Hay un lugar para los neoseres.
La esperanza que entrañan esas palabras resuena en la cabeza de Emiko cada día, cada minuto, cada segundo. El recuerdo del gaijin Anderson, y su convicción de que ese lugar existe realmente. Sus manos sobre ella en la oscuridad, los ojos solemnes mientras asentía con la cabeza, confirmándolo.
Ahora Emiko observa atentamente a Raleigh todas las noches, preguntándose cuánto sabe, y si se atreverá a preguntarle acerca de lo que ha visto en el norte. Acerca de la ruta hasta el santuario. En tres ocasiones se ha acercado a él, y todas ellas le ha fallado la voz, dejando la pregunta sin formular. Todas las noches vuelve a casa, agotada tras los abusos infligidos por Kannika, y se sume en sus sueños sobre un lugar donde los neoseres viven a salvo, sin jefes ni dueños.
Emiko piensa en Mizumi-sensei, en el estudio kaizen donde adiestraba a todos los jóvenes neoseres, arrodillados en quimono, atentos a la lección.
«¿Qué sois?»
«Neoseres.»
«¿Qué os honra?»
«Nos honra servir.»
«¿A quién honráis?»
«Honramos a nuestro señor.»
Mizumi-sensei era rápida con la fusta, centenaria y aterradora. Era uno de los primeros neoseres y su piel permanecía prácticamente inalterada. Quién sabía a cuántos jóvenes habría aleccionado en su estudio. Mizumi-sensei, omnipresente, siempre dispuesta a dar consejo. Brutal cuando se enfurecía, y no obstante justa en sus castigos. Y siempre la instrucción, la fe en que, si servían bien a su amo, alcanzarían el estado más sublime que les estaba reservado.
Mizumi-sensei les presentó a todos a Mizuko Jizo Bodhisattva, cuya compasión se extendía incluso a los neoseres, quien los escondería en sus mangas cuando murieran y los rescataría del infierno de los juguetes modificados genéticamente para introducirlos en el verdadero ciclo de la vida. Su deber era servir, ese era su único honor, y recibirían su recompensa en la otra vida, cuando se volvieran completamente humanos. La servidumbre les reportaría las recompensas más asombrosas.
Cómo había odiado Emiko a Mizumi-sensei cuando la abandonó Gendo-sama.
Pero su corazón late ahora al pensar en un nuevo amo: un hombre sabio, su guía en un mundo distinto, capaz de proporcionarle lo que Gendo-sama no pudo.
«¿Otro que te miente? ¿Que te traicionará?»
Acalla esa idea. Pertenece a la otra Emiko. No a su yo más noble, como si no fuera nada más que un cheshire obsesionado con atiborrarse de comida, ajeno por completo al nicho que le corresponde, devorándolo todo. Es un pensamiento indigno de un neoser.
Mizumi-sensei le enseñó que la naturaleza de los neoseres es dual. El lado impío, gobernado por los apetitos bestiales de sus genes, por las innumerables combinaciones y adiciones que los transformaron en lo que son. Y como contrapunto, su cara civilizada, la que sabe distinguir entre el nicho y el instinto animal. La que comprende su lugar en las jerarquías de su país y su pueblo y aprecia el regalo que les hicieron sus amos al dotarlos de vida. La oscuridad y la luz. In-Yo. Dos caras de una misma moneda, las dos facetas del alma. Mizumi-sensei les ayudó con sus almas. Los preparó para el honor de la servidumbre.
Lo cierto es que la falta de consideración de Gendo-sama es lo único que rebaja la opinión que Emiko tiene de él. Era un hombre débil. O, en honor a la verdad, quizá fuera ella la que no desarrolló todo su potencial. No puso suficiente empeño en servir. Esa es la amarga realidad. Una verdad bochornosa con la que debe aprender a vivir, al mismo tiempo que se esfuerza por salir adelante sin el afecto de un dueño. Aunque quizá este extraño gaijin… quizá… Esta noche se niega a permitir que la bestia cínica anide en su mente; esta noche quiere soñar.
