A Anderson le cuesta respirar bajo la capucha. La oscuridad es absoluta, sofocante a causa de su propio aliento condensado y el miedo contenido. Nadie le ha explicado por qué tenían que taparle la cara para salir del piso. Carlyle había despertado ya, pero cuando intentó protestar por el trato recibido, uno de los panteras le propinó un golpe en la oreja con la culata del fusil, abriéndole una herida, y ambos habían optado por guardar silencio y permitir que les cubrieran la cabeza. Transcurrida una hora, les indicaron que se pusieran en pie a patadas y los metieron en algún tipo de transporte que reverberaba con gases de escape. Militar, dedujo Anderson mientras le obligaban a subir a empujones.
El dedo roto cuelga inerte a su espalda. Si dobla la mano, el dolor es insoportable. Practica una respiración acompasada bajo la capucha, controlando sus temores y especulaciones. La opresión de la tela polvorienta le hace toser, y cuando tose, sus costillas envían punzadas de dolor al fondo de su ser. Respira tan despacio como le es posible.
¿Piensan ejecutarlo para dar ejemplo?
Hace tiempo que no oye la voz de Akkarat. No ha vuelto a oír nada. Quiere susurrarle algo a Carlyle, comprobar si están encerrados en la misma habitación, pero no le apetece que vuelvan a vapulearlo si resulta que hay algún guardia con ellos.
Cuando los bajaron del vehículo y los metieron a rastras en el edificio nuevo, ni siquiera estaba seguro de que Carlyle siguiera con él. A continuación montaron en un ascensor. Cree que descendieron al interior de algún tipo de búnker, aunque hace un calor espantoso en el lugar donde lo abandonaron. El bochorno es sofocante. La tela de la capucha le produce urticaria. De todas las cosas que desea, lo que más le gustaría es poder rascarse la nariz allí donde el sudor forma un reguero y empapa la tela, intensificando el picor. Intenta mover el rostro, alejar la tela de sus labios y su nariz. Si lograra aspirar una bocanada de aire fresco…
El chasquido de una puerta. Pasos. Anderson se queda paralizado. Voces amortiguadas sobre su cabeza. De improviso, unas manos lo aferran y le ponen en pie. Se le corta el aliento cuando zarandean sus costillas rotas. Las manos tiran de él, guiándolo por una serie de recodos y pausas. Una brisa le acaricia los brazos, un soplo de aire más fresco y frío, algún tipo de conducto de ventilación. Percibe una vaharada de salitre. Murmullos en tailandés a su alrededor. Pasos. Gente moviéndose. Le da la impresión de que están conduciéndolo por un pasillo. Más voces intermitentes, aproximándose y alejándose sin cesar. Cuando trastabilla, sus captores lo enderezan sin miramientos y lo empujan hacia delante.
Por fin se detienen. El aire es más fresco aquí. Siente la corriente de los sistemas de circulación, oye el traqueteo de los pedales y el chirrido de los volantes. Algún tipo de centro de procesamiento. Sus captores le indican a empellones que enderece la espalda. Se pregunta si será aquí donde piensan ejecutarlo. Si va a morir sin volver a ver la luz del día.
La chica mecánica. La puñetera chica mecánica. Recuerda el modo en que saltó del balcón, zambulléndose en la oscuridad. No parecía un suicidio. Cuanto más lo piensa, más se convence de que la expresión de Emiko era de confianza absoluta. ¿Será cierto que mató al protector de la reina? Pero si fuera una asesina, ¿cómo podría tener tanto miedo? No tiene sentido. Y ahora todo se ha ido al garete. Dios, cómo le pica la nariz. Estornuda, aspira el aire cargado de polvo del interior de la capucha, empieza a toser otra vez.
Se dobla por la mitad, tosiendo, con las costillas ardiendo.
Le quitan la capucha de la cabeza.
Anderson parpadea cuando la luz le clavetea los ojos. Agradecido, se llena los pulmones de aire fresco. Se yergue despacio. La habitación es espaciosa, repleta de hombres y mujeres con uniformes militares. Ordenadores de pedales. Bobinas de muelles percutores. Incluso un monitor de pared que muestra distintas imágenes de la ciudad, como si estuvieran en cualquiera de los centros de procesamiento de AgriGen.
Y vistas al exterior. Se equivocaba, no había bajado a ninguna parte. Había subido. La ciudad se extiende a sus pies. Anderson reorienta sus confusas percepciones. Están en una torre en alguna parte, una torre de la antigua Expansión. Desde las ventanas abiertas puede admirar la ciudad. El sol poniente esmerila el aire y tiñe los edificios de un rojo apagado.
