Anderson-sama aparece sin previo aviso, se sienta a su lado en un taburete frente a la barra, pide agua con hielo para ella y whisky para él. No sonríe, apenas si le presta la menor atención, pero aun así Emiko siente una oleada de gratitud.
Lleva los últimos días escondida en el bar, aguardando el momento en que los camisas blancas decidan fundirla. Subsiste a base de sufrimiento y sobornos astronómicos, y ahora, cuando Raleigh la mira, sabe que es poco probable que la deje en libertad. Ya ha invertido demasiado en ella como para permitir que se vaya.
Pero entonces aparece Anderson-sama, y por un momento se siente a salvo; es como si volviera a estar en los brazos de Gendosama. Sabe que esto es fruto de su adiestramiento y, sin embargo, no puede evitarlo. Sonríe cuando lo ve sentado junto a ella, bajo la luz fosforescente de las luciérnagas, acentuado el exotismo de sus rasgos de gaijin en medio del mar de thais y de los pocos japoneses que saben de su existencia.
Como corresponde, no da muestras de reconocerla, sino que se pone en pie y se acerca a Raleigh, y Emiko sabe que en cuanto termine su actuación, dormirá a salvo esta noche. Por primera vez desde que empezaron las acciones de castigo, no deberá tener miedo de los camisas blancas.
Se sorprende cuando Raleigh se dirige a ella inmediatamente.
– Por lo visto estás haciendo algo bien. El farang quiere pagar para sacarte antes de tiempo.
– ¿No actúo esta noche?
Raleigh se encoge de hombros.
– Ha pagado.
Emiko siente una oleada de alivio. Se apresura a cambiarse y baja las escaleras corriendo. Raleigh lo ha organizado para que los camisas blancas solo efectúen redadas a horas determinadas, por lo que Emiko tiene la tranquilidad de poder hacer lo que le plazca dentro de los confines de Ploenchit. A pesar de todo, es precavida. Se produjeron tres redadas al principio, antes de que se fijaran los nuevos horarios. Varios propietarios terminaron escupiendo sangre antes de que se acordara una nueva tregua. Pero no Raleigh. Es como si Raleigh poseyera un conocimiento sobrenatural de los entresijos de las fuerzas del orden y la burocracia.
Fuera de Ploenchit, Anderson la espera en su rickshaw, oliendo a whisky y a tabaco, ásperas las mejillas con la barba incipiente del final de la jornada. Emiko se reclina contra él.
– Esperaba que vinieras.
– Siento haber tardado tanto. Las cosas se han puesto difíciles para mí.
– Te echaba de menos. -A Emiko le sorprende descubrir que es verdad.
Se ponen en marcha entre el tráfico nocturno, sorteando pesados megodontes y cheshires parpadeantes, dejando atrás velas encendidas y familias dormidas. Se cruzan con una patrulla de camisas blancas, pero los agentes están demasiado ocupados inspeccionando un puesto de hortalizas. La iluminación verde de las farolas de gas titila sobre sus cabezas.
– ¿Estás bien? -Anderson hace un gesto en dirección a los camisas blancas-. ¿El ministerio está haciendo muchas redadas?
– Al principio era horrible. Pero ahora es mejor.
Cundió el pánico durante las primeras redadas, cuando las escaleras se inundaron de camisas blancas que sacaban a rastras a las mama-sans, cortaban los suministros de metano piratas y esgrimían sus porras. Los ladyboys chillaban, los dueños de los locales corrían a buscar más dinero en efectivo y se desplomaban apaleados si no lograban comprar su libertad a base de sobornos. Emiko se había acurrucado entre las demás chicas, quieta como una estatua mientras los camisas blancas registraban el bar, señalando problemas, amenazando con molerlas a palos a todas y dejarlas inútiles para seguir trabajando. No había en ellos ni un atisbo de buen humor, tan solo rabia por la pérdida de su Tigre, el impulso de darle una lección a todo aquel que alguna vez se hubiera burlado de las reglas de los camisas blancas.