Emiko sale de su torre en los suburbios al frescor nocturno de Bangkok. Un aire festivo impregna las calles teñidas de verde, woks humeantes repletos de fideos, platos sencillos para los campesinos del mercado antes de que regresen a sus lejanas plantaciones para pasar la noche. Emiko deambula por el mercado nocturno con un ojo puesto en la posible presencia de camisas blancas y el otro en la cena.
Encuentra un puesto de calamares a la parrilla y pide uno con salsa picante. La luz de las velas y las sombras le proporcionan un remedo de cobertura. El pha sin disimula el movimiento de sus piernas. Solo debe preocuparse de sus brazos, y si tiene cuidado y los mantiene pegados a los costados, sus ademanes pueden pasar por recatados.
Una mujer y su hija le venden una hoja de plátano doblada que contiene un montoncito de padh seeu U-Tex frito. La mujer cocina los fideos con metano azul, ilegal, pero no imposible de obtener. Emiko se sienta junto a un mostrador improvisado para engullirlos rápidamente, con la boca encendida por las especias. Recibe miradas de curiosidad, unas pocas de repugnancia, pero nadie hace nada. Algunas de estas personas ya están familiarizadas con ella. Las demás tienen problemas de sobra aun sin haberse enredado en asuntos de neoseres y camisas blancas. Es paradójico pero ventajoso para ella, supone Emiko. Los camisas blancas despiertan tanta aversión que nadie recurre a ellos a menos que sea absolutamente necesario. Se llena la boca de pasta y vuelve a pensar en las palabras del gaijin.
«Hay un lugar para los neoseres.»
Intenta imaginárselo. Un poblado lleno de delatores movimientos sincopados y pieles tersas, lustrosas. Ansía verlo.
Pero también alberga un sentimiento encontrado. No se trata de temor, sino de algo que jamás hubiera imaginado.
¿Asco?
No, ese término es demasiado fuerte. Se trata más bien de una punzada de rechazo al pensar en tantos de sus congéneres desertando de su deber. Todos ellos viviendo mezclados, sin una sola figura de referencia como Gendo-sama. Una aldea entera repleta de neoseres sin nadie a quien servir.
Emiko sacude la cabeza con énfasis. ¿Dónde está ella gracias a la servidumbre? Con gente como Raleigh. Y Kannika.
Y sin embargo… ¿toda una tribu de neoseres, arrebujados en la espesura? ¿Qué debe de sentirse al abrazar a un trabajador de dos metros y medio de alto? ¿Sería ese su amante? ¿O quizá uno de los monstruos con tentáculos de las fábricas de Gendo-sama, dotado de diez brazos como una deidad hindú, con unas fauces babeantes que solo sirven para pedir comida y un lugar donde apoyar las manos? ¿Cómo conseguiría semejante criatura llegar hasta el norte? ¿Y qué hacen allí, en la selva?
Contiene las náuseas. Seguro que no sería peor que Kannika. La han condicionado para oponerse a los neoseres, aun cuando ella misma es uno de ellos. Si lo piensa fríamente, sabe que ningún neoser puede ser peor que el cliente de la noche anterior, que después de follar con ella se despidió con un salivazo y se largó. Seguro que acostarse con un neoser de piel tersa no podría ser peor.
Pero ¿qué clase de vida llevaría en el poblado? ¿Alimentándose de cucarachas, de hormigas y de aquellas hojas que no hayan sucumbido aún al cerambicido?
«Raleigh es un superviviente. ¿Y tú?»
Remueve los fideos con los palillos de bambú RedStar, de doce centímetros de largo. ¿Qué se sentiría al no servir a nadie? ¿Osaría vivir así? La misma idea es mareante, casi vertiginosa. ¿Qué haría ella sin dueño? ¿Se convertiría en granjera? ¿Cultivaría opio en las colinas, tal vez? ¿Fumaría en pipa de plata y dejaría que se le ennegrecieran los dientes, como ha oído que hacen algunas de esas extrañas mujeres que viven en tribus? Se ríe para sus adentros. ¿Se lo puede imaginar siquiera?
