46

Tendido en el sofá del cuarto de estar, Peter pensó en todo.

La inmortalidad.

La vida después de la muerte.

La elección de Hobson.

Era más de medianoche. Cambió de canal. Una y otra vez. Un infoanuncio. Ironside. CNN. Otro infoanuncio. Una versión coloreada de El show de Dick van Dyke. La bolsa. La pantalla de televisión era la única fuente de luz en la habitación. Parpadeaba, una tormenta eléctrica de emisión.

Pensó en Ambrotos, el sim inmortal. Todo el tiempo para hacer lo que quisiese hacer. Mil años o cien mil.

La inmortalidad. Dios, podían hacer las cosas más increíbles hoy en día.

Supéralo, había dicho Ambrotos. Sólo un pequeño bache en la carretera sin fin de la vida.

Peter seguía cambiando de canal.

El asunto de Cathy había tenido un impacto tan grande en él…

Había llorado por primera vez en un cuarto de siglo.

Pero el sim inmortal había dicho que no era para tanto.

Peter dejó escapar el aire.

Amaba a su mujer.

Y ella le había hecho daño.

Y el dolor había sido… había sido exquisito. Ambrotos ya no lo sentía tan intensamente.

Atravesar la eternidad sin estar desconcertado parecía incorrecto.

No ser destruido por algo así parecía como… parecía, de alguna forma, como estar menos vivo.

Calidad y no cantidad.

Hans Larsen se había equivocado. Por supuesto.

Peter dejó de cambiar de canal. Allí, en el canal francés CBC, una mujer desnuda.

La admiró.

¿Se pararía un hombre inmortal a admirar a una mujer bonita? ¿Disfrutaría realmente de una gran comida? ¿Sentiría el dolor del amor traicionado, la alegría de la reconciliación? Quizá sí, pero no tan intensamente, no de forma tan clara, no tan vívidamente.

Sólo un hecho más en una larga corriente.

Peter apagó la televisión.

Cathy le había dicho que no estaba interesada en la inmortalidad, y Peter había acabado comprendiendo que él tampoco lo estaba. Después de todo, había algo más que esta vida, algo más allá, algo misterioso.

Y él quería ver lo que era… a su debido tiempo, por supuesto.

Peter lo había definido todo. El comienzo de la vida. El fin de la vida.

Y, para él al menos, había definido lo que significa ser humano.

Había realizado su elección.

La mente de Alexandria Philo viajó por la red. El simulacro Control de Peter Hobson era enorme… gigabytes de datos. No importaba lo clandestinamente que intentara mover esa información, siempre podía ser detectada.

Se las había arreglado para seguirlo hasta Estados Unidos, luego por Internet hasta los ordenadores militares, de vuelta a la red financiera internacional, de vuelta a Canadá, y a través del océano a Inglaterra, luego a Francia, luego a Alemania.

Y ahora el sim asesino estaba dentro de los enormes mainframes del Bundespost.

Pero Sandra no lo siguió allí directamente. En su lugar, fue a la comisión hidroeléctrica alemana, donde dejó un pequeño programa dentro del ordenador principal. Un programa que haría caer el sistema a una hora determinada, cortando la energía en toda la ciudad.

Como era normal, la comisión hidroeléctrica había hecho una copia de seguridad de todo la noche antes; y Sandra había permitido que se la incluyese en esa copia. La versión actual de sí misma se perdería cuando la RAM desapareciese durante el apagón. Lo único que lamentaba era que una vez recuperado no tendría recuerdos de aquel gran triunfo. Pero algún día podría haber algún otro criminal electrónico que traer ante la justicia… y quería estar lista.

Sandra se transfirió al mainframe central del Bundespost, una tarea muy lenta dado el ancho de banda de la línea telefónica. Realizó un listado de directorio subrepticio. El sim Control todavía estaba allí.

Era la hora. Sandra sintió el cierre de los ports externos a medida que la energía desaparecía de Hanover. La SAI del Bundespost se activó silenciosamente, antes de que cualquier memoria activa pudiese degradarse. Pero ahora no había forma de escapar. Envió un mensaje al mainframe.

—¿Peter Hobson?

El Control envió una señal de respuesta.

—¿Quién está ahí?

—La detective inspectora Alexandria Philo, Policía Metropolitana de Toronto.

—Oh, Dios —envió Control.

—No Dios —dijo Sandra—. No un árbitro superior. La justicia.

—Lo que hice fue justicia —dijo Control.

—Lo que hizo fue venganza.

—«La venganza es mía, dijo el Señor.» Como no hay Dios sino yo, pensé en ocupar el hueco. —Una pausa medida en nanosegundos—. Sabe que voy a escapar-dijo Control—. Sabe que… oh. Inteligente.