También Carlyle está presente, aparentemente aturdido.
– Cielos, cómo apestáis.
Akkarat, de pie no muy lejos de ellos. Sonriendo con malicia. Dicen que los thais tienen trece clases de sonrisas. Anderson se pregunta cuál está viendo ahora.
– Habrá que meteros en la ducha.
Anderson empieza a hablar, pero lo interrumpe otro ataque de tos. Respira hondo, intentando dominar los pulmones, pero no deja de toser. Las esposas se le clavan en las muñecas mientras se convulsiona. Sus costillas son una maraña de dolor. Carlyle no abre la boca. Tiene la frente cubierta de sangre. Anderson no sabe si se habrá enfrentado a sus captores o si estos le habrán torturado.
– Dadle un vaso de agua -ordena Akkarat.
Los guardias de Anderson lo empujan contra la pared, le obligan a sentarse. Esta vez evita retorcerse el dedo roto, por los pelos. Le traen el agua. Uno de los guardias sostiene el vaso contra sus labios, permitiéndole beber. Agua fría. Anderson la engulle, absurdamente agradecido. Deja de toser. Se obliga a mirar a Akkarat.
– Gracias.
– Ya. Bueno. Por lo visto tenemos un problema -dice Akkarat-. Tu historia ha resultado ser cierta. Después de todo, el neoser es un rebelde.
Se acuclilla junto a Anderson.
– Todos hemos sido víctimas de la mala suerte. En el ejército dicen que el mejor plan de combate puede durar un máximo de cinco minutos en una batalla real. Transcurrido ese tiempo, todo depende de que la suerte y los espíritus sonrían al general. Esto es un caso de mala suerte. Todos debemos corregir nuestra estrategia. Y ahora, naturalmente, me enfrento a varios problemas nuevos que también deben corregirse. -Inclina la cabeza en dirección a Carlyle-. Es comprensible que os sintáis ofendidos por el trato recibido. -Hace una mueca-. Podría pediros perdón, pero no sé si eso sería suficiente.
Anderson se mantiene impasible mientras mira a Akkarat a la cara.
– Como nos hagas daño, lo pagarás caro.
– AgriGen nos castigará. -Akkarat asiente con la cabeza-. Sí. Es un dilema. Claro que, por otra parte, en AgriGen siempre están enfadados con nosotros.
– Desátame y nos olvidaremos de esto.
– Que confíe en ti, quieres decir. Me temo que eso sería contraproducente.
– Las revoluciones son una cosa muy seria. No estoy resentido. -Anderson esboza una feroz sonrisa, esperando convencer al ministro-. Sin trampa ni cartón. Seguimos compartiendo los mismos objetivos. No se ha producido ningún daño irreparable.
Akkarat ladea la cabeza, pensativo. Anderson se pregunta si está a punto de recibir una puñalada en las costillas.
De pronto, Akkarat sonríe.
– Eres duro de pelar.
Anderson reprime una punzada de esperanza.
– Pragmático, eso es todo. Nuestros intereses siguen siendo los mismos. Nuestra muerte no beneficia a nadie. Se trata de un pequeño malentendido que todavía se puede enmendar.
Akkarat reflexiona. Se vuelve hacia uno de los guardias y le pide el cuchillo. Anderson contiene la respiración cuando se aproxima; la hoja se desliza entre sus muñecas, liberándolo. La afluencia de sangre le provoca un hormigueo en los brazos. Los mueve lentamente. Parecen bloques de madera. A continuación, siente como si le clavaran unos alfileres.
– Dios.
– La circulación tardará un rato en recuperar la normalidad. Alégrate de que hayamos sido tan amables contigo. -Akkarat repara en el modo en que Anderson acuna la mano lastimada. Compone una sonrisa de azoramiento, contrito. Llama a un médico antes de dirigirse a Carlyle.
– ¿Dónde estamos? -quiere saber Anderson.
– En un centro de mando de emergencia. Cuando se decidió que los camisas blancas estaban implicados, trasladé aquí nuestra base de operaciones, por seguridad. -Akkarat inclina la cabeza en dirección a las bobinas de muelles percutores-. Los tiros de megodontes del sótano nos suministran energía. Nadie debería sospechar que contábamos con un centro tan bien equipado.
– No sabía que tuvierais algo así.
Akkarat sonríe.
