Hacía meses que Peter no veía a Colín Godoyo; desde el seminario sobre inmortalidad nanotecnológica. Realmente nunca habían sido amigos —al menos Peter no lo había considerado así— pero cuando Colin llamó a Peter a su oficina pidiéndole que fuese a almorzar, algo en la voz de Colin había sonado urgente, así que Peter había aceptado. De todas formas, el almuerzo no podía durar eternamente: Peter tenía una cita con un importante cliente de EE.UU. a las dos de la tarde.
Fueron a un pequeño restaurante que a Peter le gustaba de Sheppard East, hacia el Vic Park; un sitio donde hacían el sándwich de pavo cortando la pechuga del pavo con un cuchillo, en lugar de cortarla finamente con una máquina, y tostando el pan en una parrilla, por lo que tenía líneas de color marrón. Peter no se consideraba especialmente memorable, pero parecía que la mitad de los restaurante de North York lo consideraban un cliente regular aunque, exceptuando Sonny Gotlieb's, sólo iba a uno de ellos una o dos veces al mes. El camarero apuntó las bebidas de Colin (escocés y soda), pero protestó diciendo que ya sabía lo que Peter quería («Coca-Cola light con lima, ¿correcto?»). Cuando el camarero se fue, Peter miró expectante a Colin.
—¿Qué hay de nuevo?
Colin tenía más canas de lo que Peter recordaba, pero todavía se notaba su fortuna, y llevaba un total de seis anillos de oro. Sus ojos se movían de un lado a otro, incesantemente.
—Supongo que has oído lo de Naomi y yo.
Peter negó con la cabeza.
—¿Oír qué?
—Nos hemos separado.
—Oh —dijo Peter—. Lo siento.
—No había comprendido cuántos de nuestros amigos eran realmente sus amigos —dijo Colin. El camarero llegó, colocó unas pequeñas servilletas, puso las bebidas encima, y se fue—. Me alegra que aceptases venir a almorzar.
—Claro —dijo Peter. Nunca había sido muy bueno en ese tipo de situaciones sociales. ¿Se suponía que debía preguntar a Colin qué había salido mal?
Peter rara vez hablaba de cuestiones personales, y tampoco le gustaba demasiado hacer o contestar preguntas personales. «Lamento oír lo de vosotros dos —le sugirió el proveedor de clichés—, parecíais siempre tan felices», pero se detuvo antes de dar voz a los pensamientos… Su reciente experiencia le había enseñado a no confiar en las apariencias.
—Habíamos tenido problemas durante un tiempo —dijo Colin.
Peter puso la lima en la Coca-Cola light.
—Ya no estamos en la misma onda. —Aparentemente Colin tenía un proveedor de clichés propio—. No nos hablábamos.
—Simplemente os apartasteis —dijo Peter, sin convertirlo exactamente en pregunta, no deseando inmiscuirse.
—Sí —dijo Colin. Le dio un buen trago a la bebida, luego se estremeció como si fuese un placer masoquista—. Sí.
—Habéis estado juntos durante mucho tiempo —dijo Peter, intentado una vez más mantener el tono neutro, para evitar que la afirmación se convirtiese en pregunta.
—Once años, si cuentas el tiempo que vivimos juntos antes de casarnos —dijo Colin. Sostuvo el vaso entre ambas manos.
Peter se preguntó ociosamente quién había roto con quién. No es asunto mío, pensó.
—Mucho tiempo —dijo.
—Yo… yo estaba viendo a otra —dijo Colin—. Una mujer en Montreal. Tenía que ir allí cada tres días por asuntos de negocios, cogía el maglev.
Peter estaba alucinado. ¿Todo el mundo se acostaba con otros al margen del matrimonio hoy en día?
—Oh —dijo.
—Realmente no significaba nada —dijo Colin, haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia—. Era sólo, ya sabes, sólo una forma de enviar un mensaje a Naomi. —Levantó la vista—. Un grito de ayuda, quizá. ¿Sabes?
No, pensó Peter. No, no lo sé.