Terror. A punto de orinarse encima mientras intentaba mimetizarse con las demás chicas, segura de que Kannika iba a empujarla de un momento a otro, delatándola, de que elegiría este preciso momento para buscarle la ruina.
Raleigh, dirigiéndose a todos ellos con estudiadas reverencias, una farsa para algunos de los destinatarios habituales de sus sobornos, algunos de los cuales incluso estaban mirándola directamente (Suttipong, Addilek y Thanachai), todos ellos plenamente conscientes de su existencia y de su papel en el local, pues incluso habían llegado al extremo de catarla, y todos ellos devorándola con la mirada, intentando decidir si deberían «descubrirla». Todo el mundo representaba su papel, y Emiko esperaba que Kannika interrumpiera la farsa, que les obligara a todos a contemplar a la chica mecánica que había sido una fuente de sobornos tan lucrativa.
El recuerdo hace que Emiko se estremezca.
– Ahora es mejor -repite.
Anderson-sama asiente con la cabeza.
El rickshaw se detiene enfrente de su edificio. Es el primero en apearse, comprueba que no haya camisas blancas en los alrededores y la conduce al interior. La pareja de guardias de seguridad pasa escrupulosamente por alto la presencia de Emiko. Cuando se vaya, les dará una propina para garantizar que su amnesia sea completa. Aunque les repugne, le seguirán el juego mientras sea respetuosa, y mientras pague. Con los camisas blancas en pie de guerra, tendrá que darles más dinero. Pero eso se puede arreglar.
Anderson-sama y ella suben al ascensor, y la encargada calcula el peso estimado, meticulosamente inexpresiva.
Una vez a salvo dentro del piso, se funden en un abrazo. Emiko se sorprende al descubrir la felicidad que siente cuando Anderson-sama la adora, cuando recorre todo su cuerpo con las manos, cuando suspira por tocarla. Se le había olvidado lo que es parecer casi humana, ser casi respetada. En Japón, nadie tenía tantos reparos en mirarla. Pero aquí, todos los días se siente como si fuera un animal.
Es un alivio sentirse amada, siquiera físicamente.
Las manos de Anderson-sama se deslizan por sus pechos, por su estómago, entre sus muslos, buscando enterrarse en ella. A Emiko le alivia que resulte tan fácil entregarse al placer. Presiona contra él, sus bocas se encuentran, y por un momento olvida por completo que la gente la llame chica mecánica y heechy-keechy. Por un momento se siente completamente humana, y se rinde al contacto. A la piel de Anderson-sama. A la seguridad del placer y el deber.
Pero una vez consumada su unión, la depresión sigue allí.
Anderson-sama le trae agua fría, solícito, para recompensarla por el desgaste físico. Se tumba a su lado, desnudo, con cuidado de no tocarla, de no añadir más calor al ya acumulado en su cuerpo.
– ¿Qué ocurre? -pregunta.
Emiko se encoge de hombros, intenta convertirse en un neoser sonriente.
– No es nada. Nada que se pueda arreglar. -Poner voz a sus necesidades es poco menos que imposible. Va en contra de su misma naturaleza. Mizumi-sensei la azotaría por ello.
Anderson-sama la observa con unos ojos sorprendentemente llenos de ternura para tratarse de alguien con el cuerpo surcado de cicatrices. Emiko puede catalogarlas. Cada una de ellas sugiere un misterio de violencia en su piel blanca. Quizá los hoyuelos de su pecho provinieran de los disparos de una pistola de resortes. Quizá la cicatriz de su hombro proviniera de un machete. Las de su espalda parecen marcas de latigazos, casi sin duda. La única que le plantea alguna duda es la del cuello, de su fábrica.
Anderson-sama alarga la mano para acariciarla con ternura.
– ¿Qué tienes?
Emiko se aparta de él rodando. La vergüenza que siente casi no le deja ni hablar.
– Los camisas blancas… jamás permitirán que salga de la ciudad. Y ahora Raleigh-san ha pagado más sobornos para mantenerme. Creo que no quiere liberarme.
