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La detective Alexandria Philo mantenía una relación de amor odio con esa parte de su trabajo. Por un lado, interrogar a los que habían conocido al fallecido podría proporcionar pistas importantes. Pero, por otro, tener que sacarle información a gente turbada era una experiencia en conjunto desagradable.

Aún peor era el cinismo asociado al proceso: no todos decían la verdad; muchas lágrimas serían de cocodrilo. El instinto natural de Sandra era ofrecer su simpatía a los que sufrían dolor, pero la policía le decía que no debía fiarse de las apariencias.

No, pensó. No era la policía que había en ella quien le hacía decir eso. Era la civil. Cuando terminó su matrimonio con Walter, todas las personas que antes le habían felicitado por el compromiso y la boda comenzaron a decir cosas como: «Oh, sabía que no duraría», y «Bueno, realmente no era el adecuado para ti», y «Era un simio»… o un Neanderthal, o un idiota, o un lo que fuese la metáfora favorita del individuo en cuestión para la gente estúpida. Sandra había descubierto entonces que las personas —incluso las buenas personas, incluso tus amigos— te mentirían. En un momento dado, te dirán lo que creen que quieres oír.

Las puertas del ascensor se abrieron en el piso decimosexto de la torre North American Life. Sandra salió. Doowap Advertising tenía su propia entrada, todo cromado y con cuero rojo, directamente fuera del ascensor. Sandra caminó hasta colocarse frente al mostrador de recepción. En esos días, la mayoría de las compañías se habían deshecho de las bellezas en las recepciones, y las habían reemplazado por adultos más maduros de ambos sexos. Pero la publicidad todavía era la publicidad, y el sexo todavía vendía. Sandra intentó limitar la conversación a palabras de una sílaba para beneficio de la joven cosa bonita tras el mostrador.

Después de mostrar su insignia a un par de ejecutivos, Sandra se preparó para interrogar a cada uno de los empleados. Doowap empleaba una disposición de espacio abierta que se había hecho popular en los ochenta. Había cubículos individuales en el centro de la habitación, delineados por divisores de espacio móviles cubiertos de tela gris. Alrededor de la zona exterior de la sala había despachos, pero no pertenecían a nadie en particular, y a nadie se le permitía ocupar uno de forma permanente. En lugar de eso, se usaban según fuera necesario para consultas con clientes, reuniones privadas y demás.

Y ahora sólo era una cuestión de escuchar. Sandra sabía que Joe Friday había sido un idiota. «Sólo los hechos, señora» no te llevaba a ningún sitio. A la gente no le gustaba dar hechos, especialmente a la policía. Pero opiniones… a todos les encantaba que le pidiesen su opinión. Sandra sabía que un oído amable era más efectivo que la agotadora exigencia de ir al grano. Además, saber escuchar era la mejor forma de encontrar a la portera de la oficina: esa persona que lo sabía todo… y no tenía reparos en compartirlo.

En Doowap Advertising, esa persona resultó ser Toby Bailey.

—Los ves ir y venir en este negocio —dijo Toby, extendiendo los brazos para demostrar como el negocio de la publicidad incluía toda la realidad—. Los tipos creativos son los peores, por supuesto. Todos son unos neuróticos. Pero son una parte diminuta del proceso. Yo soy comprador de medios: adquiero espacio para anuncios. Ahí es donde está el poder real.

Sandra asintió animándole.

—Parece un negocio fascinante.

—Oh, es como todo lo demás —dijo Toby. Habiendo dejado claro las maravillas de la publicidad, estaba listo para ser magnánimo—. Se necesitan todos los tipos. Piense en el pobre Hans, por ejemplo. Ahora, era un verdadero personaje. Amaba a las mujeres; y no es que fuese desagradable mirar a su mujer. Pero Hans, bien, estaba interesado en la cantidad, no en la calidad. —Toby sonrió, invitando a Sandra a reaccionar al chiste.

Sandra lo hizo, riendo amablemente.

—¿Así que simplemente quería poner más marcas en el cinturón? ¿Eso era lo único que le importaba?

