43

Peter intentó ver los fallos de su teoría durante el camino, pero encontró que cada vez tenía más sentido, no menos. El día libre de Sandra. Un día en que, muy probablemente, no iría armada. El día perfecto para matar a un policía.

El tráfico era denso. Peter le dio a la bocina. A pesar del mapa electrónico en el salpicadero, se las arregló para girar en la esquina equivocada, encontrándose en un callejón sin salida.

Maldiciendo, giró y fue en dirección contraria. Sabía que estaba conduciendo sin cuidado. Pero si podía advertir a Sandra, decirle que alguien podría estar tras ella; ella podría protegerse, estaba seguro. Era policía.

Finalmente, giró en Melville Avenue. El número 216 era un adosado. Nada ostentoso. Había que cortar la hierba. Había un furgón marrón de UPS aparcado enfrente.

Una señal advertía que era ilegal aparcar en la calle antes de las 18.00. Peter la ignoró.

Miró a la casa. La puerta principal estaba cerrada. Curioso. ¿Dónde estaba el repartidor?

El corazón de Peter estaba desbocado. ¿Y si el asesino estuviese dentro?

Paranoia. Locura.

Pero…

Salió del coche, y fue al maletero, encontró una palanca, la agarró con ambas manos y fue a la puerta.

Estaba a punto de darle al timbre cuando oyó alguna cosa dentro: algo caía al suelo.

Le dio al timbre.

No hubo respuesta.

Dentro por un penique, pensó Peter. Dentro por una libra.

Había una estrecha ventana lateral de suelo a techo cerca de la puerta. Peter la golpeó con la palanca. Se rompió. Golpeó con la barra de metal una y otra vez con todas sus fuerzas. El cristal se rompió. Peter metió la mano y abrió la puerta desde dentro.

Su cerebro luchó por ver toda la escena. Una escalera pequeña llevaba de la entrada a la sala de estar. En lo alto de la escalera había un hombre grande con un uniforme de UPS. En las manos llevaba un dispositivo que parecía una desmesurada billetera de plástico gris. Tendida en el suelo, tras él, estaba Sandra Philo, inconsciente o muerta. Había un gran florero roto a su lado. El sonido que había oído: debía haberlo tirado al caer al suelo.

El hombre levantó el dispositivo que sostenía en la mano y apuntó a Peter.

Peter vaciló durante medio segundo, luego…

Lanzó la palanca con toda la fuerza que pudo. Giró en el aire.

El hombre apretó un botón del arma, pero no emitió sonido. Peter se echó hacia delante.

La palanca golpeó al hombre en la cara. Cayó hacia atrás, sobre Sandra.

Peter consideró durante un segundo simplemente salir corriendo, pero por supuesto no podía hacer eso. Subió los escalones hasta la sala de estar. El asesino estaba aturdido. Peter cogió la extraña arma al pasar. No tenía ni idea de cómo usarla, pero había visto algo más familiar —el revólver de servicio de Sandra— que salía de la pistolera colgada en el respaldo de una silla a un par de metros de distancia. Peter se metió el extraño dispositivo en el bolsillo y cogió la pistola. De pie en medio de la habitación apuntó al asesino, que lentamente se ponía en pie.

—¡Alto! —dijo Peter—. Alto o disparo.

El hombre se acarició la frente.

—Yo no lo haría amigo —dijo con acento australiano.

Peter comprendió que no sabía si el arma de Sandra estaba cargada, o incluso, si lo estaba, no sabía con seguridad cómo dispararla. Probablemente tenía un mecanismo de seguridad en algún sitio.

—No se acerque —dijo Peter.

El hombre dio un paso hacia él.

—Vamos amigo —dijo—. No quiere ser un asesino. No tiene ni idea de lo que sucedía aquí.

—Sé que asesinó a Hans Larsen —dijo Peter—. Sé que le pagaron ciento veinticinco mil dólares por hacerlo.

Eso alteró al hombre.

—¿Quién es usted? —dijo, todavía acercándose.

—¡Quédese ahí! —gritó Peter—. Quédese ahí o disparo —Peter miró a la pistola. Allí… aquello debía ser el seguro. Lo movió y amartilló el arma—. Atrás —gritó. Pero era Peter el que se echaba atrás—. ¡Dispararé!

—No tiene los huevos, amigo —dijo el hombre, moviéndose lentamente por la sala de estar hacia él.

—¡Dispararé! —gritó Peter.

—Deme la pistola, amigo. Le dejaré irse vivo.

—¡Alto! —dijo Peter—. ¡Por favor!

El hombre alargó un brazo hacia Peter.

Peter cerró los ojos.

