Epílogo

Las esclusas destruidas y las bombas saboteadas tardan seis días en poner fin a la Ciudad de los Seres Divinos. Emiko ve correr el agua desde el balcón de la torre de apartamentos más elegante de Bangkok. Anderson-sama es tan solo un cascarón. Emiko exprimió un trapo empapado de agua y él sorbió las gotas como un bebé antes de exhalar su último aliento, susurrando disculpas a unos fantasmas que solo él veía.

Cuando oyó la primera explosión atronadora en la periferia de la ciudad, no se imaginó qué estaba ocurriendo, pero conforme se sucedían las detonaciones y doce columnas de humo se elevaban como nagas sobre los diques, se hizo evidente que las grandes bombas de contención del rey Rama XII habían sido destruidas, y que la ciudad volvía a sufrir un nuevo asedio.

Emiko asistió a la lucha por salvar la ciudad durante tres días, hasta que llegaron los monzones y se abandonaron los últimos intentos por contener el océano. La lluvia cayó a plomo, un diluvio inmenso que arrastró el polvo y los escombros, sacudiendo y levantando cada palmo de la ciudad. La gente abandonó sus hogares cargando con sus pertenencias sobre las cabezas. La ciudad se inundó lentamente, convirtiéndose en un inmenso lago cuyas olas lamían las ventanas a dos plantas de altura.

Al sexto día, Su Majestad la Reina Niña anuncia el abandono de la ciudad divina. Ya no hay ningún somdet chaopraya. Solo queda la reina, y el pueblo responde a su llamada.

Los camisas blancas, tan despreciados y repudiados apenas días antes, están ahora por todas partes, guiando a los refugiados al norte a las órdenes de una nueva tigresa, una mujer circunspecta y extraña de la que se dice que está poseída por los espíritus mientras dirige los esfuerzos de los camisas blancas y salva a tantos habitantes de Krung Thep como le es posible. Emiko se ve obligada a esconderse cuando un joven voluntario uniformado de blanco recorre los pasillos de su edificio ofreciendo auxilio a quienes necesiten alimento o agua potable. La muerte de la ciudad señala la redención del Ministerio de Medio Ambiente.

La ciudad se queda vacía paulatinamente. El vaivén de las olas y los maullidos de los cheshires sustituyen a las voces de los vendedores de durios y a los timbres de las bicicletas. En ocasiones, Emiko tiene la sospecha de que es la única superviviente. Tras accionar una radio de manivela descubre que la capital se ha trasladado al norte, a Ayutthaya, de nuevo por encima del nivel del mar. Oye que Akkarat se ha afeitado la cabeza y ha abrazado la vida monacal para pagar el precio de su fracaso al intentar proteger la ciudad. Pero todo le parece muy lejano.

Con la estación húmeda, la vida de Emiko se vuelve más soportable. El hecho de que la metrópoli esté inundada significa que siempre hay agua cerca, aunque sea una pestilente bañera estancada donde millones de personas hacen sus necesidades. Emiko localiza un pequeño esquife y lo utiliza para desenvolverse entre los arrecifes de cemento. Diluvia a diario y Emiko deja que la lluvia la bañe, que arrastre todo lo que era antes.

La rapiña y la caza le proporcionan sustento. Come cheshires y pesca con las manos desnudas. Es muy rápida. Sus dedos se convierten en arpones con los que puede ensartar carpas siempre que le apetezca. Come bien y duerme sin sobresaltos, y rodeada de agua como está, la caldera que arde en su interior no le da tanto miedo. Aunque no sea el paraíso de los neoseres con el que había soñado, no deja de ser un nicho.

Decora el apartamento. Cruza la amplia desembocadura del Chao Phraya para inspeccionar la fábrica de Mishimoto donde una vez estuvo empleada. Aun con los postigos echados, encuentra y recoge algunos restos de su pasado. Ejercicios de caligrafía rotos y abandonados, cuencos chawan de estilo rakú.

