Es evidente que Robert J. Sawyer se configura ya como el fenómeno indiscutible de la ciencia ficción canadiense. Desde la aparición de su primera novela, Golden Fleece, a la que el mismo Orson Scott Card calificó de mejor novela de 1990, Sawyer ha desarrollado una espectacular carrera repleta de éxitos y premios.
Con sus dos últimas obras, El experimento terminal (1995) que hoy presentamos, y Starplex (1996), Sawyer se incluye ya en las listas de los finalistas del premio Hugo y del Nébula, tras haber obtenido en diversas ocasiones el premio Aurora de la ciencia ficción canadiense, el Homer (del Forum de ciencia ficción de Compuserve), y otros premios diversos como el Gran Prix de l'Imaginaire francés, el Seiun japonés, el Arthur Ellis o una mención honorífica en el premio UPC de 1996.
La carrera fulgurante de este autor que, desde Canadá y en sólo seis años, se proyecta en todo el mundo, justifica la cita de The Montreal Gazette que presentamos en la portada: «¿Es Sawyer la respuesta canadiense a Michael Crichton? Muy posiblemente, sí.»
Ese éxito se basa en unas novelas que deben mucho a la elección de unos personajes normales envueltos en unas tramas de misterio que se resuelven brillantemente con las técnicas habituales en los mejores thriller. En el caso de Sawyer, no obstante, la temática es la de la ciencia ficción hard complementada con una interesante reflexión sobre las cuestiones morales y sobre la inevitable subjetividad de los comportamientos éticos.
En unos tiempos en que la tecnociencia y sus realizaciones modifican y alteran rápida y globalmente las condiciones de vida en todo el planeta, no es ocioso preguntarse sobre la moralidad y el componente ético de la actividad de científicos e ingenieros. Ésa parece ser la gran especialidad de Robert J. Sawyer, quien cuenta además con una capacidad especulativa superior y con una facilidad para explicar y divulgar la ciencia que recuerda a la del mejor Asimov.
Estoy convencido de que Sawyer está llamado a ser una referencia importante de la ciencia ficción mundial. Sus obras son amenas, lineales, sencillas y fáciles de leer, sus personajes son gente normal, poco atormentada tal vez, pero que sufren contratiempos y situaciones en las que pueden reconocerse la mayoría de los lectores. Por otra parte, las especulaciones científico-tecnológicas de Sawyer siempre resultan interesantes.
Por diversas razones que ahora no vienen a cuento, tuve la oportunidad de realizar personalmente la traducción de Hélice, la novela corta con la que Sawyer ganó la mención honorífica en el premio UPC de 1996. El trabajo de traductor, mucho más dilatado y profundo que el de lector, me permitió entonces comprobar, entre otras muchas cosas, la soltura con que Sawyer hace llegar al lector, creo que incluso al no experto, los elementos centrales de las ideas científicas más complejas (ingeniería genética y paleontología en aquel caso). El lector de El experimento terminal puede comprobarlo, por ejemplo, en la efectiva exposición del concepto de «evolución acumulativa» que encontrará en el capítulo 24 de esta novela.
Por experiencia sé que la tarea del divulgador científico no es nada fácil y, en cierta forma, el autor de ciencia ficción hard está obligado a realizar esa actividad aunque sólo sea porque se mueve siempre en el borde mismo de la ciencia y la tecnología del futuro. Sawyer se desenvuelve muy bien en esta labor.
Debo decir que, en un principio, me sorprendió la forma en que Orson Scott Card valoró la primera novela de Robert J. Sawyer, Golden Fleece (1990). Tras considerarla la mejor novela de ciencia ficción del año, Card añadía: «Condenadamente buena. Compré dos ejemplares: uno para leer y guardar, y el otro para animar a los amigos diciendo: “¡Léelo! ¡Ahora mismo!”»
Tal vez por ser catalán, sólo adquirí un ejemplar de Golden Fleece cuando en enero de 1991 estuve unos días en la Universidad Politécnica de Virginia, en ocasión de un viaje como vicedecano de la Facultad de Informática de la UPC. Por cierto, Golden Fleece («El vellocino de oro») estaba en la lista de los títulos de ciencia ficción más vendidos en la librería del campus, lo que dice bastante a favor de la novela, y mucho más sobre el peso de las opiniones de un autor querido y respetado como Card.
