Sandra fue por la avenida Don Valley hasta Cabbagetown, aparcando en la primera tienda Food Food en la esquina de Parliament con Wellesley. Según la guía, las oficinas centrales de procesado de pedidos estaban localizadas en la parte alta de aquella tienda. Sandra subió la inclinada escalera y, sin llamar, simplemente entró en la habitación. Había dos docenas de personas que llevaban auriculares telefónicos de cabeza sentadas frente a terminales de ordenador. Todas parecían estar muy ocupadas recibiendo pedidos, aunque sólo eran las dos de la tarde.
Una mujer de mediana edad con pelo rubio metálico se acercó a Sandra.
—¿Puedo ayudarla?
Sandra enseñó la placa y se presentó.
—¿Y usted es?
—Danielle Nadas —dijo la rubia—. Soy la supervisora.
Sandra miró a su alrededor, fascinada. Había pedido comidas a Food Food muchas veces desde su divorcio, pero realmente no había tenido una imagen mental de lo que había al otro lado del teléfono… en el videófono, todo lo que veías eran anuncios visuales de las especialidades de Food Food. Finalmente, dijo:
—Me gustaría ver los registros de uno de sus clientes.
—¿Sabe el número de teléfono?
Sandra empezó a cantar:
—Nueve-seis-siete…
Nadas sonrió.
—No nuestro número. El teléfono del cliente.
Sandra le dio un trozo de papel con el número escrito. Nadas fue a una terminal y tocó en el hombro al joven que la estaba operando. Él asintió, terminó de coger el pedido que estaba procesando y luego se apartó. La supervisora se sentó y tecleó el número de teléfono.
—Aquí está —dijo ella, echándose a un lado para que Sandra pudiese ver claramente la pantalla.
Rod Churchill había pedido la misma comida que los seis miércoles anteriores; excepto…
—Pidió salsa baja en calorías en todas las ocasiones menos en la última —dijo Sandra—. En la última, aparece salsa normal.
La supervisora miró.
—Pues sí —sonrió—. Bien, la baja en calorías es bastante mala, si quiere mi opinión. Ni siquiera es salsa de verdad: está hecha con gelatina de vegetales. Quizá decidió probar la normal.
—O quizás uno de sus empleados se equivocó.
La supervisora negó con la cabeza.
—No es posible. Siempre asumimos que la persona quiere lo mismo que pidió la última vez; nueve de cada diez veces, eso es cierto. El RSC no hubiese reescrito el pedido a menos que hubiese habido un cambio específico.
—¿RSC?
—¿Representante de Servicio al Cliente?
Increíble, pensó Sandra.
—Si no hay cambios —dijo Nadas—, el RSC simplemente pulsa F2; ésa es nuestra tecla para «repetir pedido».
—¿Puede decirme quién recibió el último pedido?
—Claro. —Señaló a un campo en la pantalla—. RSC 054… es Annie Delano.
—¿Está aquí? —preguntó Sandra.
La supervisora miró por la habitación.
—Es aquélla de allí, la de la cola de caballo.
—Me gustaría hablar con ella —dijo Sandra.
—No veo qué importancia tiene todo esto —dijo la supervisora.
—La importancia —dijo Sandra fríamente—, es que el hombre que pidió esa cena murió de una reacción a la comida que tomó.
La supervisora se tapó la boca.
—Oh, Dios mío —dijo—. Yo… yo debería llamar a mi jefe.
—Eso no será necesario —dijo Sandra—. Simplemente quiero hablar con la joven de allí.
—Por supuesto. Por supuesto. —La supervisora la guió hasta donde Annie Delano trabajaba. Parecía tener unos diecisiete años. Evidentemente acababa de recibir un pedido repetido, y había hecho exactamente lo que la supervisora había dicho que haría: darle a la tecla F2.
—Annie —dijo Andas—, esta mujer es agente de policía. Le gustaría hacerte unas preguntas.
Annie levantó la vista con los ojos muy abiertos.
—Señorita Delano —dijo Sandra—, en la noche del miércoles pasado, usted recibió un pedido de un hombre llamado Rod Churchill de carne asada para cenar.
