes de cruzar el umbral e irrumpir en el apartamento corriendo a una velocidad cegadora. Los ocupantes de la vivienda se quedan mirándola boquiabiertos, asombrados, imposiblemente lentos…

Paralizados.

Emiko derriba otra puerta y sale al pasillo. Se encuentra rodeada de camisas blancas. Embiste contra ellos. Sus gritos de sorpresa suenan ralentizados mientras los deja atrás como una exhalación, escaleras abajo. Abajo, abajo, escaleras abajo, dejando a los camisas blancas muy lejos. Más gritos desde las alturas.

Su sangre es un reguero de fuego. La escalera está en llamas. Tropieza. Se apoya en una pared. Incluso el calor del cemento es preferible al de su piel. Empieza a marearse, pero se obliga a reanudar la marcha. Sobre su cabeza, los hombres vociferan, persiguiéndola. Sus botas resuenan atronadoras en los escalones.

Una vuelta, y otra más, siempre hacia abajo. Se abre paso a empujones entre los grupos de personas que encuentra en su camino, se sumerge en la masa de vecinos desalojados por la redada. El horno que arde en su interior le produce alucinaciones.

Diminutas cuentas de sudor perlan su piel, poniendo a prueba los absurdos límites de sus poros de diseño, pero el calor y la humedad conspiran para impedir que eso la refresque. Es la primera vez que siente esas gotas en la piel. Siempre está seca…

Golpea de refilón a un hombre y este se aparta de un salto, sorprendido por la incandescencia de su piel. Está ardiendo. No puede confundirse entre estas personas. Sus piernas se mueven como las páginas secuenciadas de un libro de animación infantil, deprisa, deprisa, deprisa, pero sincopadamente. Todas las miradas están puestas en ella.

Da la espalda al hueco de la escalera y cruza una puerta, recorre un pasillo dando bandazos, se apoya en una pared, sin aliento. Le cuesta mantener los ojos abiertos con el fuego que arde en su interior.

«He saltado», piensa.

«He saltado.»

Adrenalina y conmoción. Un cóctel terrorífico, un vertiginoso colocón de anfetaminas. Está tiritando. Temblores de neoser. Está hirviendo. Se siente desfallecer. Se aplasta contra la pared, intentando absorber su frescor.

«Necesito agua. Hielo.»

Emiko intenta acompasar la respiración, escuchar, discernir por dónde pueden llegar los exterminadores, pero está mareada y aturdida. ¿Cuánto ha bajado? ¿Cuántos pisos?

«No dejes de moverte. No dejes de moverte.»

En vez de eso, se desploma.

El suelo está frío. El aliento entra y sale de sus pulmones como una sierra. Se le ha roto el sujetador. Tiene sangre en los brazos y en las manos, allí donde atravesaron el cristal. Se estira cuan larga es, extendiendo los dedos, presionando las palmas contra las baldosas, intentando absorber el frío del suelo. Se le cierran los ojos.

«¡Levántate!»

Pero no puede. Intenta controlar su corazón desbocado y aguzar el oído por si sus perseguidores estuvieran cerca, pero casi no puede respirar. Está ardiendo, y el suelo está frío.

Unas manos se cierran en torno a ella. Exclamaciones. La sueltan. Vuelven a agarrarla. A continuación está rodeada de camisas blancas que la arrastran escaleras abajo, y se alegra, agradece que por fin vayan a sacarla al delicioso aire nocturno, aunque la cubran de insultos y manotazos.

Sus palabras no significan nada para ella. No logra entender nada. Son solo sonidos que resuenan en medio de la oscuridad y el calor mareante. No hablan japonés, ni siquiera son seres civilizados. Ninguno de ellos es óptimo…

Salpicaduras de agua. Se atraganta, se asfixia. Otra inundación, en su boca, en su nariz, ahogándola.

La zarandean. Le gritan a la cara. La abofetean. Le hacen preguntas. Exigen respuestas.

Le agarran el pelo y le hunden la cara en un cubo de agua, intentando ahogarla, castigarla, matarla, y ella solo es capaz de pensar «gracias gracias gracias gracias» porque un científico la diseñó óptima, y este despojo de chica mecánica que ahora debe soportar sus insultos y sus bofetadas pronto se habrá enfriado.

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