Leí Golden Fleece (de lectura fácil y rápida) en el vuelo de regreso y me pareció interesante aunque, tal vez, no excepcional. Lo que me sorprendió, y de pasada me hizo comprender las razones de la valoración de Card, fue el tratamiento moral del tema. Mezclando ciencia ficción y el más clásico misterio policíaco, Sawyer intentaba mostrar un conflicto a través de dos puntos de vista: el de un humano y el de una inteligencia artificial, tratando a ambos con la misma honestidad y deferencia. El lector, ante las razones expuestas, debía llegar a su propio juicio sobre cuál de los dos posee la razón moral en el enfrentamiento. Un planteamiento interesante que, a mi entender, explica el interés de Card por la obra.
Después, por diversas razones que tampoco vienen a cuento, me perdí The Quintaglio Ascension, una inteligente trilogía que explora el papel de personajes de gran importancia en la historia de la ciencia en un planeta habitado por dinosaurios inteligentes. Farseer (1992) se refiere a una figura análoga a la de Galileo, Fossil Hunter (1993) al análogo de Darwin, y Foreigner (1994) al análogo de Sigmund Freud. Ahora voy como loco buscándola para leerla lo más pronto que pueda...
Por suerte, en el número de Mid-december de 1994, Analog (revista de la que sigo siendo devoto adepto) me sorprendió con la primera parte de un serial de Robert J. Sawyer. Se titulaba entonces Hobson's Choice y, tras su publicación en marzo de 1995 en forma de libro se llamó The terminal experiment, estaba destinada a convertirse en finalista del premio Hugo de 1996, y en la flamante ganadora del premio Nébula 1995. Había obtenido antes el premio canadiense Aurora y el Homer en el Forum de ciencia ficción de Compuserve.
Evidentemente ésa era la novela con la que había que presentar a Sawyer en España.
Pero no lo fue, porque antes apareció, como ya se ha señalado, Hélice, la novela corta ganadora de la mención honorífica del premio UPC de 1996, que usted puede haber tenido ya oportunidad de leer en el volumen Premio UPC 1996 (NOVA ciencia ficción, número 96) y que, si no es así, le recomiendo encarecidamente.
Bueno, lo lógico era que, tras la experiencia de Hélice, me adjudicase a mí mismo la traducción de El experimento terminal. Pero no ha sido así, pese a haberlo previsto de este modo en un principio.
Para que no se diga que en el mundo no hay al menos un poquito de justicia, se me ocurrió una especie de castigo ejemplar: hacer que el traductor de esta novela fuera precisamente Pedro Jorge Romero, quien había tenido la osadía de ensalzar su valoración del premio Nébula de 1996 (Slow River de Nicola Griffith, previsto en NOVA ciencia ficción en 1998), con una más que odiosa comparación con el Nébula de 1995: El experimento terminal.
Si las comparaciones son siempre odiosas, ésa era particularmente molesta. Decía el siempre polémico Pedro:
Los votantes del premio Nébula son personas extrañas: un año le dan el premio a una novela sin interés como The terminal experiment (que tiene la profundidad intelectual y artística de un telefilm, es decir, se puede leer, pero darle un Nébula…), y al año siguiente votan una novela de la calidad de Slow River (que también había ganado el premio Lambda). ¡No hay quien lo entienda! (BEM 56, abril-mayo 1997, pág. 43.)
No es difícil disentir de esa opinión de Pedro Jorge Romero. Muchas voces, y algunas francamente muy cualificadas, lo han hecho (véase, por ejemplo, la opinión de Nancy Kress en la contraportada de este libro). El experimento terminal no es tan banal y sencilla como aparenta, y presenta muchos puntos de interés. Además, si el premio Lambda avala a Ammonite, la anterior novela de Griffith, no son premios precisamente lo que le falta a Robert J. Sawyer, ni siquiera a El experimento terminal en concreto.
No obstante, el punto de vista de Pedro Jorge Romero suele tener su justificación. Aunque yo no lo comparta, y por eso le haya «condenado» a la traducción de la novela de Sawyer, que, por cierto, ha realizado con su diligencia y profesionalizad habituales.