—Sólo un grito de ayuda. Pero se volvió loca cuando se lo dije. Dijo que era la última gota. La gota que colmaba el vaso. —Está claro, pensó Peter, que todo el mundo tiene un proveedor de clichés—. No quería hacerle daño a ella, pero tenía necesidades, ya sabes. No pensaba que me dejaría por algo así. —El camarero volvió, dejando el sándwich de Peter y la pasta primavera de Colin—. ¿Qué opinas? —preguntó Colin.
Pienso que eres un gilipollas, pensó Peter. Creo que eres el mayor jodido gilipollas del planeta.
—Mala suerte —dijo sacando el palillo de uno de los trozos del sándwich y extendiendo mayonesa sobre el pavo—. Realmente muy mala suerte.
—De cualquier forma —dijo Colin, quizá sintiendo que era hora de cambiar de tema—, no te invité a almorzar para hablar de mí. Realmente quería pedirte consejo.
Peter lo miró.
—¿Sobre qué?
—Bien, bien, tú y Cathy estabais en el seminario de Life Unlimited. ¿Qué te pareció?
—Una charla promocional impresionante —dijo Peter.
—Quiero decir, ¿qué te pareció el proceso? Eres ingeniero biomédico. ¿Crees que podría funcionar?
Peter se encogió de hombros.
—Jay Leño dice que la reina Isabel se ha sometido al proceso; la única forma de salvar la monarquía era asegurarse de que ninguno de sus hijos se sentase jamás en el trono.
Colin rió amablemente, pero miró a Peter como si esperase una respuesta más seria. Peter mordisqueó un trozo de sándwich y dijo:
—No sé. La premisa básica parece correcta. Es decir, hay, ¿cuántos?, cinco modelos básicos de senectud y muerte final. —Peter los marcó con los dedos—. Primero, está la teoría estocástica. Dice que nuestros cuerpos son máquinas complejas y, como todas las máquinas complejas, con el tiempo algo acabará dejando de funcionar correctamente.
»Segundo, el fenómeno Hayflick: las células humanas parecen ser capaces de dividirse sólo cincuenta veces en total.
»Tercero, la hipótesis de la fotocopia borrosa. Cada vez que se copia el ADN se introducen errores pequeños, y en algún momento la copia es tan mala que ya no tiene sentido. ¡Bum!… estás criando malvas.
»Cuarto es la teoría de los desechos tóxicos. Algo, posiblemente radicales libres, le causa problemas al cuerpo desde dentro.
»Y finalmente, la hipótesis autoinmune, en la que las defensas naturales del cuerpo se confunden y comienzan a atacar a las células sanas.
Colin asintió.
—¿Y nadie sabe cuál es la correcta?
—Oh, sospecho que son todas correctas en una medida u otra —dijo Peter—. Pero lo importante es que las, ¿cómo las llamaban?, ¿niñeras?, de Life Unlimited parecen tratar esas cinco causas probables. Así que, sí, yo diría que hay una buena probabilidad de que funcione. Por supuesto, no hay forma de saberlo con seguridad, hasta que alguien sometido al proceso viva un par de siglos.
—Así que, ¿crees que vale el dinero que piden? —dijo Colin.
Peter volvió a encogerse de hombros.
—A primera vista, sí, supongo. Es decir, ¿quién no querría vivir eternamente? Pero, por otro lado, no estaría bien si fueses a perderte un Cielo maravilloso.
Colin inclinó la cabeza.
—Eso parece muy religioso, Peter.
Peter se concentró en acabarse la comida.
—Lo siento. Ideas locas, es todo.
—¿Qué opinaba Cathy de Life Unlimited?
—No pareció muy interesada —dijo Peter.
—¿En serio? —dijo Colin—. Creo que parece maravilloso. Creo que es algo que me gustaría mucho hacer.
—Cuesta una fortuna —dijo Peter—. ¿Has hecho un desfalco en el banco?
—No —dijo Colin—. Pero creo que valdrá hasta el último penique.