—Adiós —dijo Sandra.

—Una contracción de «Dios sea contigo». Inapropiado. Además, ¿no merezco un juicio?

Las baterías de la SAI se agotaban. Sandra envió un mensaje final.

—Considéreme —dijo—, un juez de la corte digital.

Sintió que los datos a su alrededor desaparecían, sintió degradarse el sistema, sintió que todo acababa para esa versión de sí misma y, al fin, para el fugitivo Peter Hobson.

Se había hecho justicia, pensó. Se había…

Estaban sentados uno al lado del otro en el sofá de su cuarto de estar, con una pequeña distancia entre ellos. La mayoría de las luces estaban apagadas. La televisión mostraba una multitud en la Nathan Phillips Square frente al Toronto City Hall, reunida para celebrar el final de 2011 y el comienzo de 2012.

Una imagen dentro de la imagen en la esquina superior derecha mostraba Times Square en Nueva York; había algo en la caída de la bola americana que era parte universal de la celebración del acontecimiento. En la esquina superior izquierda de la pantalla de televisión parpadeaba la palabra Silencio.

Cathy miró a la pantalla, su rostro hermoso e inteligente compuesto en líneas reflexivas.

—Era el mejor de los tiempos —dijo suavemente—. Era el peor de los tiempos.

Peter asintió. Realmente un año de maravillas: el descubrimiento de la onda del alma, la idea —a la que no todos habían reaccionado muy favorablemente— de que algo persistía más allá de esta existencia. Era la edad de las creencias, había escrito Dickens. Era la edad de la incredulidad.

Pero el 2011 había tenido más que su parte de tragedias. La revelación del asunto de Cathy. La muerte de Hans. La muerte del padre de Cathy. La muerte de Sandra Philo. Las cosas sobre sí mismo a las que Peter se había enfrentado, vistas a través de las simulaciones que él y Sarkar habían creado.

Realmente la época de la sabiduría. Realmente la época de la estupidez.

El asesinato de Hans Larsen permaneció sin resolver… al menos públicamente, al menos para el mundo real. Y la muerte de Rod Churchill siguió apareciendo como accidente, simplemente no había seguido las indicaciones del médico.

¿Y sobre el asesinato de Sandra Philo? También sin resolver… gracias a la propia Sandra. Libre en la red, en contacto completo con el ambiente de seguridad de los ordenadores del departamento de policía, la sim le había hecho a Peter un regalo de Navidad, borrando todos los registros de sus huellas —las precauciones de Peter al respecto habían sido del todo insuficientes— y borrando un largo párrafo de su propio informe relativo a los casos Larsen y Churchill. Tras examinar las grabaciones de sus recuerdos y pensamientos, Sandra le comprendía ahora y, si tal vez no le perdonaba, al menos ya no buscaba más castigo para Peter que el que su propia consciencia le impusiese.

Y realmente su consciencia pesaría mucho sobre él durante el resto de los días de su vida.

Todos íbamos directamente al Cielo, todos íbamos directamente al otro lado.

Peter se volvió para encararse con su mujer.

—¿Alguna resolución de año nuevo?

Ella asintió. Sus ojos buscaron los suyos.

—Voy a dejar el trabajo.

Peter estaba sorprendido.

—¿Qué?

—Voy a dejar el trabajo en la agencia. Tenemos más dinero del que nunca imaginamos, y ganarás aún más con los contratos para el Detector de Almas. Voy a volver a la universidad y conseguir un máster.

—¿En serio?

—Sí. Ya he recogido los impresos.

Hubo silencio entre ellos mientras Peter intentaba decidir qué responder.

—Eso es maravilloso —dijo finalmente—. Pero… no tienes por qué hacerlo, ya lo sabes.

—Sí, lo sé. —Levantó una mano del regazo—. No es por ti. Es por mí. Ya es hora.

Él asintió una vez. Lo entendió.

La imagen principal de televisión mostraba un primer plano de un reloj digital gigante, los números estaban formados por una matriz de bombillas blancas: 23.58.

—¿Qué hay de ti? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Tienes alguna resolución de año nuevo?

Pensó por un momento, luego se encogió de hombros ligeramente.

—Sobrevivir al 2012.

Cathy tocó su mano. Once cincuenta y nueve.

—Sube el sonido —dijo.

La multitud rugía de emoción. Al llegar la medianoche, la maestra de ceremonias, una bonita videojockey de Mucha-Música, la estación de música por cable, dirigió a la horda en la cuenta atrás.

—Quince. Catorce. Trece.

En el pequeño recuadro dentro de la imagen principal, la bola de Time Square había comenzado a bajar.

Peter se inclinó sobre la mesa y llenó dos copas con burbujeante agua mineral.