Parece que a algunos comentaristas les es imprescindible un tono de esforzada trascendencia para valorar una obra. Hay temas de moda como el lesbianismo en el caso de Slow River, y otros un tanto «gastados» como el de la existencia o no del alma en El experimento terminal Si a esa diferencia temática añadimos unos personajes esencialmente distintos: atormentados y un tanto caóticos en Slow River, y normales y terriblemente cotidianos en El experimento terminal, podremos entender la génesis de juicios como el de Pedro Jorge Romero.
Por suerte nunca he necesitado la connivencia ideológica con el autor para apreciar una obra. Casi con toda seguridad no comparto la mayoría de puntos de vista de Sawyer sobre el aborto, el alma o la vida tras la muerte, pero ello no impide que sea capaz de apreciar el interés de sus especulaciones y, aún más, el interés por la «normalidad» de sus personajes.
El Hobson de El experimento terminal (como el Tardivel de Hélice,) tiene problemas afectivos y sentimentales mucho más cercanos a los que yo mismo puedo tener. Justo lo contrario de lo que ocurre con la Lore Van de Oest de Slow River.
En realidad ambos me interesan, pero nunca me atrevería a señalar que los personajes de Sawyer carecen de «profundidad intelectual y artística». Al contrario, me parece mucho más meritorio todo lo que Sawyer es capaz de sacar de ellos, pese a su presunta sencillez y simplicidad. La mayoría de personas somos precisamente gente de esa que de forma tan grosera llamamos «normal».
Llegados aquí, basta decir que El experimento terminal presenta a un personaje normal, el doctor Hobson, enfrentado a un problema normal, la infidelidad de su esposa, en el contexto de una tecnociencia que tal vez pronto llegue a ser normal.
Tras descubrir lo que puede ser la traza eléctrica del alma, Hobson pretende estudiar nuevos conceptos sobre la vida y la muerte. Lo hará gracias a simulaciones informáticas de su propio cerebro y descubrirá que las cosas pueden parecer normales pero no son nunca tan sencillas como aparentan.
En realidad, el doctor Hobson ha creado un monstruo. O mejor dicho: tres. Para probar sus teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte, Hobson llega a crear tres simulaciones informáticas de su propia personalidad.
Con la primera, de la que se ha eliminado toda referencia a la existencia física, intenta analizar cómo sería una posible vida tras la muerte. Con la segunda, de la que se elimina toda referencia al envejecimiento y a la muerte, Hobson pretende estudiar la inmortalidad. La tercera, sin alteraciones, es el control de referencia del experimento.
Sin embargo, las tres simulaciones escapan al control de Hobson, huyen del ordenador en el que están confinadas, se instalan en la red informática mundial y viven su propia vida. Una de ellas es un asesino. Un asesino que en realidad lleva a cabo crímenes que la mente del mismo Hobson puede haber imaginado e, incluso, deseado…
Ésa es la idea, propia en el fondo de una sencilla novela de misterio, con motivaciones sencillas, y con sencillas y a la vez interesantes aproximaciones al porqué de ciertas cosas.
Tal vez menos intensa que Hélice, El experimento terminal justifica perfectamente en su extensión y alcance el porqué de sus premios. Aunque a algunos les cueste comprenderlo.
Finalizo con un comentario sobre la traducción. Los informáticos no solemos traducir los términos técnicos, que tomamos directamente del inglés. No me parece verosímil que alguien hable de un programa que se ejecuta «en segundo plano», en lugar de decir que se ejecuta «en background». Ésta es la razón por la que hemos mantenido algunos conceptos en inglés, pues traducirlos sería un artificio falso que no se corresponde con la realidad. Sé que hay en ello un duro colonialismo lingüístico pero, desgraciadamente, no es el único colonialismo que sufrimos… En esto Pedro Jorge Romero sí ha estado de acuerdo conmigo. Loado sea Dios.
Incidentalmente debo decir que me apena que no pueda ser cierta la previsión de Rob Sawyer respecto a que Cari Sagan siguiera con vida en el año 2011 (tal y como ocurre en un momento de El experimento terminal, escrita antes del fallecimiento de Sagan). Sirva este recordatorio como apresurado e improvisado homenaje a Cari Sagan, quien actuó brillantemente como científico, como divulgador científico y como autor de ciencia ficción.
Miquel Barceló