Absorta en sus pensamientos, está a punto de no darse cuenta. Solo la suerte la salva: el movimiento fortuito de un hombre sentado junto a la mesa de enfrente, el sobresalto en sus ojos y la rapidez con que agacha la cabeza, volcando toda su atención en la comida. Emiko se queda paralizada.
El mercado nocturno ha enmudecido.
De improviso, como fantasmas voraces, los hombres de blanco se materializan detrás de ella, dirigiéndose a la mujer del wok con su característico sonsonete atropellado. La mujer se apresura a atenderles, obsequiosa. Emiko se estremece al verlos, con los fideos a medio camino de la boca; su delicado brazo tiembla de pronto con la tensión. Le gustaría soltar los palillos, pero no hay nada que hacer. No podrá camuflarse si se mueve, de modo que se queda sentada, paralizada, mientras los hombres hablan a su espalda, cerniéndose sobre ella mientras esperan.
– … al final se ha pasado de la raya. He oído que Bhirombhakdi corría de un lado para otro por las oficinas, anunciando a gritos que iba a pedir su cabeza. «¡La cabeza de Jaidee en una bandeja, ha ido demasiado lejos!»
– Les dio cinco mil baht a sus hombres, a todos, por la redada.
– Para lo que les va a servir ahora que se ha quedado sin nada.
– Aun así, cinco mil; no me extraña que Bhirombhakdi escupiera bilis. Sus pérdidas debían de ascender a medio millón.
– Y Jaidee cargó como un megodonte. Seguro que el viejo pensó que Jaidee era el toro Torapee, midiendo la pisada de su padre. Aguardando el momento propicio para derrotarlo.
– Ahora se acabó todo.
Un escalofrío recorre a Emiko cuando tropiezan con ella. Es el fin. Se le caerán los palillos y verán a la chica mecánica, pues no la han visto todavía a pesar de estar apiñados a su alrededor, aunque la oprimen con indiferente virilidad, aunque la mano de uno de los camisas blancas le toca el cuello como si hubiera aterrizado allí por accidente, dirigida por los empujones de los demás. En un abrir y cerrar de ojos, dejará de ser invisible. Aparecerá ante ellos completamente formada, un neoser sin nada más que permisos y licencias de exportación caducados, y a continuación la fundirán, la reciclarán tan deprisa como convierten en fertilizante el estiércol y la celulosa, gracias a los delatores movimientos sincopados que la identifican con la misma elocuencia que si estuviera cubierta de excrementos de luciérnaga.
– Reconozco que jamás pensé que le vería hacer un khrab ante Akkarat. Mala cosa. Eso nos desprestigia a todos.
Tras un momento de silencio, uno de ellos dice:
– Tía. Me parece que ese metano es del color que no debería.
La mujer sonríe nerviosa. El mismo nerviosismo que aletea en la sonrisa de su hija.
– La semana pasada le hicimos un donativo al ministerio.
Emiko intenta no estremecerse cuando el hombre que tiene una mano en su cuello empieza a acariciárselo distraídamente.
– A lo mejor es que nos han informado mal -dice el tipo.
La sonrisa de la mujer se tambalea.
– Puede que me falle la memoria.
– Bueno, estaría encantado de echar un vistazo a sus cuentas.
La vendedora consigue a duras penas que su sonrisa no se borre del todo.
– No hace falta que se moleste. Ahora mismo mando a mi hija. Mientras tanto, ¿por qué no aceptan estos dos pescados? Con lo que les pagan no se puede comer bien. -Saca de la parrilla dos tilapias de gran tamaño y las ofrece a los hombres.
– Es usted muy amable, tía. Estoy famélico. -Con los plaa envueltos en hojas de plátano en las manos, los camisas blancas dan media vuelta y reanudan su itinerario por el mercado nocturno, aparentemente ajenos al terror que siembran a su paso.
La sonrisa de la mujer se evapora en cuanto se marchan. Se vuelve hacia su hija y le entrega un puñado de baht.
– Baja a la comisaría y asegúrate de darle este dinero al sargento Siriporn. No quiero volver a ver a esos dos por aquí.
