Epílogo

Peter y Cathy Hobson tuvieron la fortuna de compartir otras cinco décadas de vida… décadas de alegría y tristeza, de felicidad y dolor, décadas vividas al máximo, saboreando cada minuto. Pero, al final, acabó. Cathy Hobson murió tranquilamente mientras dormía el 29 de abril de 2062, a la edad de noventa y un años.

Y, como sucede a menudo con parejas que han estado juntas durante mucho tiempo, Peter Hobson, solo en casa, sintió un dolor agudo en el pecho tres semanas después. El ordenador doméstico lo vio caer al suelo y pidió una ambulancia, pero incluso al hacerlo, el ordenador consideró poco probable que la ayuda llegase a tiempo.

Peter cayó de lado. El dolor era insoportable.

La elección de Hobson, pensó.

El caballo más cercano a la puerta.

Una puerta que se abría para él…

Y luego, de pronto, no hubo más dolor.

Peter sabía que el corazón se le paraba. Sintió que el pánico crecía en su interior, pero eso también quedó de pronto a un lado, anónimo, como si perteneciese a otra parte de él.

Y, a la vez, todo fue diferente.

No podía ver.

No podía oír.

En realidad, no podía sentir nada en ninguna forma normal humana… ni tacto, ni olfato, ni gusto, ni siquiera el extraño sentido de tener un cuerpo, de saber cómo estaban situados los miembros.

Ningún sentido en absoluto, excepto…

Excepto un… un tropismo, una atracción hacia algo… algo lejano, algo grande.

Él todavía era Peter Hobson, todavía era un ingeniero, un hombre de negocios, y… bien, seguro que también era otras cosas.

Sí, todavía era… Hobson, eso era. Peter G. La G era por… bien, no importaba. Recordaba…

Nada. Nada en absoluto. Ahora todo se había ido.

Por supuesto. La memoria era bioquímica, codificada en redes neuronales. Se había quedado separado del medio de almacenamiento.

Él… pronombre equivocado. Ello era más apropiado. Sin género. Un intelecto…

Un intelecto sin memoria, sin cambios de humor hormonales, sin venenos de la fatiga, o endorfinas o… o miles de otros compuestos químicos cuyo nombre ya no podía recordar. Apartado de la química, divorciado de la biología, separado de la realidad material.

El tropismo continuaba, llevándole, moviéndole hacia… algo.

¿Qué quedaba de una persona una vez que el cuerpo y todo lo que había sido el cerebro físico era eliminado?

Sólo una cosa… lo único que podía sobrevivir.

Sólo la esencia. La chispa. El núcleo.

El alma.

Sin género, sin identidad, sin memoria, sin emociones.

Y sin embargo…

Se acercaba aún más ahora.

Algo grande. Algo vibrante.

Corrección: algos. Plural. Docenas… no, miles. No… más que eso. Órdenes de magnitud más. Billones. Billones, todos juntos, todos funcionando a la vez.

El alma sabía lo que era ahora, comprendía por fin, todas las preguntas tenían respuestas. Era un trozo, una viruta, una iota, la parte más diminuta, el bloque indivisible fundamental.

Un átomo de Dios.

Finalmente, el alma se reunió con el cuerpo padre, se reunió con la vastedad, se mezcló con ella, tocando todo lo que alguna vez había sido humano, y todo lo que alguna vez lo sería.

No era el Cielo. No era el Infierno.

Era el hogar.

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