En ocasiones, se cruza con otras personas. Casi todas ellas están demasiado ocupadas intentando sobrevivir como para preocuparse por una criatura tictac más intuida que vista, aunque no faltan quienes pretenden aprovecharse de la supuesta indefensión de una muchacha solitaria. Emiko da cuenta de ellos lo más rápida y piadosamente posible.

Se suceden los días. Se siente completamente a gusto en su mundo de agua y carroña. Tanto, de hecho, que cuando el gaijin y la niña la descubren tendiendo la ropa en la barandilla de un apartamento a dos plantas de altura, la sorprenden por completo.

– ¿Qué tenemos aquí? -pregunta una voz.

Emiko retrocede, asustada, y está a punto de caerse de su atalaya. Baja de un salto y corre chapoteando a refugiarse en las sombras del piso abandonado.

La barca del gaijin choca con la barandilla.

– ¿Sawatdi khrap? -llama el hombre-. ¿Hola?

Es viejo, tiene la piel moteada y la mirada perspicaz. La pequeña es esbelta y morena, y sonríe dulcemente. Los dos se apoyan en la barandilla del balcón, asomándose a la penumbra desde su barca.

– No te escondas, bonita -dice el anciano-. Somos inofensivos. Yo no puedo caminar, y Kip no le haría daño a una mosca.

Emiko aguarda, pero la pareja no se da por vencida. Continúan escudriñando en su dirección.

– ¿Por favor? -dice la niña.

Sin tenerlas todas consigo, Emiko sale de su escondrijo, vadeando lentamente con el agua hasta los tobillos. Hace mucho tiempo que no habla con otra persona.

Heechy-keechy -susurra la pequeña.

El anciano gaijin sonríe ante sus palabras.

– Prefieren el término neoseres. -No hay censura en sus ojos. Levanta una pareja de cheshires sin vida-. ¿Te gustaría cenar con nosotros, jovencita?

Emiko hace una seña en dirección a la barandilla, donde la pesca del día aguarda sumergida.

– No necesito ayuda.

El hombre echa un vistazo a la ristra de peces y vuelve a mirarla con renovado respeto.

– Supongo que no. No si tu diseño es el que yo conozco. -La invita a acercarse-. ¿Vives aquí?

Emiko apunta con el dedo hacia arriba.

– Bonita mansión. A lo mejor podríamos cenar contigo esta noche. Aunque la carne de cheshire no sea de tu agrado, a nosotros no nos importaría probar ese pescado.

Emiko se encoge de hombros, pero se siente sola y el hombre y la pequeña parecen inofensivos. Al anochecer, encienden una fogata con muebles astillados en el balcón del apartamento y asan el pescado. Las estrellas rutilan entre las nubes. La ciudad se extiende ante ellos, negra y enmarañada. Cuando terminan de comer, el anciano gaijin se arrastra más cerca del fuego, ayudado por la niña.

– Dime, ¿qué hace una chica mecánica aquí?

Emiko encoge los hombros.

– Me abandonaron.

– Igual que a nosotros. -El anciano cruza una sonrisa con su amiguita-. Aunque me parece que las vacaciones están a punto de terminar. Preveo el regreso a los placeres de los embargos de calorías y de la guerra genética, así que no me extrañaría que los camisas blancas volvieran a necesitar mis servicios. -Suelta una carcajada.

– ¿Eres un pirata genético? -pregunta Emiko.

– Mucho más que eso, espero.

– ¿Has dicho que estabas familiarizado con mi… plataforma?

El hombre sonríe. Le indica a la niña que se acerque a él y acaricia distraídamente su pierna con una mano mientras estudia a Emiko. Emiko se percata de que la pequeña no es exactamente lo que parece; es niño y niña a la vez. La pequeña le dirige una sonrisa, como si pudiera leerle el pensamiento.

– He leído sobre vuestra especie -dice el anciano-. Sobre vuestra composición genética. Vuestra formación… ¡Levántate! -ordena.

Emiko se ha puesto en pie antes de darse cuenta. El temor y la necesidad de obedecer le provocan un escalofrío.

El hombre sacude la cabeza.

– Es una crueldad lo que han hecho contigo.

– También me hicieron fuerte -replica Emiko, furiosa-. Puedo lastimarte.