Y disparó…

El sonido era ensordecedor.

El hombre cayó hacia atrás.

Peter vio que le había dado a un lado de la cabeza. Una larga línea roja corría por el cráneo.

—Oh Dios mío… —dijo Peter alterado—. Oh Dios mío…

El hombre estaba ahora tendido en el suelo, como Sandra, muerto o inconsciente.

Peter, apenas capaz de mantener el equilibrio, los oídos sonándole furiosamente, fue a donde yacía Sandra. No tenía signos de heridas. Aunque respiraba, todavía estaba inconsciente.

Peter fue a la entrada y encontró el videófono. Estaba ocupado, y la pantalla estaba llena de números. Peter reconoció el logo del Real Banco de Canadá; Sandra debía estar conectada para hacer algunas transacciones cuando la había interrumpido el repartidor. Peter rompió la conexión.

De pronto el asesino apareció en la puerta. El corte a un lado de la cabeza estaba seco. Bajo él, Peter podía ver metal brillante…

Metal brillante. Dios.

Un inmortal. Un inmortal de verdad. Bien, ¿por qué no? El jodido tipo ganaba dinero suficiente.

Peter todavía tenía la pistola de Sandra. Apuntó al hombre.

—¿Quién es usted? —dijo el australiano enseñando sus dientes amarillos cuando habló.

—Yo… yo soy el tipo que lo contrató —dijo Peter.

—Mentira.

—Lo soy. Lo contraté por correo electrónico. Le pagué ciento veinticinco mil dólares por matar a Hans Larsen, y cien más por matar a la detective. Pero he cambiado de opinión. No la quiero muerta.

—¿Usted es Vengador? —dijo el hombre—. ¿Usted fue el tipo que me contrató para contarle la polla a ese cabrón?

Dios mío, pensó Peter. Así que ésa era la mutilación.

—Sí —dijo, intentando no mostrar su repulsión—. Sí.

El australiano se pasó la mano por la frente.

—Debería matarle por lo que ha intentado hacerme.

—Puede quedarse con los cien mil. Simplemente márchese de aquí.

—Por supuesto que me quedaré el dinero. Hice mi trabajo.

El cuadro se mantuvo durante varios segundos. Claramente el australiano estaba midiendo a Peter; si usaría de nuevo la pistola, si Peter merecía morir por haberle pegado.

Peter apretó el gatillo.

—Sé que no puedo matar a un inmortal —dijo—, pero puedo detenerle lo suficiente hasta que llegue la policía. —Tragó—. Creo que una sentencia de cadena perpetua sería aterradora para alguien que puede vivir para siempre.

—Devuélvame el irradiador.

—Ni lo sueñe —dijo Peter.

—Vamos, amigo… ese cacharro cuesta cuarenta de los grandes.

—Páseme la factura. —Agitó de nuevo la pistola.

El australiano sopesó sus opciones una vez más, luego asintió.

—No deje huellas, amigo —dijo, luego se volvió y salió por la puerta principal todavía abierta.

Peter se inclinó sobre el teléfono, pensó durante un segundo, luego eligió el modo de sólo texto y marcó el 9-1-1. Escribió:


Agente de policía herida, 216 Melvi1le Av., Don Mills. Se necesita ambulancia.


Todas las llamadas al 9-1-1 se grababan, pero de esa forma no habría grabación de voz para identificarle. Sandra estaba inconsciente: no había visto a Peter, y la policía probablemente no tendría razón para pensar que nadie más que el asesino hubiera estado allí. Y Sandra seguramente podría describir al asesino.

Peter buscó tras el teléfono, desconectó el teclado, y limpió el conector del teclado con un kleenex. Todavía llevando el teclado, subió de nuevo a ver a Sandra. Todavía estaba inconsciente, pero estaba viva. Peter, asustado hasta la médula, recogió la palanca y salió por la puerta, limpió el pomo, luego se dirigió al coche. Al alejarse lentamente, pasó una ambulancia, con la sirena aullando, iba directamente a casa de Sandra.

Peter condujo durante kilómetros, sin estar realmente seguro de adonde se dirigía. Finalmente, antes de matarse o matar a otra persona, se echó a un lado y llamó a Sarkar al trabajo desde el teléfono del coche.

—¡Peter! —dijo Sarkar—. Estaba a punto de llamarte.

—¿Qué pasa?

—El virus está listo.

—¿Ya lo has liberado?

—No. Quiero probarlo primero.

—¿Cómo?