La nuca de Emiko hormiguea con el roce del camisa blanca. Ha estado muy cerca. Demasiado. Tiene gracia cómo a veces se le olvida que es una presa. A veces se engaña y se cree casi humana. Emiko traga el último bocado. No hay más tiempo que perder. Debe enfrentarse a Raleigh.
– Quiero irme de aquí.
Raleigh gira en el taburete, con expresión divertida.
– ¿En serio, Emiko? -Sonríe-. Has encontrado un nuevo dueño, ¿a que sí?
A su alrededor, empiezan a llegar las demás chicas, riendo y conversando entre ellas, haciendo wais ante la casa de los espíritus. Unas pocas dejan ofrendas con la esperanza de encontrar un cliente amable o un mecenas adinerado.
Emiko sacude la cabeza.
– No es eso. Quiero ir al norte. A las aldeas de los neoseres.
– ¿Quién te ha hablado de eso?
– Existen, ¿verdad? -La expresión de Raleigh se lo confirma. Su corazón empieza a martillear. No es solo un rumor-. Existen -repite, con más firmeza esta vez.
Raleigh le dedica una mirada calculadora.
– Tal vez. -Indica a Daeng, el camarero, que le sirva otro trago-. Pero te lo advierto, la vida en la selva no es fácil. Hay que comer bichos para sobrevivir si se malogran las cosechas. Tampoco abunda la caza, no después de que la roya y el gorgojo modificado nipón acabaran con casi todo el forraje. -Se encoge de hombros-. Un puñado de pájaros. -Vuelve a mirarla-. Deberías quedarte cerca del agua. Allí te recalentarás. Hazme caso. Es un calvario. Si de veras quieres salir de aquí, lo que deberías hacer es buscarte otro mecenas.
– Los camisas blancas han estado a punto de pillarme hoy. Si me quedo aquí, moriré.
– Les pago para que no te detengan.
– No. Estaba en el mercado nocturno…
– ¿Y qué diablos hacías tú en el mercado nocturno? Si te apetece comer algo, vienes aquí. -Raleigh frunce el ceño.
– Lo siento mucho. Tengo que irme. Raleigh-san, tienes contactos. Puedes convencer a alguien para que me consiga los permisos de viaje. Para que pueda cruzar los controles.
Llega la bebida y Raleigh prueba un sorbo. El viejo es como un cuervo, todo muerte y putrescencia sentado en su taburete, viendo cómo llegan sus putas para trabajar en el turno de noche. Observa a Emiko con mal disimulada repugnancia, como si fuera una mierda de perro adherida a su zapato. Toma otro trago.
– La ruta del norte es dura. Y condenadamente cara.
– Puedo pagar el billete.
Raleigh no dice nada. El camarero termina de sacar brillo a la barra y, con ayuda de un mozo de almacén, extrae un arcón de hielo del fabricante de artículos de lujo Jai Yen, Nam Yen. Corazón frío, agua fresca.
Raleigh levanta el vaso y, con un tintineo, Daeng echa dentro un par de cubitos. Fuera del arcón hermético, empiezan a derretirse con el calor. Emiko ve cómo se licúan los cubitos. Daeng los cubre de agua. Emiko está ardiendo. Las ventanas abiertas del club no hacen nada por capturar la brisa, y a esta hora tan temprana, el bochorno que reina dentro del edificio sigue siendo asfixiante. Tampoco ha llegado todavía ninguno de los tarjetas amarillas encargados de los abanicos. Las paredes y el suelo irradian calor, envolviéndolos. Raleigh toma un trago de agua fresca.
Emiko lo observa, encendida, deseando ser capaz de sudar.
– Khun Raleigh. Por favor. Lo siento muchísimo. Por favor -titubea-, un poco de agua fría.
Raleigh saborea el agua mientras ve cómo siguen llegando más de sus chicas.
– Mantener a un neoser cuesta un montón de dinero.
Emiko esboza una sonrisa azorada, esperando apaciguarlo. Al cabo, Raleigh hace una mueca, irritado.