– Sí. Eso es cierto. -El gaijin asiente con la cabeza-. Tomaron atajos. Tu adiestramiento los enmascara, pero están ahí. Tu obediencia… No sé de dónde la sacaron. Sospecho que de algún tipo de labrador. -Se encoge de hombros-. En cualquier caso, eres superior al ser humano en casi todos los demás aspectos. Más rápida, más inteligente, con mejor vista, mejor oído… Eres sumisa, pero también inmune a enfermedades como la mía. -Hace un ademán que abarca sus piernas, erizadas de cicatrices y llagas supurantes-. Considérate afortunada.

Emiko se queda mirándolo fijamente.

– Eres uno de los científicos que me diseñó.

– No exactamente, pero casi. -El anciano sonríe con los labios apretados-. Conozco tus secretos, igual que conozco los secretos de los megodontes y el trigo TotalNutrient. -Inclina la cabeza en dirección a los cadáveres de los cheshires-. Lo sé todo sobre esos felinos de ahí. Si me tomara la molestia, sería incluso capaz de implantarles una bomba genética que los despojase de su camuflaje y, con el paso de las generaciones, los revirtiera a su anterior versión inferior.

– ¿Serías capaz?

El gaijin se ríe y menea la cabeza.

– Me gustan más así.

– Odio a tu especie.

– ¿Porque te hizo alguien como yo? -Vuelve a carcajearse-. Me sorprende que no te alegres de conocerme. Es lo más parecido a estar en presencia de Dios. Venga, ¿no tienes ninguna pregunta para tu creador?

Emiko frunce el ceño e inclina la cabeza en dirección a los cheshires.

– Si fueras Dios, habrías creado antes a los neoseres.

El anciano gaijin suelta una risotada.

– Eso sí que hubiera sido emocionante.

– Os hubiéramos derrotado. Igual que los cheshires.

– Quizá lo consigáis todavía. -Se encoge de hombros-. No debéis temer a la cibiscosis ni a la roya.

– No. -Emiko sacude la cabeza-. No podemos reproducirnos. Dependemos de vosotros en ese sentido. -Mueve la mano. Un gesto sincopado, delator-. Estoy señalada. Siempre lo estaremos. Tan llamativos como un diez manos o un megodonte.

El anciano desdeña sus palabras con un ademán.

– Los movimientos mecánicos no son un rasgo imprescindible. No hay ningún motivo para que no se puedan eliminar. En cuanto a la infertilidad… -Se encoge de hombros-. Las limitaciones pueden soslayarse. Esos cortafuegos están ahí porque hemos aprendido la lección, pero no son imprescindibles. Algunos de ellos podrían dificultar vuestra fabricación, incluso. Nada en vosotros en inevitable. -Sonríe-. Puede que algún día los neoseres hereden el mundo, y pensaréis en nuestra especie como nosotros pensamos ahora en los pobres neandertales.

Emiko guarda silencio. El fuego crepita.

– ¿Sabes cómo hacerlo? -dice al final-. ¿Puedes ayudarme a reproducirme de verdad, como los cheshires?

El anciano cruza la mirada con el ladyboy.

– ¿Puedes? -insiste Emiko.

El gaijin exhala un suspiro.

– No puedo alterar la mecánica de lo que ya eres. Tus ovarios son inexistentes. Volverte fértil es tan imposible como dotar a tu piel de más poros.

Emiko deja caer los hombros.

El hombre se ríe.

– ¡No pongas esa cara tan larga! De todas formas, los óvulos femeninos nunca me han entusiasmado como material genético. -Esboza una sonrisa-. Bastaría con un mechón de tu pelo. Tú no puedes cambiar, pero tus hijos… en términos genéticos, ya que no físicos… podrían ser diseñados fértiles, parte del mundo natural.

El corazón de Emiko late desbocado en su pecho.

– ¿De veras podrías hacer eso por mí?

– Sí, desde luego. Podría hacer eso por ti. -La mirada del hombre se pierde en la distancia, pensativa. Una sonrisa aletea en sus labios-. Podría hacer eso y más, mucho más.

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