Toby levantó una mano, como si temiese que sus palabras se tomasen como ir contra un muerto.

—Oh, no…, sólo le gustaban las mujeres bonitas. Nunca lo veías con nada por debajo de un ocho.

—¿Un ocho?

—Ya sabe: en una escala de uno a diez. Buen aspecto.

Cerdo, pensó Sandra.

—Supongo que en una empresa de publicidad deben tener muchas mujeres bonitas.

—Oh, sí; el paquete vende, si me perdona por decirlo. —Parecía estar repasando mentalmente el fichero de personal de la compañía—. Oh, sí —dijo de nuevo.

—Me fijé en la recepcionista al entrar.

—¿Megan? —dijo Toby—. Buen ejemplo. Hans se fijó en ella en el momento en que la contrataron. No pasó mucho tiempo para que ella sucumbiese a sus encantos.

Sandra miró la lista de personal que le habían dado. Megan Mulvaney.

—Pero —dijo Sandra— ¿tenía Hans algún gusto especial, o algo que no le gustara en lo referido a las mujeres? Es decir, «bonita» es una categoría muy amplia.

Toby abrió la boca, como si fuese a decir algo estúpido como «a decir verdad». Sandra le concedió puntos por pararse antes de hacerlo. Pero pareció animarse, como si hablar sobre mujeres hermosas a una mujer fuese excitante en sí mismo.

—Bien, le gustaba que estuviesen… ah, bien dotadas, si entiende lo que quiero decir y, no sé, supongo que su gusto iba un poco más hacia lo sensual que el mío. Aun así, casi cualquiera era válida… es decir, no podría decirse que Cathy o Toni sean sensuales, aunque las dos son muy atractivas.

Sandra volvió a mirar al listado. Cathy Hobson. Toni d'Ambrosio. Más puntos de inicio. Sonrió.

—Sin embargo —dijo—, muchos hombres hablan mucho sobre nada. Mucha gente me ha hablado de las hazañas de Hans, pero dígame la verdad, Toby, ¿era todo lo que decía ser?

—Oh, sí —dijo Toby, sintiendo ahora la necesidad de defender a su amigo muerto—. Si iba tras una, la conseguía. Nunca le vi fallar.

—Entiendo —dijo Sandra—. ¿Qué hay de la jefa de Hans?

—¿Nancy Caulfield? Vaya, ¡todo un personaje! Déjeme que le cuente como Hans la consiguió al final.

Para Espíritu, el sim de la vida después de la muerte, ya no había nada como el sueño biológico, no había distinción entre la consciencia y la inconsciencia.

Para una persona de carne y hueso, los sueños dan una perspectiva diferente, una segunda opinión sobre los sucesos del día. Pero Espíritu sólo tenía un modo, una única forma de mirar al universo. Aun así, él buscaba conexiones.

Cathy.

Su mujer… hacía mucho tiempo.

Recordaba que había sido bonita… para él, al menos. Pero ahora, libre de necesidades biológicas, el recuerdo de su rostro, de su figura, no producían ninguna respuesta estética.

Cathy.

En lugar de soñar, Espíritu cogitaba ociosamente. Cathy. ¿Era un anagrama de algo? No, por supuesto que no. Oh, espera un momento. Yacht (Yate). Curioso; no lo había pensado nunca.

Los yates tenían líneas agradables… una cierta perfección matemática dictada por las leyes de la mecánica de fluidos. Su belleza, al menos, era algo que todavía podía apreciar.

Cathy había hecho algo. Algo mal. Algo que le había hecho daño.

Recordaba lo que había sido, por supuesto. Recordaba el dolor de la misma forma, si quisiese, en que podía pedir recuerdos de otros dolores. Romperse la pierna esquiando. Las rodillas peladas en la niñez. Pegarse un cabezazo por decimosegunda vez en aquella viga baja en la casa de los padres de Cathy.

Recuerdos.

Pero finalmente, al menos, no más dolor.

No había sensores del dolor.

Sensor. Un anagrama de ronquidos (snores).

Algo que ya no hago.

Los sueños habían sido perfectos para hacer conexiones.

Espíritu iba a echar de menos el soñar.

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