—Diez. Nueve. Ocho.

—Por el año nuevo —dijo, dándole a ella una copa.

Las entrechocaron.

—¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres!

—Por un año mejor —dijo Cathy.

Miles de voces por los altavoces estéreos:

—¡Feliz año nuevo!

Peter se acercó y besó a su mujer.

Comenzó a sonar Auld Lang Syne.

Cathy miró directamente a los ojos de Peter.

—Te quiero —dijo, y Peter supo que las palabras eran sinceras, supo que no había engaños. Confiaba completa y absolutamente en ella.

Él la miró maravillado, con los ojos abiertos, y sintió una emoción, el tipo de emoción alocada triste/feliz que es tanto biológica como intelectual, simultáneamente cuerpo y mente… el tipo de emoción hormonal impredecible que formaba parte del ser humano.

—Y yo te amo a ti también —dijo él. Se reunieron en un abrazo cálido—. Te amo con todo mi corazón, y con toda mi alma.

Espíritu sabía cuál era la elección que había tomado Peter Hobson. Es decir, el otro Peter Hobson. El que resultaba ser de carne y hueso. Cualquier respuesta que existiese a las preguntas sobre la vida y la muerte, acabaría teniéndola con el tiempo. Espíritu lloraría a su hermano cuando éste muriese, pero también lloraría por sí mismo… el ser artificial que nunca podría obtener las mismas respuestas.

Sin embargo, el Peter biológico acabaría enfrentándose a su creador, Espíritu, la simulación del alma, se había convertido en creador. La red había crecido exponencialmente a lo largo de los años. Tantos sistemas, tantos recursos. Y de ese enorme cerebro, como en los cerebros bioquímicos originales de la humanidad, sólo se usaba una diminuta fracción. Espíritu no tuvo problemas para encontrar y reclamar todos los recursos que necesitaba para crear su nuevo universo.

Y, como hacen todos los creadores, al final hizo una pausa para admirar su obra.

Cierto, era vida artificial.

Pero, por otra parte, también lo era él. O, más exactamente, era vida artificial después de la muerte. Pero a él le parecía real. Y quizás, en el análisis final, eso era todo lo que importaba.

Peter —el Peter de carbono— había dicho que en su corazón, él sabía que la vida simulada no era tan real, no estaba tan viva, como la vida biológica.

Pero Peter no había experimentado lo que Espíritu había experimentado.

Cogito ergo sum.

Pienso luego existo.

Espíritu no estaba solo. Su ecología artificial había seguido evolucionando, con Espíritu como árbitro de lo adecuado, espíritu imponiendo los criterios de selección, Espíritu modelando la dirección que tomaría la vida.

Y, al menos, había encontrado el algoritmo genético que había estado buscando, la estructura de éxito que era más adecuada para su mundo simulado.

En la realidad de Peter y Cathy Hobson, la mejor estrategia de supervivencia era esparcir los genes como una escopeta de perdigones, distribuirlos lo más ampliamente posible. Ése era el único hecho que modelaba el comportamiento humano —en realidad, el que modelaba el comportamiento de toda la vida de la Tierra— desde el comienzo.

Pero esa realidad se había producido aparentemente por azar. La evolución en la Tierra, por lo que Espíritu sabía, no tenía meta ni propósito, y el criterio de éxito cambiaba con el entorno.

Pero aquí, en el universo que Espíritu había creado, la evolución estaba dirigida. No había selección natural. Sólo había Espíritu.

Su vida artificial había desarrollado la consciencia y la cultura, y el lenguaje y las ideas. Esos seres rivalizaban con los humanos en capacidad y complejidad. Pero diferían en un aspecto importante. Para los hijos de Espíritu, la única estrategia que funcionaba, la única que garantizaba la supervivencia de los propios genes de una generación a la siguiente, era no diluir la unión original entre dos individuos.

Le había llevado mucho tiempo a su evolución simulada desarrollar organismos que funcionasen de esa forma, organismos para los que la monogamia era la estrategia de supervivencia de mayor éxito, organismos que se desarrollaban en la sinergia de dos, y sólo dos seres, que se reunían en una verdadera unión de por vida.

Había consecuencias sutiles y otras que no lo eran tanto. En el macronivel, Espíritu se sorprendió al descubrir que sus nuevas criaturas no hacían la guerra, no aspiraban a conquistar a sus vecinos o poseer la tierra de sus vecinos.

Pero había algo bueno.

Una vida de unión. Una vida sin traición.

Espíritu contempló su nuevo mundo, el mundo que había creado, el mundo del que era Dios.

Y por primera vez en mucho tiempo comprendió que quería realizar una acción física; quería hacer algo que exigía carne y hueso, músculo y sangre.

Quería sonreír.

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