—Tengo versiones de los tres sims en un backup en el disco de la oficina de Raheema. —La mujer de Sarkar trabajaba a unas manzanas de Mirror Image—. Afortunadamente, usé ese lugar para el almacenamiento de seguridad. De otra forma, el registro policial los hubiese descubierto. En cualquier caso, para hacer una prueba, quiero instalar esas versiones en un sistema completamente aislado y luego liberar el virus.

Peter asintió.

—Gracias a Dios. Quería ir a verte de todas formas, tengo aquí un dispositivo que no puedo identificar. Estaré ahí… —Hizo una pausa, miró a su alrededor, intentando ver dónde estaba. Lawrence East. Y aquello era Yonge Street—. Estaré ahí en cuarenta minutos.

Cuando Peter llegó, le mostró a Sarkar el dispositivo de plástico gris que parecía una billetera rígida y muy llena.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Sarkar.

—Del asesino.

—¿El asesino?

Peter le explicó lo que había sucedido. Sarkar parecía alterado.

—¿Dices que llamaste a la policía?

—No… a una ambulancia. Pero estoy seguro de que a estas alturas la policía ya estará allí.

—¿Estaba viva cuando te fuiste?

—Sí.

—Entonces, ¿qué es eso? —dijo Sarkar, señalando al dispositivo que Peter había traído consigo.

—Creo que es algún tipo de arma.

—Nunca he visto nada así —dijo Sarkar.

—El tipo lo llamó un «irradiador».

A Sarkar se le cayó la mandíbula.

Subhanallah!-exclamó—. Un irradiador…

—¿Sabes lo que es?

Sarkar asintió.

—He leído sobre eso. Armas de rayos de partículas. Emiten radiación concentrada contra el cuerpo —exhaló—. Desagradable. Están prohibidos en Norteamérica. Completamente silencioso, y puedes sostenerlo dentro de un bolsillo y dispararlo desde ahí. La ropa e incluso las puertas de madera son transparentes para él.

—Joder —dijo Peten

—¿Pero dices que la mujer estaba viva?

—Respiraba.

—Si le han disparado con esto, como mínimo van a tener que sacarle varios trozos del cuerpo para salvar lo que quede. Pero, es más probable que esté muerta en un día o dos. Si le hubiese disparado en el cerebro, hubiese muerto inmediatamente.

—No tenía la pistola muy lejos. Quizá la detective iba a por ella cuando yo llegué.

—Entonces puede que él no tuviese tiempo de apuntar. Quizá le dio por la espalda… afecta a la columna y las piernas dejan de funcionar.

—Y rompí la ventana antes de que pudiese acabar el trabajo. Maldita sea —dijo Peter—. Maldito todo este asunto. Tenemos que detenerlo.

Sarkar asintió.

—Podemos. Tengo preparada la prueba. —Señaló hacia una estación de trabajo en el centro de la habitación—. Esta unidad está completamente aislada. He quitado todas las conexiones de red, líneas telefónicas, módems, y conexiones móviles. Y he cargado tres nuevas copias de los sims en el disco duro de la estación.

—¿Y el virus? —dijo Peter.

—Aquí. —Sarkar sostuvo una tarjeta negra PCMCIA de memoria, más pequeña y casi tan delgada como una tarjeta de visita. La colocó en la ranura de tarjetas de la estación.

Peter acercó una silla hasta la estación.

—Para hacerlo adecuadamente —dijo Sarkar—, deberíamos tener a los sims ejecutándose.

Peter vaciló. La idea de activar nuevas versiones de sí mismo para poder matarlos era perturbadora. Pero si era necesario…

—Hazlo —dijo Peter.

Sarkar pulsó algunas teclas.

—Están vivos —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

Sarkar señaló con un dedo huesudo a algunos datos en la pantalla de la estación. Era basura para Peter.

—Aquí —dijo Sarkar al comprenderlo—. Deja que los represente de forma diferente. —Pulsó algunas teclas. Tres líneas comenzaron a correr por la pantalla—. Esto es esencialmente una simulación de un EEG para cada sim, convirtiendo la actividad de las redes neuronales en algo parecido a una onda cerebral.

Peter señaló a cada una de la línea por turnos. Aparecían picos violentos.

—Mira eso.

Sarkar asintió.

—Pánico. No saben lo que sucede. Se han despertado ciegos, mudos y completamente solos.

—Esos pobres tipos —dijo Peter.

—Déjame soltar el virus —dijo Sarkar, tocando algunas teclas más—. Ejecutando.

—Exactamente —dijo Peter estremeciéndose.

Los EEGs de pánico continuaron durante algunos minutos.

—Parece que no funciona —dijo Peter.

—Lleva tiempo comprobar las estructuras —dijo Sarkar—. Después de todo, esos sims son enormes. Simplemente espera… ahí.

