Treinta y dos de las pacientes embarazadas de Dinah Kawasaki aceptaron participar en probar el equipo de escáner de Peter. No era sorprendente: Peter había ofrecido quinientos dólares por paciente simplemente por llevar el escáner durante cuatro horas. Cada paciente estaba a una semana por delante en el embarazo que la anterior.
Con el tiempo Peter quería estudiar embarazos individuales y completos en varias mujeres, pero los resultados iniciales eran claros. La onda del alma llegaba en algún momento entre la novena y décima semana de embarazo. Antes de eso, simplemente no existía. Necesitaría un estudio más preciso para mostrar si aparecía del interior del cerebro fetal, o —menos probable, pensaba Peter— llegaba de alguna forma desde fuera.
Peter sabía que aquello cambiaría el mundo, casi tanto como saber que realmente existía alguna forma de vida después de la muerte. Algunos seguirían discutiendo cómo interpretarlo, pero Peter podía decir ahora categóricamente si un feto dado era o no una persona; si su eliminación sería simplemente eliminar una excrecencia indeseada o un acto de asesinato.
Las implicaciones serían profundas. Si podían convencer al Papa de que la onda del alma era realmente la manifestación física de un ser inmortal, y el alma sólo aparecía a las diez semanas de embarazo, quizás eliminaría sus limitaciones al control de natalidad y el aborto temprano. Peter recordó que en 1993, el entonces Papa había dicho originalmente a las mujeres violadas por soldados en Bosnia-Herzegovina que se condenarían a menos que tuviesen los bebés. Y el Papa actual todavía se negaba a permitir el control de natalidad en áreas de hambruna, incluso cuando esos niños se morían de hambre una vez nacidos.
Por supuesto, el movimiento femenino —del que Peter se consideraba un defensor— también reaccionaría.
Peter siempre había tenido dificultades con el aborto, especialmente en países industrializados. Existían métodos de control de natalidad muy eficaces y discretos. Peter siempre había aceptado intelectualmente que una mujer tenía derecho al aborto cuando lo pidiese, pero había considerado todo el asunto como desagradable. ¿No era mejor prevenir los embarazos no deseados? ¿Era demasiado pedir —a las dos personas de la relación— el control de natalidad? ¿Por qué empobrecer las maravillas de la reproducción?
Le había llevado diez minutos descubrir en la red la estadística de que uno de cada cinco embarazos en Norteamérica acababa en aborto. Y sin embargo, por supuesto, él y Cathy habían concebido hacía todos esos años sin planificarlo. Él, con un título de doctor, ella con un título en química; dos personas que debían haberlo sabido.
Nada es nunca tan simple en lo concreto como en la abstracción.
Pero ahora, quizás, había justificación para el control de natalidad después de la concepción. El alma, fuese lo que fuese el alma, llegaba sólo después de sesenta o más días de gestación.
Peter no era un futurólogo, pero podía ver hacia donde iría la sociedad: indudablemente, en una década, las leyes cambiarían para permitir el aborto hasta la llegada de la onda del alma. Una vez que la onda del alma estuviese presente en el feto, los tribunales declararían que el nascituro era realmente humano.
Peter había buscado respuestas; hechos ciertos y fríos. Y ahora las tenía. Respiró hondo. Era un racionalista. Siempre había sabido que sólo había tres posibles respuestas al problema moral provocado por el aborto. Primera: el niño es un ser humano desde el momento de la concepción. Eso siempre le había parecido a Peter una tontería; en la concepción el niño no es más que una célula individual.
Segunda: el niño se convierte en humano en el momento de salir del cuerpo de la madre. Eso había parecido igualmente tonto. Aunque el feto toma nutrientes de la madre hasta que se corta el cordón umbilical, el feto está lo suficientemente desarrollado para sobrevivir por sí mismo, si fuese necesario, semanas antes de que acabe un embarazo normal. Estaba claro que cortar el cordón era tan arbitrario como cortar la cinta para inaugurar un nuevo centro comercial. El feto es un ser humano con un corazón y un cerebro independientes —y pensamiento— antes de salir al mundo.