Llevó tres semanas conseguir dos grabaciones adicionales de la onda del alma saliendo de cuerpos humanos. Peter hizo una de las grabaciones en el Carlson's Chronic Care, el mismo sitio donde había conocido a Peggy Fennell. Esa vez el sujeto fue Gustav Reichhold, un hombre sólo unos años mayor que Peter que se estaba muriendo de complicaciones por el SIDA, y que había elegido acabar su vida por medio del suicidio asistido.
Sin embargo, la otra grabación, tenía que hacerla en otro lugar, para evitar que los críticos dijesen que la onda del alma, lejos de ser un componente universal de la existencia humana, era simplemente un fenómeno eléctrico normal relacionado con el cableado en particular del edificio, o debido a su proximidad a líneas de corriente, o con algún tratamiento en particular usado en Carlson's. Por lo tanto, para obtener la tercera grabación, Peter había puesto un anuncio en la red:
Se busca: paciente en el último estadio de una enfermedad o lesión terminal para participar en las pruebas de un nuevo dispositivo de vigilancia biomédica. Localización: sur de Ontario. Los participantes recibirán 10.000 dólares canadienses. Los individuos en estado terminal, o personas con autorización de los mismos, por favor, pónganse en contacto confidencial con Hobson Monitoring (red: H0BM0N).
Peter se sintió raro al poner el anuncio; parecía muy frío. En realidad, probablemente su vergüenza tenía mucha relación con el hecho de haber ofrecido una cifra tan alta. Pero dos días después de haber salido el anuncio por la red, Peter tenía catorce solicitudes. Eligió a un chico —sólo doce años— que se moría de leucemia. Hizo esa elección tanto por compasión como por variar el muestreo: la familia del chico se había arruinado viniendo desde Uganda a Canadá esperando encontrar una cura para su hijo. El dinero representaría una pequeña ayuda para pagar las facturas del hospital.
Y, considerando al pensar en ello que los otros que ya habían participado en el estudio merecían la misma compensación, Peter también realizó un pago de 10.000 dólares a los herederos de Gustav Reichhold. Como Peggy Fennell no tenía herederos, realizó una donación en su nombre a la Asociación Canadiense de Diabetes. Su razonamiento era que muy pronto investigadores de todo el mundo intentarían reproducir sus resultados. Parecía apropiado establecer una política generosa de pago para los sujetos experimentales.
Las tres grabaciones eran muy similares: un pequeño campo eléctrico compacto que abandonaba el cuerpo en el preciso momento de la muerte. Para estar seguro, Peter había usado una unidad de superEEG distinta para grabar la muerte del chico de Uganda. Los principios eran los mismos, pero había empleado componentes completamente nuevos, algunos que usaban soluciones de ingeniería completamente diferentes, para asegurarse de que los resultados anteriores no se debían a algún fallo en el aparato de grabación.
Mientras tanto, durante varias semanas, Peter también usó el superEEG en los 119 empleados de Hobson Monitoring, sin decirle a nadie excepto a los ejecutivos más importantes para qué era. Por supuesto, ninguno de los empleados se estaba muriendo, pero Peter quería estar seguro de que la onda del alma existía en las personas con buena salud, y que no era algún tipo de último aliento eléctrico producido por el cerebro moribundo.
La onda del alma tenía una firma eléctrica distintiva. La frecuencia era muy alta, muy por encima de la actividad electroquímica normal del cerebro, por lo que, aunque el voltaje era minúsculo, no resultaba apantallada por las otras señales en el cerebro. Después de realizar algunas mejoras en el aparato, Peter no tuvo muchos problemas para lograr aislarla en los escáneres de los cerebros de sus empleados, aunque le divirtió descubrir que necesitaba varios intentos para localizarla en el cerebro de Caleb Martin, el abogado de la empresa.
Mientras tanto, el mismo Martin había estado trabajando duro para asegurar patentes de todos los componentes del superEEG en Canadá, Estados Unidos, la Comunidad Europea, Japón, la CEI y demás. Y la firma coreana que Hobson Monitoring usaba para construir sus equipos ponía en marcha una nueva línea de producción para los superEEG.
Pronto sería hora de revelar al público la existencia de la onda del alma.