La EEG central saltó de pronto violentamente de arriba abajo, y luego…

Nada. Una línea recta.

Y luego incluso la línea desapareció, el fichero fuente borrado.

—Jesús —dijo Peter, muy suavemente.

Después de varios minutos más, la línea de arriba saltó de la misma forma, se puso plana y desapareció.

—Queda uno —dijo Sarkar.

Parecía que aquél llevaba más tiempo… quizás era Control, el simulacro más completo, el que era una copia completa de Peter, sin ninguna conexión neuronal rota. Peter vio la línea de EEG saltar, luego morir y simplemente desaparecer, como una luz que se apagaba.

—No escapa ninguna onda del alma —dijo Peter.

Sarkar negó con la cabeza.

Peter se sentía más alterado por todo aquello de lo que había esperado.

Copias de sí mismo.

Nacidas.

Muertas.

Todo en unos momentos.

Llevó la silla al otro extremo de la habitación y se reclinó sobre ella, cerrando los ojos.

Sarkar se puso a reformatear el disco duro de la estación para asegurarse de que desaparecían todos los restos de los sims. Cuando acabó, apretó el botón de salida de la ranura de tarjeta de la estación. La tarjeta de memoria con el virus saltó a su mano. Se la llevó a la consola del ordenador principal.

—Lo enviaré simultáneamente a cinco subredes diferentes —dijo Sarkar—. Debería estar por todo el mundo en menos de un día.

—Espera —dio Peter, sentándose—. ¿Puede modificarse el virus para que distinga a un sim de otro?

—Claro —dijo Sarkar—. De hecho, ya he escrito rutinas para eso. Hay varias conexiones neuronales clave que debo eliminar para modificar los sims; es muy fácil identificarlos basándose en eso.

—Vale, entonces no hay razón para que los tres sims tengan que morir. Simplemente podríamos soltar una versión del virus que matase al culpable.

Sarkar lo pensó.

—Supongo que primero podríamos amenazarles con liberar la versión amplia del virus, esperando que el culpable confiese. Después de eso, podríamos liberar una versión específica destinada al culpable. Estoy seguro de que confesarías para salvar a tus hermanos.

—No… no lo sé —dijo Peter—. Soy hijo único… o lo era, hasta hace poco. Sinceramente no sé lo que haría.

—Yo lo haría —dijo Sarkar—. En un minuto yo me sacrificaría para salvar a un miembro de mi familia.

—Hace mucho que sospecho —dijo Peter, absolutamente en serio—, que podrías resultar mejor ser humano que yo. Pero vale la pena probar.

—Me llevará como una hora compilar tres versiones separadas del virus —dio Sarkar.

—Vale —dijo Peter—. Y tan pronto como estén listas, convocaré a los tres sims en una conferencia en tiempo real.


Noticias en la red

Georges Laval, noventa y siete años, confesó hoy una serie de asesinatos por estrangulación sin resolver que fueron cometidos en el sur de Francia entre 1947 y 1949. «Estoy a punto de morir —dijo Laval—, debo aclarar esto antes de enfrentarme a Dios.»

Noticias religiosas: esta semana se celebrará un seminario en la Universidad de Harvard con importantes estudiosos mundiales del Nuevo Testamento, para discutir si el alma de Jesús volvió a su cuerpo cuando resucitó. El Padre Dale DeWitt, S.J., defenderá su reciente afirmación de que el alma de Cristo ya habla salido de su cuerpo en la novena hora de la crucifixión cuando gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

Otro problema potencial para el muy retrasado debut del servicio de pasajeros de American Airlines con la estación espacial Freedom: Estudios del Instituto Politécnico de Rensselaer en Troy, Nueva York, indican que las ondas del alma podrían depender de la detección de los campos magnéticos y gravitatorios de la Tierra para encontrar la dirección en que deben moverse. «Si uno muriese en gravedad cero en el espacio —dijo la profesora Karen Hunt del Departamento de Física del IPR—, el alma se perderla literalmente para siempre.»

¡Bautícese en la intimidad de su propio hogar! El nuevo producto incluye la ceremonia formal de bautismo en video, más agua bendita bendecida por un cura auténtico. Aprobado por la Iglesia Mundial de Cristo. 119,95 dólares. Garantizada la devolución del dinero.

Gastón, un chimpancé libre que antes estuvo en el Instituto de Primates de Yerkes, en una entrevista exclusiva realizada en el Lenguaje de Signos Americano en el programa de la CBS Sixty Minutes, afirmó que «conoce a Dios» y que aguarda «la vida después de la muerte».

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