– Somos socios, no amantes. No comparto todos mis secretos con nadie.
– ¿Habéis capturado ya al neoser?
– Es cuestión de tiempo. Su retrato está por todas partes. La ciudad no permitirá que sobreviva en nuestro seno. Una cosa es sobornar a unos cuantos camisas blancas, y otra muy distinta atentar contra el palacio.
Anderson vuelve a pensar en Emiko, atenazada por el pánico.
– Todavía me cuesta creer que una chica mecánica pudiera hacer algo así.
Akkarat le mira de reojo.
– Hay testigos que lo corroboran, al igual que los japoneses que la construyeron. Esa criatura es una asesina. Daremos con ella, la ejecutaremos a la antigua usanza y nos olvidaremos de ella. Y obligaremos a los japoneses a pagar muy cara su negligencia criminal. -Sonríe de repente-. Al menos en esto, los camisas blancas y yo estamos de acuerdo.
Cortan las ligaduras de Carlyle. Un alto cargo llama aparte a Akkarat.
Carlyle se quita la mordaza.
– ¿Volvemos a ser amigos?
Anderson se encoge de hombros mientras observa la actividad que les rodea.
– Tan amigos como se pueda ser en una revolución.
– ¿Cómo estás?
Anderson se palpa el pecho con cuidado.
– Costillas rotas. -Hace un ademán con la cabeza en dirección al médico que está entablillándole la mano-. Un dedo machacado. La mandíbula está bien, creo. -Se encoge de hombros-. ¿Y tú?
– Bastante mejor. Me parece que tengo el hombro dislocado. Claro que no soy yo el que había apadrinado a un neoser rebelde.
Anderson tose y hace una mueca.
– Ya, en fin, suerte que tienes.
Los engranajes de un radioteléfono empiezan a chirriar mientras uno de los militares acciona la manivela. Akkarat descuelga el auricular.
– ¿Sí? -Asiente con la cabeza, dice algo en tailandés.
Anderson solo entiende unas pocas palabras, pero Carlyle pone los ojos como platos mientras escucha.
– Van a ocupar las emisoras de radio -susurra.
– ¿Qué?
Anderson se pone en pie con dificultad, dolorido, y aparta de un empujón al médico que sigue vendándole la mano. Unos guardias se apresuran a cortarle el paso, protegiendo a Akkarat. Anderson grita por encima de sus hombros mientras lo empujan contra la pared.
– ¿Vais a empezar ahora?
Akkarat le lanza una mirada sin apartarse del teléfono, concluye la conversación plácidamente y devuelve el auricular al oficial de comunicaciones. El encargado de la manivela se sienta sobre los talones, esperando la siguiente llamada. El zumbido del volante se apaga.
– El asesinato del somdet chaopraya -dice Akkarat- ha desencadenado una oleada de hostilidad contra los camisas blancas. Los manifestantes se agolpan frente al Ministerio de Medio Ambiente. Incluso el Sindicato de Megodontes está implicado. El pueblo ya estaba enfadado con el ministerio debido al endurecimiento de sus acciones en las calles. He decidido aprovechar esta circunstancia.
– Pero todavía no hemos posicionado nuestros efectivos -protesta Anderson-. Aún faltan unidades militares por regresar del nordeste. Se supone que mis tropas de asalto desembarcarán dentro de una semana.
Akkarat se encoge de hombros y sonríe.
– Las revoluciones son impredecibles. Lo más aconsejable es aprovechar todas las oportunidades que se nos presenten. En cualquier caso, creo que te sorprenderás gratamente. -Vuelve a concentrarse en el radioteléfono de manivela. El firme chirrido del volante inunda toda la estancia mientras Akkarat habla con sus subordinados.
Anderson se queda mirando fijamente la espalda del ministro, tan obsequioso tiempo atrás en presencia del somdet chaopraya, y ahora al mando. Imparte un torrente incesante de órdenes. De vez en cuando, el zumbido del teléfono reclama su atención.
– Esto es una locura -murmura Carlyle-. ¿Seguimos formando parte del juego?
– No estoy seguro.
Akkarat mira en su dirección de soslayo, parece estar a punto de decir algo, pero en vez de eso ladea la cabeza.
– Escuchad. -Su voz adquiere un timbre reverente.
Un retumbo se extiende por toda la ciudad. Unos fogonazos restallan tras las ventanas abiertas del puesto de mando, como relámpagos durante una tormenta. Akkarat sonríe.
– Ya ha empezado.