Anderson-sama no responde. Emiko puede oír su respiración, suave y acompasada, pero nada más. La vergüenza es abrumadora.
«Estúpida chica mecánica codiciosa. Deberías dar gracias por todo lo que está dispuesto a proporcionarte.»
El silencio se prolonga.
– ¿Seguro que no se podría convencer a Raleigh? -pregunta Anderson al cabo-. Es un hombre de negocios.
Emiko escucha el sonido de la respiración del gaijin. ¿Está ofreciéndose a comprar su libertad? Si fuera japonés, podría tratarse de una oferta sutilmente velada. Pero con Anderson-sama es difícil saberlo.
– Eso es cierto. A Raleigh-san le gusta el dinero. Pero creo que también le gusta verme sufrir.
Se queda esperando, esforzándose por leer los pensamientos de Anderson-sama. Este no solicita más información. Deja su indirecta flotando en el aire. Pero Emiko puede sentir su cuerpo pegado al de ella, el calor de su piel. ¿Todavía está escuchando? Si fuera un ser civilizado, se tomaría esta falta de respuesta como un revés. Pero los gaijin no son tan sutiles.
Emiko se arma de valor. Insiste, enferma de humillación por el esfuerzo de contravenir su adiestramiento y sus imperativos genéticos. Pugnando por no temblar como un perro apaleado, lo intenta de nuevo.
– Ahora vivo en el bar. Raleigh-san paga los sobornos para mantener alejados a los camisas blancas, tres veces más que antes, algunos para los otros bares y algunos para los camisas blancas, para que yo pueda quedarme allí. No sé hasta cuándo resistiré así. Creo que mi nicho empieza a encogerse.
– Podrías… -Anderson-sama se interrumpe, titubeante-. Podrías quedarte aquí.
A Emiko le da un vuelco el corazón.
– Creo que Raleigh-san me seguiría.
– Hay formas de encargarse de las personas como Raleigh.
– ¿Puedes liberarme de él?
– Dudo que disponga del capital necesario para comprarte. -Emiko siente un nudo en la garganta mientras Anderson-sama continúa-: Con la tensión que hay ahora, no puedo provocarle raptándote. Podría echarme encima a los camisas blancas. Sería demasiado arriesgado. Pero creo que podría arreglarlo para que durmieras aquí, por lo menos. Es posible que Raleigh agradeciera incluso quitarse ese peso de encima.
– ¿Pero eso no te causaría problemas? A los camisas blancas tampoco les gustan los farang. Tu situación es muy precaria. -«Ayúdame a escapar de este lugar. Ayúdame a buscar los poblados de los neoseres. Ayúdame, por favor»-. Si pagara las deudas de Raleigh-san… podría ir al norte.
Anderson-sama tira suavemente de su hombro. Emiko se deja atraer hacia él.
– Apuntas demasiado bajo. -Desliza una mano por su estómago. Distraído. Pensativo-. Dentro de poco van a cambiar muchas cosas. Quizá también para los neoseres. -Le dedica una sonrisita enigmática-. Los camisas blancas y sus reglas no durarán eternamente.
Emiko le implora por su supervivencia, y él habla de fantasías.
Intenta disimular su desilusión. «Deberías darte por satisfecha, chiquilla codiciosa. Dar gracias por lo que tienes.» Pero no puede evitar que sus palabras rezumen amargura:
– Soy una chica mecánica. No va a cambiar nada. Me despreciarán siempre.
Anderson-sama se ríe, la abraza con fuerza.
– No estés tan segura. -Le roza la oreja con los labios, susurrando. Conspirador-. Si le rezas a ese dios cheshire bakeneko tuyo, es posible que pueda ofrecerte algo mejor que una aldea en la selva. Con un poco de suerte, podrías terminar con una ciudad entera.
Emiko se aparta y le dirige una mirada cargada de tristeza.
– Entiendo que no puedas cambiar mi suerte. Pero no deberías burlarte de mí.
Anderson-sama se limita a reírse de nuevo.