—Si usted lo dice, señora —dijo Annie.
Sandra se volvió a la supervisora.
—Póngalo en pantalla.
La supervisora se inclinó y tecleó el número de teléfono de los Churchill.
Annie miró a la pantalla con expresión neutral.
—Cambió usted su pedido normal —dijo Sandra—. Siempre pedía salsa baja en calorías, pero la última vez le dio salsa normal.
—Sólo lo hubiese hecho si él lo hubiese pedido —dijo Annie.
—¿Recuerda que pidiese algún cambio?
Annie miró a la pantalla.
—Lo siento, señora. No recuerdo nada en absoluto sobre este pedido. Recibo como doscientos pedidos al día, y eso fue hace una semana. Pero, en serio, no hubiese hecho el cambio a menos que él lo hubiese solicitado.
Alexandria Philo volvió a Doowap Advertising, cogiendo uno de los despachos privados para hacer más preguntas a los compañeros de trabajo de Hans Larsen. Aunque su interés particular era Cathy Hobson, primero interrogó brevemente a otras dos personas para que Cathy no sospechase.
Una vez que Cathy se hubo sentado, Sandra le dedicó una sonrisa de simpatía.
—Me acabo de enterar de lo de su padre —le dijo—. Lo siento mucho. Perdí a mi padre el año pasado; sé lo difícil que puede ser.
Cathy asintió cortésmente.
—Gracias.
—Sin embargo, siento curiosidad —dijo Sandra—, sobre el hecho de que tanto Hans Larsen como su padre hayan muerto en un corto periodo de tiempo.
Cathy suspiró.
—Nunca llueve sino que diluvia, ¿eh?
Sandra asintió.
—¿Así que cree que es una coincidencia?
Cathy parecía sorprendida.
—Por supuesto que es una coincidencia. Es decir, por Dios, sólo tuve una relación periférica con Hans, y mi padre falleció de causas naturales.
Sandra miró a Cathy de arriba abajo, evaluándola.
—En lo que a Hans se refiere, sabemos que lo que dice no es cierto. Tuvo usted algún tipo de relación romántica con él. —Los grandes ojos azules de Cathy brillaron desafiantes. Sandra levantó la mano—. No se preocupe, señora Hobson. La forma en que lleve su vida es asunto suyo. No tengo intención de revelar su infidelidad a su marido… o a la viuda de Hans. Es decir, dando por supuesto, que no tenga usted nada que ver con el asesinato.
Cathy estaba furiosa.
—Mire… en primer lugar, lo que pasó entre Hans y yo sucedió hace mucho tiempo. En segundo lugar, mi marido ya lo sabe. Se lo conté todo.
Sandra estaba sorprendida.
—¿Lo hizo?
—Sí. —Cathy pareció comprender que quizás había cometido un error. Siguió adelante—. Por lo tanto —dijo—, no tengo nada que ocultar y ninguna razón para silenciar a Hans.
—¿Qué hay de su padre?
Cathy parecía exasperada.
—Una vez más, murió de causas naturales.
—Siento ser yo la que se lo diga —dijo Sandra—, pero me temo que eso no es cierto.
Cathy estaba furiosa.
—Maldita sea, detective. Ya es bastante duro superar la muerte de un padre sin que usted se dedique a ciertos juegos.
Sandra asintió.
—Créame, señora Hobson. Nunca diría algo así si no creyese que es cierto. Pero es un hecho que alguien alteró el pedido de cena de su padre.
—¿El pedido de cena? ¿De qué habla?
—Su padre tomaba una medicina que tiene importantes restricciones dietéticas. Cada miércoles, cuando su madre salía, él pedía la cena; siempre lo mismo, siempre seguro para él. Pero el día de su muerte, el pedido de la cena fue alterado, y recibió algo que provocó una importante reacción, elevando su presión sanguínea a niveles intolerables.
Cathy estaba anonadada.
—¿De qué habla, detective? ¿Muerte por comida rápida?