– Está bien. -Llama a Daeng con un ademán. Un vaso de agua con hielo se desliza por encima del mostrador. Emiko intenta no abalanzarse sobre él. Lo aprieta contra la cara y el cuello, jadeando casi de alivio. Bebe y vuelve a presionar el vaso contra su piel, aferrándose a él como si fuera un talismán.
– Gracias.
– ¿Por qué tendría que ayudarte a salir de la ciudad?
– Moriré si me quedo aquí.
– Es un mal negocio. Contratarte tampoco fue mucho mejor. Y abrirte paso hasta el norte a fuerza de sobornos sería aún peor.
– Por favor. Haré lo que sea. Pagaré. Lo haré. Puedes utilizarme.
Raleigh suelta una carcajada.
– Tengo chicas de verdad. -Su sonrisa desaparece-. El problema, Emiko, es que no tienes nada que ofrecer. Te bebes el dinero que ganas todas las noches. Tus sobornos cuestan dinero, tu hielo cuesta dinero. Si no tuviera tan buen corazón, me limitaría a dejarte en la calle para que te fundieran los camisas blancas. Desde el punto de vista económico, eres una proposición nefasta.
– Por favor.
– No me cabrees. Arréglate para trabajar. No quiero verte con la ropa de calle cuando lleguen los clientes.
Sus palabras son terminantes, cargadas de autoridad. Emiko empieza a hacer una reverencia de forma automática, acatando sus deseos. Se detiene en seco. «No eres un perro. No eres una criada. El servilismo te ha dejado abandonada y rodeada de demonios en una ciudad de seres divinos. Si te comportas como una criada, morirás como un perro», se recuerda.
Endereza la espalda.
– Lo siento, pero debo ir al norte, Raleigh-san. Cuanto antes. ¿Cuánto costaría? Lo ganaré.
– Eres como un puñetero cheshire. -Raleigh se pone en pie de repente-. No dejas de venir a picotear los cadáveres.
Emiko se encoge. A pesar de su avanzada edad, Raleigh sigue siendo un gaijin, nacido y alimentado antes de la Contracción. Su altura resulta imponente. Retrocede un paso, intimidada. Raleigh sonríe con gesto torvo.
– Eso es, no olvides el lugar que te corresponde. Irás al norte, ya lo creo. Pero lo harás cuando a mí me dé la gana. Y no antes de haber ganado hasta el último baht necesario para sobornar a los camisas blancas.
– ¿Cuánto?
Raleigh enrojece hasta la raíz de los cabellos.
– ¡Más de lo que llevas ganado hasta ahora!
Emiko retrocede de un salto, pero Raleigh la agarra. La atrae de un tirón. Su voz es un gruñido enronquecido por el whisky.
– Una vez le fuiste útil a alguien, así que entiendo que un neoser como tú olvide cuál es su lugar. Pero no nos engañemos. Eres mía.
Su mano huesuda magrea el pecho de Emiko, le pellizca un pezón y se lo retuerce. Emiko gime de dolor y se encoge. Los acuosos ojos azules de Raleigh parecen los de una serpiente mientras la observa.
– Hasta la última parte de ti me pertenece -murmura-. Si mañana se me antojara fundirte, ese sería tu final. Nadie pestañearía siquiera. En Japón puede que los neoseres tengan algún valor. Aquí, no eres más que basura. -Vuelve a apretar. Emiko respira entrecortadamente, intentando mantenerse de pie. Raleigh sonríe-. Eres mía. No lo olvides.
La suelta de golpe. Emiko trastabilla de espaldas y se agarra al filo del mostrador.
Raleigh vuelve a concentrarse en su bebida.
– Te avisaré cuando hayas ganado lo suficiente para viajar al norte. Pero lo ganarás trabajando, y duro. Se acabaron los remilgos. Si un hombre solicita tus servicios, te irás con él y le harás disfrutar tanto que querrá volver para repetir la novedad. Tengo chicas naturales que ofrecen sexo natural para dar y tomar. Si quieres ir al norte, será mejor que empieces a ofrecer algo más.
Apura la bebida de un trago empinando el vaso, que a continuación descarga sobre la barra para que Daeng vuelva a llenarlo.
– Y ahora, alegra esa cara y empieza a ganar dinero.