Así que lo que Peter había hecho era demostrar lo que debería haber sido intuitivamente obvio. Opción tercera: en algún momento de los dos extremos —entre la concepción y el nacimiento— un feto se convertía en un ser humano por derecho propio y con sus propios derechos.
Era de esperar que la tercera opción fuese la correcta. Incluso muchas religiones sostenían que la llegada del alma ocurría en algún momento del embarazo. Santo Tomás de Aquino había permitido el aborto hasta la sexta semana en los fetos masculinos y hasta el tercer mes en los femeninos, siendo ésos los momentos en que creía que el alma entraba en el cuerpo. Y en las creencias musulmanas, según Sarkar, el nafs entra en el feto al décimo cuarto día después de la concepción.
De acuerdo, ninguna de ésas coincidía con la cifra de Peter de nueve o diez semanas. Pero el conocimiento seguro de que había un punto específico en el que el alma llegaba —volvió a pensar— cambiaría el mundo. Y, por supuesto, no todos considerarían que era un cambio a mejor. Peter se preguntó cómo sería verse por televisión quemado en efigie.
Habían pasado nueve semanas desde que Cathy le había contado a Peter su asunto. Las cosas habían permanecido tensas entre ellos durante ese periodo. Pero ahora era necesario que tuviesen una charla seria… una charla sobre una crisis diferente, una crisis de su pasado.
Hoy era lunes, 10 de octubre; el día de Acción de Gracias canadiense. Los dos tenían el día libre. Peter entró en el salón. Cathy estaba sentada en el sillón resolviendo el crucigrama del New York Times. Peter fue y se sentó a su lado.
—Cathy —dijo—, tengo algo que decirte.
Los enormes ojos de Cathy se cruzaron con los suyos, y de pronto Peter entendió lo que ella estaba pensando. Ha tomado su decisión, pensaba Cathy. Iba a dejarla. Peter vio en su rostro todo el miedo, toda la tristeza, todo el coraje. Cathy luchaba por mantener la compostura.
—Es sobre nuestro bebé —dijo Peter.
La cara de Cathy cambió de pronto. Ahora estaba confundida.
—¿Qué bebé?
Peter tragó.
—El bebé que, ah, abortamos hace doce años.
Los ojos de Cathy se movían de un lado a otro. Claramente no lo entendía.
—La próxima semana, mi compañía hará un anuncio público sobre la onda del alma —dijo él—. En ese momento se revelarán algunas investigaciones adicionales. Pero… pero quería que tú lo oyeses primero.
Cathy permaneció en silencio.
—Sé cuando llega la onda del alma al niño.
Ella leyó su comportamiento, leyó su vacilación. Ella conocía todos sus gestos, todo el vocabulario de su lenguaje corporal.
—Oh, Dios —dijo Cathy, con los ojos abiertos por el horror—. Llega pronto, ¿no? Antes de cuando nosotros… cuando nosotros…
Peter no dijo nada.
—Oh, Dios —volvió a decir ella, negando con la cabeza—. Eran los noventa —dijo como si lo resumiese todo.
Los noventa. En aquella época, el tema del aborto, como muchos otros, había sido simplificado hasta el punto de los eslóganes ridículos: «Pro elección», como si hubiese otra facción que fuese antielección; «Pro vida», como si hubiese habido otro grupo en contra de la vida. No se permitían los grises. En el círculo de Hobson —educado, bien pagado, liberal del este de Canadá— pro elección había sido la única opción posible.
Los noventa.
Los políticamente correctos noventa.
Peter negó con la cabeza.
—No estaba claro —dijo—. Lo hicimos justo cuando la onda del alma debía haber aparecido por primera vez. —Se detuvo sin saber qué decir—. Puede que estuviese bien.
—O podría ser… podría ser…
Peter asintió.
—Lo siento, Cathy.
Ella se mordió el labio inferior, confundida y triste. Peter se acercó y le tocó la mano.