—Di por supuesto que era un accidente —dijo Sandra—. Pero hice algunas comprobaciones. Resultó que alguien entró en la MedBase nacional unos días antes de que su padre muriese. Quien lo hizo podía haber descubierto que tomaba fenelzina.
—¿Fenelzina? —dijo Cathy—. Pero eso es un antidepresivo.
—¿Lo conoce? —preguntó Sandra levantando las cejas.
—Mi hermana lo tomó durante un tiempo.
—¿Y conoce la restricciones dietéticas?
—Nada de queso —dijo Cathy.
—Bien, hay mucho más que eso.
Cathy movía la cabeza en lo que le parecía a Sandra germina sorpresa.
—Papá tomaba antidepresivos —dijo suavemente, como si hablase consigo misma. Luego levantó la vista y clavó los ojos en los de Sandra—. Esto es una locura.
—Hay un registro de acceso a MedBase. Me llevó mucho trabajo, pero comprobé todos los accesos en las dos semanas anteriores a la muerte de su padre. Hubo una entrada falsa tres días antes de su muerte.
—¿Cómo de falsa?
—El doctor cuyo nombre se usó estaba de vacaciones en Grecia cuando sucedió.
—Puedes conectarte a la mayoría de las bases de datos desde cualquier lugar del mundo —dijo Cathy.
Sandra asintió.
—Cierto. Pero llamé a Atenas; el doctor jura que no ha hecho otra cosa sino visitar excavaciones arqueológicas desde que llegó allí.
—¿Y sabe a qué registros se accedió?
Sandra apartó la vista durante un momento.
—No. Sólo cuando entró y salió quien usaba la cuenta. Los dos. Eso sucedió como a las cuatro de la madrugada, hora de Toronto.
—Eso es mediodía en Grecia.
—Sí, pero también es cuando el sistema de MedBase tiene menos demanda. Me han dicho que casi nunca hay retrasos de acceso a esa hora. Si alguien quisiese entrar y salir con rapidez, ése sería el momento de hacerlo.
—Aun así, usar ingredientes alimenticios para provocar una reacción fatal… eso requeriría muchos conocimientos.
—Sí —dijo Sandra. Una pausa—. Tiene usted un título en química, ¿no?
Cathy exhaló ruidosamente.
—En química inorgánica, sí. No sé nada sobre productos farmacéuticos. —Extendió las manos—. Todo esto me parece muy fantasioso, detective. El peor enemigo de mi padre era el entrenador de rugby de la escuela secundaria Newtonbrook.
—¿Y su nombre es?
Cathy hizo un ruido de exasperación.
—Estoy bromeando, detective. No conozco a nadie que quisiese asesinar a mi padre.
Sandra miró a lo lejos.
—Quizá tenga razón. Este trabajo a veces se apodera de mí —sonrió inocente—. Me temo que todos somos un poco dados a las teorías conspiratorias. Perdóneme… y, por favor, déjeme decirle nuevamente que siento la muerte de su padre. Sé por lo que está pasando.
La voz de Cathy era neutral, pero sus ojos se estaban cubriendo de lágrimas.
—Gracias.
—Sólo unas preguntas más, luego espero no tener que volver a molestarla. —Sandra consultó la pantalla de su palmtop—. ¿Le suena el nombre Desalíe? ¿Jean-Louis Desalíe?
Cathy no dijo nada.
—Estuvo en la Universidad de Toronto en la misma época que usted.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Cierto. Déjeme que se lo diga más directamente: cuando hablé con Jean-Louis Desalíe, él reconoció su nombre. No Catherine Hobson… Catherine Churchill. Y recordaba también a su marido: Peter Hobson.
—El nombre —dijo Cathy cuidadosamente—, me resulta vagamente familiar.
—¿Ha visto a Jean-Louis Desalíe desde la universidad?
—Dios, no. No sé que ha sido de él.
Sandra asintió.
—Gracias, señora Hobson. Muchísimas gracias. Esto es todo por ahora.
—Espere —dijo Cathy—. ¿Por qué me ha preguntado por Jean-Louis?
Sandra cerró el palmtop y lo metió en la cartera.
—Él es el médico cuya cuenta fue usada.