13

Había sucedido trece años antes, durante su primer año de matrimonio. Peter lo recordaba todo vívidamente.

31 de octubre de 1998. Ni siquiera entonces comían mucho en casa. Pero siempre habían considerado de mala educación salir en Halloween: alguien debía estar allí para recibir a los niños.

Cathy hizo fettuccini Alfredo mientras Peter preparaba una ensalada César con verdaderos trozos de beicon hechos en el microondas, y colaboraron en preparar un pastel para el postre. Se divertían cocinando juntos, y los limitados confines de la pequeña cocina que tenían entonces les habían permitido múltiples contactos placenteros mientras se sorteaban para tener acceso a los platos y demás enseres de la cocina. Cathy había acabado con manchas de harina en los pechos, mientras que Peter tenía marcas de manos en el culo.

Pero después de terminar de comer la ensalada y haber comenzado a atacar la pasta, Cathy dijo sin preámbulos:

—Estoy embarazada.

Peter dejó el tenedor y la miró.

—¿De verdad?

—Sí.

—Eso es… —sabía que debía decir «eso es maravilloso», pero fue incapaz de articular la tercera palabra. En su lugar se decidió por—: interesante.

Ella se enfrió visiblemente.

—¿Interesante?

—Bien, es decir, es inesperado, eso es todo. —Una pausa—. No estabas… —Otra pausa—. Maldita sea.

—Creo que fue el fin de semana en casa de mis padres —dijo ella—. ¿Te acuerdas? Habías olvidado…

—Lo recuerdo —dijo Peter con tono ligeramente enfadado.

—Dijiste que te harías la vasectomía cuando cumplieses los treinta —dijo Cathy algo a la defensiva—. Dijiste que si entonces todavía no queríamos tener niños lo harías.

—Bien, maldita sea, no iba a hacerlo en mi cumpleaños. Todavía tengo treinta años. Y, además, todavía estamos discutiendo si vamos a tener hijos.

—Entonces, ¿por qué te enfadas? —preguntó Cathy.

—Yo… yo no lo estoy —sonrió—. De verdad, querida, no lo estoy. Simplemente estoy sorprendido, eso es todo. —Hizo una pausa—. Así que si fue ese fin de semana estás de, ¿cuánto? ¿Seis semanas?

Ella asintió.

—Tuve una falta, así que compré una de esas pruebas.

—Entiendo —dijo Peter.

—No quieres el bebé —dijo ella.

—No he dicho eso. No sé lo que quiero.

En ese momento sonó el timbre. Peter fue a contestar.

Problema o regalo, pensó. Problema o regalo.

Peter y Cathy esperaron otras tres semanas, considerando las opciones, su estilo de vida, sus sueños. Sin embargo, al final, tomaron una decisión.

La clínica abortista de College Street estaba en un viejo edificio de dos pisos de piedra de arenisca parda. A su izquierda había habido un local grasiento llamado Joes —sin apostrofe— que anunciaba un desayuno especial con dos «huevo's» de la forma que quisieses.

A la derecha había habido una tienda de electrodomésticos con un cartel escrito a mano en la ventana que decía: «Hacemos reparaciones.»

Y frente a la clínica había habido manifestantes, marchando arriba y abajo por la acera, llevando carteles.

«Abortar es asesinar», decía uno.

«Pecador, arrepiéntete», decía otro.

«Los bebé's también tienen derechos», decía un tercero, quizás escrito por el autor de los carteles de Joe. Un policía con aspecto de aburrido estaba apoyado contra una de las paredes de piedra, asegurándose de que la manifestación no se iba de madre.

Peter y Cathy aparcaron al otro lado de la calle y salieron del coche. Cathy miró hacia la clínica y se estremeció, aunque realmente no hacía demasiado frío.

—No pensé que hubiese tantos manifestantes —dijo.

Peter contó ocho: tres hombres y cinco mujeres.

—Siempre hay algunos.

Ella asintió.

Peter se puso a su lado y le cogió la mano. Ella la apretó, y se las arregló para mostrar una ligera sonrisa de valor. Esperaron a que se aclarase el tráfico y cruzaron.

Tan pronto como llegaron al otro lado, los manifestantes se echaron sobre ellos.

—¡No entre, señora! —gritó uno.

—¡Es su bebé! —gritó otro.

—Tómese su tiempo —gritó un tercero—. ¡Piénselo de nuevo!

El policía se acercó lo suficiente para ver que los manifestantes no tocaban a Cathy o le impedían entrar.

Cathy mantuvo los ojos fijos al frente.

Huevos como te gusten, pensó Peter. Se hacen reparaciones.

—¡No lo haga, señora! —gritó de nuevo uno de los manifestantes.

—¡Es su bebé!

—¡Tómese su tiempo! ¡Piénselo de nuevo!

Había cuatro escalones de piedra que llevaban a las puertas de madera de la clínica.

Ella comenzó a subir, Peter la siguió.

—¡Es…!

—¡No…!

—¡Tómese…!

Peter se adelantó para abrirle la puerta a Cathy.

Entraron.

Peter se hizo la vasectomía a la semana siguiente. Él y Cathy no volvieron a hablar de nuevo sobre ese episodio de su pasado, pero en ocasiones, cuando les visitaban las hijas de la hermana de Cathy, o cuando se encontraban con un vecino que sacaba al niño a pasear, o cuando veían niños en televisión, Peter se encontraba sintiéndose melancólico, triste y confundido, y miraba de reojo a su esposa y veía en sus grandes ojos azules la misma mezcla de emociones e incertidumbres.

Y ahora, tenía que enfrentarse a ese problema moral una vez más.

Por supuesto, no había forma de poner un casco de escáner en la cabeza de un feto. Pero Peter no necesitaba escanear toda la actividad eléctrica del cerebro de un niño no nacido… todo lo que necesitaba era un equipo para detectar la onda del alma de alta frecuencia. Le llevó días de trabajo, pero al final se las arregló para montar un escáner que podía colocarse sobre el vientre de una mujer embarazada para detectar la onda del alma en el interior. La unidad incorporaba algunas de las tecnologías de escáner a distancia del Monitor Hobson, y empleaba un sensor direccional para asegurarse de que no se detectaba por error la onda del alma de la madre.

La onda del alma era muy débil, y el feto estaba muy dentro del cuerpo de la mujer. Por eso, al igual que un telescopio que toma una exposición prolongada para construir una imagen, Peter sospechaba que el sensor probablemente debía estar en su lugar durante unas cuatro horas antes de poder determinar si la onda del alma estaba presente.

Peter fue al departamento financiero de su compañía. Una de las analistas, Victoria Kalipedes, acababa de comenzar su noveno mes de embarazo.

—Victoria —dijo Peter—, necesito tu ayuda.

Ella lo miró expectante. Peter sonrió ante esa idea. Todo lo que ella hacía últimamente era esperar.

—Tengo el prototipo de un nuevo sensor que me gustaría que probases —dijo.

Victoria miró sorprendida.

—¿Está relacionado con mi bebé?

—Eso es. Es sólo una red de sensores que se coloca sobre el vientre. No te hará daño, y no puede causar ningún daño al bebé. Es, bien, es como un EEG: detecta la actividad del cerebro fetal.

—¿Y no puede dañar a mi bebé de ninguna forma?

Peter negó con la cabeza.

—De ninguna forma.

—No sé…

—Por favor. —Peter se sorprendió a sí mismo por la intensidad con la que dijo esas palabras.

Victoria se lo pensó.

—Bien. ¿Cuándo me necesita?

—Ahora mismo.

—Hoy tengo mucho trabajo… y ya sabe como es mi jefe.

—Colocar el sensor sólo te llevará unos minutos. Como las señales son muy débiles, tendrás que llevarlo durante el resto de la tarde, pero podrás seguir con tu trabajo.

Victoria se puso en pie —lo que no era una tarea fácil en un embarazo tan avanzado— y fue con Peter a una habitación privada.

—Voy a describirte como colocar el sensor —le dijo Peter—, luego te dejaré sola para que te lo coloques. Debería encajar bajo tus ropas sin dificultad.

Victoria escuchó las instrucciones de Peter y luego asintió.

—Gracias —dijo Peter, y la dejó para que se desnudase—. Muchísimas gracias.

Al final del día tenía los resultados. El sensor no había encontrado problemas para detectar la onda del alma del feto de Victoria. No era demasiado sorprendente: si el bebé hubiese sido sacado en ese momento, probablemente hubiese sobrevivido por sí mismo. ¿Pero en qué momento del embarazo aparecía la onda del alma por primera vez?

Peter repasó su directorio computerizado hasta que encontró el número que buscaba: Dinah Kawasaki, una mujer con la que había estudiado algunos cursos en la Universidad de Toronto y que ahora practicaba la obstetricia en Don Mills.

Escuchó nerviosamente los tonos electrónicos mientras el ordenador marcaba el número. Si Dinah podía convencer a algunas de sus pacientes para ayudarle, pronto tendría su respuesta.

Y, Peter lo comprendió con claridad, temía cuál podría ser.

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